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Harry Potter y la cámara secreta - 18

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/08/2009 09:55:00 a. m. No comments

Harry Potter y la cámara secreta
J.K. ROWLING

18

La recompensa de Dobby

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Hubo un momento de silencio cuando Harry, Ron, Ginny y Lockhart aparecieron en la puerta, llenos de barro, sucie¬dad y, en el caso de Harry, sangre. Luego alguien gritó:
—¡Ginny!
Era la señora Weasley, que estaba llorando delante de la chimenea. Se puso en pie de un salto, seguida por su ma¬rido, y se abalanzaron sobre su hija.
Harry, sin embargo, miraba detrás de ellos. El profesor Dumbledore estaba ante la repisa de la chimenea, sonriendo, junto a la profesora McGonagall, que respiraba con dificul¬tad y se llevaba una mano al pecho. Fawkes pasó zumbando cerca de Harry para posarse en el hombro de Dumbledore. Sin apenas darse cuenta, Harry y Ron se encontraron atra¬pados en el abrazo de la señora Weasley
—¡La habéis salvado! ¡La habéis salvado! ¿Cómo lo hi¬cisteis?
—Creo que a todos nos encantaría enterarnos —dijo con un hilo de voz la profesora McGonagall.
La señora Weasley soltó a Harry, que dudó un instante, luego se acercó a la mesa y depositó encima el Sombrero Se¬leccionador, la espada con rubíes incrustados y lo que que¬daba del diario de Ryddle.
Harry empezó a contarlo todo. Habló durante casi un cuarto de hora, mientras los demás lo escuchaban absortos y en silencio. Contó lo de la voz que no salía de ningún sitio; que Hermione había comprendido que lo que él oía era un basilisco que se movía por las tuberías; que él y Ron siguie¬ron a las arañas por el bosque; que Aragog les había dicho dónde había matado a su víctima el basilisco; que había adi¬vinado que Myrtle la Llorona había sido la víctima, y que la entrada a la Cámara de los Secretos podía encontrarse en los aseos...
—Muy bien —señaló la profesora McGonagall, cuando Harry hizo una pausa—, así que averiguasteis dónde estaba la entrada, quebrantando un centenar de normas, añadiría yo. Pero ¿cómo demonios conseguisteis salir con vida, Potter?
Así que Harry, con la voz ronca de tanto hablar, les re¬lató la oportuna llegada de Fawkes y del Sombrero Selec¬cionador, que le proporcionó la espada. Pero luego titubeó. Había evitado hablar sobre la relación entre el diario de Ryddle y Ginny. Ella apoyaba la cabeza en el hombro de su madre, y seguía derramando silenciosas lágrimas por las mejillas. ¿Y si la expulsaban?, pensó Harry aterrorizado. El diario de Ryddle no serviría ya como prueba, pues había quedado inservible... ¿cómo podrían demostrar que era el causante de todo?
Instintivamente, Harry miró a Dumbledore, y éste es¬bozó una leve sonrisa. La hoguera de la chimenea hacía bri¬llar sus lentes de media luna.
—Lo que más me intriga —dijo Dumbledore amable¬mente—, es cómo se las arregló lord Voldemort para embru¬jar a Ginny, cuando mis fuentes me indican que actualmen¬te se halla oculto en los bosques de Albania.
Harry se sintió maravillosamente aliviado.
—¿Qué... qué? —preguntó el señor Weasley con voz ató¬nita—. ¿Sabe qui-quién? ¿Ginny embrujada? Pero Ginny no ha... Ginny no ha sido... ¿verdad?
—Fue el diario —dijo inmediatamente Harry, cogiéndolo y enseñándoselo a Dumbledore—. Ryddle lo escribió cuando tenía dieciséis años.
Dumbledore cogió el diario que sostenía Harry y exami¬nó minuciosamente sus páginas quemadas y mojadas.
—Soberbio —dijo con suavidad—. Por supuesto, él ha sido probablemente el alumno más inteligente que ha teni¬do nunca Hogwarts. —Se volvió hacia los Weasley, que lo miraban perplejos—. Muy pocos saben que lord Voldemort se llamó antes Tom Ryddle. Yo mismo le di clase, hace cin¬cuenta años, en Hogwarts. Desapareció tras abandonar el colegio... Recorrió el mundo..., profundizó en las Artes Oscu¬ras, tuvo trato con los peores de entre los nuestros, acome¬tió peligros, transformaciones mágicas, hasta tal punto que cuando resurgió como lord Voldemort resultaba irre¬conocible. Prácticamente nadie relacionó a lord Voldemort con el muchacho inteligente y encantador que recibió aquí el Premio Anual.
—Pero Ginny —dijo la señora Weasley—. ¿Qué tiene que ver nuestra Ginny con él?
—¡Su... su diario! —dijo Ginny entre sollozos—. He es¬tado escribiendo en él, y me ha estado contestando durante todo el curso...
—¡Ginny! —exclamó su padre, atónito—. ¿No te he en¬señado una cosa? ¿Qué te he dicho siempre? No confíes en cosas que tengan la capacidad de pensar pero de las cuales no sepas dónde tienen el cerebro. ¿Por qué no me enseñaste el diario a mí o a tu madre? Un objeto tan sospechoso como ése, ¡tenía que ser cosa de magia negra!
—No..., no lo sabía —sollozó Ginny—. Lo encontré den¬tro de uno de los libros que me había comprado mamá. Pensé que alguien lo había dejado allí y se le había olvidado...
—La señorita Weasley debería ir directamente a la en¬fermería —terció Dumbledore con voz firme—. Para ella ha sido una experiencia terrible. No habrá castigo. Lord Volde¬mort ha engañado a magos más viejos y más sabios. —Fue a abrir la puerta—. Reposo en cama y tal vez un tazón de cho¬colate caliente. A mí siempre me anima —añadió, guiñán¬dole un ojo bondadosamente—. La señora Pomfrey estará todavía despierta. Debe de estar dando zumo de mandrágo¬ra a las víctimas del basilisco. Seguramente despertarán de un momento a otro.
—¡Así que Hermione está bien! —dijo Ron con alegría.
—No les han causado un daño irreversible —dijo Dum¬bledore.
La señora Weasley salió con Ginny, y el padre iba de¬trás, todavía muy impresionado.
—¿Sabes, Minerva? —dijo pensativamente el profesor Dumbledore a la profesora McGonagall—, creo que esto se merece un buen banquete. ¿Te puedo pedir que vayas a avi¬sar a los de la cocina?
—Bien —dijo resueltamente la profesora McGonagall, encaminándose también hacia la puerta—, te dejaré para que ajustes cuentas con Potter y Weasley.
—Eso es —dijo Dumbledore.
Salió, y Harry y Ron miraron a Dumbledore dubitativos. ¿Qué había querido decir exactamente la profesora McGona¬gall con aquello de «ajustar cuentas»? ¿Acaso los iban a cas¬tigar?
—Creo recordar que os dije que tendría que expulsaros si volvíais a quebrantar alguna norma del colegio —dijo Dumbledore.
Ron abrió la boca horrorizado.
—Lo cual demuestra que todos tenemos que tragarnos nuestras palabras alguna vez —prosiguió Dumbledore, son¬riendo—. Recibiréis ambos el Premio por Servicios Especia¬les al Colegio y... veamos..., sí, creo que doscientos puntos para Gryffindor por cada uno.
Ron se puso tan sonrosado como las flores de San Valen¬tín de Lockhart, y volvió a cerrar la boca.
—Pero hay alguien que parece que no dice nada sobre su participación en la peligrosa aventura —añadió Dumble¬dore—. ¿Por qué esa modestia, Gilderoy?
Harry dio un respingo. Se había olvidado por completo de Lockhart. Se volvió y vio que estaba en un rincón del des¬pacho, con una vaga sonrisa en el rostro. Cuando Dumble¬dore se dirigió a él, Lockhart miró con indiferencia para ver quién le hablaba.
—Profesor Dumbledore —dijo Ron enseguida—, hubo un accidente en la Cámara de los Secretos. El profesor Lockhart..
—¿Soy profesor? —preguntó sorprendido—. ¡Dios mío! Supongo que seré un inútil, ¿no?
—... intentó hacer un embrujo desmemorizante y el tiro le salió por la culata —explicó Ron a Dumbledore tranquila¬mente.
—Hay que ver —dijo Dumbledore, moviendo la cabeza de forma que le temblaba el largo bigote plateado—, ¡herido con su propia espada, Gilderoy!
—¿Espada? —dijo Lockhart con voz tenue—. No, no ten¬go espada. Pero este chico sí tiene una. —señaló a Harry—. Él se la podrá prestar.
—¿Te importaría llevar también al profesor Lockhart a la enfermería? —dijo Dumbledore a Ron—. Quisiera tener unas palabras con Harry.
Lockhart salió. Ron miró con curiosidad a Harry y Dumbledore mientras cerraba la puerta.
Dumbledore fue hacia una de las sillas que había junto al fuego.
—Siéntate, Harry —dijo, y Harry tomó asiento, incom¬prensiblemente azorado—. Antes que nada, Harry, quiero darte las gracias —dijo Dumbledore, parpadeando de nue¬vo—. Debes de haber demostrado verdadera lealtad hacia mí en la cámara. Sólo eso puede hacer que acuda Fawkes.
Acarició al fénix, que agitaba las alas posado sobre una de sus rodillas. Harry sonrió con embarazo cuando Dumbledo¬re lo miró directamente a los ojos.
—Así que has conocido a Tom Ryddle —dijo Dumble¬dore pensativo—. Imagino que tendría mucho interés en verte.
De pronto, Harry mencionó algo que le reconcomía:
—Profesor Dumbledore... Ryddle dijo que yo soy como él. Una extraña afinidad, dijo...
—¿De verdad? —preguntó Dumbledore, mirando a un Harry pensativo, por debajo de sus espesas cejas platea¬das—. ¿Y a ti qué te parece, Harry?
—¡Me parece que no soy como él! —contestó Harry, más alto de lo que pretendía—. Quiero decir que yo..., yo soy de Gryffindor, yo soy...
Pero calló. Resurgía una duda que le acechaba.
—Profesor —añadió después de un instante—, el Som¬brero Seleccionador me dijo que yo... haría un buen papel en Slytherin. Todos creyeron un tiempo que yo era el heredero de Slytherin, porque sé hablar pársel...
—Tú sabes hablar pársel, Harry —dijo tranquilamen¬te Dumbledore—, porque lord Voldemort, que es el último descendiente de Salazar Slytherin, habla pársel. Si no es¬toy muy equivocado, él te transfirió algunos de sus poderes la noche en que te hizo esa cicatriz. No era su intención, se¬guro...
—¿Voldemort puso algo de él en mí? —preguntó Harry, atónito.
—Eso parece.
—Así que yo debería estar en Slytherin —dijo Harry, mirando con desesperación a Dumbledore—. El Sombrero Seleccionador distinguió en mí poderes de Slytherin y...
—Te puso en Gryffindor —dijo Dumbledore reposada¬mente—. Escúchame, Harry. Resulta que tú tienes muchas de las cualidades que Slytherin apreciaba en sus alumnos, que eran cuidadosamente escogidos: su propio y rarísimo don, la lengua pársel..., inventiva..., determinación..., un cierto desdén por las normas —añadió, mientras le volvía a tem¬blar el bigote—. Pero aun así, el sombrero te colocó en Gryf¬findor. Y tú sabes por qué. Piensa.
—Me colocó en Gryffindor —dijo Harry con voz de de¬rrota— solamente porque yo le pedí no ir a Slytherin...
—Exacto —dijo Dumbledore, volviendo a sonreír—. Eso es lo que te diferencia de Tom Ryddle. Son nuestras eleccio¬nes, Harry, las que muestran lo que somos, mucho más que nuestras habilidades. —Harry estaba en su silla, atónito e in¬móvil—. Si quieres una prueba de que perteneces a Gryffindor, te sugiero que mires esto con más detenimiento.
Dumbledore se acercó al escritorio de la profesora McGo¬nagall, cogió la espada ensangrentada y se la pasó a Harry. Sin mucho ánimo, Harry le dio la vuelta y vio brillar los ru¬bíes a la luz del fuego. Y luego vio el nombre grabado debajo de la empuñadura: Godric Gryffindor:
—Sólo un verdadero miembro de Gryffindor podría ha¬ber sacado esto del sombrero, Harry —dijo simplemente Dumbledore.
Durante un minuto, ninguno de los dos dijo nada. Lue¬go Dumbledore abrió uno de los cajones del escritorio de la profesora McGonagall y sacó de él una pluma y un tintero.
—Lo que necesitas, Harry, es comer algo y dormir. Te sugiero que bajes al banquete, mientras escribo a Azkaban: necesitamos que vuelva nuestro guarda. Y tengo que redac¬tar un anuncio para El Profeta, además —añadió pensati¬vo—. Necesitamos un nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Vaya, parece que no nos duran nada, ¿verdad?
Harry se levantó y se dispuso a salir. Pero apenas tocó el pomo de la puerta, ésta se abrió tan bruscamente que pego contra la pared y rebotó.
Lucius Malfoy estaba allí, con el semblante furioso; y también Dobby, encogido de miedo y cubierto de vendas.
—Buenas noches, Lucius —dijo Dumbledore amable¬mente.
El señor Malfoy casi derriba a Harry al entrar en el des¬pacho. Dobby lo seguía detrás, pegado a su capa, con una ex¬presión de terror.
—¡Vaya! —dijo Lucius Malfoy, fijos en Dumbledore sus fríos ojos—. Ha vuelto. El consejo escolar lo ha suspendido de sus funciones, pero aun así, usted ha considerado conve¬niente volver.
—Bueno, Lucius, verá —dijo Dumbledore, sonriendo se¬renamente—, he recibido una petición de los otros once re¬presentantes. Aquello parecía un criadero de lechuzas, para serle sincero. Cuando recibieron la noticia de que la hija de Arthur Weasley había sido asesinada, me pidieron que vol¬viera inmediatamente. Pensaron que, a pesar de todo, yo era el hombre más adecuado para el cargo. Además, me con¬taron cosas muy curiosas. Algunos incluso decían que usted les había amenazado con echar una maldición sobre sus fa¬milias si no accedían a destituirme.
El señor Malfoy se puso aún más pálido de lo habitual, pero seguía con los ojos cargados de furia.
—¿Así que... ha puesto fin a los ataques? —dijo con aire despectivo—. ¿Ha encontrado al culpable?
—Lo hemos encontrado —contestó Dumbledore, con una sonrisa.
—¿Y bien? —preguntó bruscamente Malfoy—. ¿Quién es?
—El mismo que la última vez, Lucius —dijo Dumbledo¬re—. Pero esta vez lord Voldemort actuaba a través de otra persona, por medio de este diario.
Levantó el cuaderno negro agujereado en el centro, y miró a Malfoy atentamente. Harry, por el contrario, no apar¬taba los ojos de Dobby.
El elfo hacia cosas muy raras. Miraba fijamente a Harry, señalando el diario, y luego al señor Malfoy. A continuación se daba puñetazos en la cabeza.
—Ya veo... —dijo despacio Malfoy a Dumbledore.
—Un plan inteligente —dijo Dumbledore con voz desa¬pasionada, sin dejar de mirar a Malfoy directamente a los ojos—. Porque si Harry, aquí presente —el señor Malfoy dirigió a Harry una incisiva mirada de soslayo—, y su amigo Ron no hubieran descubierto este cuaderno..., Ginny Weas¬ley habría aparecido como culpable. Nadie habría podido demostrar que ella no había actuado libremente...
El señor Malfoy no dijo nada. Su cara se había vuelto de repente como de piedra.
—E imagine —prosiguió Dumbledore— lo que podría haber ocurrido entonces... Los Weasley son una de las fami¬lias de sangre limpia más distinguidas. Imagine el efecto que habría tenido sobre Arthur Weasley y su Ley de defensa de los muggles, si se descubriera que su propia hija había atacado y asesinado a personas de origen muggle. Afortuna¬damente apareció el diario, con los recuerdos de Ryddle bo¬rrados de él. Quién sabe lo que podría haber pasado si no hu¬biera sido así.
El señor Malfoy hizo un esfuerzo por hablar.
—Ha sido una suerte —dijo fríamente.
Pero Dobby seguía, a su espalda, señalando primero al diario, después a Lucius Malfoy, y luego pegándose en la cabeza.
Y Harry comprendió de pronto. Hizo un gesto a Dobby con la cabeza, y éste se retiró a un rincón, retorciéndose las orejas para castigarse.
—¿Sabe cómo llegó ese diario a Ginny, señor Malfoy? —le preguntó Harry.
Lucius Malfoy se volvió hacia él.
—¿Por qué iba a saber yo de dónde lo cogió esa tonta? —preguntó.
—Porque usted se lo dio —respondió Harry—. En Flou¬rish y Blotts. Usted le cogió su libro de transformación y metió el diario dentro, ¿a que sí?
Vio que el señor Malfoy abría y cerraba las manos.
—Demuéstralo —dijo, furioso.
—Nadie puede demostrarlo —dijo Dumbledore, y son¬rió a Harry—, puesto que ha desaparecido del libro todo ras¬tro de Ryddle. Por otro lado, le aconsejo, Lucius, que deje de repartir viejos recuerdos escolares de lord Voldemort. Si al¬gún otro cayera en manos inocentes, Arthur Weasley se ase¬gurará de que le sea devuelto a usted...
Lucius Malfoy se quedó un momento quieto, y Harry vio claramente que su mano derecha se agitaba como si quisie¬ra empuñar la varita. Pero en vez de hacerlo, se volvió a su elfo doméstico.
—¡Nos vamos, Dobby!
Tiró de la puerta, y cuando el elfo se acercó corriendo, le dio una patada que lo envió fuera. Oyeron a Dobby gritar de dolor por todo el pasillo. Harry reflexionó un momento, y en¬tonces tuvo una idea.
—Profesor Dumbledore —dijo deprisa—, ¿me permite que le devuelva el diario al señor Malfoy?
—Claro, Harry —dijo Dumbledore con calma—. Pero date prisa. Recuerda el banquete.
Harry cogió el diario y salió del despacho corriendo. Aún se oían alejándose los gritos de dolor de Dobby, que ya había doblado la esquina del corredor. Rápidamente, preguntándo¬se si sería posible que su plan tuviera éxito, Harry se quitó un zapato, se sacó el calcetín sucio y embarrado, y metió el diario dentro. Luego se puso a correr por el oscuro corredor.
Los alcanzó al pie de las escaleras.
—Señor Malfoy —dijo jadeando y patinando al detener¬se—, tengo algo para usted.
Y le puso a Lucius Malfoy en la mano el calcetín malo¬liente.
—¿Qué diablos...?
El señor Malfoy extrajo el diario del calcetín, tiró éste al suelo y luego pasó la vista, furioso, del diario a Harry.
—Harry Potter, vas a terminar como tus padres uno de estos días —dijo bajando la voz—. También ellos eran unos idiotas entrometidos. —Y se volvió para irse—. Ven, Dobby. ¡He dicho que vengas!
Pero Dobby no se movió. Sostenía el calcetín sucio y em¬barrado de Harry, contemplándolo como si fuera un tesoro de valor incalculable.
—Mi amo le ha dado a Dobby un calcetín —dijo el elfo asombrado—. Mi amo se lo ha dado a Dobby.
—¿Qué? —escupió el señor Malfoy—. ¿Qué has dicho?
—Dobby tiene un calcetín —dijo Dobby aún sin poder creérselo—. Mi amo lo tiró, y Dobby lo cogió, y ahora Dobby... Dobby es libre.
Lucius Malfoy se quedó de piedra, mirando al elfo. Lue¬go embistió a Harry.
—¡Por tu culpa he perdido a mi criado, mocoso!
Pero Dobby gritó:
—¡Usted no hará daño a Harry Potter!
Se oyó un fuerte golpe, y el señor Malfoy cayó de espal¬das. Bajó las escaleras de tres en tres y aterrizó hecho una masa de arrugas. Se levantó, lívido, y sacó la varita, pero Dobby le levantó un dedo amenazador.
—Usted se va a ir ahora —dijo con fiereza, señalando al señor Malfoy—. Usted no tocará a Harry Potter. Váyase ahora mismo.
Lucius Malfoy no tuvo elección. Dirigiéndoles una últi¬ma mirada de odio, se cubrió por completo con la capa y sa¬lió apresuradamente.
—¡Harry Potter ha liberado a Dobby! —chilló el elfo, mirando a Harry. La luz de la luna se reflejaba, a través de una ventana cercana, en sus ojos esféricos—. ¡Harry Potter ha liberado a Dobby!
—Es lo menos que podía hacer, Dobby —dijo Harry, son¬riendo—. Pero prométame que no volverá a intentar salvar¬me la vida.
Una sonrisa amplia, con todos los dientes a la vista, cru¬zó la fea cara cetrina del elfo.
—Sólo tengo una pregunta, Dobby —dijo Harry, mien¬tras Dobby se ponía el calcetín de Harry con manos temblo¬rosas—. Usted me dijo que esto no tenía nada que ver con El-que-no-debe-ser-nombrado, ¿recuerda? Bueno...
—Era una pista, señor —dijo Dobby, con los ojos muy abiertos, como si resultara obvio—. Dobby le daba una pis¬ta. Antes de que cambiara de nombre, el Señor Tenebroso podía ser nombrado tranquilamente, ¿se da cuenta?
—Bien —dijo Harry con voz débil—. Será mejor que me vaya. Hay un banquete, y mi amiga Hermione ya estará re¬cobrada...
Dobby le echó los brazos a Harry en la cintura y lo abra¬zó con fuerza.
—¡Harry Potter es mucho más grande de lo que Dobby suponía! —sollozó—. ¡Adiós, Harry Potter!
Y dando un sonoro chasquido, Dobby desapareció.


Harry había estado presente en varios banquetes de Hog¬warts, pero en ninguno como aquél. Todos iban en pijama, y la celebración duró toda la noche. Harry no sabía si lo mejor había sido cuando Hermione corrió hacia él gritando: «¡Lo has conseguido! ¡Lo has conseguido!»; o cuando Justin se le¬vantó de la mesa de Hufflepuff y se le acercó veloz para es¬trecharle la mano y disculparse infinitamente por haber sospechado de él; o cuando Hagrid llegó, a las tres y media, y dio a Harry y a Ron unas palmadas tan fuertes en los hom¬bros que los tiró contra el postre; o cuando dieron a Gryffin¬dor los cuatrocientos puntos ganados por él y Ron, con lo que se aseguraron la copa de las casas por segundo año con¬secutivo; o cuando la profesora McGonagall se levantó para anunciar que el colegio, como obsequio a los alumnos, ha¬bía decidido prescindir de los exámenes («¡Oh, no!», exclamó Hermione); o cuando Dumbledore anunció que, por desgra¬cia, el profesor Lockhart no podría volver el curso siguiente, debido a que tenía que ingresar en un sanatorio para recu¬perar la memoria. Algunos de los profesores se unieron al grito de júbilo con el que los alumnos recibieron estas noti¬cias.
—¡Qué pena! —dijo Ron, cogiendo una rosquilla rellena de mermelada—. Estaba empezando a caerme bien.


El resto del último trimestre transcurrió bajo un sol radian¬te y abrasador. Hogwarts había vuelto a la normalidad, con sólo unas pequeñas diferencias: las clases de Defensa Con¬tra las Artes Oscuras se habían suspendido («pero hemos hecho muchas prácticas», dijo Ron a una contrariada Her¬mione) y Lucius Malfoy había sido expulsado del consejo es¬colar. Draco ya no se pavoneaba por el colegio como si fuera el dueño. Por el contrario, parecía resentido y enfurruñado. Y Ginny Weasley volvía a ser completamente feliz.
Muy pronto llegó el momento de volver a casa en el ex¬preso de Hogwarts. Harry, Ron, Hermione, Fred, George y Gin¬ny tuvieron todo un compartimento para ellos. Aprovecharon al máximo las últimas horas en que les estaba permitido ha¬cer magia antes de que comenzaran las vacaciones. Jugaron al snap explosivo, encendieron las últimas bengalas del doc¬tor Filibuster de George y Fred, y jugaron a desarmarse unos a otros mediante la magia. Harry estaba adquiriendo en esto gran habilidad.
Estaban llegando a Kings Cross cuando Harry recordó algo.
—Ginny.., ¿qué es lo que le viste hacer a Percy, que no quería que se lo dijeras a nadie?
—¡Ah, eso! —dijo Ginny con una risita—. Bueno, es que Percy tiene novia.
A Fred se le cayeron los libros que llevaba en el brazo.
—¿Qué?
—Es esa prefecta de Ravenclaw, Penélope Clearwater —dijo Ginny—. Es a ella a quien estuvo escribiendo todo el verano pasado. Se han estado viendo en secreto por todo el colegio. Un día los descubrí besándose en un aula vacía. Le afectó mucho cuando ella fue..., ya sabéis..., atacada. No os reiréis de él, ¿verdad? —añadió.
—Ni se me pasaría por la cabeza —dijo Fred, que ponía una cara como si faltase muy poco para su cumpleaños.
—Por supuesto que no —corroboró George con una ri¬sita.
El expreso de Hogwarts aminoró la marcha y al final se detuvo.
Harry sacó la pluma y un trozo de pergamino y se volvió a Ron y Hermione.
—Esto es lo que se llama un número de teléfono —dijo Harry, escribiéndolo dos veces y partiendo el pergamino en dos para darles un número a cada uno—. Tu padre ya sabe cómo se usa el teléfono, porque el verano pasado se lo ex¬pliqué. Llamadme a casa de los Dursley, ¿vale? No podría aguantar otros dos meses sin hablar con nadie más que con Dudley...
—Pero tus tíos estarán muy orgullosos de ti, ¿no? —dijo Hermione cuando salían del tren y se metían entre la multi¬tud que iba en tropel hacia la barrera encantada—. ¿Y cuan¬do se enteren de lo que has hecho este curso?
—¿Orgullosos? —dijo Harry—. ¿Estás loca? ¿Con todas las oportunidades que tuve de morir, y no lo logré? Estarán furiosos...
Y juntos atravesaron la verja hacia el mundo muggle.


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Harry Potter y la cámara secreta - 17

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/08/2009 09:25:00 a. m. No comments

Harry Potter y la cámara secreta
J.K. ROWLING

17
El heredero de Slytherin

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Se hallaba en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada. Altísimas columnas de piedra talladas con ser¬pientes enlazadas se elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando largas sombras ne¬gras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la estancia.
Con el corazón latiéndole muy rápido, Harry escuchó aquel silencio de ultratumba. ¿Estaría el basilisco acechan¬do en algún rincón oscuro, detrás de una columna? ¿Y dónde estaría Ginny?
Sacó su varita y avanzó por entre las columnas decora¬das con serpientes. Sus pasos resonaban en los muros som¬bríos. Iba con los ojos entornados, dispuesto a cerrarlos com¬pletamente al menor indicio de movimiento. Le parecía que las serpientes de piedra lo vigilaban desde las cuencas va¬cías de sus ojos. Más de una vez, el corazón le dio un vuelco al creer que alguna se movía.
Al llegar al último par de columnas, vio una estatua, tan alta como la misma cámara, que surgía imponente, ado¬sada al muro del fondo.
Harry tuvo que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, con una barba larga y fina que le llegaba casi has¬ta el final de la amplia túnica de mago, donde unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo. Y entre los pies, boca abajo, vio una pequeña figura con túnica ne¬gra y el cabello de un rojo encendido.
—¡Ginny! —susurró Harry, corriendo hacia ella e hin¬cándose de rodillas—. ¡Ginny! ¡No estés muerta! ¡Por favor, no estés muerta! —Dejó la varita a un lado, cogió a Ginny por los hombros y le dio la vuelta. Tenía la cara tan blanca y fría como el mármol, aunque los ojos estaban cerrados, así que no estaba petrificada. Pero entonces tenía que estar...—. Ginny, por favor, despierta —susurró Harry sin esperanza, agitándola. La cabeza de Ginny se movió, inanimada, de un lado a otro.
—No despertará —dijo una voz suave.
Harry se enderezó de un salto.
Un muchacho alto, de pelo negro, estaba apoyado con¬tra la columna más cercana, mirándole. Tenía los contornos borrosos, como Harry si lo estuviera mirando a través de un cristal empañado. Pero no había dudas sobre quién era.
—Tom... ¿Tom Ryddle?
Ryddle asintió con la cabeza, sin apartar los ojos del rostro de Harry.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no despertará? —dijo Harry desesperado—. ¿Ella no está... no está...?
—Todavía está viva —contestó Ryddle—, pero por muy poco tiempo.
Harry lo miró detenidamente. Tom Ryddle había estu¬diado en Hogwarts hacía cincuenta años, y sin embargo allí, bajo aquella luz rara, neblinosa y brillante, aparentaba te¬ner dieciséis años, ni un día más.
—¿Eres un fantasma? —preguntó Harry dubitativo.
—Soy un recuerdo —respondió Ryddle tranquilamen¬te— guardado en un diario durante cincuenta años.
Ryddle señaló hacia los gigantescos dedos de los pies de la estatua. Allí se encontraba, abierto, el pequeño diario ne¬gro que Harry había hallado en los aseos de Myrtle la Lloro¬na. Durante un segundo, Harry se preguntó cómo habría llegado hasta allí. Pero tenía asuntos más importantes en los que pensar.
—Tienes que ayudarme, Tom —dijo Harry, volviendo a levantar la cabeza de Ginny—. Tenemos que sacarla de aquí. Hay un basilisco... No sé dónde está, pero podría llegar en cualquier momento. Por favor, ayúdame...
Ryddle no se movió. Harry, sudando, logró levantar a medias a Ginny del suelo, y se inclinó a recoger su varita.
Pero la varita ya no estaba.
—¿Has visto...?
Levantó los ojos. Ryddle seguía mirándolo... y juguetea¬ba con la varita de Harry entre los dedos.
—Gracias —dijo Harry, tendiendo la mano para que el muchacho se la devolviera.
Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Ryddle. Siguió mirando a Harry, jugando indolente con la varita.
—Escucha —dijo Harry con impaciencia. Las rodillas se le doblaban bajo el peso muerto de Ginny—. ¡Tenemos que huir! Si aparece el basilisco...
—No vendrá si no es llamado —dijo Ryddle con toda tranquilidad.
Harry volvió a posar a Ginny en el suelo, incapaz de sos¬tenerla.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Mira, dame la va¬rita, podría necesitarla.
La sonrisa de Ryddle se hizo más evidente.
—No la necesitarás —repuso.
Harry lo miró.
—¿A qué te refieres, yo no...?
—He esperado este momento durante mucho tiempo, Harry Potter —dijo Ryddle—. Quería verte. Y hablarte.
—Mira —dijo Harry, perdiendo la paciencia—, me pare¬ce que no lo has entendido: estamos en la Cámara de los Se¬cretos. Ya tendremos tiempo de hablar luego.
—Vamos a hablar ahora —dijo Ryddle, sin dejar de son¬reír, y se guardó en el bolsillo la varita de Harry.
Harry lo miró. Allí sucedía algo muy raro.
—¿Cómo ha llegado Ginny a este estado? —preguntó, hablando despacio.
—Bueno, ésa es una cuestión interesante —dijo Ryddle, con agrado—. Es una larga historia. Supongo que el verda¬dero motivo por el que Ginny está así es que le abrió el cora¬zón y le reveló todos sus secretos a un extraño invisible.
—¿De qué hablas? —dijo Harry.
—Del diario —respondió Ryddle—. De mi diario. La pe¬queña Ginny ha estado escribiendo en él durante muchos meses, contándome todas sus penas y congojas: que sus her¬manos se burlaban de ella, que tenía que venir al colegio con túnica y libros de segunda mano, que... —A Ryddle le brillaron los ojos—... pensaba que el famoso, el bueno, el gran Harry Potter no llegaría nunca a quererla...
Mientras hablaba, Ryddle mantenía los ojos fijos en Harry. Había en ellos una mirada casi ávida.
—Es una lata tener que oír las tonterías de una niña de once años —siguió—. Pero me armé de paciencia. Le contes¬té por escrito. Fui comprensivo, fui bondadoso. Ginny, sim¬plemente, me adoraba: Nadie me ha comprendido nunca como tú, Tom... Estoy tan contenta de poder confiar en este diario... Es como tener un amigo que se puede llevar en el bolsillo...
Ryddle se rió con una risa potente y fría que parecía aje¬na. A Harry se le erizaron los pelos de la nuca.
—Si es necesario que yo lo diga, Harry, la verdad es que siempre he fascinado a la gente que me ha convenido. Así que Ginny me abrió su alma, y era precisamente su alma lo que yo quería. Me hice cada vez más fuerte alimentándo¬me de sus temores y de sus profundos secretos. Me hice más poderoso, mucho más que la pequeña señorita Weasley. Lo bastante poderoso para empezar a alimentar a la señorita Weasley con algunos de mis propios secretos, para empezar a darle un poco de mi alma...
—¿Qué quieres decir? —preguntó Harry, con la boca completamente seca.
—¿Todavía no lo adivinas, Harry Potter? —dijo sin in¬mutarse Ryddle—. Ginny Weasley abrió la Cámara de los Secretos. Ella retorció el pescuezo a los gallos del colegio y pintarrajeó pavorosos mensajes en las paredes. Ella echó la serpiente de Slytherin contra los cuatro sangre sucia y el gato del squib.
—No —susurró Harry.
—Sí —dijo Ryddle con calma—. Por supuesto, al prin¬cipio ella no sabía lo que hacia. Fue muy divertido. Me gus¬taría que hubieras podido ver las anotaciones que escribía en el diario... Se volvieron mucho más interesantes... Que¬rido Tom —recitó, contemplando la horrorizada cara de Harry—, creo que estoy perdiendo la memoria. He encon¬trado plumas de gallo en mi túnica y no sé por qué están ahí. Querido Tom, no recuerdo lo que hice la noche de Ha¬lloween, pero han atacado a un gato y yo tengo manchas de pintura en la túnica. Querido Tom, Percy me sigue diciendo que estoy pálida y que no parezco yo. Creo que sospecha de mí... Hoy ha habido otro ataque y no sé dónde me encontra¬ba en aquel momento. ¿Qué voy a hacer, Tom? Creo que me estoy volviendo loca. ¡Me parece que soy yo la que ataca a todo el mundo, Tom!
Harry tenía los puños apretados y se clavaba las uñas en las palmas.
—Le llevó mucho tiempo a esa tonta de Ginny dejar de confiar en su diario —explicó Ryddle—. Pero al final sospe¬chó e intentó deshacerse de él. Y entonces apareciste tú, Harry. Tú lo encontraste, y nada podría haberme hecho tan feliz. De todos los que podrían haberlo cogido, fuiste tú, la persona a la que yo tenía más ganas de conocer...
—¿Y por qué querías conocerme? —preguntó Harry La ira lo embargaba y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener firme la voz.
—Bueno, verás, Ginny me lo contó todo sobre ti, Harry —dijo Ryddle—. Toda tu fascinante historia. —Sus ojos va¬garon por la cicatriz en forma de rayo que Harry tenía en la frente, y su expresión se volvió más ávida—. Quería averi¬guar más sobre ti, hablar contigo, conocerte si era posible, así que decidí mostrarte mi famosa captura de ese zopenco, Hagrid, para ganarme tu confianza.
—Hagrid es mi amigo —dijo Harry, con voz tembloro¬sa—. Y tú lo acusaste, ¿no? Creí que habías cometido un error, pero...
Ryddle volvió a reírse con su risa sonora.
—Era mi palabra contra la de Hagrid. Bueno, ya te pue¬des imaginar lo que pensaría el viejo Armando Dippet. Por un lado, Tom Ryddle, pobre pero muy inteligente, sin padres pero muy valeroso, prefecto del colegio, estudiante modelo; por el otro lado, el grandón e idiota de Hagrid, que tenía pro¬blemas cada dos por tres, que intentaba criar cachorros de hombre lobo debajo de la cama, que se escapaba al bosque prohibido para luchar con los trols. Pero admito que incluso yo me sorprendí de lo bien que funcionó mi plan. Creía que alguien al fin comprendería que Hagrid no podía ser el he¬redero de Slytherin. Me había llevado cinco años averiguar¬lo todo sobre la Cámara de los Secretos y descubrir la entra¬da oculta... ¡como si Hagrid tuviera la inteligencia o el poder necesarios!
»Sólo el profesor de Transformaciones, Dumbledore, creía en la inocencia de Hagrid. Convenció a Dippet para que retuviera a Hagrid y le enseñara el oficio de guarda. Sí, creo que Dumbledore podría haberlo adivinado. A Dumble¬dore nunca le gusté tanto como a los otros profesores...
—Me apuesto algo a que Dumbledore descubrió tus in¬tenciones —dijo Harry, rechinando los dientes.
—Bueno, es verdad que él me vigiló mucho más después de la expulsión de Hagrid, me fastidió bastante —dijo Ryddle sin darle importancia—. Me di cuenta de que no sería pru¬dente volver a abrir la cámara mientras siguiera estudiando en el colegio. Pero no iba a desperdiciar todos los años que ha¬bía pasado buscándola. Decidí dejar un diario, conservándo¬me en sus páginas con mis dieciséis años de entonces, para que algún día, con un poco de suerte, sirviese de guía para que otro siguiera mis pasos y completara la noble tarea de Sala¬zar Slytherin.
—Bueno, pues no la has completado —dijo Harry en tono triunfante—. Nadie ha muerto esta vez, ni siquiera el gato. Dentro de unas pocas horas la pócima de mandrágora estará lista y todos los petrificados volverán a la norma¬lidad.
—¿No te he dicho todavía —dijo Ryddle con suavidad—que ya no me preocupa matar a los sangre sucia? Desde hace meses mi nuevo objetivo has sido... tú. —Harry lo miró—. Imagina mi disgusto cuando alguien volvió a abrir mi diario, y ya no eras tú quien me escribía, sino Ginny. Ella te vio con el diario y se puso muy nerviosa. ¿Y si averiguabas cómo fun¬cionaba, y el diario te contaba todos sus secretos? ¿Y si, lo que aún era peor, te decía quién había retorcido el pescuezo a los pollos? Así que esa mocosa esperó a que tu dormitorio queda¬ra vacío y te lo robó. Pero yo ya sabía lo que tenía que hacer. Era evidente que tú ibas detrás del heredero de Slytherin. Por todo lo que Ginny me había dicho sobre ti, yo sabía que irías al fin del mundo para resolver el misterio... y más si ata¬caban a uno de tus mejores amigos. Y Ginny me había dicho que todo el colegio era un hervidero de rumores porque te ha¬bían oído hablar pársel...
»Así que hice que Ginny escribiera en la pared su propia despedida y bajara a esperarte. Luchó y gritó y se puso muy pe¬sada. Pero ya casi no le quedaba vida: había puesto demasiado en el diario, en mí. Lo suficiente para que yo pudiera salir al fin de las páginas. He estado esperándote desde que llega¬mos. Sabía que vendrías. Tengo muchas preguntas que ha¬certe, Harry Potter.
—¿Como cuál? —soltó Harry, con los puños aún apre¬tados.
—Bueno —dijo Ryddle, sonriendo—, ¿cómo es que un bebé sin un talento mágico extraordinario derrota al mago más grande de todos los tiempos? ¿Cómo escapaste sin más daño que una cicatriz, mientras que lord Voldemort perdió sus poderes?
En aquel momento apareció un extraño brillo rojo en su mirada.
—¿Por qué te preocupa cómo me libré? —dijo Harry despacio—. Voldemort fue posterior a ti.
—Voldemort —dijo Ryddle imperturbable— es mi pa¬sado, mi presente y mi futuro, Harry Potter...
Sacó del bolsillo la varita de Harry y escribió en el aire con ella tres resplandecientes palabras:

TOM SORVOLO RYDDLE

Luego volvió a agitar la varita, y las letras cambiaron de lugar:

SOY LORD VOLDEMORT

—¿Ves? —susurró—. Es un nombre que yo ya usaba en Hogwarts, aunque sólo entre mis amigos más íntimos, claro. ¿Crees que iba a usar siempre mi sucio nombre muggle? ¿Yo, que soy descendiente del mismísimo Salazar Slytherin, por parte de madre? ¿Conservar yo el nombre de un vulgar muggle que me abandonó antes de que yo naciera, sólo por¬que se enteró de que su mujer era bruja? No, Harry. Me di un nuevo nombre, un nombre que sabía que un día teme¬rían pronunciar todos los magos, ¡cuando yo llegara a ser el hechicero más grande del mundo!
A Harry pareció bloqueársele el cerebro. Miraba como atontado a Ryddle, al huérfano que se convirtió en el asesi¬no de sus padres, y de otra mucha gente... Al final hizo un esfuerzo por hablar.
—No lo eres —dijo. Su voz aparentemente calmada es¬taba llena de odio.
—¿No soy qué? —preguntó Ryddle bruscamente.
—No eres el hechicero más grande del mundo —dijo Harry, con la respiración agitada—. Lamento decepcionarte pero el mejor mago del mundo es Albus Dumbledore. Todos lo dicen. Ni siquiera cuando eras fuerte te atreviste a apode¬rarte de Hogwarts. Dumbledore te descubrió cuando esta¬bas en el colegio y todavía le tienes miedo, te escondas don¬de te escondas.
De la cara de Ryddle había desaparecido la sonrisa, y había ocupado su lugar una mirada de desprecio absoluto.
—¡A Dumbledore lo han echado del castillo gracias a mi simple recuerdo! —dijo Ryddle, irritado.
—No está tan lejos como crees —replicó Harry. Hablaba casi sin pensar, con la intención de asustar a Ryddle y de¬seando, más que creyendo, que lo que afirmaba fuese verdad.
Ryddle abrió la boca, pero no dijo nada.
Llegaba música de algún lugar. Ryddle se volvió para comprobar que en la cámara no había nadie más. Pero aque¬lla música sonaba cada vez más y más fuerte. Era inquietan¬te, estremecedora, sobrenatural. A Harry le puso los pelos de punta y le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho. Luego, cuando la música alcanzó tal fuerza que Harry la sen¬tía vibrar en su interior, surgieron llamas de la columna más cercana a él.
Apareció de repente un pájaro carmesí del tamaño de un cisne, que entonaba hacia el techo abovedado su rara música. Tenía una cola dorada y brillante, tan larga como la de un pavo real, y brillantes garras doradas, con las que su¬jetaba un fardo de harapos.
El pájaro se encaminó derecho a Harry, dejó caer el far¬do a sus pies y se le posó en el hombro. Cuando plegó las grandes alas, Harry levantó la mirada y vio que tenía un pico dorado afilado y los ojos redondos y brillantes.
El pájaro dejó de cantar y acercó su cuerpo cálido a la mejilla de Harry, sin dejar de mirar fijamente a Ryddle.
—Es un fénix —dijo Ryddle, devolviéndole una mirada perspicaz.
—¿Fawkes? —musitó Harry, sintiendo la suave presión de las garras doradas.
—Y eso —dijo Ryddle, mirando el fardo que Fawkes ha¬bía dejado caer—, eso no es más que el viejo Sombrero Se¬leccionador del colegio.
Así era. Remendado, deshilachado y sucio, el sombrero yacía inmóvil a los pies de Harry.
Ryddle volvió a reír. Rió tan fuerte que su risa se multi¬plicó en la oscura cámara, como si estuvieran riendo diez Ryddles al mismo tiempo.
—¡Eso es lo que Dumbledore envía a su defensor: un pá¬jaro cantor y un sombrero viejo! ¿Te sientes más seguro, Harry Potter? ¿Te sientes a salvo?
Harry no respondió. No veía la utilidad de Fawkes ni del viejo sombrero, pero ya no se sentía solo, y aguardó con creciente valor a que Ryddle dejara de reír.
—A lo que íbamos, Harry —dijo Ryddle, sonriendo toda¬vía con ganas—. En dos ocasiones, en tu pasado, en mi futu¬ro, nos hemos encontrado. Han sido dos ocasiones en que no he logrado matarte. ¿Cómo sobreviviste? Cuéntamelo todo. Cuanto más hables —añadió con voz suave—, más tardarás en morir.
Harry pensó deprisa, sopesando sus posibilidades. Ryd¬dle tenía la varita; él tenía a Fawkes y el Sombrero Seleccio¬nador, que no resultarían de gran utilidad en un duelo. No prometían mucho, la verdad. Pero cuanto más tiempo per¬maneciera Ryddle allí, menos vida le quedaría a Ginny... Harry percibió algo de pronto: en el tiempo que llevaban en la cámara, los contornos de la imagen de Ryddle se habían vuelto más claros, más corpóreos. Si Ryddle y él tenían que luchar, mejor que fuera pronto.
—Nadie sabe por qué perdiste tus poderes al atacarme —dijo bruscamente Harry—. Yo tampoco. Pero sé por qué no pudiste matarme: porque mi madre murió para salvarme. Mi vulgar madre de origen muggle —añadió, temblando de rabia—; ella evitó que me mataras. Y yo te he visto de ver¬dad, te vi el año pasado. Eres una ruina. Apenas estás vivo. A esto te ha llevado todo tu poder. Te ocultas. ¡Eres horrible, inmundo!
Ryddle tenía el rostro contorsionado. Forzó una horri¬ble sonrisa.
—O sea que tu madre murió para salvarte. Sí, ése es un potente contrahechizo. Tenía curiosidad, ¿sabes? Porque existe una extraña afinidad entre nosotros, Harry Potter. Incluso tú lo habrás notado. Los dos somos de sangre mez¬clada, los dos huérfanos, los dos criados por muggles. Tal vez somos los dos únicos hablantes de pársel que ha habido en Hogwarts después de Slytherin. Incluso nos parecemos físicamente... Pero, después de todo, sólo fue suerte lo que te salvó de mí. Eso es lo que quería saber.
Harry permaneció quieto, tenso, aguardando que Ryddle levantara su varita. Pero Ryddle se limitaba a exagerar más su sonrisa contrahecha.
—Ahora, Harry, voy a darte una pequeña lección. En¬frentemos los poderes de lord Voldemort, heredero de Sala¬zar Slytherin, contra el famoso Harry Potter, que tiene de su parte las mejores armas de Dumbledore.
Ryddle dirigió una mirada socarrona a Fawkes y al Som¬brero Seleccionador, y luego anduvo unos pasos en dirección opuesta. Harry, notando que el miedo se le extendía por las entumecidas piernas, vio que Ryddle se detenía entre las al¬tas columnas y dirigía la mirada al rostro de Slytherin, que se elevaba sobre él en la oscuridad. Ryddle abrió la boca y sil¬bó... pero Harry comprendió lo que decía.
—Háblame, Slytherin, el más grande de los Cuatro de Hogwarts.
Harry se volvió hacia la estatua. Fawkes se balanceaba sobre su hombro.
El gigantesco rostro de piedra de la estatua de Slythe¬rin se movió y Harry vio, horrorizado, que abría la boca, más y más, hasta convertirla en un gran agujero.
Algo se movía dentro de la boca de la estatua. Algo que salía de su interior.
Harry retrocedió hasta dar de espaldas contra la pared de la cámara y cerró fuertemente los ojos. Sintió que el ala de Fawkes le rozaba el rostro al emprender el vuelo. Harry quiso gritar: «¡No me dejes!» Pero ¿de qué le podía valer un fénix contra el rey de las serpientes?
Una gran mole golpeó contra el suelo de piedra de la cámara, y Harry notó que toda la estancia temblaba. Sabía lo que estaba ocurriendo, podía sentirlo, podía ver sin abrir los ojos la gran serpiente desenroscándose de la boca de Slytherin. Entonces oyó una voz silbante.
—Mátalo.
El basilisco se movía hacia Harry, éste podía oír su pesa¬do cuerpo deslizándose lentamente por el polvoriento suelo. Con los ojos cerrados, Harry comenzó a moverse a ciegas ha¬cia un lado, palpando con las manos el camino. Ryddle reía...
Harry tropezó. Cayó contra la piedra y notó el sabor de la sangre. La serpiente se encontraba a un metro escaso de él, y Harry la oía acercarse.
De repente oyó un ruido fuerte, como un estallido, justo encima de él, y algo pesado lo golpeó con tanta fuerza que lo tiró contra el muro. Esperando que la serpiente le hincara los colmillos, oyó más silbidos enloquecidos y algo que azo¬taba las columnas.
No pudo evitarlo. Abrió los ojos lo suficiente para vis¬lumbrar qué sucedía.
La serpiente, de un verde brillante y gruesa como el tronco de un roble, se había alzado en el aire y su gran cabe¬za roma zigzagueaba como borracha entre las columnas. Temblando, Harry se preparó a cerrar los ojos en cuanto el monstruo hiciera ademán de volverse, y entonces vio qué era lo que había enloquecido a la serpiente.
Fawkes planeaba alrededor de su cabeza, y el basilisco le lanzaba furiosos mordiscos con sus colmillos largos y afi¬lados como sables.
Entonces Fawkes descendió. Su largo pico de oro se hundió en la carne del monstruo y un chorro de sangre ne¬gruzca salpicó el suelo. La cola de la serpiente golpeaba muy cerca de Harry, y antes de que pudiera cerrar los pár¬pados, el basilisco se volvió. Harry miró de frente a su cabe¬za y se dio cuenta de que el fénix lo había picado en los ojos, aquellos grandes y prominentes ojos amarillos. La sangre resbalaba hasta el suelo y la serpiente escupía agonizando.
—¡No! —oyó Harry gritar a Ryddle—. ¡Deja al pájaro! ¡Deja al pájaro! ¡El chico está detrás de ti! ¡Puedes olerlo! ¡Mátalo!
La serpiente ciega se balanceaba desorientada, herida de muerte. Fawkes describía círculos alrededor de su cabe¬za, silbando su inquietante canción, picando aquí y allá en el morro lleno de escamas del basilisco, mientras brotaba la sangre de sus ojos heridos.
—¡Ayuda, ayuda! —pedía Harry enloquecido—. ¡Que alguien me ayude!
La cola de la serpiente volvió a golpear contra el suelo. Harry se agachó. Un objeto blando le golpeó en la cara.
El basilisco había lanzado en su furia el Sombrero Selec¬cionador sobre Harry, y éste lo cogió. Era cuanto le queda¬ba, su última oportunidad. Se lo caló en la cabeza y se echó al suelo antes de que la serpiente sacudiera la cola de nuevo.
—Ayúdame..., ayúdame... —pensó Harry, apretando los ojos bajo el sombrero—, ¡ayúdame, por favor!
No hubo una voz que le respondiera. En su lugar, el sombrero encogió, como si una mano invisible lo estrujara.
Algo muy duro y pesado golpeó a Harry en lo alto de la cabeza, dejándolo casi sin sentido. Viendo todavía parpa¬dear estrellas en los ojos, cogió el sombrero para quitárselo y notó que debajo había algo largo y duro.
Se trataba de una espada plateada y brillante, con la empuñadura llena de fulgurantes rubíes del tamaño de huevos.
—¡Mata al chico! ¡Deja al pájaro! ¡El chico está detrás de ti! Olfatea... ¡Huélelo!
Harry empuñó la espada, dispuesto a defenderse. El ba¬silisco bajó la cabeza, retorció el cuerpo, golpeando contra las columnas, y se volvió para enfrentarse a Harry. Pudo verle las cuencas de los ojos llenas de sangre, y la boca que se abría. Una boca lo bastante grande para tragarlo entero, bordeada de colmillos tan largos como su espada, delgados, brillantes, venenosos...
La bestia arremetió a ciegas. Harry, al esquivarla, dio contra la pared de la cámara. El monstruo arremetió de nuevo, y su lengua bífida azotó un costado de Harry. Entonces levantó la espada con ambas manos.
El basilisco atacó de nuevo, pero esta vez fue directo a Harry, que hincó la espada con todas sus fuerzas, hundién¬dola hasta la empuñadura en el velo del paladar de la serpiente.
Pero mientras la cálida sangre le empapaba los brazos, sintió un agudo dolor encima del codo. Un colmillo largo y venenoso se le estaba hundiendo más y más en el brazo, y se partió cuando el monstruo volvió la cabeza a un lado y con un estremecimiento se desplomó en el suelo.
Harry; apoyado en la pared, se dejó resbalar hasta que¬dar sentado en el suelo. Agarró el colmillo envenenado y se lo arrancó. Pero sabía que ya era demasiado tarde. El vene¬no había penetrado. La herida le producía un dolor canden¬te que se le extendía lenta pero regularmente por todo el cuerpo. Al extraer el colmillo y ver su propia sangre que le empapaba la túnica, se le nubló la vista. La cámara se disol¬vió en un remolino de colores apagados.
Una mancha roja pasó a su lado y Harry oyó un ruido de garras.
—Fawkes —dijo con dificultad—. Eres estupendo, Faw¬kes... —Sintió que el pájaro posaba su hermosa cabeza en el brazo, donde la serpiente lo había herido.
Oyó unos pasos que resonaban en la cámara, y luego vio una negra sombra delante de él.
—Estás muerto, Harry Potter —dijo sobre él la voz de Ryddle—. Muerto. Hasta el pájaro de Dumbledore lo sabe. ¿Ves lo que hace, Potter? Está llorando.
Harry parpadeó. Sólo un instante vio con claridad la ca¬beza de Fawkes. Por las brillantes plumas le corrían unas lágrimas gruesas como perlas.
—Me voy a sentar aquí a esperar que mueras, Harry Potter. Tómate todo el tiempo que quieras. No tengo prisa.
Harry cayó en un profundo sopor. Todo le daba vueltas.
—Éste es el fin del famoso Harry Potter —dijo la voz distante de Ryddle—. Solo en la Cámara de los Secretos, abandonado por sus amigos, derrotado al fin por el Señor Tenebroso al que él tan imprudentemente se enfrentó. Volverás con tu querida madre sangre sucia, Harry... Ella com¬pró con su vida doce años de tiempo para ti... pero al final te ha vencido lord Voldemort. Sabías que sucedería.
Si aquello era morirse, pensó Harry, no era tan desagra¬dable. Incluso el dolor se iba...
Pero ¿de verdad era aquello la muerte? En lugar de os¬curecerse, la cámara se volvía más clara. Harry movió un poco la cabeza, y allí estaba Fawkes, apoyándole todavía la suya en el brazo. Un charquito de lágrimas brillaba en torno a la herida... Sólo que ya no había herida.
—Márchate, pájaro —dijo de pronto la voz de Ryddle—. Sepárate de él. ¡He dicho que te vayas!
Harry levantó la cabeza. Ryddle apuntaba a Fawkes con la varita de Harry Sonó como un disparo y Fawkes em¬prendió el vuelo en un remolino de rojo y oro.
—Lágrimas de fénix... —dijo Ryddle en voz baja, contem¬plando el brazo de Harry—. Naturalmente... Poderes curati¬vos..., me había olvidado.... —miró a Harry a la cara—. Pero igual da. De hecho, lo prefiero así. Solos tú y yo, Harry Pot¬ter..., tú y yo...
Levantó la varita.
Entonces, con un batir de alas, Fawkes pasó de nuevo por encima de sus cabezas y dejó caer algo en el regazo de Harry: el diario.
Lo miraron los dos durante una fracción de segundo, Ryddle con la varita levantada. Luego, sin pensar, sin medi¬tar, como si todo aquel tiempo hubiera esperado para hacer¬lo, Harry cogió el colmillo de basilisco del suelo y lo clavó en el cuaderno.
Se oyó un grito largo, horrible, desgarrado. La tinta sa¬lió a chorros del diario, vertiéndose sobre las manos de Harry e inundando el suelo. Ryddle se retorcía, gritando, y entonces...
Desapareció. Se oyó caer al suelo la varita de Harry y lue¬go se hizo el silencio, sólo roto por el goteo de la tinta que aún manaba del diario. El veneno del basilisco había abierto un agujero incandescente en el cuaderno.
Harry se levantó temblando. La cabeza le daba vueltas, como si hubiera recorrido kilómetros con los polvos flu. Re¬cogió la varita y el sombrero y, de un fuerte tirón, extrajo la brillante espada del paladar del basilisco.
Le llegó un débil gemido del fondo de la cámara. Ginny se movía. Mientras Harry corría hacia ella, la muchacha se sentó, y sus ojos desconcertados pasaron del inmenso cuer¬po del basilisco a Harry, con la túnica empapada de sangre, y luego al cuaderno que éste llevaba en la mano. Profirió un grito estremecido y se echó a llorar.
—Harry..., ah, Harry, intenté decíroslo en el desayuno, pero delante de Percy no fui capaz. Era yo, Harry, pero te juro que no quería... Ryddle me obligaba a hacerlo, se apoderó de mí y... ¿cómo lo has matado? ¿Dónde está Ryddle? Lo último que recuerdo es que salió del diario.
—Ha terminado todo bien —dijo Harry, cogiendo el dia¬rio para enseñarle a Ginny el agujero hecho por el colmillo—. Ryddle ya no existe. ¡Mira! Ni él ni el basilisco. Vamos, Ginny, salgamos...
—¡Me van a expulsar! —se lamentó Ginny, incorporándose torpemente con la ayuda de Harry—. Siempre quise estudiar en Hogwarts, desde que vino Bill, y ahora tendré que irme y.. ¿qué pensarán mis padres?
Fawkes los estaba esperando, revoloteando en la entra¬da de la cámara. Harry apremió a Ginny. Dejaron atrás el cuerpo retorcido e inanimado del basilisco, y a través de la penumbra resonante regresaron al túnel. Harry oyó cerrarse las puertas tras ellos con un suave silbido.
Tras unos minutos de andar por el oscuro túnel, a los oídos de Harry llegó un distante ruido de piedras.
—¡Ron! —gritó Harry, apresurándose—. ¡Ginny está bien! ¡La traigo conmigo!
Oyó que Ron daba un grito ahogado de alegría, y al do¬blar la última curva vieron su cara angustiada que asoma¬ba por el agujero que había logrado abrir en el montón de piedras.
—¡Ginny! —Ron sacó un brazo por el agujero para ayu¬darla a pasar—. ¡Estás viva! ¡No me lo puedo creer! ¿Qué ocurrió?
Intentó abrazarla, pero Ginny se apartó, sollozando.
—Pero estás bien, Ginny —dijo Ron, sonriéndole—. Todo ha pasado. ¿De dónde ha salido ese pájaro?
Fawkes había pasado por el agujero después de Ginny.
—Es de Dumbledore —dijo Harry, encogiéndose para pasar.
—¿Y cómo has conseguido esa espada? —dijo Ron, mi¬rando con la boca abierta el arma que brillaba en la mano de Harry.
—Te lo explicaré cuando salgamos —dijo Harry, miran¬do a Ginny de soslayo.
—Pero...
—Más tarde —insistió Harry. No creía que fuera buena idea decirle en aquel momento quién había abierto la cáma¬ra, y menos delante de Ginny—. ¿Dónde está Lockhart?
—Volvió atrás —dijo Ron, sonriendo y señalando con la cabeza hacia el principio del túnel—. No está bien. Ya veréis.
Guiados por Fawkes, cuyas alas rojas emitían en la os¬curidad reflejos dorados, desanduvieron el camino hasta la tubería. Gilderoy Lockhart estaba allí sentado, tarareando plácidamente.
—Ha perdido la memoria —dijo Ron—. El embrujo des¬memorizante le salió por la culata. Le dio a él. No tiene ni idea de quién es, ni de dónde está, ni de quiénes somos. Le dije que se quedara aquí y nos esperara. Es un peligro para sí mismo.
Lockhart los miró a todos afablemente.
—Hola —dijo—. Qué sitio tan curioso, ¿verdad? ¿Vivís aquí?
—No —respondió Ron, mirando a Harry y arqueando las cejas.
Harry se inclinó y miró la larga y oscura tubería.
—¿Has pensado cómo vamos a subir? —preguntó a Ron.
Ron negó con la cabeza, pero Fawkes ya había pasado delante de Harry y se hallaba revoloteando delante de él. Los ojos redondos del ave brillaban en la oscuridad mien¬tras agitaba sus alas doradas. Harry lo miró, dubitativo.
—Parece como si quisiera que te cogieras a él... —dijo Ron, perplejo—. Pero pesas demasiado para que un pájaro te suba.
—Fawkes —aclaró Harry— no es un pájaro normal.
—Se volvió inmediatamente a los otros—. Vamos a darnos la mano. Ginny, coge la de Ron. Profesor Lockhart...
—Se refiere a usted —aclaró Ron a Lockhart.
—Coja la otra mano de Ginny.
Harry se metió la espada y el Sombrero Seleccionador en el cinto. Ron se agarró a los bajos de la túnica de Harry, y Harry, a las plumas de la cola de Fawkes, que resultaban cu¬riosamente cálidas al tacto.
Una extraordinaria luminosidad pareció extenderse por todo el cuerpo del ave, y en un segundo se encontraron su¬biendo por la tubería a toda velocidad. Harry podía oír a Lockhart que decía:
—¡Asombroso, asombroso! ¡Parece cosa de magia!
El aire helado azotaba el pelo de Harry, y cuando empe¬zaba a disfrutar del paseo, el viaje por la tubería terminó. Los cuatro fueron saltando al suelo mojado junto a Myrtle la Llorona, y mientras Lockhart se arreglaba el sombrero, el lavabo que ocultaba la tubería volvió a su lugar cerrando la abertura.
Myrtle los miraba con ojos desorbitados.
—Estás vivo —dijo a Harry sin comprender.
—Pareces muy decepcionada —respondió serio, limpián¬dose las motas de sangre y de barro que tenía en las gafas.
—No, es que... había estado pensando. Si hubieras muer¬to, aquí serías bienvenido. Te dejaría compartir mi retrete —le dijo Myrtle, ruborizándose de color plata.
—¡Uf! —dijo Ron, cuando salieron de los aseos al corre¬dor oscuro y desierto—. ¡Harry, creo que le gustas a Myrtle! ¡Ginny, tienes una rival!
Pero por el rostro de Ginny seguían resbalando unas lá¬grimas silenciosas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ron, mirando a Ginny con impaciencia. Harry señaló hacia delante.
Fawkes iluminaba el camino por el corredor, con su des¬tello de oro. Lo siguieron a grandes zancadas, y en un ins¬tante se hallaron ante el despacho de la profesora McGonagall.
Harry llamó y abrió la puerta.

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Harry Potter y la cámara secreta - 16

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/08/2009 09:18:00 a. m. No comments

Harry Potter y la cámara secreta
J.K. ROWLING

16
La Cámara de los Secretos

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—Con la cantidad de veces que hemos estado cerca de ella en los aseos —dijo Ron con amargura durante el desayuno del día siguiente—, y no se nos ocurrió preguntarle, y ahora ya ves...
La aventura de seguir a las arañas había sido muy dura. Pero ahora, burlar a los profesores para poder meterse en un lavabo de chicas, pero no uno cualquiera, sino el que es¬taba junto al lugar en que había ocurrido el primer ataque, les parecía prácticamente imposible.
En la primera clase que tuvieron, Transformaciones, sin embargo, sucedió algo que por primera vez en varias sema¬nas les hizo olvidar la Cámara de los Secretos. A los diez mi¬nutos de empezada la clase, la profesora McGonagall les dijo que los exámenes comenzarían el 1 de junio, y sólo faltaba una semana.
—¿Exámenes? —aulló Seamus Finnigan—. ¿Vamos a tener exámenes a pesar de todo?
Sonó un fuerte golpe detrás de Harry. A Neville Long¬bottom se le había caído la varita mágica, haciendo desapa¬recer una de las patas del pupitre. La profesora McGonagall volvió a hacerla aparecer con un movimiento de su varita y se volvió hacia Seamus con el entrecejo fruncido.
—El único propósito de mantener el colegio en funcio¬namiento en estas circunstancias es el de daros una educa¬ción —dijo con severidad—. Los exámenes, por lo tanto, ten¬drán lugar como de costumbre, y confío en que estéis todos estudiando duro.
¡Estudiando duro! Nunca se le ocurrió a Harry que pu¬diera haber exámenes con el castillo en aquel estado. Se oyeron murmullos de disconformidad en toda el aula, lo que provocó que la profesora McGonagall frunciera el entrecejo aún más.
—Las instrucciones del profesor Dumbledore fueron que el colegio prosiguiera su marcha con toda la normalidad posible —dijo ella—. Y eso, no necesito explicarlo, incluye comprobar cuánto habéis aprendido este curso.
Harry contempló el par de conejos blancos que tenía que convertir en zapatillas. ¿Qué había aprendido durante aquel curso? No le venía a la cabeza ni una sola cosa que pu¬diera resultar útil en un examen.
En cuanto a Ron, parecía como si le acabaran de decir que tenía que irse a vivir al bosque prohibido.
—¿Te parece que puedo hacer los exámenes con esto? —preguntó a Harry, levantando su varita, que se había puesto a pitar.


Tres días antes del primer examen, durante el desayuno, la profesora McGonagall hizo otro anuncio a la clase.
—Tengo buenas noticias —dijo, y el Gran Comedor, en lugar de quedar en silencio, estalló en alborozo.
—¡Vuelve Dumbledore! —dijeron varios, entusiasmados.
—¡Han atrapado al heredero de Slytherin! —gritó una chica desde la mesa de Ravenclaw.
—¡Vuelven los partidos de quidditch! —rugió Wood emocionado.
Cuando se calmó el alboroto, dijo la profesora McGo¬nagall:
—La profesora Sprout me ha informado de que las mandrágoras ya están listas para ser cortadas. Esta noche podremos revivir a las personas petrificadas. Creo que no hace falta recordaros que alguno de ellos quizá pueda decir¬nos quién, o qué, los atacó. Tengo la esperanza de que este horroroso curso acabe con la captura del culpable.
Hubo una explosión de alegría. Harry miró a la mesa de Slytherin y no le sorprendió ver que Draco Malfoy no parti¬cipaba de ella. Ron, sin embargo, parecía más feliz que en ningún otro momento de los últimos días.
—¡Siendo así, no tendremos que preguntarle a Myrtle! —dijo a Harry—. ¡Hermione tendrá la respuesta cuando la despierten! Aunque se volverá loca cuando se entere de que sólo quedan tres días para el comienzo de los exámenes. No ha podido estudiar. Sería más amable por nuestra parte de¬jarla como está hasta que hubieran terminado.
En aquel mismo instante, Ginny Weasley se acercó y se sentó junto a Ron. Parecía tensa y nerviosa, y Harry vio que se retorcía las manos en el regazo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Ron, sirviéndose más ga¬chas de avena.
Ginny no dijo nada, pero miró la mesa de Gryffindor de un lado a otro con una expresión asustada que a Harry le re¬cordaba a alguien, aunque no sabía a quién.
—Suéltalo ya —le dijo Ron, mirándola.
Harry comprendió entonces a quién le recordaba Ginny Se balanceaba ligeramente hacia atrás y hacia delante en la silla, exactamente igual que lo hacía Dobby cuando estaba a punto de revelar información prohibida.
—Tengo algo que deciros —masculló Ginny, evitando mirar directamente a Harry.
—¿Qué es? —preguntó Harry
Parecía como si Ginny no pudiera encontrar las pala¬bras adecuadas.
—¿Qué? —apremió Ron.
Ginny abrió la boca, pero no salió de ella ningún sonido. Harry se inclinó hacia delante y habló en voz baja, para que sólo le pudieran oír Ron y Ginny.
—¿Tiene que ver con la Cámara de los Secretos? ¿Has visto algo o a alguien haciendo cosas sospechosas?
Ginny cogió aire, y en aquel preciso momento apareció Percy Weasley, pálido y fatigado.
—Si has acabado de comer, me sentaré en tu sitio, Ginny. Estoy muerto de hambre. Acabo de terminar la ronda.
Ginny saltó de la silla como si le hubiera dado la co¬rriente, echó a Percy una mirada breve y aterrorizada, y sa¬lió corriendo. Percy se sentó y cogió una jarra del centro de la mesa.
—¡Percy! —dijo Ron enfadado—. ¡Estaba a punto de con¬tarnos algo importante!
Percy se atragantó en medio de un sorbo de té.
—¿Qué era eso tan importante? —preguntó, tosiendo.
—Yo le acababa de preguntar si había visto algo raro, y ella se disponía a decir...
—¡Ah, eso! No tiene nada que ver con la Cámara de los Secretos —dijo Percy
—¿Cómo lo sabes? —dijo Ron, arqueando las cejas.
—Bueno, si es imprescindible que te lo diga... Ginny, esto..., me encontró el otro día cuando yo estaba... Bueno, no importa, el caso es que... ella me vio hacer algo y yo, hum, le pedí que no se lo dijera a nadie. Yo creía que mantendría su palabra. No es nada, de verdad, pero preferiría...
Harry nunca había visto a Percy pasando semejante apuro.
—¿Qué hacías, Percy? —preguntó Ron, sonriendo—. Vamos, dínoslo, no nos reiremos.
Percy no devolvió la sonrisa.
—Pásame esos bollos, Harry me muero de hambre.


Harry sabía que todo el misterio podría resolverse al día si¬guiente sin la ayuda de Myrtle, pero, si se presentaba, no dejaría escapar la oportunidad de hablar con ella. Y afortu¬nadamente se presentó, a media mañana, cuando Gilderoy Lockhart les conducía al aula de Historia de la Magia.
Lockhart, que tan a menudo les había asegurado que todo el peligro ya había pasado, sólo para que se demostrara enseguida que estaba equivocado, estaba ahora plenamente convencido de que no valía la pena acompañar a los alum¬nos por los pasillos. No llevaba el pelo tan acicalado como de costumbre, y parecía como si hubiera estado levantado casi toda la noche, haciendo guardia en el cuarto piso.
—Recordad mis palabras —dijo, doblando con ellos una esquina—: lo primero que dirán las bocas de esos pobres pe¬trificados será: «Fue Hagrid.» Francamente, me asombra que la profesora McGonagall juzgue necesarias todas estas medidas de seguridad.
—Estoy de acuerdo, señor —dijo Harry, y a Ron se le ca¬yeron los libros, de la sorpresa.
—Gracias, Harry —dijo Lockhart cortésmente, mien¬tras esperaban que acabara de pasar una larga hilera de alumnos de Hufflepuff—. Nosotros los profesores tenemos cosas mucho más importantes que hacer que acompañar a los alumnos por los pasillos y quedarnos de guardia toda la noche...
—Es verdad —dijo Ron, comprensivo—. ¿Por qué no nos deja aquí, señor? Sólo nos queda este pasillo.
—¿Sabes, Weasley? Creo que tienes razón —respondió Lockhart—. La verdad es que debería ir a preparar mi pró¬xima clase.
Y salió apresuradamente.
—A preparar su próxima clase —dijo Ron con sorna—. A ondularse el cabello, más bien.
Dejaron que el resto de la clase pasara delante y luego enfilaron por un pasillo lateral y corrieron hacia los aseos de Myrtle la Llorona. Pero cuando ya se felicitaban uno al otro por su brillante idea...
—¡Potter! ¡Weasley! ¿Qué estáis haciendo?
Era la profesora McGonagall, y tenía los labios más apretados que nunca.
—Estábamos... estábamos... —balbució Ron—. Íbamos a ver...
—A Hermione —dijo Harry. Tanto Ron como la profeso¬ra McGonagall lo miraron—. Hace mucho que no la vemos, profesora —continuó Harry, hablando deprisa y pisando a Ron en el pie—, y pretendíamos colarnos en la enfermería, ya sabe, y decirle que las mandrágoras ya están casi listas y, bueno, que no se preocupara.
La profesora McGonagall seguía mirándolo, y por un momento, Harry pensó que iba a estallar de furia, pero cuan¬do habló lo hizo con una voz ronca, poco habitual en ella.
—Naturalmente —dijo, y Harry vio, sorprendido, que brillaba una lágrima en uno de sus ojos, redondos y vivos—. Naturalmente, comprendo que todo esto ha sido más duro para los amigos de los que están... Lo comprendo perfecta¬mente. Sí, Potter, claro que podéis ver a la señorita Granger. Informaré al profesor Binns de dónde habéis ido. Decidle a la señora Pomfrey que os he dado permiso.
Harry y Ron se alejaron, sin atreverse a creer que se hu¬bieran librado del castigo. Al doblar la esquina, oyeron cla¬ramente a la profesora McGonagall sonarse la nariz.
—Ésa —dijo Ron emocionado— ha sido la mejor histo¬ria que has inventado nunca.
No tenían otra opción que ir a la enfermería y decir a la señora Pomfrey que la profesora McGonagall les había dado permiso para visitar a Hermione.
La señora Pomfrey los dejó entrar, pero a regañadientes.
—No sirve de nada hablar a alguien petrificado —les dijo, y ellos, al sentarse al lado de Hermione, tuvieron que admitir que tenía razón. Era evidente que Hermione no te¬nía la más remota idea de que tenía visitas, y que lo mismo daría que lo de que no se preocupara se lo dijeran a la mesi¬lla de noche.
—¿Vería al atacante? —preguntó Ron, mirando con tristeza el rostro rígido de Hermione—. Porque si se apare¬ció sigilosamente, quizá no viera a nadie...
Pero Harry no miraba el rostro de Hermione, porque se había fijado en que su mano derecha, apretada encima de las mantas, aferraba en el puño un trozo de papel estrujado.
Asegurándose de que la señora Pomfrey no estaba cer¬ca, se lo señaló a Ron.
—Intenta sacárselo —susurró Ron, corriendo su silla para ocultar a Harry de la vista de la señora Pomfrey.
No fue una tarea fácil. La mano de Hermione apretaba con tal fuerza el papel que Harry creía que al tirar se rom¬pería. Mientras Ron lo cubría, él tiraba y forcejeaba, y, al fin, después de varios minutos de tensión, el papel salió.
Era una página arrancada de un libro muy viejo. Harry la alisó con emoción y Ron se inclinó para leerla también.

De las muchas bestias pavorosas y monstruos terri¬bles que vagan por nuestra tierra, no hay ninguna más sorprendente ni más letal que el basilisco, conocido como el rey de las serpientes. Esta serpiente, que puede alcanzar un tamaño gigantesco y cuya vida dura varios siglos, nace de un huevo de gallina empollado por un sapo. Sus métodos de matar son de lo más extraordinario, pues además de sus colmillos mortalmente venenosos, el basilisco mata con la mirada, y todos cuantos fijaren su vista en el brillo de sus ojos han de sufrir instantánea muerte. Las arañas huyen del basilisco, pues es éste su mortal enemigo, y el basilisco huye sólo del canto del gallo, que para él es mortal.

Y debajo de esto, había escrita una sola palabra, con una letra que Harry reconoció como la de Hermione: «Cañerías.»
Fue como si alguien hubiera encendido la luz de repen¬te en su cerebro.
—Ron —musitó—. ¡Esto es! Aquí está la respuesta. El monstruo de la cámara es un basilisco, ¡una serpiente gigan¬te! Por eso he oído a veces esa voz por todo el colegio, y nadie más la ha oído: porque yo comprendo la lengua pársel...
Harry miró las camas que había a su alrededor.
—El basilisco mata a la gente con la mirada. Pero no ha muerto nadie. Porque ninguno de ellos lo miró directo a los ojos. Colin lo vio a través de su cámara de fotos. El basilisco quemó toda la película que había dentro, pero a Colin sólo lo petrificó. Justin... ¡Justin debe de haber visto al basi¬lisco a través de Nick Casi Decapitado! Nick lo vería perfec¬tamente, pero no podía morir otra vez... Y a Hermione y la prefecta de Ravenclaw las hallaron con aquel espejo al lado. Hermione acababa de enterarse de que el monstruo era un basilisco. ¡Me apostaría algo a que ella le advirtió a la pri¬mera persona a la que encontró que mirara por un espejo antes de doblar las esquinas! Y entonces sacó el espejo y...
Ron se había quedado con la boca abierta.
—¿Y la Señora Norris? —susurró con interés.
Harry hizo un gran esfuerzo para concentrarse, recor¬dando la imagen de la noche de Halloween.
—El agua..., la inundación que venía de los aseos de Myrtle la Llorona. Seguro que la Señora Norris sólo vio el reflejo...
Con impaciencia, examinó la hoja que tenía en la mano. Cuanto más la miraba más sentido le hallaba.
—¡El canto del gallo para él es mortal! —leyó en voz alta—. ¡Mató a los gallos de Hagrid! El heredero de Slythe¬rin no quería que hubiera ninguno cuando se abriera la Cá¬mara de los Secretos. ¡Las arañas huyen de él! ¡Todo encaja!
—Pero ¿cómo se mueve el basilisco por el castillo? —dijo Ron—. Una serpiente asquerosa... alguien tendría que verla...
Harry, sin embargo, le señaló la palabra que Hermione había garabateado al pie de la página.
—Cañerías —leyó—. Cañerías... Ha estado usando las cañerías, Ron. Y yo he oído esa voz dentro de las paredes...
De pronto, Ron cogió a Harry del brazo.
—¡La entrada de la Cámara de los Secretos! —dijo con la voz quebrada—. ¿Y si es uno de los aseos? ¿Y si estuvie¬ra en...?
—... los aseos de Myrtle la Llorona —terminó Harry
Durante un rato se quedaron inmóviles, embargados por la emoción, sin poder creérselo apenas.
—Esto quiere decir —añadió Harry— que no debo de ser el único que habla pársel en el colegio. El heredero de Slythe¬rin también lo hace. De esa forma domina al basilisco.
—¿Qué hacemos? ¿Vamos directamente a hablar con McGonagall?
—Vamos a la sala de profesores —dijo Harry, levantán¬dose de un salto—. Irá allí dentro de diez minutos, ya es casi el recreo.
Bajaron las escaleras corriendo. Como no querían que los volvieran a encontrar merodeando por otro pasillo, fue¬ron directamente a la sala de profesores, que estaba desier¬ta. Era una sala amplia con una gran mesa y muchas sillas alrededor. Harry y Ron caminaron por ella, pero estaban de¬masiado nerviosos para sentarse.
Pero la campana que señalaba el comienzo del recreo no sonó. En su lugar se oyó la voz de la profesora McGonagall, amplificada por medios mágicos.
—Todos los alumnos volverán inmediatamente a los dormitorios de sus respectivas casas. Los profesores deben dirigirse a la sala de profesores. Les ruego que se den prisa.
Harry se dio la vuelta hacia Ron.
—¿Habrá habido otro ataque? ¿Precisamente ahora?
—¿Qué hacemos? —dijo Ron, aterrorizado—. ¿Regresa¬mos al dormitorio?
—No —dijo Harry, mirando alrededor. Había una espe¬cie de ropero a su izquierda, lleno de capas de profesores—. Si nos escondemos aquí, podremos enterarnos de qué ha pa¬sado. Luego les diremos lo que hemos averiguado.
Se ocultaron dentro del ropero. Oían el ruido de cientos de personas que pasaban por el corredor. La puerta de la sala de profesores se abrió de golpe. Por entre los pliegues de las capas, que olían a humedad, vieron a los profesores que iban entrando en la sala. Algunos parecían desconcer¬tados, otros claramente preocupados. Al final llegó la profe¬sora McGonagall.
—Ha sucedido —dijo a la sala, que la escuchaba en si¬lencio—. Una alumna ha sido raptada por el monstruo. Se la ha llevado a la cámara.
El profesor Flitwick dejó escapar un grito. La profesora Sprout se tapó la boca con las manos. Snape se cogió con fuerza al respaldo de una silla y preguntó:
—¿Está usted segura?
—El heredero de Slytherin —dijo la profesora McGona¬gall, que estaba pálida— ha dejado un nuevo mensaje, de¬bajo del primero: «Sus huesos reposarán en la cámara por siempre.»
El profesor Flitwick derramó unas cuantas lágrimas.
—¿Quién ha sido? —preguntó la señora Hooch, que se había sentado en una silla porque las rodillas no la soste¬nían—. ¿Qué alumna?
—Ginny Weasley —dijo la profesora McGonagall.
Harry notó que Ron se dejaba caer en silencio y se que¬daba agachado sobre el suelo del ropero.
—Tendremos que enviar a todos los estudiantes a casa mañana —dijo la profesora McGonagall—. Éste es el fin de Hogwarts. Dumbledore siempre dijo...
La puerta de la sala de profesores se abrió bruscamen¬te. Por un momento, Harry estuvo convencido de que era Dumbledore. Pero era Lockhart, y llegaba sonriendo.
—Lo lamento..., me quedé dormido... ¿Me he perdido algo importante?
No parecía darse cuenta de que los demás profesores lo miraban con una expresión bastante cercana al odio. Snape dio un paso hacia delante.
—He aquí el hombre —dijo—. El hombre adecuado. El monstruo ha raptado a una chica, Lockhart. Se la ha lleva¬do a la Cámara de los Secretos. Por fin ha llegado tu oportunidad.
Lockhart palideció.
—Así es, Gilderoy —intervino la profesora Sprout—. ¿No decías anoche que sabías dónde estaba la entrada a la Cámara de los Secretos?
—Yo..., bueno, yo... —resopló Lockhart.
—Sí, ¿y no me dijiste que sabías con seguridad qué era lo que había dentro? —añadió el profesor Flitwick.
—¿Yo...? No recuerdo...
—Ciertamente, yo sí recuerdo que lamentabas no haber tenido una oportunidad de enfrentarte al monstruo antes de que arrestaran a Hagrid —dijo Snape—. ¿No decías que el asunto se había llevado mal, y que deberíamos haberlo dejado todo en tus manos desde el principio?
Lockhart miró los rostros pétreos de sus colegas.
—Yo..., yo nunca realmente... Debéis de haberme inter¬pretado mal...
—Lo dejaremos todo en tus manos, Gilderoy —dijo la profesora McGonagall—. Esta noche será una ocasión exce¬lente para llevarlo a cabo. Nos aseguraremos de que nadie te moleste. Podrás enfrentarte al monstruo tú mismo. Por fin está en tus manos.
Lockhart miró en torno, desesperado, pero nadie acudió en su auxilio. Ya no resultaba tan atractivo. Le temblaba el labio, y en ausencia de su sonrisa radiante, parecía flojo y debilucho.
—Mu-muy bien —dijo—. Estaré en mi despacho, pre-pre¬parándome.
Y salió de la sala.
—Bien —dijo la profesora McGonagall, resoplando—, eso nos lo quitará de delante. Los Jefes de las Casas debe¬rían ir ahora a informar a los alumnos de lo ocurrido. Decid¬les que el expreso de Hogwarts los conducirá a sus hogares mañana a primera hora de la mañana. A los demás os ruego que os encarguéis de aseguraros de que no haya ningún alumno fuera de los dormitorios.
Los profesores se levantaron y fueron saliendo de uno en uno.


Aquél fue, seguramente, el peor día de la vida de Harry. Él, Ron, Fred y George se sentaron juntos en un rincón de la sala común de Gryffindor, incapaces de pronunciar palabra. Percy no estaba con ellos. Había enviado una lechuza a sus padres y luego se había encerrado en su dormitorio.
Ninguna tarde había sido tan larga como aquélla, y nunca la torre de Gryffindor había estado tan llena de gente y tan silenciosa a la vez. Cuando faltaba poco para la puesta de sol, Fred y George se fueron a la cama, incapaces de per¬manecer allí sentados más tiempo.
—Ella sabía algo, Harry —dijo Ron, hablando por pri¬mera vez desde que entraran en el ropero de la sala de pro¬fesores—. Por eso la han raptado. No se trataba de ninguna estupidez sobre Percy; había averiguado algo sobre la Cá¬mara de los Secretos. Debe de ser por eso, porque ella era... —Ron se frotó los ojos frenético—. Quiero decir, que es de sangre limpia. No puede haber otra razón.
Harry veía el sol, rojo como la sangre, hundirse en el ho¬rizonte. Nunca se había sentido tan mal. Si pudiera hacer algo..., cualquier cosa...
—Harry —dijo Ron—, ¿crees que existe alguna posibili¬dad de que ella no esté...? Ya sabes a lo que me refiero.
—Harry no supo qué contestar. No creía que pudiera seguir viva—. ¿Sabes qué? —añadió Ron—. Deberíamos ir a ver a Lockhart para decirle lo que sabemos. Va a intentar entrar en la cámara. Podemos decirle dónde sospechamos que está la entrada y explicarle que lo que hay dentro es un basilisco.
Harry se mostró de acuerdo, porque no se le ocurría nada mejor y quería hacer algo. Los demás alumnos de Gryffindor estaban tan tristes, y sentían tanta pena de los Weasley, que nadie trató de detenerlos cuando se levanta¬ron, cruzaron la sala y salieron por el agujero del retrato.
Oscurecía mientras se acercaban al despacho de Lock¬hart. Les dio la impresión de que dentro había gran activi¬dad: podían oír sonido de roces, golpes y pasos apresurados.
Harry llamó. Dentro se hizo un repentino silencio. Lue¬go la puerta se entreabrió y Lockhart asomó un ojo por la rendija.
—¡Ah...! Señor Potter, señor Weasley... —dijo, abriendo la puerta un poco más—. En este momento estaba muy ocu¬pado. Si os dais prisa...
—Profesor, tenemos información para usted —dijo Harry—. Creemos que le será útil.
—Ah..., bueno..., no es muy.. —Lockhart parecía en¬contrarse muy incómodo, a juzgar por el trozo de cara que veían—. Quiero decir, bueno, bien.
Abrió la puerta y entraron.
El despacho estaba casi completamente vacío. En el suelo había dos grandes baúles abiertos. Uno contenía túni¬cas de color verde jade, lila y azul medianoche, dobladas con precipitación; el otro, libros mezclados desordenadamente.
Las fotografías que habían cubierto las paredes estaban ahora guardadas en cajas encima de la mesa.
—¿Se va a algún lado? —preguntó Harry.
—Esto..., bueno, sí... —admitió Lockhart, arrancando un póster de sí mismo de tamaño natural y comenzando a enrollarlo—. Una llamada urgente..., insoslayable..., tengo que marchar...
—¿Y mi hermana? —preguntó Ron con voz entrecortada.
—Bueno, en cuanto a eso... es ciertamente lamentable —dijo Lockhart, evitando mirarlo a los ojos mientras saca¬ba un cajón y empezaba a vaciar el contenido en una bol¬sa—. Nadie lo lamenta más. que yo...
—¡Usted es el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras! —dijo Harry—. ¡No puede irse ahora! ¡Con todas las cosas oscuras que están pasando!
—Bueno, he de decir que... cuando acepté el empleo... —murmuró Lockhart, amontonando calcetines sobre las tú¬nicas— no constaba nada en el contrato... Yo no esperaba...
—¿Quiere decir que va a salir corriendo? —dijo Harry sin poder creérselo—. ¿Después de todo lo que cuenta en sus libros?
—Los libros pueden ser mal interpretados —repuso Lockhart con sutileza.
—¡Usted los ha escrito! —gritó Harry.
—Muchacho —dijo Lockhart, irguiéndose y mirando a Harry con el entrecejo fruncido—, usa el sentido común. No habría vendido mis libros ni la mitad de bien si la gente no se hubiera creído que yo hice todas esas cosas. A nadie le intere¬sa la historia de un mago armenio feo y viejo, aunque librara de los hombres lobo a un pueblo. Habría quedado horrible en la portada. No tenía ningún gusto vistiendo. Y la bruja que echó a la banshee que presagiaba la muerte tenía un labio le¬porino. Quiero decir..., vamos, que...
—¿Así que usted se ha estado llevando la gloria de lo que ha hecho otra gente? —dijo Harry, que no daba crédito a lo que oía.
—Harry, Harry —dijo Lockhart, negando con la cabe¬za—, no es tan simple. Tuve que hacer un gran trabajo. Tuve que encontrar a esas personas, preguntarles cómo lo habían hecho exactamente y encantarlos con el embrujo desmemorizante para que no pudieran recordar nada. Si hay algo que me llena de orgullo son mis embrujos desmemorizantes. Ah..., me ha llevado mucho esfuerzo, Harry. No todo consiste en firmar libros y fotos publicitarias. Si quieres ser famoso, tienes que estar dispuesto a trabajar duro.
Cerró las tapas de los baúles y les echó la llave.
—Veamos —dijo—. Creo que eso es todo. Sí. Sólo queda un detalle.
Sacó su varita mágica y se volvió hacia ellos.
—Lo lamento profundamente, muchachos, pero ahora os tengo que echar uno de mis embrujos desmemorizantes. No puedo permitir que reveléis a todo el mundo mis secre¬tos. No volvería a vender ni un solo libro...
Harry sacó su varita justo a tiempo. Lockhart apenas había alzado la suya cuando Harry gritó:
—¡Expelliarmus!
Lockhart salió despedido hacia atrás y cayó sobre uno de los baúles. La varita voló por el aire. Ron la cogió y la tiró por la ventana.
—No debería haber permitido que el profesor Snape nos enseñara esto —dijo Harry furioso, apartando el baúl a un lado de una patada. Lockhart lo miraba, otra vez con as¬pecto desvalido. Harry lo apuntaba con la varita.
—¿Qué queréis que haga yo? —dijo Lockhart con voz débil—. No sé dónde está la Cámara de los Secretos. No pue¬do hacer nada.
—Tiene suerte —dijo Harry, obligándole a levantarse a punta de varita—. Creo que nosotros sí sabemos dónde está. Y qué es lo que hay dentro. Vamos.
Hicieron salir a Lockhart de su despacho, descendieron por las escaleras más cercanas y fueron por el largo corredor de los mensajes en la pared, hasta la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona.
Hicieron pasar a Lockhart delante. A Harry le hizo gra¬cia que temblara.
Myrtle la Llorona estaba sentada sobre la cisterna del último retrete.
—¡Ah, eres tú! —dijo ella, al ver a Harry—. ¿Qué quie¬res esta vez?
—Preguntarte cómo moriste —dijo Harry.
El aspecto de Myrtle cambió de repente. Parecía como si nunca hubiera oído una pregunta que la halagara tanto.
—¡Oooooooh, fue horrible! —dijo encantada—. Sucedió aquí mismo. Morí en este mismo retrete. Lo recuerdo per¬fectamente. Me había escondido porque Olive Hornby se reía de mis gafas. La puerta estaba cerrada y yo lloraba, y entonces oí que entraba alguien. Decían algo raro. Pienso que debían de estar hablando en una lengua extraña. De cualquier manera, lo que de verdad me llamó la atención es que era un chico el que hablaba. Así que abrí la puerta para decirle que se fuera y utilizara sus aseos, pero entonces... —Myrtle estaba henchida de orgullo, el rostro iluminado— me morí.
—¿Cómo? —preguntó Harry.
—Ni idea —dijo Myrtle en voz muy baja—. Sólo recuer¬do haber visto unos grandes ojos amarillos. Todo mi cuerpo quedó como paralizado, y luego me fui flotando... —dirigió a Harry una mirada ensoñadora—. Y luego regresé. Estaba decidida a hacerle un embrujo a Olive Hornby. Ah, pero ella estaba arrepentida de haberse reído de mis gafas.
—¿Exactamente dónde viste los ojos? —preguntó Harry
—Por ahí —contestó Myrtle, señalando vagamente ha¬cia el lavabo que había enfrente de su retrete.
Harry y Ron se acercaron a toda prisa. Lockhart se que¬dó atrás, con una mirada de profundo terror en el rostro.
Parecía un lavabo normal. Examinaron cada centímetro de su superficie, por dentro y por fuera, incluyendo las cañerías de debajo. Y entonces Harry lo vio: había una diminuta serpiente grabada en un lado de uno de los grifos de cobre.
—Ese grifo no ha funcionado nunca —dijo Myrtle con alegría, cuando intentaron accionarlo.
—Harry —dijo Ron—, di algo. Algo en lengua pársel.
—Pero... —Harry hizo un esfuerzo. Las únicas ocasio¬nes en que había logrado hablar en lengua pársel estaba de¬lante de una verdadera serpiente. Se concentró en la dimi¬nuta figura, intentando imaginar que era una serpiente de verdad.
—Ábrete —dijo.
Miró a Ron, que negaba con la cabeza.
—Lo has dicho en nuestra lengua —explicó.
Harry volvió a mirar a la serpiente, intentando imaginarse que estaba viva. Al mover la cabeza, la luz de la vela producía la sensación de que la serpiente se movía.
—Ábrete —repitió.
Pero ya no había pronunciado palabras, sino que había salido de él un extraño silbido, y de repente el grifo brilló con una luz blanca y comenzó a girar. Al cabo de un segundo, el lavabo empezó a moverse. El lavabo, de hecho, se hundió, desapareció, dejando a la vista una tubería grande, lo bas¬tante ancha para meter un hombre dentro.
Harry oyó que Ron exhalaba un grito ahogado y levantó la vista. Estaba planeando qué era lo que había que hacer.
—Bajaré por él —dijo.
No podía echarse atrás, ahora que habían encontrado la entrada de la cámara. No podía desistir si existía la más li¬gera, la más remota posibilidad de que Ginny estuviera viva.
—Yo también —dijo Ron.
Hubo una pausa.
—Bien, creo que no os hago falta —dijo Lockhart, con una reminiscencia de su antigua sonrisa—. Así que me...
Puso la mano en el pomo de la puerta, pero tanto Ron como Harry lo apuntaron con sus varitas.
—Usted bajará delante —gruñó Ron.
Con la cara completamente blanca y desprovisto de va¬rita, Lockhart se acercó a la abertura.
—Muchachos —dijo con voz débil—, muchachos, ¿de qué va a servir?
Harry le pegó en la espalda con su varita. Lockhart me¬tió las piernas en la tubería.
—No creo realmente... —empezó a decir, pero Ron le dio un empujón, y se hundió tubería abajo. Harry se apresuró a seguirlo. Se metió en la tubería y se dejó caer.
Era como tirarse por un tobogán interminable, viscoso y oscuro. Podía ver otras tuberías que surgían como ramas en todas las direcciones, pero ninguna era tan larga como aquella por la que iban, que se curvaba y retorcía, descen¬diendo súbitamente. Calculaba que ya estaban por debajo incluso de las mazmorras del castillo. Detrás de él podía oír a Ron, que hacía un ruido sordo al doblar las curvas.
Y entonces, cuando se empezaba a preguntar qué suce¬dería cuando llegara al final, la tubería tomó una dirección horizontal, y él cayó del extremo del tubo al húmedo suelo de un oscuro túnel de piedra, lo bastante alto para poder estar de pie. Lockhart se estaba incorporando un poco más allá, cubierto de barro y blanco como un fantasma. Harry se hizo a un lado y Ron salió también del tubo como una bala.
—Debemos encontrarnos a kilómetros de distancia del colegio —dijo Harry, y su voz resonaba en el negro túnel.
—Y debajo del lago, quizá —dijo Ron, afinando la vista para vislumbrar los muros negruzcos y llenos de barro.
Los tres intentaron ver en la oscuridad lo que había de¬lante.
—¡Lumos! —ordenó Harry a su varita, y la lucecita se encendió de nuevo—. Vamos —dijo a Ron y a Lockhart, y co¬menzaron a andar. Sus pasos retumbaban en el húmedo suelo.
El túnel estaba tan oscuro que sólo podían ver a corta distancia. Sus sombras, proyectadas en las húmedas pare¬des por la luz de la varita, parecían figuras monstruosas.
—Recordad —dijo Harry en voz baja, mientras camina¬ban con cautela—: al menor signo de movimiento, hay que cerrar los ojos inmediatamente.
Pero el túnel estaba tranquilo como una tumba, y el primer sonido inesperado que oyeron fue cuando Ron pisó el cráneo de una rata. Harry bajó la varita para alumbrar el suelo y vio que estaba repleto de huesos de pequeños ani¬males. Haciendo un esfuerzo para no imaginarse el aspec¬to que podría presentar Ginny si la encontraban, Harry fue marcándoles el camino. Doblaron una oscura curva.
—Harry, ahí hay algo... —dijo Ron con la voz ronca, co¬giendo a Harry por el hombro.
Se quedaron quietos, mirando. Harry podía ver tan sólo la silueta de una cosa grande y encorvada que yacía de un lado a otro del túnel. No se movía.
—Quizás esté dormido —musitó, volviéndose a mirar a los otros dos. Lockhart se tapaba los ojos con las manos. Harry volvió a mirar aquello; el corazón le palpitaba con tanta rapidez que le dolía.
Muy despacio, abriendo los ojos sólo lo justo para ver, Harry avanzó con la varita en alto.
La luz iluminó la piel de una serpiente gigantesca, una piel de un verde intenso, ponzoñoso, que yacía atravesada en el suelo del túnel, retorcida y vacía. El animal que había de¬jado allí su muda debía de medir al menos siete metros.
—¡Caray! —exclamó Ron con voz débil.
Algo se movió de pronto detrás de ellos. Gilderoy Lock¬hart se había caído de rodillas.
—Levántese —le dijo Ron con brusquedad, apuntando a Lockhart con su varita.
Lockhart se puso de pie, pero se abalanzó sobre Ron y lo derribó al suelo de un golpe.
Harry saltó hacia delante, pero ya era demasiado tarde. Lockhart se incorporaba, jadeando, con la varita de Ron en la mano y su sonrisa esplendorosa de nuevo en la cara.
—¡Aquí termina la aventura, muchachos! —dijo—. Co¬geré un trozo de esta piel y volveré al colegio, diré que era demasiado tarde para salvar a la niña y que vosotros dos perdisteis el conocimiento al ver su cuerpo destrozado. ¡Despedíos de vuestras memorias!
Levantó en el aire la varita mágica de Ron, recompues¬ta con celo, y gritó:
—¡Obliviate!
La varita estalló con la fuerza de una pequeña bomba. Harry se cubrió la cabeza con las manos y echó a correr ha¬cia la piel de serpiente, escapando de los grandes trozos de techo que se desplomaban contra el suelo. Enseguida vio que se había quedado aislado y tenía ante si una sólida pared formada por las piedras desprendidas.
—¡Ron! —grito—, ¿estás bien? ¡Ron!
—¡Estoy aquí! —La voz de Ron llegaba apagada, desde el otro lado de las piedras caídas—. Estoy bien. Pero este idiota no. La varita se volvió contra él.
Escuchó un ruido sordo y un fuerte «¡ay!», como si Ron le acabara de dar una patada en la espinilla a Lockhart.
—¿Y ahora qué? —dijo la voz de Ron, con desespero—. No podemos pasar. Nos llevaría una eternidad...
Harry miró al techo del túnel. Habían aparecido en él unas grietas considerables. Nunca había intentado mover por medio de la magia algo tan pesado como todo aquel montón de piedras, y no parecía aquél un buen momento para intentarlo. ¿Y si se derrumbaba todo el túnel?
Hubo otro ruido sordo y otro ¡ay! provenientes del otro lado de la pared. Estaban malgastando el tiempo. Ginny ya llevaba horas en la Cámara de los Secretos. Harry sabía que sólo se podía hacer una cosa.
—Aguarda aquí —indicó a Ron—. Aguarda con Lockhart. Iré yo. Si dentro de una hora no he vuelto...
Hubo una pausa muy elocuente.
—Intentaré quitar algunas piedras —dijo Ron, que pa¬recía hacer esfuerzos para que su voz sonara segura—. Para que puedas... para que puedas cruzar al volver. Y..
—¡Hasta dentro de un rato! —dijo Harry, tratando de dar a su voz temblorosa un tono de confianza.
Y partió él solo cruzando la piel de la serpiente gigante. Enseguida dejó de oír el distante jadeo de Ron al esfor¬zarse para quitar las piedras. El túnel serpenteaba continuamente. Harry sentía la incomodidad de cada uno de sus músculos en tensión. Quería llegar al final del túnel y al mismo tiempo le aterrorizaba lo que pudiera encontrar en él. Y entonces, al fin, al doblar sigilosamente otra curva, vio delante de él una gruesa pared en la que estaban talladas las figuras de dos serpientes enlazadas, con grandes y bri¬llantes esmeraldas en los ojos.
Harry se acercó a la pared. Tenía la garganta muy seca. No tuvo que hacer un gran esfuerzo para imaginarse que aquellas serpientes eran de verdad, porque sus ojos parecían extrañamente vivos.
Tenía que intuir lo que debía hacer. Se aclaró la gargan¬ta, y le pareció que los ojos de las serpientes parpadeaban.
—¡Ábrete! —dijo Harry, con un silbido bajo, desmayado.
Las serpientes se separaron al abrirse el muro. Las dos mitades de éste se deslizaron a los lados hasta quedar ocul¬tas, y Harry, temblando de la cabeza a los pies, entró.


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