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El amor en los tiempos del cólera - 22

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 07:27:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Así, entre ancores de óperas y serenatas napolitanas, su talento creativo y su
invencible espíritu de empresa lo convirtieron en el prócer de la navegación fluvial en su
época de mayor esplendor. Había salido de la nada, como los dos hermanos muertos, y
todos llegaron hasta donde quisieron a pesar del estigma de ser hijos naturales, y con el
remate de que nunca fueron reconocidos. Eran la flor de lo que entonces se llamaba la
aristocracia de mostrador, cuyo santuario era el Club del Comercio. Sin embargo, aun
cuando dispuso de recursos para vivir como el emperador romano que parecía ser, el tío
León XII vivía en la ciudad vieja por comodidad de trabajo, con su esposa y tres hijos, y
de un modo tan austero y en una casa tan escueta, que nunca se quitó de encima una
injusta reputación de avaro. Pero su único lujo era todavía más simple: una casa de mar,
a dos leguas de las oficinas, sin más muebles que seis taburetes artesanales, un tinajero,
y una hamaca en la terraza para acostarse a pensar los domingos. Nadie lo definió mejor
que él cuando alguien lo acusó de ser rico.
-Rico no -dijo-: soy un pobre con plata, que no es lo mismo.
Ese raro modo de ser, que alguien elogió alguna vez en un discurso como una
demencia lúcida, le permitió ver al instante lo que nadie veía ni antes ni después en
Florentino Ariza. Desde el día en que éste se presentó a solicitar empleo en sus oficinas,
con su aspecto lúgubre y sus veintisiete años inútiles, lo puso a prueba con la dureza de
un régimen de cuartel capaz de doblegar al más bragado. Pero no logró amedrentarlo. Lo
que nunca sospechó el tío León XII fue que ese temple del sobrino no le venía de la
necesidad de subsistir, ni de una cachaza de bruto heredada del padre, sino de una
ambición de amor que ninguna contrariedad de este mundo ni del otro lograría
quebrantar.
Los peores años fueron los primeros, cuando lo nombraron escribiente de la
Dirección General, que parecía un oficio inventado sobre medida para él. Lotario Thugut,
antiguo maestro de música del tío León XII, fue el que le aconsejó a éste que nombrara
al sobrino en un empleo de escribir, porque era un consumidor incansable de literatura al
por mayor, aunque no tanto de la buena como de la peor. El tío León XII no le hizo caso
a la precisión sobre la mala clase de las lecturas del sobrino, pues también de él decía
Lotario Thugut que había sido su peor alumno de canto, y sin embargo hacía llorar hasta
las lápidas de los cementerios. En todo caso, el alemán tuvo razón en lo que menos
había pensado, y era que Florentino Ariza escribía cualquier cosa con tanta pasión, que
hasta los documentos oficiales parecían de amor. Los manifiestos de embarque le salían
rimados por mucho que se esforzara en evitarlo, y las cartas comerciales de rutina tenían
un aliento lírico que les restaba autoridad. El tío en persona se le apareció un día en la
oficina con un paquete de correspondencia que no había tenido el valor de firmar como
suya, y le dio la última oportunidad de salvar el alma.
-Si no eres capaz de escribir una carta comercial te vas a recoger la basura del
muelle -le dijo.
Florentino Ariza aceptó el desafío. Hizo un es~ fuerzo supremo por aprender la
simpleza terrestre de la prosa mercantil, imitando modelos de archivos notariales con
tanta aplicación como antes lo hacía con los poetas de moda. Era esa la época en que
pasaba sus horas libres en el Portal de los Escribanos, ayudando a los enamorados
implumes a escribir sus esquelas perfumadas, para descargar el corazón de tantas
palabras de amor que se le quedaban sin usar en los informes de aduana. Pero al cabo
de seis meses, por muchas vueltas que le daba, no había logrado torcerle el cuello a su
cisne empedernido. Así que cuando el tío León XII lo reprendió por segunda vez, él se dio
por vencido, pero con una cierta altanería.
-Lo único que me interesa es el amor -dijo.
-Lo malo -le dijo el tío- es que sin navegación fluvial no hay amor.

Cumplió la amenaza de mandarlo a recoger la basura en el muelle, pero le dio su
palabra de que lo subiría paso a paso por la escalera del buen servicio hasta que
encontrara su lugar. Así fue. Ninguna clase de trabajo logró derrotarlo, por duro o
humillante que fuera, ni lo desmoralizó la miseria del sueldo, ni perdió un instante su
impavidez esencial ante las insolencias de sus superiores. Pero tampoco fue inocente:
todo el que se atravesó en su camino sufrió las consecuencias de una determinación
arrasadora, capaz de cualquier cosa, detrás de una apariencia desvalida. Tal como el tío
León XII lo había previsto y deseado para que no se le quedara sin conocer ningún
secreto de la empresa, pasó por todos los cargos en treinta años de consagración y
tenacidad a toda prueba. Los desempeñó todos con una capacidad admirable, estudiando
cada hilo de aquella urdimbre misteriosa que tanto tenía que ver con los oficios de la
poesía, pero sin lograr la medalla de guerra más anhelada por él, que era escribir una
carta comercial aceptable: una sola. Sin proponérselo, sin saberlo siquiera, demostró con
su vida la razón de su padre, quien repitió hasta el último aliento que no había nadie con
más sentido práctico, ni picapedreros más empecinados ni gerentes más lúcidos y
peligrosos que los poetas. Eso, al menos, fue lo que le contó el tío León XII, que solía
hablarle de su padre durante los ocios del corazón, y que le dio de él una idea más
parecida a la de un soñador que a la de un hombre de empresa.
Le contó que Pío Quinto Loayza le daba a las oficinas un uso más placentero que el
de trabajar, y se las arregló siempre para salir de la casa los domingos, con el pretexto
de que tenía que recibir o despachar un buque. Más aún: había hecho instalar en el patio
de las bodegas una caldera inservible, con una sirena de vapor que alguien hacía sonar
con claves de navegación, por si su esposa estaba pendiente. Haciendo cuentas, el tío
León XII estaba seguro de que Florentino Ariza había sido concebido sobre el escritorio
de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno dominical, mientras la esposa de
su padre oía en su casa los adioses de un buque que nunca se fue. Cuando ella lo
descubrió ya era tarde para cobrarle la infamia, porque el marido había muerto. Le
sobrevivió muchos años, destruida por la amargura de no tener un hijo, y pidiéndole a
Dios en sus oraciones la maldición eterna para el bastardo.
La imagen del padre conturbaba a Florentino Ariza. Su madre le hablaba de él
como de un gran hombre sin vocación comercial, que terminó en los negocios del río
porque su hermano mayor había sido un colaborador muy cercano del comodoro alemán
Juan B. Elbers, precursor de la navegación fluvial. Eran hijos naturales de una misma
madre, cocinera de oficio, que los había tenido con hombres distintos, y todos llevaban el
apellido de ella detrás del nombre de un Papa escogido al azar en el santoral, salvo el del
tío León XII, que era el nombre del que reinaba cuando él nació. El que se llamaba
Florentino era el abuelo materno de todos, así que el nombre había llegado hasta el hijo
de Tránsito Ariza saltando por encima de toda una generación de pontífices.
Florentino conservó siempre un cuaderno en el que su padre escribía versos de
amor, algunos inspirados por Tránsito Ariza, y los folios estaban adornados con dibujos
de corazones heridos. Dos cosas lo sorprendieron. Una era la personalidad de la caligrafía
del padre, idéntica a la suya, a pesar de que él la había escogido por ser la que más le
gustaba entre muchas de un manual. La otra fue encontrarse con una sentencia que él
creía suya, y que su padre había escrito en un cuaderno mucho antes de que él naciera:
Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.
Había visto también los dos únicos retratos de su padre. Uno tomado en Santa Fe,
muy joven, a la edad que él tenía cuando lo vio por primera vez, con un abrigo que era
como estar metido dentro de un oso, y recostado en un pedestal de cuya estatua sólo
quedaban las polainas destroncadas. El pequeño que estaba a su lado era el tío León XII
con una gorrita de capitán de buque. En la otra fotografía estaba su padre con un grupo
de guerreros, en quién sabe cuál de tantas guerras, y tenía la escopeta más larga y unos
bigotes cuyo olor a pólvora trascendía de la imagen. Era liberal y masón, lo mismo que
los hermanos, y sin embargo quería que el hijo ingresara en el seminario. Florentino
Ariza no sentía el parecido que les atribuían, pero según el decir del tío León XII, también
a Pío Quinto le reprochaban el lirismo de sus documentos. En todo caso, ni en los retratos se parecía a él, ni concordaba con sus recuerdos, ni con la imagen que pintaba
su madre, transfigurada por el amor, ni con la que despintaba el tío León XII con su
graciosa crueldad. Sin embargo, Florentino Ariza descubrió ese parecido muchos años
después, mientras se peinaba frente al espejo, y sólo entonces había comprendido que
un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.
No lo recordaba en la Calle de las Ventanas. Creía saber que en un tiempo durmió
allí, muy al principio de sus amores con Tránsito Ariza, pero que no volvió a visitarla
después de su nacimiento. La partida de bautismo fue durante muchos años nuestro
único instrumento válido de identificación, y la de Florentino Ariza, asentada en la
parroquia de Santo Toribio, sólo decía que era hijo natural de otra hija natural soltera
que se llamaba Tránsito Ariza. No aparecía en ella el nombre del padre, que sin embargo
atendió en secreto a las necesidades del hijo hasta el último día. Esta condición social le
cerró a Florentino Ariza las puertas del seminario, pero también escapó al servicio militar
en la época más sangrienta de nuestras guerras, por ser el hijo único de una soltera.
Todos los viernes después de la escuela se sentaba frente a las oficinas de la
Compañía Fluvial del Caribe, repasando un libro de láminas de animales tantas veces
repasado que se caía a pedazos. El padre entraba sin mirarlo, vestido con las levitas de
paño que Tránsito Ariza debía adaptar después para él, y con una cara idéntica a la del
San Juan Evangelista de los altares. Cuando salía, después de muchas horas y cuidando
de que no lo viera ni su cochero, le daba la plata para los gastos de una semana. No
hablaban, no sólo porque el padre no lo intentaba, sino porque él le tenía terror. Un día,
después de esperar mucho más que de costumbre, el padre le dio las monedas,
diciéndole:
-Tome y no vuelva más.
Fue la última vez que lo vio. Pero con el tiempo había de saber que el tío León XII,
que era como diez años menor, siguió llevándole la plata a Tránsito Ariza, y fue quien se
ocupó de ella cuando Pío Quinto murió de un cólico mal atendido, sin dejar nada escrito,
y sin tiempo para tomar ninguna providencia en favor del hijo único: un hijo de la calle.
El drama de Florentino Ariza mientras fue calígrafo de la Compañía Fluvial del
Caribe, era que no podía eludir su lirismo porque no dejaba de pensar en Fermina Daza,
y nunca aprendió a escribir sin pensar en ella. Después, cuando lo pasaron a otros
cargos, le sobraba tanto amor por dentro que no sabía qué hacer con él, y se lo regalaba
a los enamorados implumes escribiendo para ellos cartas de amor gratuitas en el Portal
de los Escribanos. Para allá se iba después del trabajo. Se quitaba la levita con sus
ademanes parsimoniosos y la colgaba en el espaldar de la silla, se ponía las medias
mangas para no ensuciar las de la camisa, se desabotonaba el chaleco para pensar
mejor, y a veces hasta muy tarde en la noche reanimaba a los desvalidos con unas
cartas enloquecedoras. De vez en cuando encontraba una pobre mujer que tenía un
problema con un hijo, un veterano de guerra que insistía en reclamar el pago de su
pensión, alguien a quien le habían robado algo y quería quejarse ante el gobierno, pero
por más que se esmeraba no podía complacerlos, porque con lo único que lograba
convencer a alguien era con cartas de amor. Ni siquiera les hacía preguntas a los clientes
nuevos, pues le bastaba con verles el blanco del ojo para hacerse cargo de su estado, y
escribía folio tras folio de amores desaforados, mediante la fórmula infalible de escribir
pensando siempre en Fermina Daza, y nada más que en ella. Al cabo del primer mes
tuvo que establecer un orden de reservaciones anticipadas, para que no lo desbordaran
las ansias de los enamorados.
Su recuerdo más grato de aquella época fue el de una muchachita muy tímida,
casi una niña, que le pidió temblando escribirle una respuesta para una carta irresistible
que acababa de recibir, y que Florentino Ariza reconoció como escrita por él la tarde
anterior. La contestó con un estilo distinto, acorde con la emoción y la edad de la niña, y
con una letra que también pareciera de ella, pues sabía fingir una escritura para cada
ocasión según el carácter de cada quien. La escribió imaginándose lo que Fermina Daza
le hubiera contestado a él si lo quisiera tanto como aquella criatura desamparada quería a su pretendiente. Dos días después, desde luego, tuvo que escribir también la réplica
del novio con la caligrafía, el estilo y la clase de amor que le había atribuido en la
primera carta, y fue así como terminó comprometido en una correspondencia febril
consigo mismo. Antes de un mes, ambos fueron por separado a darle las gracias por lo
que él mismo había propuesto en la carta del novio y aceptado con devoción en la
respuesta de la chica: iban a casarse.
Sólo cuando tuvieron el primer hijo se dieron cuenta, por una conversación casual,
de que las cartas de ambos habían sido escritas por el mismo escribano, y por primera
vez fueron juntos al portal para nombrarlo padrino del niño. Florentino Ariza se
entusiasmó tanto con la evidencia práctica de sus ensueños, que sacó tiempo de donde
no lo tenía para escribir un Secretario de los Enamorados más poético y amplio que el
que hasta entonces se vendía por veinte centavos en los portales, y que media ciudad
conocía de memoria. Puso en orden las situaciones imaginables en que pudieran
encontrarse Fermina Daza y él, y para todas escribió tantos modelos cuantas alternativas
de ida y vuelta le parecieron posibles. Al final tuvo unas mil cartas en tres tomos tan
cuadrados como el diccionario de Covarrubias, pero ningún impresor de la ciudad se
arriesgó a publicarlos, y terminaron en algún desván de la casa, con otros papeles del
pasado, pues Tránsito Ariza se negó de plano a desenterrar las múcuras para malbaratar
sus ahorros de toda la vida en una locura editorial. Años después, cuando Florentino
Ariza tuvo recursos propios para publicar el libro, le costó trabajo admitir la realidad de
que ya las cartas de amor habían pasado de moda.
Mientras él daba los primeros pasos en la Compañía Fluvial del Caribe y escribía
cartas gratis en el Portal de los Escribanos, los amigos de juventud de Florentino Ariza
tenían la certidumbre de que estaban perdiéndolo poco a poco y sin regreso. Así era.
Todavía cuando regresó del viaje por el río veía a algunos de ellos con la esperanza de
atenuar los recuerdos de Fermina Daza, jugaba al billar con ellos, fue a sus últimos
bailes, se prestaba al azar de ser rifado entre las muchachas, se prestaba a todo lo que
le pareciera bueno para volver a ser el que fue. Después, cuando el tío León XII lo
acreditó como empleado, jugaba al dominó con sus compañeros de oficina en el Club del
Comercio, y éstos empezaron a reconocerlo como uno de los suyos cuando ya no les
hablaba sino de la empresa de navegación, que no mencionaba con su nombre completo
sino con sus iniciales: la C.F.C. Cambió hasta el modo de comer. De indiferente e
irregular que había sido hasta entonces en la mesa, se volvió igual y austero hasta el fin
de sus días: una taza grande de café negro al desayuno, una posta de pescado hervido
con arroz blanco, al almuerzo, y una taza de café con leche con un pedazo de queso
antes de acostarse. Bebía café negro a toda hora, en cualquier parte y en cualquier
circunstancia, y hasta treinta tacitas diarias: una infusión igual al petróleo crudo que
prefería prepararse él mismo, y que siempre tenía en un termo al alcance de la mano.
Era otro, en contra de su propósito firme y sus esfuerzos ansiosos de seguir siendo el
mismo que había sido antes del tropezón mortal del amor.
La verdad es que nunca volvería a serlo. La recuperación de Fermina Daza fue el
objetivo único de su vida, y estaba tan seguro de lograrla tarde o temprano, que
convenció a Tránsito Ariza de proseguir la restauración de la casa para que estuviera en
estado de recibirla en cualquier momento en que ocurriera el milagro. A diferencia de su
reacción ante la propuesta editorial del Secretario de los Enamorados, Tránsito Ariza fue
entonces mucho más lejos: compró la casa de contado, y emprendió la renovación
completa. Hicieron una sala de recibo en la que había sido la alcoba, construyeron en la
planta alta un dormitorio para los esposos y otro para los hijos que iban a tener, ambos
muy amplios y bien iluminados, y en el espacio de la antigua factoría de tabaco hicieron
un extenso jardín de toda clase de rosas, al que Florentino Ariza en persona consagró sus
ocios del amanecer. Lo único que quedó intacto, como un testimonio de gratitud con el
pasado, fue el local de la mercería. La trastienda donde dormía Florentino Ariza la
dejaron como estuvo siempre, con la hamaca colgada y el mesón de escribir atiborrado
de libros en desorden, pero él se fue al cuarto previsto como alcoba matrimonial en la
planta alta. Éste era el más amplio y fresco de la casa, y tenía una terraza interior donde
era agradable estar de noche por la brisa del mar y el vapor de los rosales, pero era también el que correspondía mejor al rigor trapense de Florentino Ariza. Los muros eran
lisos y ásperos, de cal viva, y no tenía más muebles que una cama de presidiario, una
mesita de noche con una vela en el pico de una botella, un ropero antiguo y un
aguamanil con su platón y su jofaina.
Los trabajos duraron casi tres años, y coincidieron con un restablecimiento
momentáneo de la ciudad, debido al auge de la navegación fluvial y el comercio de paso,
los mismos factores que habían sustentado su grandeza durante la Colonia y la
convirtieron durante más de dos siglos en la puerta de América. Pero también fue esa la
época en que Tránsito Ariza manifestó los primeros síntomas de su enfermedad sin
remedio. Sus clientas de siempre venían cada vez más viejas a la mercería, más pálidas
y escurridizas, y ella no las reconocía después de haberlas tratado durante media vida, o
confundía los asuntos de unas con los de otras. Lo cual era muy grave en negocios como
el suyo, en los que no se firmaban papeles para proteger la honra, la propia y la ajena, y
la palabra de honor se daba y se aceptaba como garantía suficiente. Al principio pareció
que se estaba quedando sorda, pero pronto fue evidente que era la memoria la que se le
escurría por las goteras. De modo que liquidó el negocio de empeño, y con el tesoro de
las múcuras alcanzó para terminar y amueblar la casa, y aún quedaron sobrando muchas
de las joyas antiguas más preciadas de la ciudad, cuyos dueños no tuvieron recursos
para rescatarlas.
Florentino Ariza tenía que atender entonces a demasiados compromisos al mismo
tiempo, pero nunca le flaquearon los ánimos para acrecentar sus negocios de cazador
furtivo. Después de la experiencia errática con la viuda de Nazaret, que le abrió el
camino de los amores callejeros, siguió cazando las pajaritas huérfanas de la noche
durante varios años, todavía con la ilusión de encontrar un alivio para el dolor de
Fermina Daza. Pero después ya no pudo decir si su costumbre de fornicar sin esperanzas
era una necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo. Iba cada vez menos al
hotel de paso, no sólo porque sus intereses andaban por otros rumbos, sino porque no le
gustaba que lo vieran allí en andanzas distintas de las muy domésticas y castas que ya le
conocían. Sin embargo, en tres casos de apuro apeló al recurso fácil de una época que él
no había vivido: disfrazaba de hombres a las amigas temerosas de ser reconocidas, y
entraban juntos en el hotel con ínfulas de parranderos trasnochados. No faltó quien se
diera cuenta por lo menos en dos ocasiones de que él y el acompañante supuesto no iban
a la cantina sino al cuarto, y la reputación ya bastante quebrantada de Florentino Ariza
sufrió el golpe de gracia. Por último dejó de ir, y las muy pocas veces en que lo hizo no
era para ponerse al día en los retrasos, sino todo lo contrario: buscando un refugio para
reponerse de los excesos.
No era para menos. No bien abandonaba la oficina, hacia las cinco de la tarde, y
ya andaba en sus volaterías de gavilán pollero. Al principio se conformaba con lo que le
deparaba la noche. Levantaba sirvientas en los parques, negras en el mercado, cachacas
en las playas, gringas en los barcos de Nueva Orleans. Las llevaba a las escolleras donde
media ciudad hacía lo mismo desde la puesta del sol, las llevaba adonde podía, y a veces
hasta donde no podía, pues no fueron pocas las ocasiones en que tuvo que meterse de
prisa en un zaguán oscuro y hacer lo que se pudiera de cualquier modo detrás del
portón.
La torre del faro fue siempre un refugio afortunado que él evocaba con nostalgia
cuando ya tenía todo resuelto en los albores de la vejez, porque era un sitio bueno para
ser feliz, sobre todo de noche, y pensaba que algo de sus amores de aquella época les
llegaba a los navegantes en cada vuelta de los destellos. De modo que siguió yendo allí,
más que a cualquier otra parte, mientras su amigo el farero lo recibió encantado, con
una cara de bobo que era la mejor prenda de discreción para las pajaritas asustadas.
Había una casa abajo, junto al estruendo de las olas desbaratándose contra los cantiles,
donde el amor era más intenso porque tenía algo de naufragio. Pero Florentino Ariza
prefería la torre de la luz después de la prima noche, porque se divisaba la ciudad entera
y el reguero de luces de los pescadores del mar, y aun de las ciénagas distantes.

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