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El amor en los tiempos del cólera - 13

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:39:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Lo único que le quedó de aquel descalabro a Florentino Ariza, fue el refugio de
amor del faro. Había llegado hasta allí en el cayuco de Euclides, una noche en que los
sorprendió la tormenta en mar abierto, y desde entonces solía ir por las tardes a
conversar con el farero sobre las incontables maravillas de la tierra y del agua que el
farero sabía. Ese fue el principio de una amistad que sobrevivió a los muchos cambios del
mundo. Florentino Ariza aprendió a alimentar la luz, primero con cargas de leña y luego
con tinajas de aceite, antes de que nos Uegara la energía eléctrica. Aprendió a dirigirla y
a aumentarla con los espejos, y en varias ocasiones en que el farero no pudo hacerlo se
quedó vigilando las noches del mar desde la torre. Aprendió a conocer los barcos por sus
voces, por el tamaño de sus luces en el horizonte, y a percibir que algo de ellos le llegaba
de regreso en los relámpagos del faro.
Durante el día el placer era otro, sobre todo los domingos. En el barrio de Los
Virreyes, donde vivían los ricos de la ciudad vieja, las playas de las mujeres estaban
separadas de las de los hombres por un muro de argamasa: una a la derecha y otra a la
izquierda del faro. Así que el farero había instalado un catalejo con el cual podía
contemplarse, mediante el pago de un centavo, la playa de las mujeres. Sin saberse
observadas, las señoritas de sociedad se mostraban lo mejor que podían dentro de sus
trajes de baño de grandes volantes, con zapatillas y sombreros, que ocultaban los
cuerpos casi tanto como la ropa de calle, y eran además menos atractivos. Las madres
las vigilaban desde la orilla, sentadas a pleno sol en mecedoras de mimbre con los
mismos vestidos, los mismos sombreros de plumas, las mismas sombrillas de organza
con que habían ido a la misa mayor, por temor de que los hombres de las playas vecinas
las sedujeran por debajo del agua. La realidad era que a través del catalejo no podía
verse más ni nada más excitante de lo que podía verse en la calle, pero eran muchos los
clientes que acudían cada domingo a disputarse el telescopio por el puro deleite de
probar los frutos insípidos del cercado ajeno.
Florentino Ariza era uno de ellos, más por aburrimiento que por placer, pero no
fue por ese atractivo adicional por lo que se hizo tan buen amigo del farero. El motivo
real fue que después del desaire de Fermina Daza, cuando contrajo la fiebre de los
amores desperdigados para tratar de reemplazarla, en ningún otro sitio diferente del faro
vivió las horas más felices ni encontró un mejor consuelo para sus desdichas. Fue su
lugar más amado. Tanto, que durante años estuvo tratando de convencer a su madre, y
más tarde al tío León XII, de que lo ayudaran a comprarlo. Pues los faros del Caribe eran
entonces de propiedad privada, y sus dueños cobraban el derecho de paso hacia el
puerto según el tamaño de los barcos. Florentino Ariza pensaba que esa era la única
manera honorable de hacer un buen negocio con la poesía, pero ni la madre ni el tío
pensaban lo mismo, y cuando él pudo hacerlo con sus recursos ya los faros habían
pasado a ser de propiedad del estado.
Ninguna de esas ilusiones fue vana, sin embargo. La fábula del galeón, y luego la
novedad del faro, le fueron aliviando la ausencia de Fermina Daza, y cuando menos lo
presentía le llegó la noticia del regreso. En efecto, después de una estancia prolongada
en Riohacha, Lorenzo Daza había decidido volver. No era la época más benigna del mar,
debido a los alisios de diciembre, y la goleta histórica, la única que se arriesgaba a la
travesía, podía amanecer de regreso en el puerto de origen arrastrada por un viento
contrario. Así fue. Fermina Daza había pasado una noche de agonía, vomitando bilis,
amarrada a la litera de un camarote que parecía un retrete de cantina, no sólo por la
estrechez opresiva sino por la pestilencia y el calor. El movimiento era tan fuerte que
varias veces tuvo la impresión de que iban a reventarse las correas de la cama, desde la
cubierta le llegaban retazos de unos gritos doloridos que parecían de naufragio, y los
ronquidos de tigre de su padre en la litera contigua eran un ingrediente más del terror.

Por primera vez en casi tres años pasó una noche en claro sin pensar un instante en
Florentino Ariza, y en cambio él permanecía insomne en la hamaca de la trastienda
contando uno a uno los minutos eternos que faltaban para que ella volviera. Al
amanecer, el viento cesó de pronto y el mar se volvió plácido, y Fermina Daza se dio
cuenta de que había dormido a pesar de los estragos del mareo, porque la despertó el
estrépito de las cadenas del ancla. Entonces se quitó las correas y se asomó por la
claraboya con la ilusión de descubrir a Florentino Ariza en el tumulto del puerto, pero lo
que vio fueron las bodegas de la aduana entre las palmeras doradas por los primeros
soles, y el muelle de tablones podridos de Riohacha, de donde la goleta había zarpado la
noche anterior.
El resto del día fue como una alucinación, en la misma, casa donde había estado
hasta ayer, recibiendo las mismas visitas que la habían despedido, hablando de lo
mismo, y aturdida por la impresión de estar viviendo de nuevo un pedazo de vida ya
vivido. Era una repetición tan fiel, que Fermina Daza temblaba con la sola idea de que lo
fuera también el viaje de la goleta, cuyo solo recuerdo le causaba pavor. Sin embargo, la
única posibilidad distinta de regresar a casa eran dos semanas de mula por las cornisas
de la sierra, y en condiciones aún más peligrosas que la primera vez, pues una nueva
guerra civil iniciada en el estado andino del Cauca estaba ramificándose por las
provincias del Caribe. Así que a las ocho de la noche fue acompañada otra vez hasta el
puerto por el mismo cortejo de parientes bulliciosos, con las mismas lágrimas de adioses
y los mismos bultos de matalotaje de regalos de última hora que no cabían en los
camarotes. En el momento de zarpar, los hombres de la familia despidieron la goleta con
una salva de disparos al aire, y Lorenzo Daza les correspondió desde la cubierta con los
cinco tiros de su revólver. La ansiedad de Fermina Daza se disipó muy pronto, porque el
viento fue favorable toda la noche, y el mar tenía un olor de flores que la ayudó a bien
dormir sin las correas de seguridad. Soñó que volvía a ver a Florentino Ariza, y que éste
se quitó la cara que ella le había visto siempre, porque en realidad era una máscara,
pero la cara real era idéntica. Se levantó muy temprano, intrigada por el enigma del
sueño, y encontró a su padre bebiendo café cerrero con brandy en la cantina del capitán,
con el ojo torcido por el alcohol, pero sin el menor indicio de incertidumbre por el
regreso.
Estaban entrando en el puerto. La goleta se deslizaba en silencio por el laberinto
de veleros anclados en la ensenada del mercado público, cuya pestilencia se percibía
desde varias leguas en el mar, y el alba estaba saturada de una llovizna tersa que muy
pronto se descompuso en un aguacero de los grandes. Apostado en el balcón de la
telegrafía, Florentino Ariza reconoció la goleta cuando atravesaba la bahía de Las Ánimas
con las velas desalentadas por la lluvia y ancló frente al embarcadero del mercado. Había
esperado el día anterior hasta las once de la mañana, cuando se enteró por un telegrama
casual del retraso de la goleta por los vientos contrarios, y había vuelto a esperar aquel
día desde las cuatro de la madrugada. Siguió esperando sin apartar la vista de las
chalupas que conducían hasta la orilla a los escasos pasajeros que decidían desembarcar
a pesar de la tormenta. La mayoría de ellos tenían que abandonar a mitad de camino la
chalupa varada, y alcanzaban el embarcadero chapaleando en el lodazal. A las ocho,
después de esperar en vano a que escampara, un cargador negro con el agua a la cintura
recibió a Fermina Daza en la borda de la goleta y la llevó en brazos hasta la orilla, pero
estaba tan ensopada que Florentino Ariza no pudo reconocerla.
Ella misma no fue consciente de cuánto había madurado en el viaje, hasta que
entró en la casa cerrada y emprendió de inmediato la tarea heroica de volver a hacerla
vivible, con la ayuda de Gala Placidia, la sirvienta negra, que volvió de su antiguo
palenque de esclavos tan pronto como le avisaron del regreso. Fermina Daza no era ya la
hija única, a la vez consentida y tiranizada por el padre, sino la dueña y señora de un
imperio de polvo y telarañas que sólo podía ser rescatado por la fuerza de un amor
invencible. No se amilanó, porque se sentía inspirada por un aliento de levitación que le
hubiera alcanzado para mover el mundo. La misma noche del regreso, mientras tomaban
chocolate con almojábanas en el mesón de la cocina, su padre delegó en ella los poderes
para el gobierno de la casa, y lo hizo con el formalismo de un acto sacramental.

-Te entrego las llaves de tu vida -le dijo.
Ella, con diecisiete años cumplidos, la asumió con pulso firme, consciente de que
cada palmo de la libertad ganada era para el amor. Al día siguiente, después de una
noche de malos sueños, padeció por primera vez la desazón del regreso, cuando abrió la
ventana del balcón y volvió a ver la llovizna triste del parquecito, la estatua del héroe
decapitado, el escaño de mármol donde Florentino Ariza solía sentarse con el libro de
versos. Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien
se debía por entero. Sintió cuánto pesaba el tiempo malversado desde que se fue, cuánto
costaba estar viva, cuánto amor le iba a hacer falta para amar a su hombre como Dios
mandaba. Se sorprendió de que no estuviera en el parquecito, como lo había hecho
tantas veces a pesar de la lluvia, y de no haber recibido ninguna señal suya por ningún
medio, ni siquiera por un presagio, y de pronto la estremeció la idea de que había
muerto. Pero en seguida descartó el mal pensamiento, porque en el frenesí de los
telegramas de los últimos días, ante la inminencia del regreso, habían olvidado concertar
un modo de seguir comunicándose cuando ella volviera.
La verdad es que Florentino Ariza estaba seguro de que no había regresado, hasta
que el telegrafista de Riohacha, le confirmó que se había embarcado el viernes en la
misma goleta que no llegó el día anterior por los vientos contrarios. Así que el fin de
semana estuvo acechando cualquier señal de vida en su casa, y desde el anochecer del
lunes vio por las ventanas una luz ambulante que poco después de las nueve se apagó
en el dormitorio del balcón. No durmió, presa de las mismas ansiedades de náuseas que
perturbaron sus primeras noches de amor. Tránsito Ariza se levantó con los primeros
gallos, alarmada de que el hijo hubiera salido al patio y no hubiera vuelto a entrar desde
la media noche, y no lo encontró en la casa. Se había ido a errar por las escolleras, y
estuvo recitando versos de amor contra el viento, llorando de júbilo, hasta que acabó de
amanecer. A las ocho estaba sentado bajo los arcos del Café de la Parroquia, alucinado
por la vigilia, tratando de concebir un modo de hacerle llegar su bienvenida a Fermina
Daza, cuando se sintió sacudido por un estremecimiento sísmico que le desgarró las
entrañas.
Era ella. Atravesaba la Plaza de la Catedral acompañada por Gala Placidia, que
llevaba los canastos para las compras, y por primera vez iba vestida sin el uniforme
escolar. Estaba más alta que cuando se fue, más perfilada e intensa, y con la belleza
depurada por un dominio de persona mayor. La trenza había vuelto a crecerle, pero no la
llevaba suelta en la espalda sino terciada sobre el hombro izquierdo, y aquel cambio
simple la había despojado de todo rastro infantil. Florentino Ariza se quedó atónito en su
sitio, hasta que la criatura de aparición acabó de cruzar la plaza sin apartar la vista de su
camino. Pero el mismo poder irresistible que lo paralizaba lo obligó después a
precipitarse en pos de ella cuando dobló la esquina de la catedral y se perdió en el
tumulto ensordecedor de los vericuetos del comercio.
La siguió sin dejarse ver, descubriendo los gestos cotidianos, la gracia, la madurez
prematura del ser que más amaba en el mundo y al que veía por primera vez en su
estado natural. Le asombró la fluidez con que se abría paso en la muchedumbre.
Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban los canastos y tenía que
correr para no perderla, ella navegaba en el desorden de la calle con un ámbito propio y
un tiempo distinto, sin tropezar con nadie, como un murciélago en las tinieblas. Había
estado muchas veces en el comercio con la tía Escolástica, pero siempre fueron compras
menudas, pues su padre en persona se encargaba de abastecer la casa, y no sólo de
muebles y comida, sino inclusive de las ropas de mujer. Así que aquella primera salida
fue para ella una aventura fascinante idealizada en sus sueños de niña.
No prestó atención a los apremios de los culebreros que le ofrecían el jarabe para
el amor eterno, ni a las súplicas de los mendigos tirados en los zaguanes con sus Hagas
humeantes, ni al indio falso que trataba de venderle un caimán amaestrado. Hizo un
recorrido largo y minucioso, sin rumbo pensado, con demoras que no tenían otro motivo
que el deleite sin prisa en el espíritu de las cosas. Entró en cada portal donde hubiera
algo que vender, y en todas partes encontró algo que aumentaba sus ansias de vivir.

Gozó con el hálito de vetiver de los paños en los arcones, se envolvió en sedas
estampadas, se rió de su propia risa al verse disfrazada de manola con una peineta y un
abanico de flores pintadas frente al espejo de cuerpo entero de El Alambre de Oro. En la
bodega de ultramarinos destapó un barril de arenques en salmuera que le recordó las
noches de nordeste, muy niña, en San Juan de la Ciénaga. Le dieron a probar una
morcilla de Alicante que tenía un sabor de regaliz, y compró dos para el desayuno del
sábado, y además unas pencas de bacalao y un frasco de grosellas en aguardiente. En la
tienda de especias, por el puro placer del olfato, estrujó hojas de salvia y orégano en las
palmas de las manos, y compró un puñado de clavos de olor, otro de anís estrellado, y
otros dos de jengibre y de enebro, y salió bañada en lágrimas de risa de tanto estornudar
por los vapores de la pimienta de Cayena. En la botica francesa, mientras compraba
jabones de Reuter y agua de benjuí, le pusieron detrás de la oreja un toque del perfume
que estaba de moda en París, y le dieron una tableta desodorante para después de
fumar.
Jugaba a comprar, es cierto, pero lo que de veras le hacía falta lo compraba sin
más vueltas, con una autoridad que no permitía pensar que lo hiciera por primera vez,
pues era consciente de que no compraba sólo para- ella sino también para él, doce
yardas de lino para los manteles de la mesa de ambos, el percal para las sábanas de
bodas con el relente de los humores de ambos al amanecer, lo más exquisito de cada
cosa para disfrutarlo juntos en la casa del amor. Pedía rebaja y sabía hacerlo, discutía
con gracia y dignidad hasta obtener lo mejor, y pagaba con piezas de oro que los
tenderos probaban por el puro gusto de oírlas cantar en el mármol del mostrador.
Florentino Ariza la espiaba maravillado, la perseguía sin aliento, tropezó varias
veces con los canastos de la criada que respondió a sus excusas con una sonrisa, y ella le
había pasado tan cerca que él alcanzó a percibir la brisa de su olor, y si entonces no lo
vio no fue porque no pudiera sino por la altivez de su modo de andar. Le parecía tan
bella, tan seductora, tan distinta de la gente común, que no entendía por qué nadie se
trastornaba como él con las castañuelas de sus tacones en los adoquines de la calle, ni se
le desordenaba el corazón con el aire de los suspiros de sus volantes, ni se volvía loco de
amor todo el mundo con los vientos de su trenza, el vuelo de sus manos, el oro de su
risa, No había perdido un gesto suyo, ni un indicio de su carácter, pero no se atrevía a
acercársele por el temor de malograr el encanto. Sin embargo, cuando ella se metió en la
bullaranga del Portal de los Escribanos, él se dio cuenta de que estaba arriesgándose a
perder la ocasión anhelada durante años.
Fermina Daza compartía con sus compañeras de colegio la idea peregrina de que
El Portal de los Escribanos era un lugar de perdición, vedado, por su puesto, a las
señoritas decentes. Era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se
estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros, y donde se
volvía más denso y bullicioso el comercio popular. El nombre le venía de la Colonia,
porque allí se sentaban desde entonces los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y
medias mangas postizas, que escribían por encargo toda clase de documentos a precios
de pobre: memoriales de agravio o de súplica, alegatos jurídicos, tarjetas de
congratulación o de duelo, esquelas de amor en cualquiera de sus edades. No era de
ellos, desde luego, de quienes le venía la mala reputación a aquel mercado fragoroso,
sino de mercachifles más recientes que ofrecían por debajo del mostrador cuantos
artificios equívocos llegaban de contrabando en los barcos de Europa, desde postales
obscenas y pomadas alentadoras, hasta los célebres preservativos catalanes con crestas
de iguanas que aleteaban cuando era del caso, o con flores en el extremo para que
desplegaran sus pétalos a voluntad del usuario. Fermina Daza, poco diestra en el uso de
la calle, se metió en el portal sin fijarse por dónde andaba, buscando una sombra de
alivio para el sol bravo de las once.


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