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Memoria de mis putas tristes - 05

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:17:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Nunca supe quién me mandó un disco con los veinticuatro preludios de Chopin por
Stefan Askenase. Los redactores en su mayoría me regalaron libros de moda. No
había terminado de desenvolver los regalos cuando Rosa Cabarcas me llamó por
teléfono con la pregunta que yo no quería oír: ¿Qué te pasó con la niña? Nada, dije
sin pensarlo. ¿Te parece nada que ni siquiera la despertaste?, dijo Rosa Cabarcas.
Una mujer no perdona jamás que un hombre le desprecie el estreno. Le alegué que
la niña no podía estar tan agotada sólo por pegar botones, y tal vez se hiciera la
dormida por miedo del mal trance. Lo único grave, dijo Rosa, es que ella cree de
verdad que ya no sirves, y no me gustaría que lo fuera pregonando a los cuatro
vientos.
No le di el gusto de sorprenderme. Aunque así fuera, le dije, su estado es tan
deplorable que no se puede contar con ella ni dormida ni despierta: es carne de
hospital. Rosa Cabarcas bajó el tono: La culpa fue de las prisas con que se hizo el
trato, pero tiene remedio, ya verás. Prometió poner a la niña en confesión, y si era el
caso obligarla a devolver la plata, ¿qué te parece? Déjalo de ese tamaño, le dije,
aquí no pasó nada, y en cambio me ha valido como una prueba de que ya no estoy
para estos trotes. En ese sentido la niña tiene razón: ya no sirvo. Colgué el teléfono,
saturado por un sentimiento de liberación que no había conocido en vida mía, y por
fin a salvo de una servidumbre que me mantenía subyugado desde mis trece años.
A las siete de la noche fui invitado de honor al concierto de Jacques Thibault y Alfred
Cortot en la sala de Bellas Artes, con una interpretación gloriosa de la sonata para
violín y piano de César Frank, y en el intermedio escuché elogios inverosímiles. El
maestro Pedro Biava, nuestro músico enorme, me llevó casi a rastras a los
camerinos para presentarme a los intérpretes. Me ofusqué tanto que los felicité por
una sonata de Schumann que no habían tocado, y alguien me corrigió en público de
mala manera. La impresión de que había confundido las dos sonatas por ignorancia
simple quedó sembrada en el ambiente local, y agravada por una explicación
aturdida con que traté de remendarla el domingo siguiente en mi reseña crítica del
concierto.
Por primera vez en mi larga vida me sentí capaz de matar a alguien. Volví a casa
atormentado por el diablillo que sopla al oído las respuestas devastadoras que no
dimos a tiempo, y ni la lectura ni la música mitigaron mi rabia. Por fortuna Rosa
Cabarcasme sacó del desvarío con un grito en el teléfono: Estoy feliz con el
periódico, porque no pensaba que cumplías noventa sino cien. Le contesté
encrespado: ¿Así de jodido me viste? Al contrario, dijo ella, lo que me sorprendió fue
verte tan bien. Qué bueno que no eres de los viejos verdes que se aumentan la edad
para que los crean en buen estado. Y cambió sin transición: Te tengo tu cuelga. Me
sorprendió de veras: ¿Qué es? La niña, dijo ella.
No me tomé ni un instante para pensar. Gracias, le dije, pero esa vaina es agua
pasada. Ella siguió de largo: Te la mando a tu casa envuelta en papel de China y
hervida con palo de sándalo al baño maría, todo gratis. Me mantuve firme, y ella se
debatió en una explicación pedregosa que me pareció sincera. Dijo que la niña
estaba en tan mal estado aquel viernes por haber cosido doscientos botones con
aguja y dedal. Que era verdad su miedo a las violaciones sangrientas, pero ya
estaba instruida para el sacrificio. Que en su noche conmigo se había levantado
para ir al baño, y que yo estaba tan profundo que le dio lástima despertarme, pero ya
me había ido cuando volvió a despertar en la mañana. Me indigné con lo que me
pareció una mentira inútil. Bueno, prosiguió Rosa Cabarcas, aun si así fuera, la niña
está arrepentida. Pobrecita, la tengo aquí enfrente. ¿Quieres que tela pase? No, por
Dios, le dije.
Había empezado a escribir cuando llamó la secretaria del periódico. El mensaje era
que el director quería verme al día siguiente a las once de la mañana. Llegué
puntual. El estruendo de la restauración de la casa no parecía soportable, el aire
estaba enrarecido por los martillazos, el polvo de cemento y el humo de alquitrán,
pero la redacción había aprendido a pensar en la rutina del caos. Las oficinas del
director, en cambio, heladas y silentes, permanecían en un país ideal que no era el
nuestro.
El tercer Marco Tulio, con un aire adolescente, se puso de pie al verme entrar, sin
interrumpir una conversación telefónica, me estrechó la mano por encima del
escritorio y me indicó que me sentara. Llegué a pensar que no había nadie en el otro
extremo de la línea, y que él hacía la farsa para impresionarme, pero pronto
descubrí que hablaba con el gobernador, y era en verdad un diálogo difícil entre
enemigos cordiales. Además, creo que se esmeraba en parecer enérgico delante de
mí, aunque al mismo tiempo se mantenía de pie mientras hablaba con la autoridad.
Se le notaba el vicio de la pulcritud. Acababa de cumplir veintinueve años con cuatro
idiomas y tres maestrías internacionales, a diferencia del primer presidente vitalicio,
su abuelo paterno, que se hizo periodista empírico después de hacer una fortuna
con la trata de blancas. Tenía maneras fáciles, se pasaba de apuesto y sereno, y lo
único que ponía en peligro su prestancia era una nota falsa en la voz. Llevaba una
chaqueta deportiva con una orquídea viva en la solapa, y cada cosa le sentaba
como si fuera de su ser natural, pero nada en él estaba hecho para el clima de la
calle sino para la primavera de sus oficinas. Yo, que había gastado casi dos horas
para vestirme, sentí el oprobio de la pobreza y me aumentó la rabia.
Con todo, el veneno mortal estaba en una foto panorámica del personal de planta
tomada en el XXV aniversario de la fundación del periódico, en la que señalaban con
una crucecita sobre la cabeza a los que iban muriendo. Yo era el tercero de la
derecha, con el sombrero canotier, la corbata de nudo grande con una perla en el
prendedor, el primer mostacho de coronel civil que tuve hasta los cuarenta años, y
los espejuelos metálicos de seminarista présbita que no me hicieron falta después
del medio siglo. Había visto esa foto colgada durante años en distintas oficinas, pero
sólo entonces fui sensible a su mensaje: de los cuarenta y ocho empleados
originales sólo cuatro estábamos vivos, y el menor de nosotros cumplía una condena
de veinte años por asesinato múltiple.
El director terminó la llamada, me sorprendió mirando la foto, y sonrió. Las
crucecitas no las puse yo, dijo. Me parecen de muy mal gusto. Se sentó al escritorio
y cambió de tono: Permítame decirle que usted es el hombre más impredecible que
he conocido. Y ante mi sorpresa, se adelantó a todo: Lo digo por su renuncia.
Apenas acerté a decir: Es toda una vida. El replicó que justo por eso no era una
solución pertinente. La nota le parecía magnífica, y todo lo que decía de la vejez era
de lo mejor que había leído nunca, y no tenía sentido terminarla con una decisión
que parecía más bien una muerte civil. Por fortuna, dijo, el Abominable Hombre de
las Nueve la leyó cuando ya estaba armada la página editorial, y le pareció
inadmisible. Sin consultarlo con nadie la tachó de arriba abajo con su lápiz de
Torquemada. Cuando lo supe esta mañana ordené mandar una nota de protesta a la
Gobernación. Era mi deber, pero entre nos, puedo decirle que estoy muy agradecido
por la arbitrariedad del censor. De modo que no estaba dispuesto a aceptar que
suspendiera la nota. Se lo suplico con toda el alma, dijo. No abandone el barco en
altamar. Y concluyó con un gran estilo: Todavía nos queda mucho por hablar de
música.
Lo vi tan decidido, que no me atreví a agravar la discrepancia con un argumento de
distracción. El problema, en realidad, era que tampoco entonces encontraba un
motivo decente para abandonar la noria, y me aterrorizó la idea de decirle que sí una
vez más sólo por ganar tiempo. Tuve que reprimirme para que no se me notara la
emoción impúdica que me apremiaba las lágrimas .Y otra vez, como siempre,
quedamos en las mismas de siempre después de tantos años.
La semana siguiente, presa de un estado que era más de confusión que de alegría,
pasé por el criadero a recoger el gato que me habían regalado los impresores.
Tengo muy mala química con los animales, por lo mismo que la tengo con los niños
antes de que empiecen a hablar. Me parecen mudos del alma. No los odio, pero no
puedo soportarlos porque no aprendí a negociar con ellos. Me parece contra natura
que un hombre se entienda mejor con su perro que con su esposa, que lo enseñe a
comer y descomer a sus horas, a contestar preguntas y a compartir sus penas. Pero
no recoger el gato de los tipógrafos habría sido un desaire. Además, era un precioso
ejemplar de angora, de pelambre rosada y tersa y ojos iluminados, cuyos maullidos
parecían a punto de ser palabras. Me lo dieron en una canasta de mimbre con un
certificado de su estirpe y un manual de uso como el de las bicicletas para armar.
Una patrulla militar verificaba la identidad de los transeúntes antes de autorizar el
paso por el parque de San Nicolás. Nunca había visto nada igual ni podía
imaginarme nada más descorazonador como síntoma de mi vejez. Era una patrulla
de cuatro, al mando de un oficial casi adolescente. Los agentes eran hombres de
páramos, duros y callados con un olor de establo. El oficial los vigilaba a todos con
las mejillas chapeadas de los andinos en la playa. Después de revisar mi cédula de
identidad y mi credencial de prensa me preguntó qué llevaba en la cesta. Un gato, le
dije. El quiso verlo. Destapé la cesta con toda precaución por temor de que
escapara, pero un agente quiso ver si no había algo más en el fondo, y el gato le tiró
un zarpazo. El oficial se interpuso. Es una joya de angora, dijo. Lo acarició mientras
murmuraba algo, y el gato no lo agredió pero tampoco le hizo caso. ¿Cuántos años
tiene?, preguntó. No sé, le dije, acaban de regalármelo. Se lo pregunto porque se ve
que es muy viejo, diez años, quizás. Quise preguntarle cómo lo sabía, y muchas
cosas más, pero a despecho de sus buenas maneras y su habla florida no me sentía
con estómago para hablar con él. Me parece que es un gato abandonado que ha
pasado por muchas, dijo. Obsérvelo, no lo acomode a usted sino al contrario, usted
a él, y déjelo, hasta que se gane su confianza. Cerró la tapa de la cesta, y me
preguntó: ¿En qué trabaja usted? Soy periodista. ¿Desde cuándo? Desde hace un
siglo, le dije. No lo dudo, dijo él. Me estrechó la mano y se despidió con un frase
que lo mismo podía ser un buen consejo que una amenaza:
— Cuídese mucho.
Al mediodía desconecté el teléfono para refugiarme en la música con un programa
exquisito: la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner, la de saxofón de
Debussy y el quinteto para cuerdas de Bruckner, que es un remanso edénico en el
cataclismo de su obra. Y de pronto me encontré envuelto en las tinieblas del estudio.
Sentí deslizarse debajo de mi mesa algo que no me pareció un cuerpo vivo sino una
presencia sobrenatural que me rozó los pies, y salté con un grito. Era el gato con la
hermosa cola empenachada, su lentitud misteriosa y su estirpe mítica, y no pude
evitar el calofrío de estar solo en la casa con un ser vivo que no fuera humano.
Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo
color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el
nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron. No soporté
más. Descolgué el teléfono con el corazón en la boca, marqué los cuatro números
muy despacio para no equivocarme, y al tercer timbrazo reconocí la voz. Bueno,
mujer, le dije con un suspiro de alivio: Perdóname el berrinche de esta mañana. Ella,
tranquila: No te preocupes, estaba esperando tu llamada. Le advertí: Quiero que la
niña me espere como Dios la echó al mundo y sin barnices en la cara. Ella hizo su
risa gutural. Lo que tú digas, dijo, pero te pierdes el gusto de encuerar la pieza por
pieza, como les encanta a los viejos, no sé por qué. Yo sí sé, le dije: Porque se
están volviendo cada vez más viejos. Ella lo dio por hecho.
— Está bien – dijo –, entonces esta noche a las diez en punto, antes de que se
enfríe la pescada.
3
¿Cómo podía llamarse? La dueña no me lo había dicho. Cuando me hablaba de ella
sólo decía: la niña. Y yo lo había convertido en un nombre de pila, como la niña de
los ojos o la carabela menor. Además, Rosa Cabarcas ponía a sus pupilas un
nombre distinto para cada cliente. A mí me divertía adivinarlos por las caras, y desde
el principio estuve seguro de que la niña tenía uno largo, como Filomena, Saturnina
o Nicolasa. En ésas estaba cuando ella se dio media vuelta en la cama y quedó de
espaldas a mí, y me pareció que había dejado un charco de sangre del tamaño y la
forma del cuerpo. Fue un sobresalto instantáneo hasta que comprobé que era la
humedad del sudor en la sábana.
Rosa Cabarcas me había aconsejado que la tratara con cautela, pues aún le duraba
el susto de la primera vez. Es más: creo que la misma solemnidad del rito le había
agravado el miedo y habían tenido que aumentarle la dosis de valeriana, pues
dormía con tal placidez que habría sido una lástima despertarla sin arrullos. De
modo que empecé a se carla con la toalla mientras le cantaba en susurros la
canción de Delgadina, la hija menor del rey, requerida de amores por su padre. A
medida que la secaba ella iba mostrándome los flancos sudados al compás de mi
canto: Delgadina, Delgadina, tú seras mi prenda amada. Fue un placer sin límites
pues ella volvía a sudar por un costado cuando acababa de secarla por el otro, para
que la canción no terminara nunca. Levántate, Delgadina, ponte tu falda de seda, le
cantaba al oído. Al final, cuando los criados del rey la encontraron muerta de sed en
su cama, me pareció que mi niña había estado a punto de despertar al escuchar el
nombre. Así que era ella: Delgadina.

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