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Memoria de mis putas tristes - 06

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:19:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Volví a la cama con mis calzoncillos de besos estampados y me tendí junto a ella.
Dormí hasta las cinco al arrullo de su respiración apacible. Me vestí a toda prisa sin
lavarme, y sólo entonces vi la sentencia escrita con lápiz labial en el espejo del
lavabo: El tigre no come lejos. Sé que no estaba la noche anterior y nadie podía
haber entrado en el cuarto, de modo que la entendí como la cuelga del diablo. Un
trueno terrorífico me sorprendió en la puerta, y el cuarto se llenó del olor
premonitorio de la tierra mojada. No tuve tiempo para escapar ileso. Antes de que
encontrara un taxi se precipitó un aguacero grande, de los que suelen desordenar la
ciudad entre mayo y octubre, pues las calles de arenas ardientes que bajan hacia el
río se convierten en torrenteras que arrastran cuanto encuentran a su paso. Las
aguas de aquel septiembre raro, después de tres meses de sequía, podían ser tan
providenciales como devastadoras.
Desde que abrí la puerta de casa me salió al encuentro la sensación física de que no
estaba solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabulló por el
balcón. En su plato quedaban las sobras de una comida que yo no le había servido.
La peste de sus orines rancios y su caca caliente habían contaminado todo. Me
había dedicado a estudiarlo como estudié el latín. El manual decía que los gatos
escarban en la tierra para esconder su estiércol, y que en las casas sin patio, como
ésta, lo harían en las macetas de plantas, o en cualquier otro escondrijo. Lo
apropiado era prepararles desde el primer día una caja con arena para orientarles el
hábito, y así lo hice. También decía que lo primero que hacen en casa nueva es
marcar su territorio orinando por todas partes, y aquél pudo ser el caso, pero el
manual no decía cómo remediarlo. Seguía sus trazas para familiarizarme con sus
hábitos originales, pero no di con sus escondites secretos, sus sitios de reposo, las
causas de sus humores volubles. Quise enseñarlo a comer en sus horas, a usar la
cajita de arena en la terraza, a no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a
olisquear los alimentos en la mesa, y no pude hacerle entender que la casa era suya
por derecho propio y no como un botín de guerra. De modo que lo dejé a su aire.
Al atardecer enfrenté el aguacero, cuyos vientos huracanados amenazaban con
desquiciar la casa. Sufrí un ataque de estornudos sucesivos, me dolía el cráneo y
tenía fiebre, pero me sentía poseído por una fuerza y una determinación que nunca
tuve a ninguna edad y por ninguna causa. Puse calderos en el piso para recoger las
goteras, y me di cuenta de que habían aparecido otras nuevas desde el invierno
anterior. La más grande había empezado a inundar el flanco derecho de la
biblioteca. Me apresuré a rescatar a los autores griegos y latinos que vivían por
aquel rumbo, pero al quitar los libros encontré un chorro de alta presión que salía de
un tubo roto en el fondo del muro. Lo amordacé con trapos hasta donde pude para
darme el tiempo de salvar los libros. El estrépito del agua y el aullido del viento
arreciaron en el parque. De pronto, un relámpago fantasmal y su trueno simultáneo
impregnaron el aire de un fuerte olor de azufre, el viento desbarató las vidrieras del
balcón y la tremenda borrasca de mar rompió los cerrojos y se metió dentro de la
casa. Sin embargo, antes de diez minutos escampó de un tajo. Un sol espléndido
secó las calles llenas de escombros varados, y volvió el calor.
Cuando pasó el aguacero seguía con la sensación de que no estaba solo en la casa.
Mi única explicación es que así como los hechos reales se olvidan, también algunos
que nunca fueron pueden estar en los recuerdos como si hubieran sido. Pues si
evocaba la emergencia del aguacero no me veía a mí mismo solo en la casa sino
siempre acompañado por Delgadina. La había sentido tan cerca en la noche que
percibía el rumor de su aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi
almohada. Sólo así entendí que hubiéramos podido hacer tanto en tan poco tiempo.
Me recordaba subido en el escabel de la biblioteca y la recordaba a ella despierta
con su trajecito de flores recibiendo los libros para ponerlos a salvo. La veía correr
de un lado al otro de la casa batallando con la tormenta, empapada de lluvia con el
agua a los tobillos. Recordaba cómo preparó al día siguiente un desayuno que
nunca fue, y puso la mesa mientras yo secaba los pisos y ponía orden en el
naufragio de la casa. Nunca olvidé su mirada sombría mientras desayunábamos:
¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: La edad no es la que uno
tiene sino la que uno siente.
Desde entonces la tuve en la memoria con tal nitidez que hacía de ella lo que quería.
Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al
despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La
vestía para la edad y la condición que convenían a mis cambios de humor: novicia
enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los
setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de
Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes
no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que
no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los
noventa años.
Cuando la casa estuvo en orden llamé a Rosa Cabarcas. ¡Dios Santo!, exclamó al
oír mi voz, creí que te habías ahogado. No podía entender que hubiera vuelto a
pasar la noche con la niña sin tocarla. Tienes todo el derecho de que no te guste,
pero al menos pórtate como un adulto. Traté de explicarle, pero ella cambió el tema
sin transición: De todos modos te tengo vista otra un poco mayor, bella y también
virgen. Su papá quiere cambiarla por una casa, pero se puede discutir un descuento.
Se me heló el corazón. Ni más faltaba, protesté asustado, quiero la misma, y como
siempre, sin fracasos, sin peleas, sin malos recuerdos. Hubo un silencio en la línea,
y por fin la voz sumisa con que dijo como para sí misma: Bueno, esto debe ser lo
que los médicos llaman demencia senil.
Fui a las diez de la noche con un chofer conocido por la extraña virtud de no hacer
preguntas. Llevé un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, el querido
Figurita, y un martillo y un clavo para colgarlo. En el camino hice una parada para
comprar cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor. Agua de Florida, tabletas
de regaliz. Quise llevar también un buen florero y un ramo de rosas amarillas para
conjurar la pava de las flores de papel, pero no encontré nada abierto y tuve que
robarme en un jardín privado un ramo de astromelias recién nacidas.
Por instrucciones de la dueña llegué desde entonces por la calle de atrás, del lado
del acueducto, para que nadie me viera entrar por el portón del huerto. El chofer me
previno: Cuidado, sabio, en esa casa matan. Le contesté: Si es por amor no importa.
El patio estaba en tinieblas, pero había luces de vida en las ventanas y un revoltijo
de músicas en los seis cuartos. En el mío, a volumen más alto, distinguí la voz cálida
de don Pedro Vargas, el tenor de América, con un bolero de Miguel Matamoros.
Sentí que iba a morir. Empujé la puerta con la respiración desbaratada y vi a
Delgadina en la cama como en mis recuerdos: desnuda y dormida en santa paz del
lado del corazón.
Antes de acostarme arreglé el tocador, puse el ventilador nuevo en lugar del
oxidado, y colgué el cuadro donde ella pudiera verlo desde la cama. Me acosté a su
lado y la reconocí palmo a palmo. Era la misma que andaba por mi casa: las mismas
manos que me reconocían al tacto en la oscuridad, los mismos pies de pasos tenues
que se confundían con los del gato, el mismo olor del sudor de mis sábanas, el dedo
del dedal. Increíble: viéndola y tocándola en carne y hueso, me parecía menos real
que en mis recuerdos.
Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a quien
quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen
corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el lienzo
chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y con
pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una monja que
secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo primero
que veas al despertar.
No había cambiado de posición cuando apagué la luz, a la una de la madrugada, y
su respiración era tan tenue que le tomé el pulso para sentirla viva. La sangre
circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los
ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor.
Antes de irme al amanecer dibujé en un papel las líneas de su mano, y se las di a
leer a la Diva Sahibí para conocer su alma. Y fue así: una persona que sólo dice lo
que piensa. Es perfecta para trabajos manuales. Tiene contacto con alguien que ya
murió, y del cual espera ayuda, pero está equivocada: la ayuda que busca está al
alcance de su mano. No ha tenido ninguna unión, pero va a morir mayor y casada.
Ahora tiene un hombre moreno, que no ha de ser el de su vida. Puede tener ocho
hijos, pero se va a decidir sólo por tres. A los treinta y cinco años, si hace lo que le
indique el corazón y no la mente, va a manejar mucho dinero, y a los cuarenta
recibirá una herencia. Va a viajar mucho. Tiene doble vida y doble suerte, y puede
influir sobre su propio destino. Le gusta probar todo, por curiosidad, pero va a
arrepentirse si no se orienta por el corazón.
Atormentado de amor hice reparar los estragos de la borrasca, y aproveché para
hacer otros muchos remiendos que venía demorando desde años por insolvencia o
por desidia. Reorganicé la biblioteca, en el orden en que había leído los libros. Por
último rematé la pianola como reliquia histórica con sus más de cien rollos de
clásicos, y compré un tocadiscos usado pero mejor que el mío, con parlantes de alta
fidelidad que engrandecieron el ámbito de la casa. Quedé al borde de la ruina pero
bien compensado por el milagro de estar vivo a mi edad.
La casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una
intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior. Gracias a ella me
enfrenté por vez primera con mi ser natural mientras transcurrían mis noventa años.
Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en
su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en
orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar
el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como
reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad,
que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a
mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuan poco me
importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino
un signo del zodíaco.
Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no
pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre
quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza
invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los
contrariados. Cuando mis gustos en música hicieron crisis me descubrí atrasado y
viejo, y abrí mi corazón a las delicias del azar.
Me pregunto cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba
y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con
la vana ilusión de averiguar quién soy. Era tal mi desvarío, que en una manifestación
estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no
ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.
Obnubilado por la evocación inclemente de Delgadina dormida, cambié sin la menor
malicia el espíritu de mis notas dominicales. Fuera cual fuera el asunto las escribía
para ella, las reía y las lloraba para ella, y en cada palabra se me iba la vida. En
lugar de la fórmula de gacetilla tradicional que tuvieron desde siempre, las escribí
como cartas de amor que cada quien podía hacer suyas. Propuse en el periódico
que el texto no se alzara en linotipo sino que fuera publicado con mi caligrafía
florentina. Al jefe de redacción, cómo no, le pareció otro acceso de vanidad senil,
pero el director general lo convenció con una frase que todavía anda suelta por la
redacción:
— No se equivoque: los loquitos mansos se adelantan al porvenir.
La respuesta pública fue inmediata y entusiasta, con numerosas cartas de lectores
enamorados. Algunas las leían en los noticieros de radio con urgencias de última
hora, y se hicieron copias en mimeógrafos o papel carbón, que vendían como
cigarrillos de contrabando en las esquinas de la calle San Blas. Desde el principio
fue evidente que obedecían a las ansias de expresarme, pero me hice a la
costumbre de tomarlas en cuenta al escribir, y siempre con la voz de un hombre de
noventa años que no aprendió a pensar como viejo. La comunidad intelectual, como
de sólito, se mostró timorata y dividida, y hasta los grafólogos menos pensados
montaron controversias por los análisis erráticos de mi caligrafía. Fueron ellos los
que dividieron los ánimos, recalentaron la polémica y pusieron de moda la nostalgia.
Antes del fin del año me había arreglado con Rosa Cabarcas para dejar en el cuarto
el abanico eléctrico, los recursos del tocador y lo que siguiera llevando en el futuro
para hacerlo vivible. Llegaba a las diez, siempre con algo nuevo para ella, o para
gusto de ambos, y dedicaba unos minutos a sacar la utilería escondida para armar el
teatro de nuestras noches. Antes de irme, nunca más tarde de las cinco, volvía a
asegurar todo bajo llave. La alcoba quedaba entonces tan escuálida como fue en
sus orígenes para los amores tristes de los clientes casuales. Una mañana oí que Marcos Pérez, la voz más escuchada de la radio desde el amanecer, había decidido
leer mi nota dominical en su noticiero de los lunes. Cuando pude reprimir la náusea
dije sobrecogido: Ya lo sabes, Delgadina, la fama es una señora muy gorda que no
duerme con uno, pero cuando uno despierta está siempre mirándonos frente a la
cama.

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