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Memoria de mis putas tristes - 04

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:14:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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A la izquierda del escritorio mantengo siempre las cinco fojas de papel de hilo
tamaño oficio para mi nota dominical, y el cuerno con polvo de carta que prefiero a la
moderna almohadilla de papel se cante. A la derecha están el calamaio y el palillero
de balso liviano con la péndola de oro, pues todavía manuscribo con la letra
romántica que me enseñó Florina de Dios para que no me hiciera a la caligrafía
oficial de su esposo, que fue notario público y contador juramentado hasta su último
aliento. Hace tiempo que se nos impuso en el periódico la orden de escribir a
máquina para mejor cálculo del texto en el plomo del linotipo y mayor acierto en la
armada, pero nunca me hice a este mal hábito. Seguí escribiendo a mano y
transcribiendo en la máquina con un arduo picoteo de gallina, gracias al privilegio
ingrato de ser el empleado más antiguo. Hoy, jubilado pero no vencido, gozo del
privilegio sacro de escribir en casa, con el teléfono descolgado para que nadie me
disturbe, y sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro.
Vivo sin perros ni pájaros ni gente de servicio, salvo la fiel Damiana que me ha
sacado de los apuros menos pensados, y sigue viniendo una vez por semana para
lo que haya que hacer, aun como está, corta de vista y de cacumen. Mi madre en su
lecho de muerte me suplicó que me casara joven con mujer blanca, que tuviéramos
por lo menos tres hijos, y entre ellos una niña con su nombre, que había sido el de
su madre y su abuela. Estuve pendiente de la súplica, pero tenía una idea tan
flexible de la juventud que nunca me pareció demasiado tarde. Hasta un mediodía
caluroso en que me equivoqué de puerta en la casa que tenían los Palomares de
Castro en Pradomar, y sorprendí desnuda a Ximena Ortiz, la menor de las hijas, que
hacía la siesta en la alcoba contigua. Estaba acostada de espaldas a la puerta, y se
volvió a mirarme por encima del hombro con un gesto tan rápido que no me dio
tiempo de escapar. Ay, perdón, alcancé a decir con el alma en la boca. Ella sonrió,
se volteó hacia mí con un escorzo de gacela, y seme mostró de cuerpo entero. La
estancia toda se sentía saturada de su intimidad. No estaba en vivas carnes, pues
tenía en la oreja una flor ponzoñosa de pétalos anaranjados, como la Olimpia de
Manet, y también llevaba una esclava de oro en el puño derecho y una gargantilla de
perlas menudas. Nunca imaginé que pudiera ver algo más perturbador en lo que me
faltaba de vida, y hoy puedo dar fe de que tuve razón.
Cerré la puerta de un golpe, avergonzado de mi torpeza, y con la determinación de
olvidarla. Pero Ximena Ortiz me lo impidió. Me mandaba recados con amigas
comunes, esquelas provocadoras, amenazas brutales, mientras se esparcía la voz
de que estábamos locos de amor el uno por el otro sin que nos hubiéramos cruzado
palabra. Fue imposible resistir. Tenía unos ojos de gata cimarrona, un cuerpo tan
provocador con ropa como sin ella, y una cabellera frondosa de oro alborotado cuyo
tufo de mujer me hacía llorar de rabia en la almohada. Sabía que nunca llegaría a
ser amor, pero la atracción satánica que ejercía sobre mí era tan ardorosa que
intentaba aliviarme con cuanta guaricha de ojos verdes me encontraba al paso.
Nunca logré sofocar el fuego de su recuerdo en la cama de Pradomar, así que le
entregué mis armas, con petición formal de mano, intercambio de anillos y anuncio
de boda grande antes de Pentecostés.
La noticia estalló con más fuerza en el Barrio Chino que en los clubes sociales.
Primero fue con burlas, pero se transformó en una contrariedad cierta de las
académicas que veían el matrimonio como una situación más ridícula que sagrada.
Mi noviazgo cumplió todos los ritos de la moral cristiana en la terraza de orquídeas amazónicas y helechos colgados de la casa de mi prometida. Llegaba a las siete de
la noche, todo de lino blanco, y con cualquier regalo de abalorios artesanales o
chocolates suizos, y hablábamos medio en clave y medio en serio hasta las diez,
con la custodia de la tía Argénida, que se dormía al primer parpadeo como las
chaperonas de las novelas de la época.
Ximena iba haciéndose más voraz cuanto mejor nos conocíamos, se aligeraba de
corpiños y pollerines a medida que apretaban los bochornos de junio, y era fácil
imaginarse el poder de demolición que debía tener en la penumbra. A los dos meses
de noviazgo no teníamos de qué hablar, y ella planteó el tema de los hijos sin
decirlo, tejiendo bolitas en crochet de lana cruda para recién nacidos. Yo, novio
gentil, aprendí a tejer con ella, y así se nos fueron las horas inútiles que faltaban
para la boda, yo tejiendo las botitas azules para niños y ella tejiendo las rosadas
para niñas, a ver quién acertaba, hasta que fueron bastantes para más de medio
centenar de hijos. Antes de que dieran las diez me subía a un coche de caballos y
me iba al Barrio Chino a vivir mi noche en la paz de Dios.
Los tempestuosos adioses de soltero que me hacían en el Barrio Chino iban en
contravía de las veladas opresivas del Club Social. Contraste que a mí me sirvió
para saber cuál de los dos mundos era en realidad el mío, y me hice la ilusión de
que eran ambos pero cada uno a sus horas, pues desde cualquiera de los dos veía
alejarse el otro con los suspiros desgarrados con que se separan dos barcos en
altamar. El baile de la víspera en El Poder de Dios incluyó una ceremonia final que
sólo podía ocurrírsele a un cura gallego encallado en la concupiscencia, que vistió a
todo el personal femenino con velos y azahares, para que todas se casaran conmigo
en un sacramento universal. Fue una noche de grandes sacrilegios en que veintidós
de ellas prometieron amor y obediencia y les correspondí con fidelidad y sustento
hasta el más allá de la tumba.
No pude dormir por el presagio de algo irremediable. Desde la madrugada empecé a
contar el paso de las horas en el reloj de la catedral, hasta las siete campanadas
temibles con que debía estar en la iglesia. El timbre del teléfono empezó a las ocho;
largo, tenaz, impredecible, durante más de una hora. No sólo no contesté: no
respiré. Poco antes de las diez llamaron a la puerta, primero con el puño, y luego
con gritos de voces conocidas y abominadas. Temía que la derribaran por algún
percance grave, pero hacia las once la casa quedó en el silencio erizado que sucede
a las grandes catástrofes. Entonces lloré por ella y por mí, y recé de todo corazón
para no encontrarme con ella nunca más en mis días. Algún santo me oyó a medias,
pues Ximena Ortiz se fue del país esa misma noche y no volvió hasta unos veinte
años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos.
Trabajo me costó mantener mi puesto y mi columna en El Diario de La Paz, después
de aquella afrenta social. Pero no fue por eso que relegaron mis notas a la página
once, sino por el ímpetu ciego con que entró el siglo XX. El progreso se convirtió en
el mito de la ciudad. Todo cambió; volaron los aviones y un hombre de empresa tiró
un saco de cartas desde un Junker e inventó el correo aéreo.
Lo único que permaneció igual fueron mis notas en el periódico. Las nuevas
generaciones arremetieron contra ellas, como contra una momia del pasado que
debía ser demolida, pero yo las mantuve en el mismo tono, sin concesiones, contra los aires de renovación. Fui sordo a todo. Había cumplido cuarenta años, pero los
redactores jóvenes la llamaban la Columna de Mudarra el Bastardo. El director de
entonces me citó en su oficina para pedirme que me pusiera a tono con las nuevas
corrientes. De un modo solemne, como si acabara de inventarlo, me dijo: El mundo
avanza. Sí, le dije, avanza, pero dando vueltas alrededor del sol. Mantuvo mi nota
dominical porque no habría encontrado otro inflador de cables. Hoy sé que tuve
razón, y por qué. Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida
olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les
enseñó que el futuro no era como lo soñaban, y descubrieron la nostalgia. Allí
estaban ñus notas dominicales, como una reliquia arqueológica entre los escombros
del pasado, y se dieron cuenta de que no eran sólo para viejos sino para jóvenes
que no tuvieran miedo de envejecer. La nota volvió entonces a la sección editorial, y
en ocasiones especiales, a la primera página.
A quien me lo pregunta le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron
tiempo para ser casado. Sin embargo, debo reconocer que nunca tuve esta
explicación hasta el día de mis noventa años, cuando salí de la casa de Rosa
Cabarcas con la determinación de nunca más provocar al destino. Me sentía otro. El
genio se me trastornó por la gente de tropa que vi apostada en las rejas de hierro
que rodeaban el parque. Encontré a Damiana trapeando los pisos, a gatas en la
sala, y la juventud de los muslos a su edad me suscitó un temblor de otra época. Ella
debió sentirlo porque se cubrió con la falda. No pude reprimir la tentación de
preguntarle: Dígame una cosa, Damiana: ¿de qué se acuerda? No estaba
acordándome de nada, dijo ella, pero su pregunta me lo recuerda. Sentí una
opresión en el pecho. Nunca me he enamorado, le dije. Ella replicó en el acto: Yo sí.
Y terminó sin interrumpir su oficio: Lloré veintidós años por usted. El corazón me dio
un salto. Buscando una salida digna, le dije: Hubiéramos sido una buena yunta.
Pues hace mal en decírmelo ahora, dijo ella, porque ya no me sirve ni de consuelo.
Cuando salía de la casa, me dijo del modo más natural: Usted no me creerá, pero
sigo siendo virgen, a Dios gracias.
Poco después descubrí que había dejado floreros de rosas rojas por toda la casa, y
una tarjeta en la almohada: Le deseo que llegue a los sien. Con este mal sabor me
senté a continuar la nota que había dejado a medias el día anterior. La terminé con
un solo aliento en menos de dos horas y tuve que torcerle el cuello al cisne para
sacármela de las tripas sin que se me notara el llanto. Por un golpe de inspiración
tardía decidí rematarla con el anuncio de que con ella ponía término feliz a una vida
larga y digna sin la mala condición de morirme.
Mi propósito era dejarla en la portería del periódico y volver a casa. Pero no pude. El
personal en pleno me esperaba para celebrarme el cumpleaños. El edificio estaba
en obra, con andamies y escombros fríos por todas partes, pero habían parado la
obra para la fiesta. En una mesa de carpintero estaban las bebidas para el brindis y
las cuelgas envueltas en papel de fantasía. Aturdido por los relámpagos de las
cámaras me hice con todas las fotos del recuerdo.
Me alegró encontrar allí a periodistas de radio y de los otros diarios de la ciudad: La
Prensa, matutino conservador; El Heraldo, matutino liberal, y El Nacional, vespertino
sensacionalista que trataba de aliviar las tensiones del orden público con folletones
pasionales. No era extraño que estuvieran juntos, pues dentro del espíritu de la ciudad fue siempre de buen recibo que se mantuvieran intactas las amistades de la
tropa mientras los mariscales libraban la guerra editorial.
También estaba allí fuera de horas el censor oficial, don Jerónimo Ortega, a quien
llamábamos el Abominable Hombre de las Nueve porque llegaba puntual a esa hora
de la noche con su lápiz sangriento de sátrapa godo. Allí permanecía hasta
asegurarse de que no hubiera una letra impune en la edición de mañana. Tenía una
aversión personal contra mí, por mis ínfulas de gramático, o porque utilizaba
palabras italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que
en castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas. Después
de padecerlo por cuatro años, habíamos terminado por aceptarlo como la mala
conciencia de nosotros mismos.
Las secretarias llevaron al salón un pudín con noventa velas encendidas que me
enfrentaron por primera vez al número de mis años. Tuve que tragarme las lágrimas
cuando cantaron el brindis, y me acordé de la niña sin ningún motivo. No fue un
golpe de rencor sino de compasión tardía por una criatura de la que no esperaba
volver a acordarme. Cuando acabó de pasar el ángel alguien me había puesto un
cuchillo en la mano para que cortara el pudín. Por temor a las burlas nadie se
arriesgó a improvisar un discurso. Yo hubiera preferido morirme que contestarlo.
Para terminar la fiesta, el jefe de redacción, por quien no tuve nunca gran simpatía,
nos devolvió a la realidad inclemente. Ahora sí, ilustre nonagenario, me dijo:
¿Dónde está su nota?
La verdad es que toda la tarde la sentía ardiéndome como una brasa en el bolsillo,
pero la emoción me había calado tan hondo que no tuve corazón para aguar la fiesta
con mi renuncia. Dije: Por esta vez no hay. El jefe de redacción se disgustó por una
falta que había sido inconcebible desde el siglo anterior. Entiéndalo por una vez, le
dije, tuve una noche tan difícil que amanecí embrutecido. Pues debió escribir eso,
dijo él con su humor de vinagre. A los lectores les gustará saber de primera mano
cómo es la vida a los noventa. Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto
delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la
cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el
dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su
impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de
ataque, dijo la primera secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó
pintado en la cara. Los fotógrafos se encarnizaron. Ofuscado, le entregué la nota al
jefe de redacción, y le dije que lo dicho antes era en broma, aquí la tiene, y escapé
atolondrado por la última salva de aplausos, para no estar presente cuando
descubrieran que era mi carta de renuncia al cabo de medio siglo de galeras.
La ansiedad me duraba todavía aquella noche cuando desenvolvía las cuelgas en mi
casa. Los linotipistas desacertaron con una cafetera eléctrica igual a las tres que
tenía de cumpleaños anteriores. Los tipógrafos me dieron una autorización para
recoger un gato de angora en el criadero municipal. La gerencia me dio una
bonificación simbólica. Las secretarias me regalaron tres calzoncillos de seda con
huellas de besos estampados, y una tarjeta en la que se ofrecían para quitármelos.
Se me ocurrió que uno de los encantos de la vejez son las provocaciones que se
permiten las amigas jóvenes que nos creen fuera de servicio.

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