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El amor en los tiempos del cólera - 09

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:23:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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entender por la diferencia de edades, pues podían haber sido abuelo y nieto, pero se
llevaban tan bien en el trabajo como en las fondas del puerto, donde iban a parar los
trasnochados, sin escrúpulos de clase, desde los borrachitos de caridad hasta los
señoritos vestidos de etiqueta que se fugaban de las fiestas de gala del Club Social para
comer lebranche frito con arroz de coco. Lotario Thugut solía irse por allí después del
último turno del telégrafo, y muchas veces amanecía bebiendo ponche de Jamaica y
tocando el acordeón con las tripulaciones de locos de las goletas de las Antillas. Era
corpulento, atortugado, con una barba dorada y un gorro frigio que se ponía para salir de
noche, y sólo le faltaba una ristra de campánulas para ser idéntico a San Nicolás. Al
menos una vez por semana terminaba con una pájara de la noche, como él las llamaba,
de las muchas que vendían amores de emergencia en un hotel de paso para marineros.
Cuando conoció a Florentino Ariza, lo primero que hizo con un cierto deleite magistral fue
iniciarlo en los secretos de su paraíso. Escogía para él las pájaras que le parecían
mejores, discutía con ellas el precio y el modo, y le ofrecía pagar con dinero suyo el
servicio adelantado. Pero Florentino Ariza no lo aceptaba: era virgen, y se había
propuesto no dejar de serlo mientras no fuera por amor.
El hotel era un palacio colonial venido a menos, y los grandes salones y los
aposentos de mármol estaban divididos en cubículos de cartón con agujeros de alfileres,
que lo mismo se alquilaban para hacer que para ver. Se hablaba de fisgones a quienes
les habían vaciado un ojo con agujas de tejer, de otro que reconoció a su propia esposa
en la que estaba espiando, y de caballeros de alcurnia que entraban disfrazados de
verduleras para desfogarse con los contramaestres de paso, y de tantos otros percances
de aguaitadores y agualtados, que la sola idea de asomarse al cuarto contiguo le
resultaba pavorosa a Florentino Ariza. Así que Lotario Thugut no logró persuadirlo de que
ver y dejarse ver eran refinamientos de príncipes en Europa.
Al contrario de lo que hacía creer su corpulencia, Lotario Thugut tenía una perinola
de querubín que parecía un capullo de rosa, pero éste debía ser un defecto afortunado,
porque las pájaras más percudidas se disputaban la suerte de dormir con él, y sus
alaridos de degolladas remecían los estribos del palacio y hacían temblar de espanto a
sus fantasmas. Decían que usaba una pomada de veneno de víbora que enardecía la silla
turca de las mujeres, pero él juraba no tener recursos distintos de los que Dios le había
dado. Decía muerto de risa: “Es puro amor”. Tuvieron que pasar muchos años para que
Florentino Ariza entendiera que tal vez lo decía con razón. Acabó de convencerse en un
tiempo más avanzado de su educación sentimental, cuando conoció a un hombre que se
daba una vida de rey explotando a tres mujeres al mismo tiempo. Las tres le rendían
cuentas al amanecer, humilladas a sus pies para hacerse perdonar sus recaudos exiguos,
y la única gratificación que anhelaban era que él se acostara con la que le llevara más
dinero. Florentino Ariza pensaba que sólo el terror podía inducir a semejante indignidad.
Sin embargo, una de las tres muchachas lo sorprendió con la verdad contraria.
-Estas cosas -le dijo- sólo pueden hacerse por amor.
No fue tanto por sus virtudes de fornicador como por su gracia personal, por lo
que Lotario Thugut había llegado a ser uno de los clientes más apreciados del hotel.
Florentino Ariza, con ser tan callado y escurridizo, se ganó también el aprecio del dueño,
y en la época más ardua de sus quebrantos solía encerrarse a leer versos y folletines de
lágrimas en los cuartitos sofocantes, y sus ensueños dejaban nidos de oscuras
golondrinas en los balcones y rumores de besos y batir de alas en los marasmos de la
siesta. Al atardecer, cuando bajaba el calor, era imposible no escuchar las
conversaciones de los hombres que venían a desahogarse de la jornada con un amor de
prisa. Así se enteraba Florentino Ariza de muchas infidencias y aun de algunos secretos
de estado que los clientes importantes y aun las autoridades locales les confiaban a sus
amantes efímeras sin cuidarse de que no los oyeran en los cuartos vecinos. Fue también
así como se enteró de que a cuatro leguas marinas al norte de Sotavento yacía hundido
desde el siglo xvi un galeón español cargado con más de quinientos mil millones de pesos
en oro puro y piedras preciosas. El relato lo asombró, pero no volvió a pensar en él hasta unos meses después, cuando su locura de amor le alborotó las ansias de rescatar la
fortuna sumergida para que Fermina Daza se bañara en estanques de oro.
Años más tarde, cuando trataba de recordar cómo era en la realidad la doncella
idealizada con la alquimia de la poesía, no lograba distinguirla de los atardeceres
desgarrados de aquellos tiempos. Aun cuando la atisbaba sin ser visto, por aquellos días
de ansiedad en que esperaba la respuesta a su primera carta, la veía transfigurada en la
reverberación de las dos de la tarde bajo la llovizna de azahares de los almendros, donde
siempre era abril en cualquier tiempo del año. Por lo único que le interesaba entonces
acompañar con el violín a Lotario Thugut en el mirador privilegiado del coro, era por ver
cómo ondulaba la túnica de ella con la brisa de los cánticos. Pero su propio desvarío
acabó por malograrle el placer, pues la música mística le resultaba tan inocua para su
estado de alma, que trataba de enardecerla con valses de amor, y Lotario Thugut se vio
obligado a despedirlo del coro. Fue esa la época en que cedió a las ansias de comerse las
gardenias que Tránsito Ariza cultivaba en los canteros del patio, y de ese modo conoció
el sabor de Fermina Daza. Fue también la época en que encontró por casualidad en un
baúl de su madre un frasco de un litro del Agua de Colonia que vendían de contrabando
los marineros de la Hamburg American Line y no resistió la tentación de probarla para
buscar otros sabores de la mujer amada. Siguió bebiendo del frasco hasta el amanecer,
emborrachándose de Fermina Daza con tragos abrasivos, primero en las fondas del
puerto y después absorto en el mar desde las escolleras donde hacían amores de
consolación los enamorados sin techo, hasta que sucumbió a la inconsciencia. Tránsito
Ariza' que lo había esperado hasta las seis de la mañana con el alma en un hilo, lo buscó
en los escondites menos pensados, y poco después del mediodía lo encontró
revolcándose en un charco de vómitos fragantes en un recodo de la bahía donde iban a
recalar los ahogados.
Aprovechó la pausa de la convalecencia para reprenderlo por la pasividad con que
esperaba la contestación de la carta. Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el
reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres sólo se
entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto
ansían para enfrentarse a la vida. Florentino Ariza asimiló la lección tal vez más de lo
debido. Tránsito Ariza no pudo disimular un sentimiento de orgullo, más concupiscente
que maternal, cuando lo vio salir de la mercería con el vestido de paño negro, el
sombrero duro y el lazo lírico en el cuello de celuloide, y le preguntó en broma si iba para
un entierro. Él contestó con las orejas encendidas: “Es casi lo mismo”. Ella se dio cuenta
de que apenas podía respirar de miedo, pero su determinación era invencible. Le hizo las
advertencias finales, le echó la bendición, y le prometió muerta de risa otra botella
deAgua de Colonia para celebrar juntos la conquista.
Desde que entregó la carta, un mes antes, él había contrariado muchas veces la
promesa de no volver al parquecito, pero había tenido buen cuidado de no dejarse ver.
Todo seguía igual. La lección de lectura bajo los árboles terminaba hacia las dos de la
tarde, cuando la ciudad despertaba de la siesta, y Fermina Daza seguía bordando con la
tía hasta que declinaba el calor. Florentino Ariza no esperó a que la tía entrara en la
casa, y entonces atravesó la calle con unos trancos marciales que le permitieron
sobreponerse al desaliento de las rodillas. Pero no se dirigió a Fermina Daza sino a la tía.
-Hágarne el favor de dejarme solo un momento con la señorita -le dijo-, tengo
algo importante que decirle.
-¡Atrevido! -le dijo la tía-. No hay nada de ella que yo no pueda oír.
-Entonces no se lo digo -dijo él-, pero le advierto que usted será la responsable de
lo que suceda.
No era ese el modo que Escolástica Daza esperaba del novio ideal, pero se levantó
asustada, porque tuvo por primera vez la impresión sobrecogedora de que Florentino Ariza estaba hablando por inspiración del Espíritu Santo. Así que entró en la casa para
cambiar de agujas, y dejó solos a los dos jóvenes bajo los almendros del portal.
En realidad, era muy poco lo que sabía Fermina Daza de aquel pretendiente
taciturno que había aparecido en su vida como una golondrina de invierno, y del cual no
hubiera conocido ni siquiera el nombre de no haber sido por la firma de la carta. Había
averiguado desde entonces que era el hijo sin padre de una soltera laboriosa y seria,
pero marcada sin remedio por el estigma de fuego de un único extravío juvenil. Se había
enterado de que no era mensajero del telégrafo, como ella suponía, sino un asistente
bien calificado con un futuro promisorio, y pensó que había llevado el telegrama a su
padre sólo como un pretexto para verla a ella. Esa suposición la conmovió. También
sabía que era uno de los músicos del coro, y aunque nunca se había atrevido a levantar
la vista para comprobarlo durante la misa, un domingo tuvo la revelación de que
mientras los otros instrumentos tocaban para todos, el violín tocaba sólo para ella. No
era el tipo de hombre que hubiera escogido. Sus espejuelos de expósito, su atuendo
clerical, sus recursos misteriosos le habían suscitado una curiosidad difícil de resistir,
pero nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor.
Ella misma no se explicaba por qué había aceptado la carta. No se lo reprochaba,
pero el compromiso cada vez más apremiante de dar una respuesta se le había
convertido en un estorbo para vivir. Cada palabra de su padre, cada mirada casual, sus
gestos más triviales le parecían sembrados de trampas para descubrir su secreto. Era tal
su estado de alarma, que evitaba hablar en la mesa por temor de que un descuido
pudiera delatarla, y se volvió evasiva hasta con la tía Escolástica, a pesar de que ésta
compartía su ansiedad reprimida como si fuera propia. Se encerraba en el baño a
cualquier hora, sin necesidad, y volvía a leer la carta tratando de descubrir un código
secreto, una fórmula mágica escondida en alguna de las trescientas catorce letras de sus
cincuenta y ocho palabras, con la esperanza de que dijeran más de lo que decían. Pero
no encontró nada más de lo que había entendido en la primera lectura, cuando corrió a
encerrarse en el baño con el corazón enloquecido, y desgarró el sobre con la ilusión de
que fuera una carta abundante y febril, y sólo se encontró con un billete perfumado cuya
determinación la asustó.
Al principio no había pensado en serio que estuviera obligada a dar una respuesta,
pero la carta era tan explícita que no había modo de sortearla. Mientras tanto, en la
tormenta de las dudas, se sorprendió pensando en Florentino Ariza con más frecuencia y
más interés de los que quería permitirse, y hasta se preguntaba atribulada por qué no
estaba en el parquecito a la hora de siempre, sin recordar que era ella quien le había
pedido no volver mientras pensaba la respuesta. Así terminó pensando en él como nunca
se hubiera imaginado que se podía pensar en alguien, presintiéndolo donde no estaba,
deseándolo donde no podía estar, despertando de pronto con la sensación física de que él
la contemplaba en la oscuridad mientras ella dormía, de modo que la tarde en que sintió
sus pasos resueltos sobre el reguero de hojas amarillas del parquecito, le costó trabajo
creer que no fuera otra burla de su fantasía. Pero cuando él le reclamó la respuesta con
una autoridad que no tenía nada que ver con su languidez, ella logró sobreponerse al
espanto y trató de evadirse por la verdad: no sabía qué contestarle.
Sin embargo, Florentino Ariza no había salvado un abismo para amedrentarse con
los siguientes.
-Si aceptó la carta -le dijo-, es de mala urbanidad no contestarla.
Ese fue el final del laberinto. Fermina Daza dueña de sí misma, se excusó por la
demora, y le dio su palabra formal de que tendría una respuesta antes del término de las
vacaciones. Cumplió. El último viernes de febrero, tres días antes de la reapertura de los
colegios, la tía Escolástica fue a la oficina del telégrafo a preguntar cuánto costaba un
telegrama para el pueblo de Piedras de Moler, que ni siquiera figuraba en la lista de
servicios, y se dejó atender por Florentino Ariza como si nunca se hubieran visto, pero al
salir fingió olvidar en el mostrador un breviario empastado en piel de lagartija dentro del
cual había un sobre de papel de lino con viñetas doradas. Trastornado por la dicha, Florentino Ariza pasó el resto de la tarde comiendo rosas y leyendo la carta, repasándola
letra por letra una y otra vez y comiendo más rosas cuanto más la leía, y a media noche
la había leído tanto y había comido tantas rosas que su madre tuvo que barbearlo como
a un ternero para que se tragara una pócima de aceite de ricino.
Fue el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para
nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar las cartas con
tanta ansiedad como las contestaban. Nunca en aquella primavera de delirio, ni en el año
siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz. Más aún: desde que se vieron
por primera vez hasta que él le reiteró su determinación medio siglo más tarde, no
habían tenido nunca una oportunidad de verse a solas ni de hablar de su amor. Pero en
los primeros tres meses no pasó un solo día sin que se escribieran, y en cierta época
hasta dos veces diarias, hasta que la tía Escolástica se asustó con la voracidad de la
hoguera que ella misma había ayudado a encender.
Después de la primera carta, que llevó a la oficina del telégrafo con un rescoldo de
venganza contra su propia suerte, había permitido el intercambio de mensajes casi
diarios en encuentros callejeros que parecían casuales, pero no tuvo valor para
patrocinar una conversación, por banal y momentánea que fuera. Sin embargo, al cabo
de tres meses comprendió que la sobrina no estaba a merced de una ventolera juvenil,
como le pareció al principio, y que su propia vida estaba amenazada por aquel incendio
de amor. En verdad, Escolástica Daza no tenía otro modo de subsistencia que la caridad
del hermano, y sabía que su carácter tiránico no le perdonaría jamás semejante burla a
su confianza. Pero a la hora de la decisión final no tuvo corazón para causarle a la
sobrina el mismo infortunio irreparable que ella había tenido que pastorear desde la
juventud, y le permitió servirse de un recurso que le dejaba una ilusión de inocencia. Fue
un método simple: Fermina Daza ponía su carta en algún escondite del recorrido diario
entre la casa y el colegio, y en esa misma carta le indicaba a Florentino Ariza dónde
esperaba encontrar la respuesta. Florentino Ariza hacía lo mismo. De ese modo, los
conflictos de conciencia de la tía Escolástica les fueron transferidos por el resto del año a
los bautisterios de las iglesias, los huecos de los árboles, las grietas de las fortalezas
coloniales en ruinas. A veces encontraban las cartas empapadas de lluvia sucias de lodo,
desgarradas por la adversidad, y algunas se perdieron por motivos diversos, pero
siempre encontraron el modo de reanudar el contacto.
Florentino Ariza escribía todas las noches sin piedad para consigo mismo,
envenenándose letra por letra con el humo de las lámparas de aceite de corozo en la
trastienda de la mercería, y sus cartas iban haciéndose más extensas y lunáticas cuanto
más se esforzaba por imitar a sus poetas preferidos de la Biblioteca Popular, que ya para
esa época estaba llegando a los ochenta volúmenes. Su madre, que con tanto ardor lo
había incitado a solazarse en su tormento, empezó a alarmarse por su salud. “Te vas a
gastar el seso -le gritaba desde el dormitorio cuando oía cantar los primeros gallos-. No
hay mujer que merezca tanto.” Pues no recordaba haber conocido a nadie en semejante
estado de perdición. Pero él no le hacía caso. A veces llegaba a la oficina sin dormir, con
los cabellos alborotados de amor, después de haber dejado la carta en el escondite
previsto para que Fermina Daza la encontrara de paso hacia el colegio. Ella, en cambio,
sometida a la vigilancia del padre y a la acechanza viciosa de las monjas, apenas si
lograba completar medio folio del cuaderno escolar encerrada en los baños o fingiendo
tomar notas durante la clase. Pero no sólo por las prisas y sobresaltos, sino también por
su carácter, las cartas de ella eludían cualquier escollo sentimental y se reducían a contar
incidentes de su vida cotidiana con el estilo servicial de un diario de navegación. En
realidad eran cartas de distracción, destinadas a mantener las brasas vivas pero sin
poner la mano en el fuego, mientras que Florentino Ariza se incineraba en cada línea.
Ansioso de contagiarla de su propia locura, le mandaba versos de miniaturista grabados
con la punta de un alfiler en los pétalos de las camelias. Fue él y no ella quien tuvo la
audacia de poner un mechón de su cabello dentro de una carta, pero no recibió nunca la
respuesta anhelada, que era una hebra completa de la trenza de Fermina Daza.
Consiguió al menos que diera un paso más, pues desde entonces ella empezó a mandarle
nervaduras de hojas disecadas en diccionarios, alas de mariposas, plumas de pájaros mágicos, y le regaló de cumpleaños un centímetro cuadrado del hábito de San Pedro
Claver, de los que se vendían a escondidas por aquellos días a un precio inalcanzable
para una colegiala de su edad. Una noche, sin ningún anuncio, Fermina Daza despertó
asustada por una serenata de violín solo con un valse solo. La estremeció la clarividencia
de que cada nota era una acción de gracias por los pétalos de sus herbarios, por los
tiempos robados a la aritmética para escribir sus cartas, por el susto de los exámenes
pensando más en él que en las Ciencias Naturales, pero no se atrevió a creer que
Florentino Ariza fuera capaz de semejante imprudencia.
La mañana siguiente, durante el desayuno, Lorenzo Daza no podía resistir la
curiosidad. En primer término, porque no sabía qué significaba una sola pieza en el
lenguaje de las serenatas, y en segundo término, porque a pesar de la atención con que
la escuchó no había logrado precisar en qué casa había sido. La tía Escolástica, con una
sangre fría que le devolvió el aliento a la sobrina, aseguró haber visto a través de los
visillos del dormitorio que el violinista solitario estaba del otro lado del parque, y dijo que
en todo caso una pieza sola era una notificación de ruptura. En su carta de ese día,
Florentino Ariza confirmó que era él quien había llevado la serenata, y que el valse había
sido compuesto por él y tenía el nombre con que conocía a Fermina Daza en su corazón:
La Diosa Coronada. No volvió a tocarlo en el parque, pero solía hacerlo en noches de luna
en sitios elegidos a propósito para que ella lo escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Uno
de sus sitios preferidos era el cementerio de los pobres, expuesto al sol y a la lluvia en
una colina indigente donde dormían los gallinazos, y donde la música lograba resonancias
sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la dirección de los vientos, y así estuvo
seguro de que su voz llegaba hasta donde debía.


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