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El amor en los tiempos del cólera - 15

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:50:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Era consciente de la acechanza mortal de las aguas de beber. La sola idea de
construir un acueducto parecía fantástica, pues quienes hubieran podido impulsarla
disponían de aljibes subterráneos donde se almacenaban bajo una espesa nata de verdín
las aguas llovidas durante años. Entre los muebles más preciados de la época estaban los
tinajeros de madera labrada cuyos filtros de piedra goteaban día y noche dentro de las
tinajas. Para impedir que alguien bebiera en el mismo jarro de aluminio con que se
sacaba el agua, éste tenía los bordes dentados como la corona de un rey de burlas. El
agua era vidriada y fresca en la penumbra de la arcilla cocida, y dejaba un regusto de
floresta. Pero el doctor Juvenal Urbino no incurría en estos engaños de purificación, pues
sabía que a despecho de tantas precauciones el fondo de las tinajas era un santuario de
gusarapos. Había pasado las lentas horas de su infancia contemplándolos con un
asombro casi místico, convencido como tanta gente de entonces que los gusarapos eran
los animes, unas criaturas sobrenaturales que cortejaban a las doncellas desde los
sedimentos de las aguas pasmadas, y eran capaces de furiosas venganzas de amor.
Había visto de niño los destrozos en la casa de Lázara Conde, una maestra de escuela
que se atrevió a desairar a los animes, y había visto el reguero de vidrios en la calle y el
montón de piedras que tiraron durante tres días y tres noches contra las ventanas. De
modo que pasó mucho tiempo antes de que aprendiera que los gusarapos eran en
realidad las larvas de los zancudos, pero lo aprendió para no olvidarlo jamás, porque
desde entonces se dio cuenta de que no sólo ellos sino otros muchos animes malignos
podían pasar intactos a través de nuestros cándidos filtros de piedra.
Al agua de los aljibes se atribuyó durante mucho tiempo, y a mucha honra, la
hernia del escroto que tantos hombres de la ciudad soportaban no sólo sin pudor sino
inclusive con una cierta insolencia patriótica. Cuando juvenal Urbino iba a la escuela
primaria no lograba evitar un pálpito de horror al ver a los potrosos sentados a la puerta
de sus casas en las tardes de calor, abanicándose el testículo enorme como si fuera un
niño dormido entre las piernas. Se decía que la hernia emitía un silbido de pájaro lúgubre
en las noches de tormenta y se torcía con un dolor insoportable cuando quemaban cerca
una pluma de gallinazo, pero nadie se quejaba de aquellos percances, porque una potra
grande y bien llevada se lucía por encima de todo como un honor de hombre. Cuando el
doctor Juvenal Urbino regresó de Europa ya conocía muy bien la falacia científica de
estas creencias, pero estaban tan arraigadas en la superstición local que muchos se
oponían al enriquecimiento mineral del agua de los aljibes por temor de que le quitaran
su virtud de causar una potra honorable.
Tanto como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía
alarmado el estado higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado
frente a la bahía de Las Ánimas, donde atracaban los veleros de las Antillas. Un viajero
ilustre de la época lo describió como uno de los más variados del mundo. Era rico, en
efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más alarmante. Estaba asentado en
su propio muladar, a merced de las veleidades del mar de leva, y era allí donde los
eructos de la bahía devolvían a tierra las inmundicias de los albañales. También se
arrojaban allí los desperdicios del matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras
podridas, basuras de animales que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de
sangre. Los gallinazos se los disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña
perpetua, entre los venados y los capones sabrosos de Sotavento colgados en los aleros
de los barracones, y las legumbres primaverales de Arjona expuestas sobre esteras en el
suelo. El doctor juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería que hicieran el matadero en
otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de vitrales como el que
había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona, donde las provisiones eran tan
rozagantes y limpias que daba lástima comérselas. Pero aun los más complacientes de
sus amigos notables se compadecían de su pasión ilusoria. Así eran: se pasaban la vida
proclamando el orgullo de su origen, los méritos históricos de la ciudad, el precio de sus reliquias, su heroísmo y su belleza, pero eran ciegos a la carcoma de los años. El doctor
Juvenal Urbino, en cambio, le tenía bastante amor para verla con los ojos de la verdad.
-Cómo será de noble esta ciudad -decía- que tenemos cuatrocientos años de estar
tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos.
Estaban a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras
víctimas cayeron fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once
semanas la más grande mortandad de nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos
insignes eran sepultados bajo las losas de las iglesias, en la vecindad esquiva de los
arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran enterrados en los patios de los
conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de vientos separada de
la ciudad por un canal de aguas áridas, cuyo puente de argamasa tenía una marquesina
con un letrero esculpido por orden de algún alcalde clarividente: Lasciate ogni speranza
voi Mentrate. En las dos primeras semanas del cólera el cementerio fue desbordado, y no
quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían pasado al osario común
los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la catedral se
enrareció con los vapores de las criptas mal selladas, y sus puertas no volvieron a abrirse
hasta tres años después, por la época en que Fermina Daza vio de cerca por primera vez
a Florentino Ariza en la misa del gallo. El claustro del convento de Santa Clara quedó
colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como
cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron
sepulturas profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que
desistir de ellas porque el suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo
las pisadas una sanguaza nauseabunda. Entonces se dispuso continuar los
enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de engorde a menos de
una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio Universal.
Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se
disparó un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la
superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más
encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad
no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y
nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino
porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias.
El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas
jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió
y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa acabó por
intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes
más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya. Años
después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el
método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era
contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste. Lo
comprobó con la compasión de los hijos a quienes la vida ha ido convirtiendo poco a poco
en padres de sus padres, y por primera vez se dolió de no haber estado con el suyo en la
soledad de sus errores. Pero no le regateó sus méritos: la diligencia y la abnegación, y
sobre todo su valentía personal, le merecieron los muchos honores que le fueron
rendidos cuando la ciudad se restableció del desastre, y su nombre quedó con justicia
entre los de otros tantos próceres de otras guerras menos honorables.
No vivió su gloria. Cuando reconoció en sí mismo los trastornos irreparables que
había visto y compadecido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se
apartó del mundo para no contaminar a nadie. Encerrado solo en un cuarto de servicio
del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de los
suyos, ajeno al horror de los pestíferos que agonizaban por los suelos de los corredores
desbordados, escribió para la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por
haber existido, en la cual se revelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida.
Fue un adiós de veintle pliegos desgarrados en los que se notaban los progresos del mal
por el deterioro de la escritura, y no era necesario haber conocido a quien los había escrito para saber que la firma fue puesta con el último aliento. De acuerdo con sus
disposiciones, el cuerpo ceniciento se confundió en el cementerio común, y no fue visto
por nadie que lo amara.
El doctor Juvenal Urbino recibió el telegrama tres días después en París, durante
una cena de amigos, e hizo un brindis con champaña por la memoria de su padre. Dijo:
“Era un hombre bueno”. Más tarde había de reprocharse a sí mismo su falta de madurez:
eludía la realidad para no llorar. Pero tres semanas después recibió una copia de la carta
póstuma, y entonces se rindió a la verdad. De un golpe se le reveló a fondo la imagen del
hombre al que había conocido antes que a otro ninguno, que lo había criado e instruido y
había dormido y fornicado treinta y dos años con su madre, y sin embargo, nunca antes
de esa carta se le había mostrado tal como era en cuerpo y alma, por pura y simple
timidez. Hasta entonces, el doctor Juvenal Urbino y su familia habían concebido la
muerte como un percance que les ocurría a los otros, a los padres de los otros, a los
hermanos y los cónyuges ajenos, pero no a los suyos. Eran gentes de vidas lentas, a las
cuales no se les veía volverse viejas, ni enfermarse ni morir, sino que iban
desvaneciéndose poco a poco en su tiempo, volviéndose recuerdos, brumas de otra
época, hasta que los asimilaba el olvido. La carta póstuma de su padre, más que el
telegrama con la mala noticia, lo mandó de bruces contra la certidumbre de la muerte. Y
sin embargo, uno de sus recuerdos más antiguos, quizás a los nueve años, a los once
años quizás, era en cierto modo una señal prematura de la muerte a través de su padre.
Ambos se habían quedado en la oficina de la casa una tarde de lluvias, él dibujando
alondras y girasoles con tizas de colores en las baldosas del piso, y su padre leyendo
contra el resplandor de la ventana, con el chaleco desabotonado y ligas de caucho en las
mangas de la camisa. De pronto interrumpió la lectura para rascarse la espalda con un
rascador de mango largo que tenía una manita de plata en el extremo. Como no pudo, le
pidió al hijo que lo rascara con sus uñas, y él lo hizo con la rara sensación de no sentir su
propio cuerpo al ser rascado. Al final su padre lo miró por encima del hombro con una
sonrisa triste.
-Si yo me muero ahora -le dijo- apenas si te acordarás de mí cuando tengas mi
edad.
Lo dijo sin ningún motivo visible, y el ángel de la muerte flotó un instante en la
penumbra fresca de la oficina, y volvió a salir por la ventana dejando a su paso un
reguero de plumas, pero el niño no las vio. Habían pasado más de veinte años desde
entonces y Juvenal Urbino iba a tener muy pronto la edad que había tenido su padre
aquella tarde. Se sabía idéntico a él, y a la conciencia de serlo se había sumado ahora la
conciencia sobrecogedora de ser tan mortal como él.
El cólera se le convirtió en una obsesión. No sabía de él mucho más de lo
aprendido de rutina en algún curso marginal, y le había parecido inverosímil que sólo
treinta años antes hubiera causado en Francia, inclusive en París, más de ciento cuarenta
mil muertos. Pero después de la muerte de su padre aprendió todo cuanto se podía
aprender sobre las diversas formas del cólera, casi como una penitencia para apaciguar
su memoria, y fue alumno del epidemiólogo más destacado de su tiempo y creador de los
cordones sanitarios, el profesor Adrien Proust, padre del grande novelista. De modo que
cuando volvió a su tierra y sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas
en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles, no sólo
comprendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino que tuvo la certeza de que iba a
repetirse en cualquier momento.
No pasó mucho tiempo. Antes de un año, sus alumnos del Hospital de la
Misericordia le pidieron que los ayudara con un enfermo de caridad que tenía una rara
coloración azul en todo el cuerpo. Al doctor Juvenal Urbino le bastó con verlo desde la
puerta para reconocer al enemigo. Pero hubo suerte: el enfermo había llegado tres días
antes en una goleta de Curazao y había ido a la consulta externa del hospital por sus
propios medios, y no parecía probable que hubiera contagiado a nadie. En todo caso, el
doctor Juvenal Urbino previno a sus colegas, consiguió que las autoridades dieran la
alarma a los puertos vecinos para que se localizara y se pusiera en cuarentena a la goleta contaminada, y tuvo que moderar al jefe militar de la plaza, que quería decretar la
ley marcial y aplicar de inmediato la terapéutica del cañonazo cada cuarto de hora.
-Economice esa pólvora para cuando vengan los liberales -le dijo de buen talante-.
Ya no estamos en la Edad Media.
El enfermo murió a los cuatro días, ahogado por un vómito blanco y granuloso,
pero en las semanas siguientes no fue descubierto ningún otro caso a pesar de la alerta
constante. Poco después, el Diario del Comercio publicó la noticia de que dos niños
habían muerto de cólera en distintos lugares de la ciudad. Se comprobó que uno de ellos
tenía disentería común, pero el otro, una niña de cinco años, parecía haber sido, en
efecto, víctima del cólera. Sus padres y tres hermanos fueron separados y puestos en
cuarentena individual, y todo el barrio fue sometido a una vigilancia médica estricta. Uno
de los niños contrajo el cólera y se recuperó muy pronto, y toda la familia volvió a casa
cuando pasó el peligro. Once casos más se registraron en el curso de tres meses, y al
quinto hubo un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los
riesgos de una epidemia habían sido conjurados. Nadie puso en duda que el rigor
sanitario del doctor Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones, había hecho
posible el prodigio. Desde entonces, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue
endémico no sólo en la ciudad sino en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La
Magdalena, pero no volvió a recrudecerse como epidemia. La alarma sirvió para que las
advertencias del doctor Juvenal Urbino fueran atendidas con más seriedad por el poder
público. Se impuso la cátedra obligatoria del cólera y la fiebre amarilla en la Escuela de
Medicina, y se entendió la urgencia de cerrar los albañales y construir un mercado
distante del muladar. Sin embargo, el doctor Urbino no se preocupó entonces por
reclamar su victoria ni se sintió con ánimos para perseverar en sus misiones sociales,
porque él mismo estaba entonces con un ala rota, atolondrado y disperso, y decidido a
cambiarlo todo y a olvidarse de todo lo demás en la vida por el relámpago de amor de
Fermina Daza.
Fue, en efecto, el fruto de una equivocación clínica. Un médico amigo, que creyó
vislumbrar los síntomas premonitorios del cólera en una paciente de dieciocho años, le
pidió al doctor Juvenal Urbino que fuera a visitarla. Fue esa misma tarde, alarmado por la
posibilidad de que la peste hubiera entrado en el santuario de la ciudad vieja, pues todos
los casos hasta entonces habían sido en los barrios marginales, y casi todos entre la
población negra. Encontró otras sorpresas menos ingratas. La casa, a la sombra de los
almendros del parque de Los Evangelios, parecía desde fuera tan destruida como las
otras del recinto colonial, pero adentro había un orden de belleza y una luz atónita que
parecía de otra edad del mundo. El zaguán daba directo sobre un patio sevillano,
cuadrado y blanco de cal reciente, con naranjos florecidos y el piso empedrado con los
mismos azulejos de las paredes. Había un rumor invisible de agua continua, macetas de
claveles en las cornisas y jaulas de pájaros raros en las arcadas. Los más raros, en una
jaula muy grande, eran tres cuervos que al sacudir las alas saturaban el patio de un
perfume equívoco. Varios perros encadenados en algún lugar de la casa empezaron a
ladrar de pronto, enloquecidos por el olor del extraño, pero un grito de mujer los hizo
callar en seco, y numerosos gatos saltaron de todas partes y se escondieron entre las
flores, asustados por la autoridad de la voz. Entonces se hizo un silencio tan diáfano, que
a través del desorden de los pájaros y las sílabas del agua en la piedra se percibía el
aliento desolado del mar.
Estremecido por la certidumbre de la presencia física de Dios, el doctor Juvenal
Urbino pensó que una casa como aquella era inmune a la peste. Siguió a Gala Placidia
por el corredor de arcos, pasó frente a la ventana del costurero donde Florentino Ariza
vio por primera vez a Fermina Daza cuando el patio estaba todavía en escombros, subió
por las escaleras de mármoles nuevos hasta el segundo piso, y esperó a ser anunciado
antes de entrar en el dormitorio de la enferma. Pero Gala Placidia volvió a salir con un
recado:
-La señorita dice que no puede entrar ahora porque su papá no está en la casa.

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