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El amor en los tiempos del cólera - 25

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:35:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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El ciclón pasó de largo, pero sus galemas desbarataron en quince minutos los
barrios de las ciénagas y causaron destrozos en media ciudad. El doctor Juvenal Urbino,
satisfecho una vez más con la generosidad del tío León XII, no esperó a que escampara
por completo, y se llevó por distracción el paraguas personal que Florentino Ariza le
prestó para llegar hasta el coche. Pero a éste no le importó. Al contrario: se alegró de
pensar en lo que Fermina Daza iba a pensar cuando supiera quién era el dueño del
paraguas. Estaba todavía turbado por la conmoción de la entrevista cuando Leona
Cassiani pasó por su oficina, y le pareció una ocasión única para revelarle el secreto sin
más vueltas, como reventar un nudo de golondrinos que no lo dejaba vivir: ahora o
nunca. Empezó por preguntarle qué pensaba del doctor Juvenal Urbino. Ella le contestó
casi sin pensarlo: “Es un hombre que hace muchas cosas, demasiadas quizás, pero creo
que nadie sabe lo que piensa”. Luego reflexionó, despedazando el borrador del lápiz con
sus dientes afilados y grandes, de negra grande, y al final se encogió de hombros para
liquidar un asunto que la tenía sin cuidado.
-A lo mejor es por eso que hace tantas cosas --dijo-: para no tener que pensar.
Florentino Ariza intentó retenerla.
-Lo que me duele es que se tiene que morir --dijo.
-Todo el mundo tiene que morirse -dijo ella.
-Sí -dijo él-, pero éste más que todo el mundo.
Ella no entendió nada: volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue.
Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz
con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera
a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo
jamás, ni a la misma Leona Cassiani, no porque no quisiera abrir para ella el cofre donde
lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se
dio cuenta de que había perdido la llave.
No era eso, sin embargo, lo más estremecedor de aquella tarde. Le quedaba la
nostalgia de sus tiempos jóvenes, el recuerdo vívido de los Juegos Florales, cuyo
estruendo resonaba cada 15 de abril en el ámbito de las Antillas. Él fue siempre uno de
sus protagonistas, pero siempre, como en casi todo, un protagonista secreto. Había
participado varias veces desde el concurso inaugural, veinticuatro años antes, y nunca
obtuvo ni la última mención. Pero no le importaba, pues no lo hacía por la ambición del
premio, sino porque el certamen tenía para él una atracción adicional: Fermina Daza fue
la encargada de abrir los sobres lacrados y proclamar los nombres de los ganadores en la
primera sesión, y desde entonces quedó establecido que siguiera haciéndolo en los años
siguientes.
Escondido en la penumbra de las lunetas, con una camelia viva latiéndole en el
ojal de la solapa por la fuerza del anhelo, Florentino Ariza vio a Fermina Daza abriendo
los tres sobres lacrados en el escenario del antiguo Teatro Nacional, la noche del primer
concurso. Se preguntó qué iba a suceder en el corazón de ella cuando descubriera que él
era el ganador de la Orquídea de Oro. Estaba seguro de que reconocería la letra, y que
en aquel instante había de evocar las tardes de bordados bajo los almendros del
parquecito, el olor de las gardenias mustias en las cartas, el valse confidencial de la diosa
coronada en las madrugadas de viento. No sucedió. Peor aún: la Orquídea de Oro, el
galardón más codiciado de la poesía nacional, le fue adjudicada a un inmigrante chino. El
escándalo público que provocó aquella decisión insólita puso en duda la seriedad del
certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una justificación en la
excelencia del soneto.
Nadie creyó que el autor fuera el chino premiado. Había llegado a fines del siglo
anterior huyendo del flagelo de fiebre amarilla que asoló a Panamá durante la
construcción del ferrocarril de los dos océanos, junto con muchos otros que aquí se
quedaron hasta morir, viviendo en chino, proliferando en chino, y tan parecidos los unos
a los otros que nadie podía distinguirlos. Al principio no eran más de diez, algunos de ellos con sus mujeres y sus niños y sus perros de comer, pero en pocos años
desbordaron cuatro callejones de los arrabales del puerto con nuevos chinos
intempestivos que entraban en el país sin dejar rastro en los registros de aduana.
Algunos de los jóvenes se convirtieron en patriarcas venerables con tanta premura, que
nadie se explicaba cómo habían tenido tiempo de envejecer. La intuición popular los
dividió en dos clases: los chinos malos y los chinos buenos. Los malos eran los de las
fondas lúgubres del puerto, donde lo mismo se comía como un rey o se moría de repente
en la mesa frente a un plato de rata con girasoles, y de las cuales se sospechaba que no
eran sino mamparas de la trata de blancas y el tráfico de todo. Los buenos eran los
chinos de las lavanderías, herederos de una ciencia sagrada, que devolvían las camisas
más limpias que si fueran nuevas, con los cuellos y los puños como hostias recién
aplanchadas. Fue uno de estos chinos buenos el que derrotó en los Juegos Florales a
setenta y dos rivales bien apertrechados.
Nadie entendió el nombre cuando Fermina Daza lo leyó ofuscada. No sólo porque
era un nombre insólito, sino porque de todos modos nadie sabía a ciencia cierta cómo se
llamaban los chinos. Pero no hubo que pensarlo mucho, porque el chino premiado surgió
del fondo de la platea con esa sonrisa celestial que tienen los chinos cuando llegan
temprano a su casa. Había ido tan seguro de la victoria que llevaba puesta para recibir el
premio la camisola de seda amarilla de los ritos de primavera. Recibió la Orquídea de Oro
de dieciocho quilates, y la besó de dicha en medio de las burlas atronadoras de los
incrédulos. No se inmutó. Esperó en el centro del escenario, imperturbable como el
apóstol de una Divina Providencia menos dramática que la nuestra, y en el primer
silencio leyó el poema premiado. Nadie lo entendió. Pero cuando pasó la nueva andanada
de rechiflas, Fermina Daza volvió a leerlo impasible, con su afónica voz insinuante, y el
asombro se impuso desde el primer verso. Era un soneto de la más pura estirpe
parnasiana, perfecto, atravesado por una brisa de inspiración que delataba la complicidad
de una mano maestra. La única explicación posible era que algún poeta de los grandes
hubiera concebido aquella broma para burlarse de los Juegos Florales, y que el chino se
había prestado a ella con la determinación --de guardar el secreto hasta la muerte. El
Diario del Comercio, nuestro periódico tradicional, trató de remendar la honra civil con un
ensayo erudito y más bien indigesto sobre la antigüedad y la influencia cultural de los
chinos en el Caribe, y su derecho merecido a participar en los Juegos Florales. El que
escribió el ensayo no dudaba de que el autor del soneto fuera en realidad el que decía
serlo, y lo justificaba sin rodeos desde el título: Todos los chinos son poetas. Los
promotores de la conjura, si la hubo, se pudrieron en sus sepulcros con el secreto. Por su
parte, el chino premiado se murió sin confesión a una edad oriental, y fue enterrado con
la Orquídea de Oro dentro del ataúd, pero con la amargura de no haber logrado en vida
lo único que anhelaba, que era su crédito de poeta. Con motivo de la muerte se evocó en
la prensa el incidente olvidado de los Juegos Florales, se reprodujo el soneto con una
viñeta modernista de doncellas turgentes con cornucopias de oro, y los dioses custodios
de la poesía se valieron de la ocasión para poner las cosas en su puesto: el soneto le
pareció tan malo a la nueva generación, que ya nadie puso en duda que en realidad fuera
escrito por el chino muerto.
Florentino Ariza tuvo siempre aquel escándalo asociado al recuerdo de una
desconocida opulenta que estaba sentada a su lado. Se había fijado en ella al principio
del acto, pero después la había olvidado por el susto de la espera. Le llamó la atención
por su blancura de nácar, su fragancia de gorda feliz, su inmensa pechuga de soprano
coronada por una magnolia artificial. Tenía un vestido de terciopelo negro muy ceñido,
tan negro como los ojos ansiosos y cálidos, y tenía el cabello más negro aún, estirado en
la nuca con una peineta de gitana. Tenía aretes colgantes, un collar del mismo estilo y
anillos iguales en varios dedos, todos de estoperoles brillantes, y un lunar pintado con
lápiz en la mejilla derecha. En la confusión de los aplausos finales, miró a Florentino Ariza
con una aflicción sincera.
-Créame que lo siento en el alma -le dijo.

Florentino Ariza se impresionó, no por las con~ dolencias que en realidad merecía,
sino por el asombro de que alguien conociera su secreto. Ella se lo aclaró: “Me di cuenta
por la manera como le temblaba la flor de la solapa mientras abrían los sobres”. Le
mostró la magnolia de peluche que tenía en la mano, y le abrió el corazón:
-Yo por eso me quité la mía -dijo.
Estaba a punto de llorar por la derrota, pero Florentino Ariza le cambió el ánimo
con su instinto de cazador nocturno.
-Vámonos a alguna parte a llorar juntos -le dijo.
La acompañó a su casa. Ya en la puerta, y en vista de que era casi medianoche y
no había nadie en la calle, la convenció de que lo invitara a un brandy mientras veían los
álbumes de recortes y fotografías de más de diez años de acontecimientos públicos, que
ella decía tener. El truco era ya viejo desde entonces, pero por esa vez fue involuntario,
porque era ella la que había hablado de sus álbumes mientras iban caminando desde el
Teatro Nacional. Entraron. Lo primero que observó Florentino Ariza desde la sala fue que
la puerta del dormitorio único estaba abierta, y que la cama era vasta y suntuosa, con
una colcha de brocados y cabeceras con frondas de bronce. Esa visión lo turbó. Ella debió
darse cuenta, pues se adelantó a través de la sala y cerró la puerta del dormitorio. Luego
lo invitó a sentarse en un canapé de cretona florida donde había un gato dormido, y le
puso en la mesa de centro su colección de álbumes. Florentino Ariza empezó a hojearlos
sin prisa, pensando más en sus pasos siguientes que en lo que estaba viendo, y de
pronto alzó la mirada y vio que ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Le aconsejó que
llorara cuanto quisiera, sin pudor, pues nada aliviaba como el llanto, pero le sugirió que
se aflojara el corpiño para llorar. Él se apresuró a ayudarla, porque el corpiño estaba
ajustado a la fuerza en la espalda con una larga costura de cordones cruzados. No tuvo
que terminar, pues el corpiño acabó de soltarse solo por la presión interna, y la
tetamenta astronómica respiró a sus anchas.
Florentino Ariza, que no perdió nunca el susto de la primera vez, aun en las
ocasiones más fáciles, se arriesgó a una caricia epidérmica en el cuello con la yema de
los dedos, y ella se retorció con un gemido de niña consentida sin dejar de llorar.
Entonces él la besó en el mismo sitio, muy suave, como lo había hecho con los dedos, y
no pudo hacerlo por segunda vez porque ella se volvió hacia él con todo su cuerpo
monumental, ávido y caliente, y ambos rodaron abrazados por el suelo. El gato despertó
en el sofá con un chillido, y les saltó encima. Ellos se buscaron a tientas como primerizos
apurados y se encontraron de cualquier modo, revolcándose sobre los álbumes
descuadernados, vestidos, ensopados de sudor, y más pendientes de esquivar los
zarpazos furiosos del gato que del de~ sastre de amor que estaban cometiendo. Pero
desde la noche siguiente, con las heridas todavía sangrantes, continuaron haciéndolo por
varios años.
Cuando se dio cuenta de que había empezado a amarla, ella estaba ya en la
plenitud de los cuarenta, y él iba a cumplir treinta. Se llamaba Sara Noriega, y había
tenido un cuarto de hora de celebridad en su juventud, por ganarse un concurso con un
libro de versos sobre el amor de los pobres, que nunca fue publicado. Era maestra de
Urbanidad e Instrucción Cívica en escuelas oficiales, y vivía de su sueldo en una casa
alquilada del abigarrado Pasaje de los Novios, en el antiguo barrio de Gets emaní. Había
tenido varios amantes de ocasión, pero ninguno con ilusiones matrimoniales, porque era
difícil que un hombre de su medio y de su tiempo desposara a una mujer con quien se
hubiera acostado. Tampoco ella volvió a alimentar esa ilusión después de que su primer
novio formal, al que amó con la pasión casi demente de que era capaz a los dieciocho
años, escapó a su compromiso una semana antes de la fecha prevista para la boda, y la
dejó perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada, como se decía entonces.
Sin embargo, aquella primera experiencia, aunque cruel y efímera, no le dejó ninguna
amargura, sino la convicción deslumbrante de que con matrimonio o sin él, sin Dios o sin
ley, no valía la pena vivir si no era para tener un hombre en la cama. Lo que más le
gustaba de ella a Florentino Aríza era que mientras hacía el amor tenía que succionar un chupón de niño para alcanzar la gloria plena. Llegaron a tener una ristra de cuantos
tamaños, formas y colores se encontraban en el mercado, y Sara Noriega los colgaba en
la cabecera de la cama para encontrarlos a ciegas en sus momentos de extrema
urgencia.
Aunque ella era tan libre como él, y tal vez no se hubiera opuesto a que sus
relaciones fueran públicas, Florentino Ariza las planteó desde el principio como una
aventura clandestina. Se deslizaba por la puerta de servicio, casi siempre muy tarde en
la noche, y escapaba en puntillas poco antes del amanecer. Tanto él como ella sabían
que en una casa repartida y populosa como aquella, a fin de cuentas los vecinos debían
estar más enterados de lo que fingían. Pero aunque fuera una simple fórmula, Florentino
Ariza era así, como lo iba a ser con todas por el resto de su vida. Nunca cometió un
error, ni con ella ni con ninguna otra, nunca incurrió en una infidencia. No exageraba:
sólo en una ocasión dejó un rastro comprometedor o una evidencia escrita, y habrían
podido costarle la vida. En realidad se comportó siempre como si fuera el esposo eterno
de Fermina Daza, un esposo infiel pero tenaz, que luchaba sin tregua por liberarse de su
servidumbre, pero sin causarle el disgusto de una traición.
Semejante hermetismo no podía prosperar sin equívocos. La propia Tránsito Ariza
se murió convencida de que el hijo concebido por amor y criado para el amor estaba
inmunizado contra toda forma de amor por su primera adversidad juvenil. Sin embargo,
muchas personas menos benévolas que estuvieron muy cerca de él, que conocían su
carácter misterioso y su afición por los atuendos místicos y las lociones raras, compartían
la sospecha de que no era inmune al amor sino a la mujer. Florentino Ariza lo sabía y
nunca hizo nada por desmentirlo. Tampoco le preocupó a Sara Noriega. Al igual que las
otras mujeres incontables que él amó, y aun las que lo complacían y se complacían con
él sin amarlo, lo aceptó como lo que era en realidad: un hombre de paso.
Terminó por aparecer en su casa a cualquier hora, sobre todo en las mañanas de
los domingos, que eran las más apacibles. Ella abandonaba lo que estuviera haciendo,
fuera lo que fuera, y se consagraba de cuerpo entero a tratar de hacerlo feliz en la
enorme cama historiada que siempre estuvo dispuesta para él, y en la que nunca
permitió que se incurriera en formalismos litúrgicos. Florentino Ariza no entendía cómo
una soltera sin pasado podía ser tan sabia en asuntos de hombres, ni cómo podía
manejar su dulce cuerpo de marsopa con tanta ligereza y tanta ternura como si se
moviera por debajo del agua. Ella se defendía diciendo que el amor, antes que nada, era
un talento natural. Decía: “O se nace sabiendo o no se sabe nunca”. Florentino Ariza se
retorcía de celos regresivos pensando que tal vez ella fuera más paseada de lo que
fingía, pero tenía que tragárselos enteros, porque también él le decía, como les dijo a
todas, que ella había sido su única amante. Entre otras muchas cosas que le gustaban
menos, tuvo que resignarse a tener en la cama al gato enfurecido, al que Sara Noriega le
embotaba las garras para que no los despedazara a zarpazos mientras hacían el amor.
Sin embargo, casi tanto como retozar en la cama hasta el agotamiento, a ella le
gustaba consagrar las fatigas del amor al culto de la poesía. No sólo tenía una memoria
asombrosa para los versos sentimentales de su tiempo, cuyas novedades se vendían en
folletos callejeros de a dos centavos, sino que clavaba con alfileres en las paredes los
poemas que más le gustaban, para leerlos de viva voz a cualquier hora. Había hecho una
versión en endecasílabos pares de los textos de Urbanidad e Instrucción Cívica, como los
que se usaban para la ortografía, pero no pudo conseguir la aprobación oficial. Era tal su
arrebato declamatorio que a veces seguía recitando a gritos mientras hacía el amor, y
Florentino Ariza tenía que ponerle el chupón en la boca a viva fuerza, como se hacía con
los niños para que dejaran de llorar.
En la plenitud de sus relaciones, Florentino Ariza se había preguntado cuál de los
dos estados sería el amor, el de la cama turbulenta o el de las tardes apacibles de los
domingos, y Sara Noriega lo tranquilizó con el argumento sencillo de que todo lo que
hicieran desnudos era amor. Dijo: “Amor del alma de la cintura para arriba y amor del
cuerpo de la cintura para abajo”. Esta definición le pareció buena a Sara Noriega para un
poema sobre el amor dividido, que escribieron a cuatro manos, y que ella presentó en los quintos Juegos Florales, convencida de que nadie había participado hasta entonces con
un poema tan original. Pero volvió a perder.
Estaba furibunda mientras Florentino Ariza la acompañaba a su casa. Por algo que
no sabía explicar, tenía la convicción de que la maniobra había sido urdida contra ella por
Fermina Daza, para no premiar su poema. Florentino Ariza no le prestó atención. Estaba
de un humor sombrío desde la entrega de los premios, pues no había visto a Fermina
Daza en mucho tiempo, y aquella noche tuvo la impresión de que había sufrido un
cambio profundo: por primera vez se le notaba a simple vista su con~ dición de madre.
No era una novedad para él, pues sabía que el hijo ya iba a la escuela. Sin embargo, su
edad maternal no le había parecido antes tan evidente como aquella noche, tanto por el
diámetro de su cintura y su andar un poco acezante, como por los escollos de la voz
cuando leyó la lista de los premios.
Tratando de documentar sus recuerdos, volvió a hojear los álbumes de los Juegos
Florales mientras Sara Noriega preparaba algo de comer. Vio cromos de revistas,
postales amarillentas de las que se vendían como recuerdo en los portales, y fue como
un repaso fantasmal a la falacia de su propia vida. Hasta entonces lo había sostenido la
ficción de que el mundo era el que pasaba, pasaban las costumbres, la moda: todo
menos ella. Pero aquella noche vio por primera vez de un modo consciente cómo se le
estaba pasando la vida a Fermina Daza, y cómo pasaba la suya propia, mientras él no
hacía nada más que esperar. Nunca había hablado de ella con nadie, porque se sabía
incapaz de decir el nombre sin que se le notara la palidez de los labios. Pero esa noche,
mientras hojeaba los álbumes como en tantas otras veladas de tedio dominical, Sara
Noriega tuvo uno de esos aciertos casuales que helaban la sangre.
-Es una puta -dijo.
Lo dijo al pasar, viendo un grabado de Fermina Daza disfrazada de pantera negra
en un baile de máscaras, y no tuvo que mencionar a nadie para que Florentino Ariza
supiera de quién hablaba. Temiendo una revelación que lo perturbara de por vida, éste
apresuró una defensa cautelosa. Advirtió que sólo conocía de lejos a Fermina Daza, que
nunca habían pasado de los saludos formales y no tenía ninguna noticia de su intimidad,
pero daba por cierto que era una mujer admirable, surgida de la nada y enaltecida por
sus méritos propios.
-Por obra y gracia de un matrimonio de interés con un hombre que no quiere -lo
interrumpió Sara Noriega---. Es la manera más baja de ser puta.
Con menos crudeza, pero con igual rigidez moral, su madre le había dicho lo
mismo a Florentino Ariza tratando de consolarlo de sus desventuras. Turbado hasta los
tuétanos, no encontró una réplica oportuna para la inclemencia de Sara Noriega, y trató
de fugarse del tema. Pero Sara Noriega no se lo permitió hasta que no acabó de
desahogarse contra Fermina Daza. Por un golpe de intuición que no hubiera podido
explicar, estaba convencida de que había sido ella la autora de la conspiración para
escamotearle el premio. No había ninguna razón para creerlo: no se conocían, no se
habían visto nunca, y Fermina Daza no tenía nada que ver con las decisiones del
concurso, si bien estaba al corriente de sus secretos. Sara Noriega dijo de un modo
terminante: “Las mujeres somos adivinas”. Y le puso término a la discusión.
Desde ese momento, Florentino Ariza la vio con otros ojos. También para ella
pasaban los años. Su naturaleza feraz se marchitaba sin gloria, su amor se demoraba en
sollozos, y sus párpados empezaban a mostrar la sombra de las viejas amarguras. Era
una flor de ayer. Además, en la furia de la derrota había descuidado la cuenta de sus
brandis. No estaba en su noche: mientras comían el arroz de coco recalentado, trató de
establecer cuál había sido la contribución de cada uno en el poema derrotado' para saber
cuántos pétalos de la Orquídea de Oro les habría correspondido a cada quien. No era la
primera vez que se entretenían en torneos bizantinos, pero él aprovechó la ocasión para
respirar por la herida recién abierta, y se enredaron en una disputa mezquina que les
revolvió a ambos los rencores de casi cinco años de amor dividido.

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