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El amor en los tiempos del cólera - 21

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 07:21:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado,
tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin
tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un
susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra
vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo
mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso
siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio,
mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló
de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el
ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los
acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que
nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con
la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y
cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: “Yo
lo sé hacer sola”. Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor
Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su
cuerpo en las tinieblas.
Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta,
pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él
acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde,
mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la
soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y
le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le
hubiera tocado un nervio vivo.
Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la
estremeció hasta las raíces del cráneo. “Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide
que las conozco.” La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.
-Lo recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia.
Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a
coger la mano grande y mullida, y se la cubrió de besitos huérfanos, primero el
metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico
de su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el
pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo: “Es un escapulario”. Ella
le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos
para arrancarlo de raíz. “Más fuerte”, dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo
lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de él perdida en las tinieblas.
Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando
la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta
que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero
ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella
misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que
se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo de
reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado,
conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su
determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad
minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias.
Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella
lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
-Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo.
Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la
mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de
alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la
luz encendida. iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con
las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie
se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la
sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de
su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba
a parecer más que científico, y dijo en conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo
que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves
que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él,
sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la
gana”. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía
aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para
probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de
menosprecio.
-Además, creo que le sobran demasiadas cosas-dijo.

El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa:
la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas
funciones inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género
humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos
vulnerable. Concluyó: “Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos
modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos”. Ella se rió divertida, de un
modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en
la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la
nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició
el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo
la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más.
-No vamos a seguir con la clase de medicina-dijo.
-No -dijo él-. Esta va a ser de amor.
Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la
mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor.
Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un
olor propio de animal de monte que permitía distinguirla entre todas las mujeres del
mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo
único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a
fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.
Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su
altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras
ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para
inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta
el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se
equivocó.
Al amanecer, cuando se durmieron, ella seguía siendo virgen, pero no habría de
serlo por mucho tiempo. La noche siguiente, en efecto, después de que él le enseñó a
bailar los valses de Viena bajo el cielo sideral del Caribe, él tuvo que ir al baño después
que ella, y cuando regresó al camarote la encontró esperándolo desnuda en la cama.
Entonces fue ella quien tomó la iniciativa, y se le entregó sin miedo, sin dolor, con la
alegría de una aventura de alta mar, y sin más vestigios de ceremonia sangrienta que la
rosa del honor en la sábana. Ambos lo hicieron bien, casi como un milagro, y siguieron
haciéndolo bien de noche y de día y cada vez mejor en el resto del viaje, y cuando
llegaron a La Rochelle se entendían como amantes antiguos.
Permanecieron dieciséis meses en Europa, con base en París, y haciendo viajes
cortos por los países vecinos. Durante ese tiempo hicieron el amor todos los días, y más
de una vez los domingos de invierno, cuando se quedaban hasta la hora del almuerzo
retozando en la cama. Él era un hombre de buenos ímpetus, y además bien entrenado, y
ella no estaba hecha para dejarse tomar ventaja de nadie, de modo que tuvieron que
conformarse con el poder compartido en la cama. Después de tres meses de amores
febriles él comprendió que uno de los dos era estéril, y ambos se sometieron a exámenes
severos en el Hospital de la Salpétriére donde él había hecho su internado. Fue una
diligencia ardua pero infructuosa. Sin embargo cuando menos lo esperaban, y sin
ninguna media, acción científica, ocurrió el milagro. A fines del año siguiente, cuando
regresaron a casa, Fermina estaba encinta de seis meses, y se creía la mujer más feliz
de la tierra. El hijo tan deseado por ambos, que nació sin novedad bajo el signo de
Acuario, fue bautizado en honor del abuelo muerto del cólera.
Era imposible saber si fue Europa o el amor lo que los hizo distintos, pues las dos
cosas ocurrieron al mismo tiempo. Ambos lo eran, y a fondo, no sólo con ellos mismos
sino con todo el mundo, como lo percibió Florentino Ariza cuando los vio a la salida de
misa dos semanas después del regreso, aquel domingo de su desgracia. Volvieron con
una concepción nueva de la vida, cargados de novedades del mundo, y listos para
mandar. Él con las novedades de la literatura, de la música, y sobre todo las de su ciencia. Trajo una suscripción de Le Figaro, para no perder el hilo de la realidad, y otra
de la Revue des Deux Mondes para no perder el hilo de la poesía. Había hecho además
un acuerdo con su librero de París para recibir las novedades de los escritores más
leídos, entre ellos Anatole France y Pierre Loti, y de los que más le gustaban, entre ellos
Remy de Gourmont y Paul Bourget, pero en ningún caso Émile Zola, que le parecía
insoportable, a pesar de su valiente irrupción en el juicio de Dreyfus. El mismo librero se
comprometió a mandarle por correo las novedades más seductoras del catálogo de
Ricordi, sobre todo de música de cámara, para mantener el título bien ganado por su
padre de primer promotor de conciertos en la ciudad.
Fermina Daza, siempre contraria a los rigores de la moda, trajo seis baúles con
ropas de tiempos diversos, pues no la convencieron las grandes marcas. Había estado en
las Tullerías, en pleno invierno, para el lanzamiento de la colección de Worth, el
ineludible tirano de la alta costura, y lo único que consiguió fue una bronquitis que la
tumbó cinco días en la cama. Laferriére le pareció menos pretencioso y voraz, pero su
decisión sabia fue arrasar con lo que más le gustaba en las tiendas de saldos, a pesar de
que el esposo juraba aterrado que eran ropas de muertos. Así mismo, trajo cantidades
de zapatos italianos sin marca, que prefirió a los renombrados y extravagantes de Ferry,
y trajo una sombrilla de Dupuy, roja como los fuegos del infierno, que dio mucho de qué
escribir a nuestros asustadizos cronistas sociales. Sólo compró un sombrero de Madame
Reboux, pero en cambio llenó un baúl de racimos de cerezas artificiales, ramilletes de
cuantas flores de fieltro le fue posible encontrar, ramazones de plumas de avestruz~
morriones de pavorreales, colas de gallos asiáticos, faisanes enteros, colibríes, y una
variedad innumerable de pájaros exóticos disecados en pleno vuelo, en pleno grito, en
plena agonía: todo cuanto había servido en los últimos veinte años para que los mismos
sombreros parecieran otros. Trajo una colección de abanicos de diversos países del
mundo, y uno distinto y apropiado para cada ocasión. Trajo una esencia perturbadora
escogida entre muchas en la perfumería del Bazar de la Charité, antes de que los vientos
de primavera arrasaran con sus cenizas, pero la usó una sola vez, porque se desconoció
a sí misma con el perfume cambiado. Trajo también un estuche de cosméticos que era la
última novedad en el mercado de la seducción, y fue la primera mujer que lo llevó a las
fiestas, cuando el acto simple de retocarse en público se consideraba indecente.
Llevaban, además, tres recuerdos imborrables: el estreno sin precedentes de Los
Cuentos de Hoffmann, en París, el incendio pavoroso de casi todas las góndolas de
Venecia frente a la Plaza de San Marcos, que ellos habían presenciado con el corazón
dolorido desde la ventana de su hotel, y la visión fugaz de Oscar Wilde en la primera
nevada de enero. Pero en medio de esos y tantos otros recuerdos, el doctor Juvenal
Urbino conservaba uno que siempre lamentó no compartir con su esposa, pues venía de
sus tiempos de estudiante soltero en París. Era el recuerdo de Victor Hugo, quien
disfrutaba aquí de una celebridad conmovedora al margen de sus libros, porque alguien
dijo que había dicho, sin que nadie lo hubiera oído en realidad, que nuestra Constitución
no era para un país de hombres sino de ángeles. Desde entonces se le rindió un culto
especial, y la mayoría de los numerosos compatriotas que viajaban a Francia se desvivían
por verlo. Una media docena de estudiantes, entre ellos Juvenal Urbino, montaron
guardia por un tiempo frente a su residencia de la avenida Eyleau, y en los cafés donde
se decía que iba a llegar sin falta y nunca llegó, y por último habían solicitado por escrito
una audiencia privada, en nombre de los ángeles de la Constitución de Rionegro. Nunca
recibieron respuesta. Un día cualquiera, Juvenal Urbino pasó por casualidad frente al
Jardín del Luxemburgo y lo vio salir del Senado con una mujer joven que lo llevaba del
brazo. Lo vio muy viejo, moviéndose a duras penas, con la barba y el cabello menos
radiantes que en sus retratos, y dentro de un abrigo que parecía de alguien más
corpulento. No quiso estropear el recuerdo con un saludo impertinente: le bastaba con
esa visión casi irreal que había de alcanzarle para toda la vida. Cuando volvió casado a
París, en condiciones de verlo de un modo más formal, ya Victor Hugo había muerto.
Como consuelo, Juvenal y Fermina llevaban el recuerdo compartido de una tarde
de nieves en que los intrigó un grupo que desafiaba la tormenta frente a una pequeña
librería del bulevar de los Capuchinos, y era que Oscar Wilde estaba dentro. Cuando por fin salió, elegante de veras, pero tal vez demasiado consciente de serlo, el grupo lo rodeó
para pedirle firmas en sus libros. El doctor Urbino se había detenido sólo para verlo, pero
su impulsiva esposa quiso atravesar el bulevar para que le firmara lo único que le pareció
apropiado a falta de un libro: su hermoso guante de gacela, largo, liso, suave, y del
mismo color de su piel de recién casada. Estaba segura de que un hombre tan refinado
iba a apreciar aquel gesto. Pero el marido se opuso con firmeza, y cuando ella trató de
hacerlo a pesar de sus razones, él no se sintió capaz de sobrevivir a la vergüenza.
-Si tú atraviesas esa calle -le dijo-, cuando regreses aquí me encontrarás muerto.
Era algo natural en ella. Antes de un año de casada se movía por el mundo con la
misma soltura con que lo hacía desde niña en el moridero de San Juan de la Ciénaga,
como si hubiera nacido sabiéndolo, y tenía una facilidad de trato con los desconocidos
que dejaba perplejo al marido, y un talento misterioso para entenderse en castellano con
quien fuera y en cualquier parte. “Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a vender
algo -decía con risas de burla---. Pero cuando uno va a comprar, todo el mundo le
entiende como sea.” Era difícil imaginar a alguien que hubiera asimilado tan rápido y con
tanto alborozo la vida cotidiana de París, que aprendió a querer en el recuerdo a pesar de
sus lluvias eternas. Sin embargo, cuando regresó a casa abrumada por tantas
experiencias juntas, cansada de viajar y medio adormecida por el embarazo, lo primero
que le preguntaron en el puerto fue cómo le habían parecido las maravillas de Europa, y
ella resolvió dieciséis meses de dicha con cuatro palabras de su jerga caribe:
-Más es la bulla.
El día que Florentino Ariza vio a Fermina Daza en el atrio de la catedral encinta de
seis meses y con pleno dominio de su nueva condición de mujer de mundo, tomó la
determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla. Ni siquiera se puso a
pensar en el inconveniente de que fuera casada, porque al mismo tiempo decidió, como
si dependiera de él, que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir. No sabía ni cuándo ni
cómo, pero se lo planteó como un acontecimiento ineluctable, que estaba resuelto a
esperar sin prisas ni arrebatos, así fuera hasta el fin de los siglos.
Empezó por el principio. Se presentó sin anuncio en la oficina del tío León XII,
presidente de la junta Directiva y Director General de la Compañía Fluvial del Caribe, y le
manifestó la disposición de someterse a sus designios. El tío estaba resentido con él por
la manera como malbarató el buen empleo de telegrafista en la Villa de Leyva, pero se
dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en
que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a
parirse a sí mismos. Además, la viuda del hermano había muerto el año anterior, con los
rencores en carne viva pero sin dejar herederos. Así que le dio el empleo al sobrino
errante.
Era una decisión típica de don León XII Loayza. Dentro del cascarón de traficante
sin alma, llevaba escondido un lunático genial, que lo mismo hacía brotar un manantial
de limonada en el desierto de la Guajira, que inundaba de llanto un funeral de cruz alta
con su canto desgarrador de In questa tomba oscura. Con su cabeza rizada y sus belfos
de fauno no le faltaban sino la lira y la corona de laureles para ser idéntico al Nerón
incendiario de la mitología cristiana. Las horas que le quedaban libres entre la
administración de sus buques decrépitos, todavía a flote por pura distracción de la
fatalidad, y los problemas cada día más críticos de la navegación fluvial, las consagraba a
enriquecer su repertorio lírico. Nada le gustaba más que cantar en los entierros. Tenía
una voz de galeote, sin ningún orden académico, pero capaz de registros impresionantes.
Alguien le había contado que Enrico Caruso podía romper un florero en pedazos con el
solo poder de su voz, y durante años estuvo tratando de imitarlo hasta con los vidrios de
las ventanas. Sus amigos traían los floreros más tenues que encontraban en sus viajes
por el mundo, y organizaban fiestas especiales para que él lograra por fin la culminación
de su sueño. Nunca lo consiguió. Sin embargo, en el fondo de su trueno había una
lucecita de ternura que agrietaba el corazón de sus oyentes como a las ánforas de cristal
del gran Caruso, y era esto lo que lo hacía tan venerable en los entierros. Salvo en uno, en el que tuvo la buena idea de cantar When wake up in Glory, un canto funerario de la
Luisiana, hermoso y estremecedor, y fue hecho callar por el capellán que no pudo
entender aquella intromisión luterana dentro de su iglesia.

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