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El amor en los tiempos del cólera - 03

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:53:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Los había cumplido, en efecto, el 23 de enero de ese año, y entonces había fijado como plazo último la víspera de Pentecostés, que era la fiesta mayor de la ciudad consagrada al culto del Espíritu Santo. No había ningún detalle de la noche anterior que ella no hubiera conocido de antemano, y hablaban de eso con frecuencia, padeciendo juntos el torrente irreparable de los días que ya ni él ni ella podían detener. Jeremiah de Saint-Amour amaba la vida con una pasión sin sentido, amaba el mar y el amor, amaba a su perro y a ella, y a medida que la fecha se acercaba había ido sucumbiendo a la desesperación, como si su muerte no hubiera sido una resolución propia sino un destino inexorable.

-Anoche, cuando lo dejé solo, ya no era de este mundo -dijo ella.

Había querido llevarse el perro, pero él lo contempló adormilado junto a las muletas y lo acarició con la punta de los dedos. Dijo: “Lo siento, pero Mister Woodrow Wilson se va conmigo”. Le pidió a ella que lo amarrara en la pata del catre mientras él escribía, y ella lo hizo con un nudo falso para que pudiera soltarse. Aquel había sido su único acto de deslealtad, y estaba justificado por el deseo de seguir recordando al amo en los ojos invernales de su perro. Pero el doctor Urbino la interrumpió para contarle que el perro no se había soltado. Ella dijo: “Entonces fue porque no quiso”. Y se alegró, porque prefería seguir evocando al amante muerto como él se lo había pedido la noche anterior, cuando interrumpió la carta que ya había comenzado y la miró por última vez.

-Recuérdame con una rosa -le dijo.

Había llegado a su casa poco después de la medianoche. Se tendió a fumar en la cama, vestida, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro para dar tiempo a que él terminara la carta que ella sabía larga y difícil, y poco antes de las tres, cuando empezaron a aullar los perros, puso en el fogón el agua para el café, se vistió de luto cerrado y cortó en el patio la primera rosa de la madrugada. El doctor Urbino se había dado cuenta desde hacía rato de cuánto iba a repudiar el recuerdo de aquella mujer irredímible, y creía conocer el motivo: sólo una persona sin principios podía ser tan complaciente con el dolor.

Ella le dio más argumentos hasta el final de la visita. No iría al entierro, pues así se lo había prometido al amante, aunque el doctor Urbino creyó entender lo contrario en un párrafo de la carta. No iba a derramar una lágrima, no iba a malgastar el resto de sus años cocinándose a fuego lento en el caldo de larvas de la memoria, no iba a sepultarse en vida a coser su mortaja dentro de estas cuatro paredes como era tan bien visto que lo hicieran las viudas nativas. Pensaba vender la casa de Jeremiah de Saint-Amour, que desde ahora era suya con todo lo que tenía dentro según estaba dispuesto en la carta, y seguiría viviendo como siempre y sin quejarse de nada en este moridero de pobres donde había sido feliz.

Aquella frase persiguió al doctor Juvenal Urbino en el camino de regreso a su casa: “Este moridero de pobres”. No era una calificación gratuita. Pues la ciudad, la suya, seguía siendo igual al margen del tiempo: la misma ciudad ardiente y árida de sus terrores nocturnos y los placeres solitarios de la pubertad, donde se oxidaban las flores y se corrompía la sal, y a la cual no le había ocurrido nada en cuatro siglos, salvo el envejecer despacio entre laureles marchitos y ciénagas podridas. En invierno, unos aguaceros instantáneos y arrasadores desbordaban las letrinas y convertían las calles en lodazales nauseabundos. En verano, un polvo invisible, áspero como de tiza al rojo vivo, se metía hasta por los resquicios más protegidos de la imaginación, alborotado por unos vientos locos que desentechaban casas y se llevaban a los niños por los aires. Los sábados, la pobrería mulata abandonaba en tumulto los ranchos de cartones y latón de las orillas de las ciénagas, con sus animales domésticos y sus trastos de comer y beber, y se tomaban en un asalto de júbilo las playas pedregosas del sector colonial. Algunos, entre los más viejos, llevaban hasta hacía pocos años la marca real de los esclavos, impresa con hierros candentes en el pecho. Durante el fin de semana bailaban sin demencia, se emborrachaban a muerte con alcoholes de alambiques caseros, hacían amores libres entre los matorrales de icaco, y a la media noche del domingo desbarataban sus propios fandangos con trifulcas sangrientas de todos contra todos. Era
la misma muchedumbre impetuosa que el resto de la semana se infiltraba en las plazas y callejuelas de los barrios antiguos, con ventorrillos de cuanto fuera posible comprar y vender, y le infundían a la ciudad muerta un frenesí de feria humana olorosa a pescado frito: una vida nueva.

La independencia del dominio español, y luego la abolición de la esclavitud, precipitaron el estado de decadencia honorable en que nació y creció el doctor Juvenal Urbino. Las grandes familias de antaño se hundían en silencio dentro de sus alcázares desguarnecidos. En los vericuetos de las calles adoquinadas que tan eficaces habían sido en sorpresas de guerras y desembarcos de bucaneros, la maleza se descolgaba por los balcones y abría grietas en los muros de cal y canto aun en las mansiones mejor tenidas, y la única señal viva a las dos de la tarde eran los lánguidos ejercicios de piano en la penumbra de la siesta. Adentro, en los frescos dormitorios saturados de incienso, las mujeres se guardaban del sol como de un contagio indigno, y aun en las misas de madrugada se tapaban la cara con la mantilla. Sus amores eran lentos y difíciles, perturbados a menudo por presagios siniestros, y la vida les parecía interminable. Al anochecer, en el instante opresivo del tránsito, se alzaba de las ciénagas una tormenta de zancudos carniceros, y una tierna vaharada de mierda humana, cálida y triste, revolvía en el fondo del alma la certidumbre de la muerte.

Pues la vida propia de la ciudad colonial, que el joven Juvenal Urbino solía idealizar en sus melancolías de París, era entonces una ilusión de la memoria. Su comercio había sido el más próspero del Caribe en el siglo xvui, sobre todo por el privilegio ingrato de ser el más grande mercado de esclavos africanos en las Américas. Fue además la residencia habitual de los virreyes del Nuevo Reino de Granada, que preferían gobernar desde aquí, frente al océano del mundo, y no en la capital distante y helada cuya llovizna de siglos les trastornaba el sentido de la realidad. Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas de galeones cargados con los caudales de Potosí, de Quito, de Veracruz, y la ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria. El viernes 8 de junio de 1708 a las cuatro de la tarde, el galeón San José que acababa de zarpar para Cádiz con un cargamento de piedras y metales preciosos por medio millón de millones de pesos de la época, fue hundido por una escuadra inglesa frente a la entrada del puerto, y dos siglos largos después no había sido aún rescatado.

Aquella fortuna yacente en fondos de corales, con el cadáver del comandante flotando de medio lado en el puesto de mando, solía ser evocada por los historiadores como el emblema de la ciudad ahogada en los recuerdos. Al otro lado de la bahía, en el barrio residencial de La Manga, la casa del doctor Juvenal Urbino estaba en otro tiempo. Era grande y fresca, de una sola planta, y con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía. El piso estaba cubierto de baldosas ajedrezadas, blancas y negras, desde la puerta de entrada hasta la cocina, y esto se había atribuido más de una vez a la pasión dominante del doctor Urbino, sin recordar que era una debilidad común de los maestros de obra catalanes que construyeron a principios de este siglo aquel barrio de ricos recientes. La sala era amplia, de cielos muy altos como toda la casa, con seis ventanas de cuerpo entero sobre la calle, y estaba separada del comedor por una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vides y racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de bronce. Los muebles de recibo, hasta el reloj de péndulo de la sala que tenía la presencia de un centinela vivo, eran todos originales ingleses de fines del siglo xix, y las lámparas colgadas eran de lágrimas de cristal de roca, y había por todas partes jarrones y floreros de Sévres y estatuillas de idilios paganos en alabastro. Pero aquella coherencia europea se acababa en el resto de la casa, donde las butacas de mimbre se confundían con mecedores vieneses y taburetes de cuero de artesanía local. En los dormitorios, además de las camas, había espléndidas hamacas de San jacinto con el nombre del dueño bordado en letras góticas con hilos de seda y flecos de colores en las orillas. El espacio concebido en sus orígenes para las cenas de gala, a un lado del comedor, fue aprovechado para una pequeña sala de música donde se daban conciertos íntimos cuando venían intérpretes notables. Las baldosas habían sido cubiertas con las alfombras turcas compradas en la Exposición Universal de París para mejorar el silencio del ámbito, había una ortofónica de modelo reciente junto a un estante con discos bien ordenados, y en un rincón, cubierto con un mantón de Manila, estaba el piano que el doctor Urbino no había vuelto a tocar en muchos años. En toda la casa se notaba el juicio y el recelo de una mujer con los pies bien plantados sobre la tierra.

Sin embargo, ningún otro lugar revelaba la solemnidad meticulosa de la biblioteca, que fue el santuario del doctor Urbino antes que se lo llevara la vejez. Allí, alrededor del escritorio de nogal de su padre, y de las poltronas de cuero capitonado, hizo cubrir los muros y hasta las ventanas con anaqueles vidriados, y colocó en un orden casi demente tres mil libros idénticos empastados en piel de becerro y con sus iniciales doradas en el lomo. Al contrario de las otras estancias, que estaban a merced de los estropicios y los malos alientos del puerto, la biblioteca tuvo siempre el sigilo y el olor de una abadía.
Nacidos y criados bajo la superstición caribe de abrir puertas y ventanas para convocar una fresca que no existía en la realidad, el doctor Urbino y su esposa se sintieron al principio con el corazón oprimido por el encierro. Pero terminaron por convencerse de las bondades del método romano contra el calor, que consistía en mantener las casas cerradas en el sopor de agosto para que no se metiera el aire ardiente de la calle, y abrirlas por completo para los vientos de la noche. La suya fue desde entonces la más fresca en el sol bravo de La Manga, y era una dicha hacer la siesta en la penumbra de los dormitorios, y sentarse por la tarde en el pórtico a ver pasar los cargueros de Nueva Orleans, pesados y cenicientos, y los buques fluviales de rueda de madera con las luces encendidas al atardecer, que iban purificando con un reguero de músicas el muladar estancado de la bahía. Era también la mejor protegida de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte desbarataban los tejados, y se pasaban la noche dando vueltas como lobos hambrientos alrededor de la casa en busca de un resquicio para meterse. Nadie pensó nunca que el matrimonio afincado sobre aquellos cimientos pudiera tener algún motivo para no ser feliz.

En todo caso, el doctor Urbino no lo era aquella mañana, cuando volvió a su casa antes de las diez, trastornado por las dos visitas que no sólo le habían hecho perder la misa de Pentecostés, sino que amenazaban con volverlo distinto a una edad en que ya todo parecía consumado. Quería dormir una siesta de perro mientras llegaba la hora del almuerzo de gala del doctor Lácides Olivella, pero encontró la servidumbre alborotada, tratando de coger el loro que había volado hasta la rama más alta del palo de mango cuando lo sacaron de la jaula para cortarle las alas. Era un loro desplumado y maniático, que no hablaba cuando se lo pedían sino en las ocasiones menos pensadas, pero entonces lo hacía con una claridad y un uso de razón que no eran muy comunes en los seres humanos. Había sido amaestrado por el doctor Urbino en persona, y eso le había valido privilegios que nadie tuvo nunca en la familia, ni siquiera los hijos cuando eran niños.

Estaba en la casa desde hacía más de veinte años, y nadie supo cuántos había vivido antes. Todas las tardes después de la siesta, el doctor Urbino se sentaba con él en la terraza del patio, que era el lugar más fresco de la casa, y había apelado a los recursos más arduos de su pasión pedagógica, hasta que el loro aprendió a hablar el francés como un académico. Después, por puro vicio de la virtud, le enseñó el acompañamiento de la misa en latín y algunos trozos escogidos del Evangelio según San Mateo, y trató sin fortuna de inculcarle una noción mecánica de las cuatro operaciones aritméticas. En uno de sus últimos viajes a Europa trajo el primer fonógrafo de bocina con muchos discos de moda y de sus compositores clásicos favoritos. Día tras día, una vez y otra vez durante varios meses, le hacía oír al loro las canciones de Yvette Gilbert y Aristide Bruan, que habían hecho las delicias de Francia en el siglo pasado, hasta que las aprendió de memoria. Las cantaba con voz de mujer, si eran las de ella, y con voz de tenor, si eran de él, y terminaba con unas carcajadas libertinas que eran el espejo magistral de las que soltaban las sirvientas cuando lo oían cantar en francés. La fama de sus gracias había llegado tan lejos, que a veces pedían permiso para verlo algunos visitantes distinguidos que venían del interior en los buques fluviales, y en una ocasión trataron de comprarlo a cualquier precio unos turistas ingleses de los muchos que pasaban por aquella época en los barcos bananeros de Nueva Orleans. Sin embargo, el día de su gloria mayor fue cuando el Presidente de la República, don Marco Fidel Suárez, con los ministros de su gabinete en pleno, vinieron a la casa a comprobar la verdad de su fama. Llegaron como a las tres de la tarde, sofocados por las chisteras y las levitas de paño que no se habían quitado en tres días de visita oficial bajo el cielo incandescente de agosto, y tuvieron que irse tan intrigados como vinieron, porque el loro se negó a decir ni este pico es mío durante dos horas de desesperación, a pesar de las súplicas y las amenazas y la vergüenza pública del doctor Urbino, que se había empecinado en aquella invitación temeraria contra las advertencias sabias de su esposa.

El hecho de que el loro hubiera mantenido sus privilegios después de ese desplante histórico había sido la prueba final de su fuero sagrado. Ningún otro animal estaba permitido en la casa, salvo la tortuga de tierra, que había vuelto a aparecer en la cocina después de tres o cuatro años en que se la creyó perdida para siempre. Pero ésta no se tenía como un ser vivo, sino más bien como un amuleto mineral para la buena suerte, del que nunca se sabía a ciencia cierta por dónde andaba. El doctor Urbino se resistía a admitir que odiaba a los animales, y lo disimulaba con toda clase de fábulas científicas y pretextos filosóficos que convencían a muchos, pero no a su esposa. Decía que quienes los amaban en exceso eran capaces de las peores crueldades con los seres humanos. Decía que los perros no eran fieles sino serviles, que los gatos eran oportunistas y traidores, que los pavorreales eran heraldos de muerte, que las guacamayas no eran más que estorbos ornamentales, que los conejos fomentaban la codicia, que los micos contagiaban la fiebre de la lujuria, y que los gallos estaban malditos porque se habían prestado para que a Cristo lo negaran tres veces.

En cambio Fermina Daza, su esposa, que entonces tenía setenta y dos años y había perdido ya la andadura de venada de otros tiempos, era una idólatra irracional de las flores ecuatoriales y los animales domésticos, y al principio del matrimonio se había aprovechado de la novedad del amor para tener en la casa muchos más de los que aconsejaba el buen juicio. Los primeros fueron tres dálmatas con nombres de emperadores romanos que se despedazaron entre sí por los favores de una hembra que hizo honor a su nombre de Mesalina, pues más demoraba en parir nueve cachorros que en concebir otros diez. Después fueron los gatos abisinios con perfil de águila y modales faraónicos, los siameses bizcos, los persas palaciegos de ojos anaranjados, que se paseaban por las alcobas como sombras fantasmales y alborotaban las noches con los alaridos de sus aquelarres de amor. Durante algunos años, encadenado por la cintura en el mango del patio, hubo un mico amazónico que suscitaba una cierta compasión porque tenía el semblante atribulado del arzobispo Obdulio y Rey, y el mismo candor de sus ojos y la elocuencia de sus manos, pero no fue por eso que Fermina Daza se deshizo de él, sino por su mala costumbre de complacerse en honor de las señoras.

Había toda clase de pájaros de Guatemala en las jaulas de los corredores, y alcaravanes premonitorios y garzas de ciénaga de largas patas amarillas, y un ciervo juvenil que se asomaba por las ventanas por comerse los anturios de los floreros. Poco antes de la última guerra civil, cuando se habló por primera vez de una posible visita del Papa, habían traído de Guatemala un ave del paraíso que más tardó en venir que en volver a su tierra, cuando se supo que el anuncio del viaje pontificio había sido un infundio del gobierno para asustar a los liberales confabulados. Otra vez compraron en los veleros de los contrabandistas de Curazao una jaula de alambre con seis cuervos perfumados, iguales a los que Fermina Daza había tenido de niña en la casa paterna, y que quería seguir teniendo de casada. Pero nadie pudo soportar los aleteos continuos que saturaban la casa con sus efluvios de coronas de muertos. También llevaron una anaconda de cuatro metros, cuyos suspiros de cazadora insomne perturbaban la oscuridad de los dormitorios, aunque lograron con ella lo que querían, que era espantar con su aliento mortal a los murciélagos y las salamandras, y a las numerosas especies de insectos dañinos que invadían la casa en los meses de lluvia. Al doctor Juvenal Urbino, tan solicitado entonces por sus obligaciones profesionales, y tan absorto en sus promociones cívicas y culturales, le bastaba con suponer que, en medio de tantas criaturas abominables, su mujer no era sólo la más hermosa en el ámbito del Caribe, sino también la más feliz. Pero una tarde de lluvias, al término de una jornada agotadora, encontró en la casa un desastre que lo puso en la realidad. Desde la sala de visitas hasta donde alcanzaba la vista, había un reguero de animales muertos flotando en una ciénaga de sangre. Las sirvientas, trepadas en las sillas sin saber qué hacer, no acababan de reponerse del pánico de la matanza.

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