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El Hombre de la Máscara de Hierro 23

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 03:22:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

23

CÓMO SE RESPETA LA CONSIGNA EN LA BASTILLA

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Fouquet, mientras su carroza lo llevaba como en alas del huracán, se estremecía de horror al pensar en lo que acababa de saber.
––¿Qué hacían, en su juventud esos hombres prodigiosos, ––decía entre sí el superintendente, ––si en la edad madura todavía tienen fibra para idear tales empresas y ejecutarlas sin pestañear?
A veces, Fouquet se preguntaba si cuanto le contó Herblay no era un sueño, y si al llegar él a la Bastilla no iba a encontrar una orden de arresto que le enviase adonde el rey destronado.
En esta previsión, el superintendente dio algunas órdenes selladas por el camino, mientras enganchaban los caballos, y las dirigió a D'Artagnan y a todos los jefes de cuerpo cuya fidelidad no podía ser sospechosa.
––De esta manera, ––dijo entre sí Fouquet, ––preso o no, habré servido cual debo la causa del honor. Como las órdenes no llegarán a su destino antes que yo, si vuelvo libre, no las habrán abierto, y las recobraré. Si tardo, será señal de que me habrá ocurrido alguna desgracia, y entonces nos llegará socorro a mí y al rey.
Así preparado, el superintendente llegó a la puerta de la Bastilla después de haber recorrido cinco leguas y media en una hora.
A Fouquet le sucedió completamente lo contrario que a Aramis. Por más que se nombró, por más que se dio a conocer, no consiguió que le permitiesen la entrada en la fortaleza. A fuerza de instar, amenazar y ordenar, logró que un centinela avisara a un sargento para que éste a su vez advirtiera al mayor.
Fouquet tascaba el freno en su carroza, a la puerta de la Bastilla, y aguardaba la vuelta del sargento, que por fin reapareció con cara avinagrada.
––¿Qué ha dicho el mayor? ––preguntó Fouquet con impaciencia.
––El mayor se ha echado a reír, ––contestó el soldado, ––y me ha dicho que el señor Fouquet está en Vaux, y que aun cuando estuviese en París, no se levantaría tan temprano.
––¡Voto a tal! sois un hato de pillos, ––exclamó el superintendente lanzándose fuera de la carroza.
Y antes de que el sargento hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta, Fouquet se coló por la abertura y siguió adelante a pesar de las voces de auxilio que profería aquél.
Fouquet iba ganando terreno, sin hacer caso de los gritos del sargento, que al fin le alcanzó y dijo al centinela de la segunda puerta:
––¡Cerradle el paso!
El centinela cruzó la pica ante el ministro; pero éste, que era robusto y ágil, y, además, estaba exasperado, arrancó de las manos del soldado la pica y con ella le santiguó de firme las espaldas, sin olvidar las del sargento, que se acercaba en demasía. Los apaleados pusieron el grito en el cielo, y a sus voces salió todo el cuerpo de guardia de la avanzada, entre cuyos individuos hubo uno que conoció a Fouquet y que, al verlo, exclamó:
––¡Monseñor!... ¡monseñor!... ¡Amigos! ¡deteneos! Efectivamente, el que de tal suerte acababa de expresarse detuvo a los guardias, que se disponían a vengar a sus compañeros.
Fouquet ordenó que abriesen la reja; pero le objetaron que la consigna lo prohibía. Entonces mandó que avisaran al gobernador; pero éste, ya informado de lo que sucedía, se adelantaba apresuradamente blandiendo la espada a la cabeza de veinte soldados y seguido del mayor, en la persuasión de que atacaban la Bastilla.
Baisemeaux, al conocer a Fouquet, dejó caer la espada, y con tartamuda lengua dijo:
––¡Ah! monseñor, perdonad...
––Os felicito, caballero, ––repuso Fouquet, sofocado; ––el servicio de la fortaleza se hace a las mil maravillas.
Baisemeaux se dio a entender que las palabras del ministro encerraban una ironía presagio de arrebatada cólera, y palideció; pero muy lejos de esto, Fouquet, dijo:
––Señor de Baisemeaux, necesito hablar con vos en particular.
Fouquet siguió al gobernador a su despacho en medio de un murmullo de satisfacción general.
Baisemeaux temblaba de vergüenza y de temor. Pero fue peor todavía cuando Fouquet le preguntó con voz lacónica y mirada de imperio:
––¿Habéis visto al señor de Herblay esta noche?
––Sí, monseñor.
––¿Y no os llena de horror el crimen de que os habéis hecho cómplice?
––No hay remedio para mí, ––dijo para sus adentros el gobernador. Y con voz alta añadió: ––¿Qué crimen, monseñor?
––Señor Baisemeaux, ved cómo obráis, pues en lo que habéis hecho hay bastante para haceros descuartizar vivo. Conducidme inmediatamente adonde está el preso.
––¿Qué preso? ––preguntó el gobernador temblando de los pies a la cabeza.
––¡Ah! ¿fingís no comprenderme? Bueno; bien mirado es lo mejor que podéis hacer, porque, de confesar vos vuestra complicidad, no habría remedio para vos. Quiero, pues, simular que doy fe a vuestra ignorancia.
––Por favor, monseñor...
––Está bien. Conducidme al calabozo del preso.
––¿Al calabozo de Marchiali?
––¿Quién es Marchiali?
––El preso que ha traído el señor de Herblay esta noche.
––¿Le llaman Marchiali? ––preguntó el superintendente, turbado en sus convicciones por la ingenua seguridad de Baisemeaux.
––Sí, monseñor, bajo tal nombre está inscripto en el registro de la Bastilla.
Fouquet sondeó con la mirada el corazón de Baisemeaux, y con la claridad que da el hábito del poder, vio en él la sinceridad más absoluta.
––¿Ese Marchiali es el preso que el señor de Herblay se llevó anteayer?
––Sí, monseñor.
––¿Y le ha traído nuevamente esta noche? ––añadió con viveza el superintendente, que al punto comprendió el mecanismo del plan de Aramis.
––Sí, monseñor.
––¿Y se llama Marchiali?
––Esto es. Si monseñor viene para llevárselo, mejor; porque iba a escribir otra vez respecto de él.
––¿Qué ha hecho?
––Desde esta noche está insufrible; le dan tales arrebatos, que no parece sino que la Bastilla se viene al suelo.
––Pues bien ––dijo Fouquet, ––voy a desembarazaros de él.
––Que me place, monseñor.
––Conducidme a su calabozo.
––Monseñor me hará la merced de entregarme la orden...
––¿Qué orden?
––Una orden del rey.
––Voy a firmaros una.
––No basta, monseñor; necesito la orden del rey.
––¡Ah! ––exclamó Fouquet irritándose otra vez, ––ya que os mostráis tan escrupuloso en soltar a los presos, mostradme la orden mediante la cual libertasteis a Marchiali.
Baisemeaux mostró la orden concerniente a la libertad de Seldón.
––Seldón no es Marchiali ––objetó Fouquet.
––Pero marchiali no está libre, monseñor, sino en su calabozo.
––¿No me habéis dicho que el señor de herblay se lo llevó y lo ha devuelto?
––No he dicho esto, monseñor.
––¿Que no lo habéis dicho? todavía me parece estar oyéndolo.
––Ha sido un lapsus.
––¡Señor de Baisemeaux, cuidado!
––Como estoy en regla, nada tengo que temer, monseñor.
––¿Y os atrevéis a decir eso?
––Lo diré ante un apóstol. El señor de Herblay me ha traído la orden de libertad a Seldón, y Seldón está libre.
––Os digo que Marchiali ha salido de la Bastilla.
––Que me lo prueben, monseñor.
––Dejadme que lo vea.
––Monseñor, vos que ejercéis un mando tan alto en este reino, sabéis que nadie puede ver a los presos sin una orden del rey.
––Bien ha entrado el señor de Herblay.
––Que me lo prueben, monseñor ––repitió Baisemeaux.
––El señor de Herblay ha perdido todo su poder.
––¡Quién! ¿el señor de Herblay? es imposible.
––Ya veis que ha influido en vos.
––Lo que me influye, monseñor, es el servicio del rey. Al pediros una orden de él, cumplo con mi deber. Entregádmela y entraréis.
––Os doy mi palabra de que si me dejáis entrar en el calabozo del preso os entregaré inmediatamente la orden que me exigís.
––Dádmela sin dilación, monseñor.
––Como también os la doy de que os hago arrestar junto con vuestros oficiales si no consentís en lo que os pido.
––Antes de cometer semejante acto de violencia, reflexionaréis, monseñor ––dijo Baisemeaux más blanco que la cera, –– que sólo obedeceremos a una orden del rey, y que tan poco os costará obtener una para ver a Marchiali, como para conseguir otra tan en mi perjuicio, siendo como soy, inocente.
––Es verdad ––repuso Fouquet poseído de furor. Y con voz sonora y atrayendo a sí al desventurado gobernador, añadió: ––¿Sabéis por qué quiero con tanto ardor hablar con el preso?
––No, monseñor, y dignaos notar en el espanto que me infundís y que va a dar conmigo en tierra.
––Mas daréis con vos en tierra cuando dentro de poco me veáis volver al frente de diez mil hombres y treinta cañones.
––¡Válgame Dios! ¡monseñor se vuelve loco!
––Cuando amotine contra vos y vuestras malditas torres al pueblo de París, y fuerce vuestras puertas, y os haga colgar de las almenas de la torre de Coin.
––¡Monseñor! ¡Monseñor!...
––Os concedo diez minutos para que os decidáis ––añadió Fouquet con voz sosegada, ––espero aquí, sentado en este sillón. Si dentro de diez minutos persistís, salgo, y me tengáis o no por loco, veréis lo que pasa.
Baisemeaux dio en el suelo una patada de desesperación, pero no replicó.
Al ver esto, Fouquet tomó una pluma y escribió lo siguiente:

––“Reúna el preboste de los mercaderes la guardia cívica, y con ella y para el servicio del rey, ataque la Bastilla”.

Baisemeaux encogió los hombros. Fouquet escribió:

“El señor duque de Bouillón y el señor príncipe de Condé se pondrán a la cabeza de los suizos y de los guardias, y para el servicio de Su Majestad marcharán sobre la Bastilla”.

Baisemeaux reflexionó. Fouquet continuó en su tarea y extendió esta orden:

“Se ordena a todo soldado, ciudadano o noble, que tomen doquiera los encuentren, al caballero Herblay, obispo de Vannes, y a sus cómplices, que son el señor Baisemeaux, gobernador de la Bastilla, sospechoso de los crímenes de traición, rebelión y lesa majestad...”

––Deteneos, monseñor ––exclamó Baisemeaux. ––Si entiendo lo que pasa, que me emplumen; pero como tantos males, aunque desencadenados por la locura, pueden sobrevenir dentro de dos horas, júzgueme el rey y vea si he obrado mal al romper la consigna en presencia de tantas y tan eminentes catástrofes. Vamos a la torre, monseñor; veréis a Marchiali.
Fouquet se lanzó fuera del despacho. Baisemeaux le siguió, limpiándose el frío sudor que le inundaba la frente.
––¡Qué horrorosa mañana! ––iba diciendo Baisemeaux; ––¡qué desgracia!
––¡Aprisa! ¡aprisa! ––dijo con voz áspera el superintendente, advirtiendo lo que pasaba en el ánimo del gobernador. ––Quédese aquí este hombre, y tomad vos mismo las llaves y mostradme el camino. Nadie ¿oís? absolutamente nadie debe enterarse de lo que va a pasar.
––¡Ah! ––repuso Baisemeaux indeciso.
––¡Otra vez! ––prorrumpió Fouquet. ––Decid inmediatamente sí o no, y salgo de la Bastilla para llevar yo mismo las órdenes a su destino.
Baisemeaux tomó las llaves y subió solo con el ministro la escalera de la torre.
Según iban ascendiendo por aquella espiral, los murmullos ahogados se convertían en gritos claros y en espantosas imprecaciones.
––¿Quién grita? ––preguntó Fouquet.
––Marchiali. Así aúllan los locos ––respondió el gobernador dirigiendo una mirada más henchida de alusiones ofensivas que de respeto al superintendente.
Este se estremeció, pues en un grito todavía más terrible que los anteriores acababa de conocer la voz del rey.
Fouquet se detuvo en el descenso de la escalera, y tomó el manojo de llaves de manos de Baisemeaux, que, figurándose que el nuevo loco iba a estrellarse el cráneo con una de ellas, exclamó:
––¡Ah! el señor de Herblay no me ha hablado de eso.
––¡Vengan las llaves! ––prorrumpió Fouquet arrancándoselas. ––¿Dónde está la puerta que quiero abrir?
––Es ésta.
Un grito horrendo seguido de un terrible trancazo contra la puerta, despertó los ecos de la escalera.
––¡Retirarós! ––dijo con voz amenazante Fouquet a Baisemeaux.
––Con mil amores ––murmuró el gobernador.
––¡Retiraros! ––repitió Fouquet, ––y si antes que os llame sentáis la planta en esta escalera, yo os aseguro que vais a ocupar el sitio del preso más infeliz de la Bastilla.
––De esta no escapo ––masculló el gobernador retirándose con paso vacilante.
Los gritos del preso resonaban cada vez con más fuerza.
Fouquet, en cuanto se hubo cerciorado de que Baisemeaux había llegado al pie de la escalera, introdujo la llave en la primera cerradura.
––¡Socorro! ¡soy el rey! ¡socorro! ––gritó entonces Luis XIV con acento de rabia.
Como la llave de la segunda puerta no era la misma que la de la primera, Fouquet se vio obligado a probar algunas de las del manojo, mientras el rey, enardecido, loco, furioso, gritaba con todas sus fuerzas:
––¡El señor Fouquet es quien me ha hecho traer aquí! ¡socorro contra el señor Fouquet! ¡soy el rey! ¡favor al rey contra el señor Fouquet!
Estas vociferaciones partían del corazón del ministro, e iban seguidas de golpes espantosos descargados contra la puerta con la silla, de la que Luis se servía como de un ariete.
Fouquet dio por fin con la llave.
El rey, ya no articulaba, sino rugía, aullaba estas palabras:
––¡Muera Fouquet! ¡muera el asesino Fouquet!
Entonces se abrió la puerta.

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