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El Hombre de la Máscara de Hierro 44

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:20:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

44

LA GRUTA DE LOCMARIA

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El subterráneo de Locmaria estaba bastante lejos del muelle para que los dos amigos tuviesen necesidad de economizar sus fuerzas antes de llegar a él. Por otra parte, había sonado ya la media noche en el reloj del fuerte, y Aramis y Porthos iban cargados de dinero y de armas. Caminaban, pues, nuestros dos fugitivos por el arenal que separaba del subterráneo el muelle, oído atento y procurando evitar todas las emboscadas. De cuando en cuando y por el camino que deliberadamente dejaban a su izquierda, pasaban habitantes procedentes del interior, a quienes hizo huir la nueva del desembarco de los realistas. Al fin y tras una rápida carrera, frecuentemente interrumpida por prudentes paradas, los dos amigos penetraron a la profunda gruta de Locmaria, y a la que el previsor obispo de Vannes hizo llevar, sobre cilindros, una barca capaz de afrontar las olas en aquella hermosa estación.
––Mi buen amigo, ––dijo Porthos después de haber respirado estrepitosamente, ––por lo que se ve ya hemos llegado; pero si mal no me acuerdo, me hablasteis de tres hombres, que debían acompañaros. ¿Dónde están que nos los veo?
––Indudablemente nos aguardan en la caverna, donde de fijo descansan del penoso trabajo que han hecho. ––Y al ver que Porthos iba a entrar en el subterráneo, le detuvo, y añadió: –– Dejad que pase yo delante, mi buen amigo. Como sólo conozco yo la señal que he dado a los nuestros, os recibirían a tiros u os lanzarán sus cuchillos en la oscuridad.
––Pasad, amigo Aramis, sois todo sabiduría y prudencia. ¡Perdiez, pues no me flaquean otra vez las piernas!
Aramis dejó sentado a Porthos en la entrada de la gruta, y encorvado se internó en ella y lanzó un grito imitando al del mochuelo, al que contestó un arrullo plañidero y apenas perceptible, que invitó a Herblay a continuar su marcha prudente, hasta que le detuvo un grito igual al que él lanzó al entrar, y que resonó a diez pasos de él.
––¿Sois vos, Ibo? ––preguntó el obispo.
––Sí, monseñor, y también Goennec con su hijo.
––Bueno. ¿Está todo preparado?
––Sí, monseñor.
––Llegaos los tres a la entrada de la gruta, mi buen Ibo, donde está descansando el señor de Pierrefonds.
Los tres bretones obedecieron; Porthos, rehecho, entraba ya, y sus fuertes pisadas resonaban en medio de las cavidades formadas y sostenidas por las columnas de sílice y de granito.
En cuanto se unió el señor de Bracieux con el obispo, los bretones encendieron una linterna de que se proveyeron.
––Veamos la barca, ––dijo Aramis, ––y cerciorémonos de lo que encierra.
––No acerquéis mucho la luz, monseñor, ––dijo el patrón Ibo, ––pues según me habéis recomendado, he metido, bajo el banco de popa, el barril de pólvora y las cargas de mosquete, que desde el fuerte me habíais enviado.
––Está bien, ––repuso Herblay. Y tomando la linterna, inspeccionó minuciosamente la barca, con todas las precauciones del hombre ni tímido ni ignorante ante el peligro.
La barca era larga, ligera, de poco calado, de quilla estrecha, bien construida, como tienen fama de construirlas en Belle-Isle, de bordas un poco altas, resistente en el agua, muy manejable, y provista de tablas para formar con ellas en tiempo inseguro como una cubierta por la que se deslizan las olas y protege a los remeros.
En dos cofres bien cerrados y colocados bajo los bancos de popa y proa, Aramis encontró pan, bizcocho, fruta seca, tocino, y una buena provisión de agua potable en dos odres; lo cual era suficiente para quienes debían navegar siempre por la costa y podían refrescar sus vituallas en caso apremiante. Además, en la barca había ocho mosquetes y otras tantas pistolas de caballería, cargados todos y en buen estado; remos y una pequeña vela llamada de trinquete, que ayuda a los remeros, es útil al soplar la brisa y no carga la embarcación.
Una vez lo hubo inspeccionado todo, dijo Aramis a Porthos:
––Falta saber si debemos hacer salir la barca por el extremo desconocido de la gruta, siguiendo la pendiente y la oscuridad del subterráneo, o si es mejor hacerla resbalar sobre rodillos al raso; al través de los zarzales, allanando el camino de la costa, no más alta de veinte pies, y que en la alta marea ofrece tres o cuatro brazas de agua sobre un buen fondo.
––Eso es lo menos, monseñor, ––repuso el patrón Ibo con el mayor respeto. ––Pero creo que por la pendiente del subterráneo y en medio de la oscuridad en que nos veremos obligados a maniobrar nuestra embarcación, el camino no será tan cómodo como el aire libre. Yo conozco la costa y puedo deciros que es rasa; el interior de la gruta, al contrario, es escabroso, sin contar que al extremo de ella vamos a dar con la salida que conduce al mar y por la cual tal vez no pase la barca.
––Ya he echado mis cálculos, ––dijo el obispo, ––y estoy seguro de que pasará.
––Bien, monseñor, ––insistió el patrón; ––pero vuestra grandeza sabe muy bien que para hacer llegar la barca a la extremidad de la salida, es preciso quitar una piedra enorme, aquella por debajo de la cual se escurren siempre los zorros y que cierra la salida como una puerta.
––No importa, ––dijo Porthos, ––la quitaremos.
––Creo que el patrón tiene razón, ––repuso Aramis. ––Probemos al aire libre.
––Tanto más, monseñor ––continuó el marino, ––cuanto no podemos embarcarnos antes que amanezca; tal es el trabajo que falta hacer. Además, en cuanto claree, es menester que en la parte superior de la gruta se coloque un buen vigía para vigilar las maniobras de las chalanas y de los cruceros que nos acecharán. ––––Decís bien, Ibo, pasaremos por la costa.
Y los tres robustos bretones habían colocado ya sus rodillos bajo la barca e iban a hacerla deslizar, cuando en el campo y lejos resonaron ladridos que movieron a Aramis a salir de la gruta, y a Porthos a seguir a su amigo.
El alta teñía de púrpura y nácar mar y llanura; en medio de aquella vaga claridad veíanse los pequeños y melancólicos abetos retorcerse sobre las piedras, y largas bandadas de cuervos rasa ban con sus negras alas los sembrados de trigo. Sólo faltaba un cuarto de hora para el nuevo día, al que anunciaban con sus alegres gorjeos los pajarillos. Los ladridos que detuvieron en su tarea a los tres bretones e hicieron salir de la gruta a los dos amigos, se prolongaban en un profundo collado, casi a una legua del subterráneo.
––Es una jauría ––dijo Porthos; ––los perros están sobre un rastro.
––¿Qué es eso? ¿Quién caza a estas horas? ––repuso Herblay.
––Y sobre todo por este lado, donde temen la llegada de las tropas reales ––prosiguió Porthos. ––Pero... ¡Ibo! ¡Ibo Llegaos acá.
Ibo acudió dejando el cilindro que aun tenía en la mano e iba a colocar bajo la barca cuando la exclamación del obispo le interrumpió en su tarea.
––¿Qué caza es esa, patrón? ––preguntó Porthos.
––No sé, monseñor ––respondió Ibo. ––Lo único que puedo deciros es que a estas horas el señor de Locmaria no cazaría. Y, sin embargo los perros...
––A no ser que se hayan escapado de la perrera...
––No ––dijo Goennec. ––No son los perros del señor de Locmaria.
––Por prudencia volvámonos adentro ––repuso Aramis. ––Los ladridos se acercan, y dentro de poco vamos a saber a qué atenernos.
Todos se internaron nuevamente en la gruta; pero apenas se hubieron adelantado un centenar de pasos en la obscuridad, cuando resonó en la caverna un ruido semejante al ronco suspiro de una persona aterrorizada, y, jadeante, veloz, asustado, un zorro pasó como un rayo por delante de los fugitivos, saltó por encima de la barca y desapareció, dejando tras sí un vaho acre, que no se desvaneció hasta algunos momentos después bajo las chatas bóvedas del subterráneo.
––¡El zorro! ––exclamaron los bretones con la alegre sorpresa del cazador.
––¡Maldición.! ––prorrumpió el obispo. ––Han descubierto nuestro refugio.
––¡Qué! ––dijo Porthos. ––¿Un zorro nos asusta?
––¿Qué decís? ––replicó Herblay. ––¿En el zorro os fijáis? No se trata de él ¡vive Dios! ¿Acaso no sabíais que tras el zorro vienen los perros, y tras los perros los hombres?
Porthos bajó la cabeza.
Como para confirmar las palabras de Aramis, la ladradora jauría llegó con vertiginosa rapidez, y seis galgos corredores desembocaron en el pequeño arenal.
––¡He aquí a los perros ––dijo Aramis, al acecho tras una hendedura abierta entre dos peñas; ––ahora falta saber quiénes son los cazadores!
––Si es el señor de Locmaria ––repuso el patrón, ––dejará que los perros registren la gruta, y se irá a esperar al zorro al otro lado. ––No es el señor de Locmaria quien caza ––replicó Herblay, palideciendo a pesar suyo.
––¿Quién, pues? ––preguntó Porthos.
––Mirad.
––¡Los guardias! ––exclamó Porthos al ver, al través de la abertura y en lo alto del otero, a una docena de jinetes que aguijaban a sus caballos y excitaban a los perros.
––Sí, los guardias, amigo mío ––dijo Aramis.
––¿Los guardias del rey, monseñor? ––preguntaron los bretones palideciendo a su vez.
––Sí, y Biscarrat al frente de ellos montado en mi tordillo. Los perros entraron en la gruta, cuyas profundidades repitieron los asordadores ladridos de la jauría.
––¡Ah diantres! ––exclamó Aramis, recobrando su sangre fría ante el peligro. Ya sé que estamos perdidos. Pero todavía nos queda una probabilidad: si los guardias advierten que la gruta tiene una salida, no hay esperanza, porque al entrar aquí van a descubrir la barca y a descubrirnos a nosotros. Así, pues, ni los perros deben salir del subterráneo, ni los guardias entrar en él.
––Es verdad ––repuso Porthos.
––Los seis perros que han entrado ––continuó Aramis con la rápida precisión del mando, ––se pararán ante la gruesa piedra por debajo de la cual se ha escurrido el zorro, y allí deben morir.
Los bretones se lanzaron, cuchillo en mano, y poco después se oyó un lamentable concierto de gemidos y aullidos mortales, a los que siguió el silencio.
––Está bien ––dijo Aramis con frialdad.
––Ahora a los amos. Esperad que lleguen, escondernos y matar.
––¡Matar! ––repitió Porthos.
––Son diez y seis ––dijo Aramis, ––a lo menos por el pronto.
––Y bien armados ––añadió Porthos, sonriéndose.
––El asunto durará diez minutos ––dijo Herblay. ––Vamos.
Y con ademán resuelto empuñó un mosquete y se puso entre los dientes su cuchillo de monte. Luego añadió:
––Ibo. Goennec y su hijo nos pasarán los mosquetes. Haced fuego a quemarropa, Porthos. Antes de que los otros se hayan enterado, habremos derribado ocho, y luego mataremos a los demás a cuchilladas.
––¿Y el pobre Biscarrat también? ––preguntó Porthos.
––A Biscarrat primero que todo ––respondió Aramis y con la mayor frialdad. ––Nos conoce.

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