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El Hombre de la Máscara de Hierro 26

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 03:42:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

26

EN EL QUE PORTHOS CREE QUE CORRE TRAS UN DUCADO

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Aramis y Porthos aprovecharon el tiempo que les concedió Fouquet.

Porthos no comprendía para qué género de comisión le obligaban a desplegar tal velocidad; pero al ver que Aramis arreaba a su cabalgadura, él no le iba a la zaga. Así pronto se encontraron a doce leguas de Vaux, luego hubo necesidad de cambiar de caballos y organizar un servicio de postas.
Allí fue donde Porthos se aventuró a interrogar discretamente a Aramis.
––¡Chitón! ––replicó Herblay; ––contentaos con saber que nuestra fortuna depende de nuestra rapidez.
Como si Porthos hubiera sido todavía el mosquetero sin blanca de 1926, siguió adelante, movido por la mágica palabra “fortuna”. ––Van a hacerme duque ––dijo en alta voz y hablando consigo mismo.
––Puede que sí ––replicó Aramis sonriéndose a su modo. Aramis tenía la cabeza hecha un volcán, la actividad de su cuerpo no había conseguido sobreponerse a la de su espíritu. en el camino real, y libre de entregarse a lo menos a las impresiones del momento, Herblay vomitaba una blasfemia a cada tropiezo de su cabalgadura y a cada desigualdad del terreno. Pálido y cubierto de hirviente sudor, clavaba despiadadamente las espuelas en los ijares de su montura.
Así crrieron por espacio de ocho largas horas los fugitivos, hasta que llegaron a Orleans.
Eran las cuatro de la tarde, y Aramis, al interrogar sus recuerdos, dio por cierto que toda persecución era imposible. Admitiendo la persecución, que, por otra parte, no era manifiesta, los fugitivos tenían una ventaja de cinco horas sobre sus perseguidores.
Para Herblay, no habría sido imprudente descansar, pero seguir adelante era asegurar la partida.
Dio, pues, a Porthos el disgusto de montar nuevamente a caballo, y ambos devoraron el espacio hasta las siete de la tarde, hora en que se apearon en una venta.
No les faltaba más que una posta para llegar a Blois; pero un contratiempo diabólico vino a sembrar la alarma en el corazón de Aramis. En aquella posta no había caballos.
El prelado se preguntó por qué infernal maquinación sus enemigos habían conseguido quitarle el medio de ir más alá, a él que no tenía por Dios al acaso y veía en todo resultado una causa. Pero en el instante en que iba a dar rienda a su enojo para obtener una explicación o un caballo, se le ocurrió una idea: se acordó de que el conde de La Fere vivía en las cercanías.
––No viajo ni hago posta entera ––dijo Herblay al maestro de postas. ––Dadme, pues, dos caballos para ir a visitar a un señor amigo mío que mora no lejos de aquí.
––¿Qué señor? ––preguntó el maestro de postas.
––El señor conde de La Fere.
––¡Ah! ––repuso el maestro descubriéndose con respeto, ––no puedo proporcionaros dos caballos, pues todos los tiene acaparados el señor duque de Beaufort.
––¿El señor duque de Beaufort? ––repuso Aramis con disgusto.
––Con todo ––continuó el maestro de postas, ––si os place serviros de un carretón, haré enganchar a él un caballo ciego al que sólo le quedan los remos, y así podréis llegar a casa del señor conde de La Fere.
––Esto vale un Luis ––repuso Herblay.
––No, señor, sino un escudo.
––Os daré un escudo, pero eso no menoscaba para nada mi derecho a daros un luis por vuestra buena ocurrencia.
––Está caro ––repuso leno de alegría el maestro de postas.
El maestro de postas encargó a uno de sus mozos de cuadra que condujera los forasteros a La Fere.
Prthos se sentó en la carreta, junto a Aramis, y dijo al oído de éste:
––Comprendo.
––¡Ah! ––replicó Aramis: ––¿y qué comprendéis, mi buen amigo?
––Vamos de parte del rey a hacer una proposición de grande importancia a Athos.
––¡Psé!
––No me digáis nada ––añadió Porthos procurando hacer contrapeso para evitar los tumbos de la carreta, ––no me digáis nada; adivinaré.
––Eso es, adivinad.
A las nueve de la noche y a la claridad de una luna despejada, Porthos y Aramis llegaron a casa de Athos.
Porthos y su compañero se apearon a la puerta del pequeño castillo, que es donde vamos a encontrar de nuevo a Athos y a Bragelonne, desaparecidos ambos después del descubrimiento de la infidelidad de Luisa.
Si hay una máxima verdadera, es la que reza que los grandes dolores encierran en sí el germen de su consuelo. En efecto, la dolorosa herida abierta en el corazón de Raúl, acercó a él a su padre y Dios sabe si eran dulces los consuelos que manaban de los elocuentes labios y del alma generosa de Athos. Sin embargo, no siempre Raúl comprendía a su padre; y es que para el corazón verdaderamente enamorado, nada reemplaza el recuerdo y el pensamiento del objeto amado. Entonces decía Raúl a su padre:
––Señor, cuanto me decís es cierto: creo firmemente que no hay quien haya sentido más quebrantado el corazón que vos; pero vos sois demasiado grande por lo que atañe a la inteligencia, y excesivamente probado por la desventura, para no ser indulgente con la debilidad del soldado que padece por la primera vez. Pago un tributo que no volveré a pagar; por lo tanto, toleradme que me abisme cuando pueda en el dolor, que sumergido en él me olvide de mí mismo y se anegue mi corazón.
––¡Raúl! ¡Raúl!
––Escuchad, señor; nunca me acostumbraré a la idea de que Luisa, la más casta y candorosa de las mujeres pueda haber engañado de manera tan vil a un hombre tan honrado y tan amante como yo; nunca acertaré a resolverme a ver aquel rostro apacible y angelical convertido en cara hipócrita y lasciva. ¡Luisa perdida! ¡Luisa infame! ¡Ah!, señor, esto es para mí más doloroso que mi desventura, que su abandono.
Athos entonces echaba mano del remedio heroico; defendía a Luisa contra Raúl, y justificaba su perfidia con su amor.
––Una mujer que hubiera cedido al rey por el mero hecho de ser rey ––decía Athos, ––merecería el calificativo de infame; pero Luisa ama a Luis. Jóvenes ambos, han olvidado, el su alcurnia, ela sus juramentos. El amor todo lo absuelve, Raúl. El rey y Luisa se aman sinceramente.
Dada aquella puñalada, Athos, suspirando, miraba a su hijo como al dolor de la tremenda herida huía a lo más cerrado del bosque o se refugiaba en su cuarto del que una hora después salía, pálido y trémulo, para acercarse nuevamente y sonriéndose a athos, a quien besaba la mano como el perro que acaba de ser castigado acaricia a su amo para rescatar su falta. Raúl sólo daba oídos a su debilidad, y no confesaba más que su dolor.
Así pasaron los días que siguieron a la escena durante la cual Athos había agitado de manera tan violenta el indómito orgullo del monarca; escena sobre la cual el conde de La Fere no dijo nunca una palabra a Raúl, por más que a éste le habría tal vez servido de consuelo la humillación por la que pasó su rival. Y es que Athos no quería que el amante ofendido olvidara el respeto debido al rey.
Y cuando Bragelonne, enardecido, arrebatado, sombrío, hablaba con menosprecio de la palabra real, de la fe equívoca que algunos insensatos buscaban en las personas emanadas del trono; cuando Raúl predecía los tiempos en que los reyes serían más pequeños que los hombres. Athos le decía con su voz serena y persuasiva:
Tenéis razón, hijo mío; sucederá como decís: los reyes perderán su prestigio, como pierden su claridad las estrellas que han llegado al límite que Dios les señalara. Pero antes que llegue tal momento, ya estaremos muertos nosotros, Raúl; y no olvidéis lo que voy a deciros: en este mundo fuerza es que todos, hombres, mujeres y reyes, vivamos en los presentes; sólo para Dios debemos vivir según lo venidero.
He aquí como conversaban Athos y Raúl, paseándose por la larga alameda de tilos del parque, cuando resonó la campanilla que servía para avisar al conde la hora de la comida o una visita. Maquinalmente y sin dar importancia el sonido que acababa de vibrar, el conde y su hijo dieron media vuelta, y al llegar al extremo de la alameda se encontraron en presencia de Porthos y de Herblay.

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