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El Hombre de la Máscara de Hierro 13

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:49:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

13

EL VINO DE MELÚN

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En efecto, el rey había entrado en Melún pero sin más propósito que el de atravesar la ciudad, tal era la sed de placeres que le àguijaba. Durante el viaje, sólo había visto dos veces a La Valiére, y adivinando que no podría hablar con ella sino de noche y en los jardines, después de la ceremonia, no veía la hora de llegar a Vaux. Pero Luis XIV echaba la cuenta sin la huéspeda, queremos decir sin D'Artagnan y sin Colbert.
Semejante a Calipso, que no podía consolarse de la partida de Ulises, el capitán de mosqueteros no podía consolarse de no haber adivinado por qué Aramis era el director de las fiestas.
––Como quiera que sea ––decía entre sí aquel hombre flexible en medio de su lógica, ––cuando mi amigo el obispo de Vannnes ha hecho eso para algo será.
Pero en vano se devanaba los sesos.
D'Artagnan, que estaba tan curtido en las intrigas cortesanas, y conocía la situación de Fouquet más que Fouquet mismo, concibió las más raras sospechas al tener noticia de aquella fiesta que habría arruinado a un hombre rico, y que para un hombre arruinado era una empresa descabellada y de realización imposible. Además, la presencia de Aramis, de regreso de Belle-Isle y nombrado director de las fiestas por Fouquet, su asidua intervención en todos los asuntos del superintendente, y sus visitas a Baisemeaux, eran para D'Artagnan puntos demasiado obscuros para que no le preocupasen hacía ya algunas semanas.
––Con hombres del temple de Aramis ––decía entre sí el gascón, ––uno no es el más fuerte sino espada en mano. Mientras Aramis fue inclinado al la guerra, hubo esperanzas de sobrepu jarle; pero desde el punto y ahora en que se echó una estola sobre la coraza no hay remedio para nosotros. Pero ¿qué se propone Aramis?... ¿qué me importa, si sólo quiere derribar a Colbert?... Porque ¿qué más puede querer?
El mosquetero se rascaba la frente, tierra fértil de la que el arado de sus uñas había sacado tantas ideas fecundas, y resolvió hablar con Colbert; pero la amistad y el juramento que lo ligaban a Aramis le hicieron retroceder, sin contar que él, por su lado odiaba también al intendente. Luego se le ocurrió hablar sin ambages con el rey; pero el rey se quedaría a obscuras respecto de sus sospechas, que ni siquiera tenían la realidad de la conjetura. Por último, decidió dirigirse directamente a Aramis tan pronto volviese a verlo.
––Lo tomaré de sorpresa ––dijo para sí el mosquetero; ––le hablaré al corazón, y me dirá... ¿Qué? Algo, porque ¡vive Dios! que aquí hay misterio.
Ya más tranquilo, D'Artagnan hizo sus preparativos de viaje, y cuidó de que la casa militar del rey, muy poco nutrida aún, estuviese bien regida y organizada en sus pequeñas proporciones. De lo cual se siguió que Luis XIV, al llegar a la vista de Melún, se puso al frente de sus mosqueteros, de sus suizos y de un piquete de guardias francesas, que en conjunto formaban un reducido ejército que se llevaba tras sí las miradas de Colbert, que hubiera deseado aumentarlo en un tercio.
––¿Para qué? ––le preguntó el rey.
––Para honrar más al señor Fouquet ––respondió el intendente.
––Sí, para arruinarlo más aprisa ––dijo mentalmente el gascón.
El ejército llegó frente a Melún, cuyos notables entregaron al Luis XIV las llaves de la ciudad y le invitaron a entrar en las casas consitoriales para beber lo que en Francia llaman el vino de honor.
Luis XIV, que había hecho el propósito de no detenerse para llegar a Vaux, se sonrojó de despecho.
––¿Quién será el imbécil causante de ese retardo? ––murmuró el rey, mientras el presidente del municipio echaba la arenga de rúbrica.
––No soy yo ––replicó D'Artagnan; ––pero sospecho que es el señor Colbert.
––¿Qué se os ofrece, señor D'Artagnan? ––repuso el intendente al oír su nombre.
––Se me ofrece saber si sois vos quien ha dispuesto que convidasen al rey a beber vino de Brie.
––Sí, señor.
––Entonces es a vos a quien el rey ha aplicado un calificativo.
––¿Cuál?
––No lo recuerdo claramente... ¡Ah!... mentecato... no, majadero... no, imbécil, esto es, imbécil. De eso ha calificado Su Majestad al que ha dispuesto el vino de honor.
D'Artagnan, al ver que la ira había puesto tan sumamente feo al intendente, apretó todavía más las clavijas, mientras el orador seguía su arenga y el rey sonrojaba a ojos vistos.
––¡Voto a sanes! ––dijo flemáticamente el mosquetero, ––al rey va darle un derrame. ¿Quién diablos os ha sugerido semejante idea, señor Colbert? Como yo no soy hacendista no he visto más que un plan en vuestra idea.
––¿Cuál?
––El de hacer tragar un poco de bilis al señor Fouquet, que nos está aguardando con impaciencia en Vaux.
Lo dicho fue tan recio y certero, que Colbert quedó aturdido. Luego que hubo bebido el rey, el cortejo reanudó la marcha al través de la ciudad.
El rey se mordió los labios, pues la noche se venía encima, y con ella se le desvanecían las esperanzas de pasearse con La Valiére.
Por las muchas consignas, eran menester a lo menos cuatro horas para hacer entrar en Vaux la casa del rey; el cual ardía de impaciencia y apremiaba a las reinas para llegar antes de que cerrara la noche. Pero en el instante de ponerse nuevamente en marcha, surgieron las dificultades.
––¿Acaso el rey no duerme en Melún? ––dijo en voz baja Colbert a D'Artagnan.
Colbert estaba mal inspirado aquel día al dirigirse de aquella manera al mosquetero, que conociendo la impaciencia del soberano, no quería dejarle entrar en Vaux sino bien acompañado, es decir, con toda la escolta, lo cual, por otra parte, no podía menos de ocasionar retardos que irritarían todavía más al rey. ¿Cómo conciliar aquellas dos dificultades? D'Artagnan no halló otro expediente mejor que repetir al rey las palabras del intendente.
––Sire ––dijo el gascón, ––el señor Colbert pregunta si Vuestra Majestad duerme en Melún.
––¡Dormir en Melún! ¿Por qué? ––exclamó Luis XIV, ––¿A quién puede habérsele ocurrido esa sandez, cuando el señor Fouquet nos aguarda esta noche?
––Sire ––repuso Colbert con viveza, ––me ha movido el temor de que se retrasara Vuestra Majestad, que, según la etiqueta, no puede entrar en parte alguna, más que en sus palacios, antes que su aposentador haya señalado los alojamientos, y esté distribuida la guarnición.
D'Artagnan prestaba oído atento mientras se roía el bigote. Las reinas escuchaban también; y como estaban fatigadas, deseaban dormir, y sobre todo impedir que el monarca se pasara aquella noche con Saint-Aignán y las damas, pues si la etiqueta encerraba en sus habitaciones a la princesa, las damas podían pasearse terminando el servicio.
Según se ve, todos aquellos intereses contrapuestos iban levantando vapores que debían transformarse en nubes, como éstas en tempestad. El rey no podía morderse el bigote porque aun no lo tenía; pero roía el puño de su látigo. ¿Cómo salir del atolladero? D'Artagnan se sonreía y Colbert se daba tono. ¿Contra quién descargar la cólera?
––Que decida la reina ––repuso Luis XIV saludando a María Teresa y a su madre.
La deferencia del monarca llegó al corazón de la reina, que era buena y generosa, y que, al verse árbitra, contestó respetuosamente:
––Para mí será una gran satisfacción cumplir la voluntad del rey. ¿Cuánto tiempo se necesita para ir a Vaux? ––preguntó Ana de Austria vertiendo sílaba a sílaba sus palabras, y apretándose con la mano su dolorido pecho.
––Para las carrozas de Vuestras Majestades y por caminos cómodos, una hora ––dijo D'Artagnan. Y al ver que el rey le miraba, se apresuró a añadir: ––Y para el rey, quince minutos.
––Así llegaremos de día ––repuso Luis XIV.
––Pero el alojamiento de la casa militar ––objetó con amabilidad el intendente ––hará perder al rey todo el tiempo que gane apresurando el viaje, por muy rápido que éste sea.
––¡Ah! bruto ––dijo para sí D'Artagnan; ––si yo tuviese interés en desacreditarte, antes de diez minutos lo habría conseguido. Y en alto voz añadió: ––Yo de Su Majestad, al dirigirme a casa del señor Fouquet, que es un caballero cumplido, dejaría mi servidumbre y me presentaría como amigo; quiero decir que entraría en Vaux sólo con mi capitán de guardias, y así sería más grande y más sagrado para mi hospedador.
––He ahí un buen consejo, señora ––dijo Luis XIV, brillándole de alegría los ojos. ––Entremos como amigos en casa de un amigo. Vayan despacio los de las carrozas, y nosotros, señores, ¡adelante!
Dicho esto, el rey picó a su caballo y partió al galope, seguido de todos los jinetes.
Colbert escondió su grande y enfurruñada cabeza tras el cuello de su cabalgadura.
––Así podré hablar esta noche misma con Aramis ––dijo para sus adentros D'Artagnan mientras iba galopando. Además el señor Fouquet es todo un caballero, y cuando yo lo digo, voto a mí que pueden creerme.
Así, a las siete de la tarde, sin trompetas ni avanzadas, exploradores ni mosqueteros, el rey se presentó ante la verja de Vaux, donde Fouquet, previamente avisado, hacía media hora que estaba aguardando con la cabeza descubierta, en medio de sus criados y de sus amigos.

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