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El Hombre de la Máscara de Hierro 10

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:40:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

10

EL TENTADOR

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––Príncipe mío, ––dijo Aramis volviéndose en la carroza, hacia su compañero, ––por muy poco que yo valga, por menguado que sea mi ingenio, por muy ínfimo que sea el lugar que ocupo en la escala de los seres pensadores, nunca he hablado con un hombre de quien no haya leído en su imaginación al través de la máscara viviente echada sobre nuestra inteligencia para reprimir sus manifestaciones. Pero esta noche, en medio de la oscuridad que nos envuelve y de la reserva en que os veo, no me será dable leer en vuestras facciones, y una voz secreta me dice que me costará trabajo arrancaros una palabra sincera. Os suplico, pues, no por amor a mí, pues los vasallos deben no pesar nada en la balanza de los príncipes, sino por amor a vos, que grabéis en vuestra mente mis palabras y las inflexiones de mi voz, que en las graves circunstancias en que estamos metidos, tendrán cada una de ellas su significado y su valor, como jamás lo habrán tenido en el mundo otras palabras.
––Escucho, ––repitió con decisión el príncipe, ––sin ambicionar ni temer cuanto vais a decirme.
Dijo, y se hundió todavía más en los mullidos almohadones de la carroza, no sólo para sustraerse fisicamente a su compañero, mas también para arrancar a éste aun la suposición de su presencia. Estaban completamente a oscuras.
––Monseñor, ––continuó Aramis, ––os es conocida la historia del gobierno que hoy rige los destinos de Francia. El rey ha salido de una infancia cautiva, oscura y estrecha como la vuestra, con la diferencia, sin embargo, de que en vez de sufrir, como vos, la esclavitud de la prisión, la oscuridad de la soledad y la estrechez de la vida oculta, ha pasado su infortunio, sus humillaciones y estrecheces en plena luz del implacable sol de la realeza, anegada en claridad en que toda tacha parece asqueroso fango, en que toda gloria parece una tacha. El rey ha padecido, y en sus padecimientos ha acumulado rencores, y se vengará, lo cual significa que será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI o Carlos IX, pues no tiene que lavar injurias mortales; pero devorará el dinero y la subsistencia de sus vasallos, porque ha padecido injurias de interés y de dinero. Así pues, cuando examino de frente los méritos y los defectos de ese príncipe, lo primero que hago es poner a salvo mi conciencia, que me absuelve de que le condene.
Aramis hizo una pausa para coordinar sus ideas y para dejar que las palabras que acababa de pronunciar se grabasen hondamente en el espíritu de Felipe.
––Dios todo lo hace bien, ––prosiguió el obispo de Vannes; y de esto estoy tan persuadido, que desde un principio me felicité de que me hubiese escogido por depositario del secreto que os he ayudado a descubrir. Dios, justiciero y previsor, para consumar una grande obra necesitaba un instrumento inteligente, perseverante, convencido; y ese instrumento soy yo, que estoy dotado de clara inteligencia, soy perseverante y estoy convencido, yo, que gobierno un pueblo misterioso que ha tomado por divisa la de Dios: “Patiens quia aeternus!”
El príncipe hizo un movimiento.
––Conozco que habéis levantado la cabeza, monseñor, ––prosiguió Aramis, ––y que os admira que yo gobierne un pueblo. No pudisteis imaginar que tratabais con un rey. ¡Ah! monseñor, soy rey, es verdad, pero rey de un pueblo humildísimo y desheredado: humilde, porque sólo tiene fuerza arrastrándose; desheredado, porque en este mundo casi nunca cosecha el trigo que siembra, no come el fruto que cultiva. Trabaja por una abstracción, reune todas las moléculas de su poder para formar con ellas un hombre, y con las gotas de su sudor forma una nube alrededor de ese hombre, que a su vez y con su ingenio debe convertirla en una aureola abrillantada con los rayos de todas las coronas de la cristiandad. Este es el hombre que está a vuestro lado, monseñor; lo cual equivale a deciros que os he sacado del abismo a impulsos de un gran designio, y que en mi esplendoroso designio quiero haceros superior a las potestades de la tierra y a mí.
––Me habláis de la secta religiosa de la cual sois la cabeza, –– dijo el príncipe tocando ligeramente en el brazo de Aramis. –– Ahora bien, de lo que me habéis dicho resulta, a mi modo de ver, que el día que os propongáis precipitar a aquel a quien habréis encumbrado, lo precipitaréis, y tendréis bajo vuestro dominio a vuestro dios de la víspera.
––No, monseñor, ––replicó el obispo; ––si yo no tuviese dos miras, no habría arriesgado una partida tan terrible con vuestra alteza real. El día que seréis encumbrado, lo estaréis para siempre; al poner el pie en el estribo, todo lo derribaréis, todo lo arrojaréis tan lejos de vos, que nunca jamás su vista os recordará ni siquiera su derecho a vuestra gratitud.
––¡Oh! caballero.
––Vuestra exclamación, monseñor, es hija de la nobleza de vuestro corazón. Gracias. Tened por seguro que aspiro a más que a la gratitud; tengo la certidumbre de que, al llegar vos a la cima, me juzgaréis todavía más digno de vuestra amistad, y que ambos obraremos tales portentos, que serán recordados de siglo en siglo.
––Decidme sin reticencias lo que soy actualmente y qué os proponéis que sea en el día de mañana, ––repuso el príncipe.
––Sois el hijo del rey Luis XIII, hermano del rey Luis XIV, y heredero natural y legítimo del trono de Francia. Conservándoos junto a él, como ha hecho con su hermano menor Felipe, el rey se reservaba el derecho de ser soberano legítimo. Sólo Dios y los médicos podían disputarle la legitimidad. Los médicos prefieren siempre al rey que reina al que no reina, y Dios no obraría bien perjudicando a un príncipe digno. Pero Dios ha permitido que os persiguieran, y esa persecución os consagra hoy rey de Francia. ¿Os lo disputan? prueba que tenéis derecho a reinar; ¿os secuestran? señal que teníais derecho a ser proclamado; ¿no se han atrevido a derramar vuestra sangre como la de vuestros servidores? es que vuestra sangre es divina. Ved ahora lo que ha hecho en vuestro provecho Dios, a quien tantas veces habéis acusado de haberos perseguido sin descanso. Mañana, o pasado mañana, a la primera ocasión, vos, fantasma real, retrato viviente de Luis XIV, os sentaréis en su trono, del que la voluntad de Dios, confiada a la ejecución del brazo de un hombre, lo habrá precipitado sin remisión.
––Comprendo, no derramarán la sangre de mi hermano.
––Sólo vos seréis el árbitro de su destino.
––El secreto que han abusado respecto de mí...
––Lo usaréis vos para con él. ¿Qué hacía él para ocultarlo? Os escondía. Vivo retrato suyo, descubriríais la trama urdida por Mazarino y Ana de Austria. Vos tendréis el mismo interés en guardar bajo llave al que, preso, se os parecerá, como vos os parecíais a él siendo rey.
––Vuelvo a lo que os decía. ¿Quién lo custodiará?
––El mismo que os custodiaba a vos.
––Y decidme, ¿quién está en ese secreto, aparte de vos que lo habéis vuelto en mi provecho?
––La reina madre y la señora de Chevreuse.
––¿Qué harán?
––Nada, si vos queréis.
––No entiendo.
––¿Cómo van a conoceros si vos obráis de modo que no os conozcan?
––Es verdad; pero hay otras dificultades más graves todavía.
––¿Cuáles?
––Mi hermano está casado, y yo no puedo quitarle su mujer.
––Haré que España consienta en un repudio, está bien con vuestra nueva política y con la moral humana. Así saldrá beneficiado todo lo noble y útil.
––El rey, secuestrado, hablará.
––¿A quién? ¿A las paredes?
––¿Llamáis paredes a los hombres en quienes tendréis vos depositada vuestra confianza?
––En caso necesario, sí. Por otra parte, los designios de Dios no se detienen en tan buen camino. Un plan de tal magnitud se completa con los resultados, como un cálculo geométrico. El rey, secuestrado, no constituirá para vos el obstáculo que vos para el soberano reinante. Dios ha dotado de un alma orgullosa e impaciente a vuestro hermano, a quien, además, ha enervado, desarmado con el goce de los honores y el hábito del poder soberano. Dios, que tenía dispuesto que el resultado del cálculo geométrico de que os he hablado fuese vuestro advenimiento al trono y la destrucción de cuanto os es perjudicial, ha decidido que el vencido acabe sus sufrimientos a poco de haber vos acabado con los vuestros. Dios ha preparado, pues, el alma y el cuerpo del rey para la brevedad de la agonía. Vos, aprisionado como un particular, secuestrado con vuestras dudas, privado de todo, con el hábito de una vida solitaria, habéis resistido; pero vuestro hermano, cautivo, olvidado, restricto, no soportará su desventura y Dios llamará a sí su alma en el tiempo prefijado, esto es, pronto.
––Desterraré al rey destronado, ––repuso con voz nerviosa Felipe; ––será más humano.
––Vos resolveréis, monseñor, ––dijo Aramis. ––Ahora decidme, ¿he planteado claramente el problema? ¿lo he resuelto conforme a los deseos o a las previsiones de Vuestra Alteza Real?
––Excepto dos cosas, nada habéis olvidado.
––¿La primera?
––Hablemos de ella sin tardanza y con la misma franqueza que ha informado hasta ahora nuestra conversación, hablemos de las causas que pueden echar por tierra las esperanzas que hemos concebido; de los peligros que corremos.
––Estos serían inmensos, infinitos, espantosos, insuperables, si, como os he manifestado, no concurriese todo a anularlos en absoluto. Ni vos ni yo corremos peligro alguno si la constancia y la intrepidez de vuestra Alteza Real corren parejas con el milagroso parecido que la naturaleza os ha dado con el rey. Repito, pues, que no hay peligro alguno, pero sí obstáculos, por más que este vocablo común a todos los idiomas, tenga para mí un significado tan obscuro, que de ser yo rey lo haría suprimir por absurdo e inútil.
––Pues hay un obstáculo gravísimo, un peligro insuperable que vos olvidáis, ––replicó el príncipe.
––¿Cuál?
––La conciencia que grita, el remordimiento que desgarra.
––Es verdad, ––dijo Herblay; ––hay tal encogimiento de ánimo, vos me lo recordáis. Tenéis razón, es un obstáculo poderosísimo. El caballo que tiene miedo a la zanja, cae en ella y se mata; el hombre que cruza su acero temblando, deja a la espada enemiga huecos por los cuales pasa la muerte. Es verdad, es verdad.
––¿Tenéis hermanos? ––preguntó el joven.
––Estoy solo en el mundo, ––respondió Aramis con voz nerviosa y estridente como el amartillar de una pistola.
––Pero a lo menos amáis a alguien, ––repuso Felipe. ––¡A nadie! Pero digo mal, monseñor, os amo a vos.
––El joven se abismó en un silencio tan profundo, que para el obispo se convirtió en ruido insufrible el que producía su aliento.
––Monseñor, ––continuó Aramis, ––todavía no he manifestado a Vuestra Alteza Real cuanto tenía que manifestarle; todavía no he ofrecido a mi príncipe todo el caudal de saludables consejos y de útiles expedientes que para él he acumulado. No se trata de hacer brillar un rayo a los ojos del que se complace en la obscuridad; no de hacer retumbar las magnificencias del cañón en los oídos del hombre pacífico que se recrea en el sosiego y en la vista de los campos. No, monseñor; en mi mente tengo preparada vuestra dicha, mis labios van a verterla, tomadla cuidadosamente para vos, que tanto habéis amado el firmamento, los verdes prados y el aire puro. Conozco una tierra de delicias, un paraíso ignorado, un rincón del mundo en el que solo, libre, desconocido, entre bosques, flores y aguas bullidoras, olvidaréis todas las miserias de que la locura humana, tentadora de Dios, os ha hablado hace poco. Escuchadme, príncipe mío, y atended, que no me burlo. Mi alma me tengo, monseñor, y leo en las profundidades de la vuestra. No os tomaré incompleto para arrojaros en el crisol de mi voluntad, de mi capricho, o de mi ambición. O todo o nada. Estáis atropellado, enfermo, casi muerto por el exceso de aire que habéis respirado durante la hora que hace gozáis de libertad; y es ésta, para mí, señal evidente de que querréis continuar respirando con tal ansia. Limitémonos, pues, a una vida más humilde, más adecuada a nuestras fuerzas. A Dios pongo por testigo de que quiero que surja vuestra felicidad de la prueba en que os he puesto.
––Explicaos, ––exclamó el príncipe con viveza que dio que pensar a Aramis.
––En el Bajo Poitú conozco yo una comarca, ––prosiguió el prelado, ––de la que no hay en Francia quien sospeche que exista. Ocupa dicha comarca una extensión de veinte leguas... Es inmensa, ¿no es verdad? Veinte leguas, monseñor, cubiertas de agua, hierbas y juncales, y con islas pobladas de bosques. Aquellos grandes y profundos pantanos cuajados de cañaverales, duermen en silencio bajo la sonrisa del sol. Algunas familias de pescadores los cruzan perezosamente con sus grandes barcas de álamos y abedules, de suelo cubierto con una alfombra de cañas y techo labrado de entretejidos y resistentes juncos. Aquellas barcas, aquellas casas flotantes, van... adonde las lleva el viento. Si tocan la orilla, es por acaso, y tan blandamente, que el choque no despierta al pescador, si está dormido. Si premeditadamente llega a la orilla, es que ha visto largas bandadas de rascones o de avefrías, de gansos o de pluviales, de cercetas o de becazas, de los que hace presa con el armadijo o con el plomo del mosquete. Las plateadas alosas, las descomunales anguilas, los lucios nerviosos, las percas rosadas y cenicientas caen en incontable número en las redes del pescador, que escoge las piezas mejores y suelta las demás. Allí no han sentado nunca la planta soldado ni ciudadano alguno; allí el sol benigno; allí hay trozos de terreno que producen la vid y alimentan con generoso jugo los hermosos racimos de uvas negras o blancas. Todas las semanas una barca va a buscar, en la tahona común, el pan caliente y amarillento cuyo olor atrae y acaricia desde lejos. Allí viviréis como un hombre de la antigüedad. Señor poderoso de vuestros perros de aguas, de vuestros sedaes, de vuestras escopetas y de vuestra hermosa casa de cañas, viviréis allí en la opulencia de la caza, en la plenitud de la seguridad, así pasaréis los años, al cabo de los cuales, desconocido, transformado, habréis obligado a Dios a que os depare un nuevo destino. En este talego hay mil doblones, monseñor; esto es más de lo que se necesita para comprar todo el pantano de que os he hablado, para vivir en él más años que no días alentaréis, para ser el más rico, libre y dichoso de la comarca. Aceptad el dinero con la misma sinceridad, con el mismo gozo con que os lo ofrezco, y sin más dilaciones vamos a desenganchar dos de los cuatro caballos de la carroza; el mudo, mi servidor, os conducirá, andando de noche y durmiendo de día, hasta aquella tierra, y a lo menos me cabrá así la satisfacción de haber hecho por mi príncipe lo que por su voluntad mi príncipe habrá escogido. Habré labrado la felicidad de un hombre, lo cual me premiará Dios con más creces que no si convirtiera a ese hombre en poderoso; y cuenta que lo primero es imponderablemente más difícil. ¿Qué respondéis, monseñor? Aquí está el dinero... No titubeéis. El único peligro que corréis en el Poitú es el de tomar las fiebres; pero aun en este caso contaréis con los curanderos de allí, que al saber vuestro dinero vendrán a curaros. De jugar la otra partida, la que sabéis, corréis el riesgo de que os asesinen en un trono u os estrangulen en una cárcel. En verdad os digo, monseñor, que ahora que he explorado los dos caminos, no titubearía.
––Caballero, ––repuso el príncipe, ––dejadme que, antes de resolver, me baje de la carroza, ande un poco, y consulte la voz con que Dios hace hablar a la naturaleza libre. Dentro d diez minutos os contestaré.
––Hágase como decís, ––dijo Herblay inclinándose, ––dijo Herblay inclinándose con respeto, tan augusta y solemne había sido la voz del príncipe al decir sus últimas palabras.

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