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El Hombre de la Máscara de Hierro 16

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:59:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

16

COLBERT

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La historia nos dirá, o más bien nos ha dicho las suntuosísimas fiestas que al día siguiente dio a Luis XIV el superintendente. Dos grandes escritores se han comprobado en la reñida com petencia entablada entre la “cascada y el surtidor”, de la lucha empeñada entre la “fuente de la Corona y los Animales”, para saber cuál se llevaba la gloria. Así pues, el día siguiente fue de diversiones y de alegría: hubo paseo, banquete y comedia, comedia en la cual, y con asombro, conoció Porthos a Moliére que desempeñaba uno de los papeles de la “farsa” los °Importunos”.
Luis XIV, preocupado en la escena de la víspera y dirigiendo el veneno vertido por Colbert, durante todo aquel día se mostró frío, reservado y taciturno, sin embargo de reproducirse a cada paso en aquella encantada mansión todas las maravillas de las “Mil y una noches”.
Hasta mediodía no empezó el rey a recobrar un poco la serenidad, sin duda porque acababa de tomar una resolución definitiva.
Aramis, que seguí paso al paso al monarca así en su pensamiento como en su marcha, dedujo que no se haría esperar el acontecimiento que él esperaba.
Ahora Colbert parecía andar de concierto con el obispo de Vannes, tanto, que ni por consejo de éste habría punzado más hondamente el corazón del soberano.
Éste, teniendo necesidad de apartar de sí un pensamiento sombrío, buscó durante todo aquel día la compañía de La VaIiére con tanta solicitud como huía de la de Colbert o la de Fouquet.
Llegada la noche, el rey manifestó el deseo de no pasearse hasta después del juego: así pues, se jugó entre la cena y el paseo.
––Vaya, señores, al parque ––dijo Luis XIV después que hubo ganado mil doblones.
En el parque estaban ya las damas.
Hemos dicho que el rey había ganado y embolsado mil doblones; pero Fouquet supo perder diez mil: de manera que se repartieron noventa mil libras entre los cortesanos, que estaban alegres como unas pascuas.
Colbert, indudablemente obedeciendo a una cita, aguardaba a Luis XIV en uno de los recodos de una alameda; y decimos indudablemente, porque el rey, que durante todo el día evitara encontrarse con él, al verle le hizo una seña y se internó con él en el parque.
La Valiére también había notado la sombría frente y la mirada encendida del soberano; y como a su amor nada de cuanto germinaba en el alma de su amante era impenetrable, comprendió que aquella refrenada cólera amagaba a alguno. Así pues, se situó en el camino de la venganza como un ángel de la misericordia.
Triste, confusa, dolorida por haber tenido que pasar tanto tiempo lejos de su real amante, se presentó al rey con ademán cortado, ademán que aquél, en la mala disposición de ánimo, en que se encontraba, interpretó desfavorablemente.
Estando ambos solos o casi solos, pues Colbert, al ver a Luisa, se detuvo respetuosamente a diez pasos de distancia, el rey se acercó al ella, y asiéndole la mano, la dijo:
––¿Puedo sin indiscreción, preguntaros qué os pasa? Parece que tenéis el pecho oprimido, y cualquiera diría que habéis llorado. ––Si mi pecho está opreso, Sire, si tengo los ojos humedecidos, en una palabra, si estoy triste, es porque Vuestra Majestad lo está.
––¿Triste yo? Os engañan vuestros ojos. No estoy triste, señorita.
––¿Pues qué?
––¡Humillado!
––¡Humillado! ¿qué decís?
––Digo que allí donde yo estoy, debería haber más amo que yo; y, sin embargo, mirad y ved si yo, rey de Francia, no me obscurezco ante el rey de este feudo. ––Y apretando los dientes y crispando las manos, añadió: ––¡Ah! a ese procaz ministro voy a cambiarle su fiesta en un duelo del que la ninfa de Vaux, que dicen los poetas, va a conservar largo tiempo el recuerdo.
––¡Oh! Sire...
––¡Qué! ¿Vais a poneros del lado del señor Fouquet, señorita? ––exclamó Luis XIV con impaciencia.
––No, Sire; pero sí os pregunto si estáis bien informado. Mas de una vez ha tenido Vuestra Majestad ocasión de conocer lo que valen las acusaciones de la corte.
Luis hizo seña a Colbert de que se acercara, y le dijo:
––Explicaos, señor Colbert, pues creo que la señorita de La Valiére necesita escucharos para dar crédito a la palabra de un rey. Decid a la señorita qué ha hecho el señor Fouquet. Y vos, señorita, hacedme la merced de prestar atención por espacio de un minuto.
¿Por qué insistía con tanta obstinación Luis XIV? Porque no estaba tranquilo ni convencido, porque bajo la historia de los trece millones vislumbraba algún amaño sombrío, desleal, y tenía empeño en que La Valiére, sublevada a la idea de un robo, aprobase con una sola palabra la resolución que él tomara, y que, sin embargo, no se atrevía a poner en ejecución.
––Ya que el rey quiere que os escuche, explicaos ––dijo Luisa a Colbert. ––¿Qué crimen ha cometido el señor Fouquet?
––No es muy grave ––respondió el sombrío personaje: ––un sencillo abuso de confianza...
––Decid lo que hay, Colbert ––repuso el rey, ––y luego dejadnos y avisad al señor de D'Artagnan que tengo que comunicarle órdenes.
––¡El señor de D'Artagnan! ––exclamó La Valiére; ¿por qué mandáis que avisen al señor de D'Artagnan, Sire? Decídmelo por favor.
––¿Por qué sino para que arreste a ese titán orgulloso que, fiel a su divisa, amenaza escalar mi cielo?
––¿Arrestar al señor Fouquet, decís?
––¡Qué! ¿os pasma?
––¿En su casa?
––¿Por qué no? Si es culpable, tanto lo es en su casa como en cualquiera otra parte.
––¿Culpable el señor Fouquet, que en este momento se está arruinando para honrar a su rey?
––En verdad, tengo para mí que le defendéis.
Colbert se echó a reír “soto voce”, pero no tanto que el rey no oyera el silbido de su risa.
––Sire ––replicó La Valiére, ––no defiendo al señor Fouquet, sino a vos.
––¡A mí!
––Sire, no os deshonréis dando una orden semejante.
––¡Deshonrarme! ––murmuró el rey palideciendo de cólera. –– En verdad, os interesáis de manera singular en este asunto.
––Lo que a mí me interesa ––repuso con nobleza La Valiére, –– es el buen nombre de Vuestra Majestad: y con igual interés expondría mi vida, si fuere menester.
Colbert refunfuñó algunas palabras; pero Luisa le dirigió una mirada que le impuso el silencio, y al mismo tiempo le dijo:
––Caballero, cuando el rey procede con rectitud, aunque sea en mi perjuicio o en el de los míos, me callo; pero cuando lo contrario me aproveche a mí o a quienes amo, se lo digo.
––Señorita, paréceme que también yo amo al rey ––dijo Colbert.
––Los dos le amamos, pero cada cual a su manera ––replicó Luisa con tal acento, que el monarca se sintió conmovido. ––Lo que hay, es que yo le amo de tal suerte, que todo el mundo lo sabe, con tanta pureza, que él mismo no duda de mi amor. El rey es mi rey y señor, y yo soy su humilde esclava; pero quien vulnera su honra, vulnera la mía, y repito que le deshonran aquellos que le aconsejan que mande arrestar al señor Fouquet en su casa.
Colbert, al verse abandonado por el rey, bajó la cabeza, pero no sin decir:
––Me bastaría proferir una palabra.
––No la profiráis, porque no la escucharía ––exclamó Luisa. –– Por otra parte, ¿qué me diríais? ¿Qué el señor Fouquet ha cometido crímenes? Lo sé, porque el rey me lo ha dicho, y cuando el rey dice: “Creo”, no necesito que otros labios digan: “Afirmo”. Pero aunque el señor Fouquet fuese el más infame de los hombres, lo digo en voz muy alta, es sagrado para el rey, porque el rey es su huésped. Aun cuando Vaux fuese una madriguera, una caverna de monederos falsos o de bandidos, es una mansión santa, una morada inviolable, pues en ella vive su esposa, y es un asilo que ni los verdugos violarían.
Luisa se calló, dejando al rey admirado y vencido por el calor de su acento y por la nobleza de aquella causa. Colbert, anonadado por la desigualdad de aquella lucha, iba perdiendo terreno.
––Señorita ––dijo el rey con voz suave y con el pecho dilatado, tendiendo la mano al La Valiére, ––¿por qué habláis contra mí? ¿Sabéis qué hará ese miserable si le dejo respirar?
––Por ventura no podéis echarle la mano siempre que os plazca, Sire?
––¿Y si escapa, si se fuga? ––exclamó el intendente.
––Será para el rey un timbre de imperecedera fama el haber dejado huir al señor Fouquet ––repuso La Valiére; ––y cuanto más culpable haya sido aquél, tanto mayor será la gloria de Su Majestad comparada con tanta miseria y tanto oprobio.
El rey hincó una rodilla ante su manceba y le besó la mano.
––Estoy perdido ––dijo entre sí el intendente. Pero serenándose de pronto, añadió: ––Mas no, todavía no.
Y mientras el soberano, protegido por el enorme tronco de un tilo gigantesco, estrechaba contra su corazón y con todo el fuego de un amor inefable a Luisa, Colbert registró su cartera, sacó de ella un papel doblado en forma de carta ––papel un tanto amarillento quizá, ––y dirigió una mirada de rencor al hechicero grupo que formaban el rey y su manceba, grupo al que acababa de iluminar la luz de algunas antorchas que se acercaban.
––Vete, Luisa ––dijo el aturdido rey al notar los reflejos de las hachas en el blanco vestido de La Valiére.
––Vienen, señorita, vienen ––exclamó Colbert para apresurar la partida de la joven.
Luisa desapareció con rapidez ente los árboles.
––¡Ah! ––exclamó el intendente al levantarse el rey: ––a la señorita de La Valiére se le ha caído algo.
––¿Qué? ––preguntó Luis XIV.
––Un papel, una carta, un objeto blanco; helo ahí.
El monarca se agachó con la vivacidad del rayo y tomó la carta, estrujándola.
En aquel instante llegaron las antorchas inundando de vivísima luz aquella obscura escena.

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