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El Hombre de la Máscara de Hierro 34

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 04:51:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

34

ENTRE MUJERES


D'Artagnan no pudo ocultar su emoción a sus amigos como hubiera deseado. El soldado estoico, el impasible guerrero, vencido por el temor y los presentimientos, cedió a la flaqueza humana; y cuando hubo acallado su corazón y calmado el temblor de sus músculos, se volvió hacia su lacayo, silencioso servidor siempre oído atento para obedecer con más presteza, y le dije:
––Rabaud, sabe que debo hacer treinta leguas por día.
––Está bien, mi capitán, ––respondió Rabaud.
Desde aquel instante, D'Artagnan, acostumbrado a montar, verdadero centauro, no le ocupó en nada.
El hombre inteligente nunca se aburre cuando ejercita el cuerpo, como el sano nunca deja de parecerle leve carga la vida si algo le cautiva el espíritu.
D'Artagnan, siempre corriendo, siempre pensando, llegó a París elástico de músculos, como atleta preparado para la gimnasia, y como no encontró al rey, que acababa de partir hacia Meudón para una cacería, en vez de correr tras el monarca, como hubiera hecho en otro tiempo, se desnudó, tomó un baño, y esperó a que regresase Su Majestad bien fatigado y polvoriento.
Durante las cinco horas que tardó Luis XIV en llegar, el mosquetero tomó, como suele decirse, el aire de la casa, y se pertrechó contra toda eventualidad.
D'Artagnan supo que el rey hacía quince días que estaba taciturno; que la reina madre estaba enferma y abatida; que el duque de Orleáns se volvía devoto; que la princesa padecía accesos histéricos, y que Guiche había partido para sus tierras, que Colbert estaba radiante de gozo, y que Fouquet cambiaba todos los días de médico, que no le curaba, y que su principal enfermedad no era de las que curan los médicos.
También contaron al gascón que el rey trataba con grandes miramientos al superintendente, del que no le apartaba: pero que Fouquet, herido en el corazón como árbol frondoso carcomido por un gusano, desmejoraba a pesar de las sonrisas del rey, sol de los árboles de la corte; que el rey no podía prescindir de La Valiére, y que si no la llevaba consigo a las cacerías, le escribía cartas y más cartas, no ya en verso, sino, lo que era peor, en prosa y mucho.
En efecto, se veía al “rey más grande del mundo”, como decían los poetas de aquel tiempo, apearse del caballo “con ardor sin igual”, y trazar sobre la copa de su sombrero y en estilo culterano frases que su ayudante de campo perpetuo, Saint-Aignán, llevaba a La Valiére a escape y a riesgo de reventar sus caballos.
Entonces D'Artagnan pensó en las recomendaciones del pobre Raúl, en la carta de desesperación que éste le diera para una mujer que se pasaba la vida esperando; y como D'Artagnan se complacía en filosofar, resolvió aprovechar la ausencia del rey para conversar un instante con La Valiére.
Esto era fácil, Luisa durante la cacería real, se paseaba con algunas damas por una de las galerías del Palacio Real, donde precisamente el capitán de mosqueteros debía pasar revista de inspección a algunos guardias.
D'Artagnan no dudaba de que si la conversación recaía sobre Raúl, ella al menos le daría pie para escribir una carta de consuelo al pobre desterrado.
Ahora bien, la esperanza, o a lo menos el consuelo para Bragelonne, atendida la disposición de ánimo en que hemos visto a aquél, era el sol, la vida de dos hombres a quienes el capitán quería entrañablemente.
D'Artagnan se encaminó, pues, adonde sabía que estaba La Valiére, y la encontró en medio de un numeroso corro. En su aparente soledad. La favorita de Luis XIV, recibía, tanto y más que una reina decente, un homenaje de que la princesa Enriqueta se hubiera enorgullecido cuando el monarca sólo tenía ojos para ella y sus miradas servían de norma a las de sus cortesanos.
Aunque no era el capitán de mosqueteros un mozalbete, tratábanle las damas con mucho mimo; y es que D'Artagnan era tan cortés como valiente, y su terrible fama le había conciliado la amistad de los hombres y la admiración de las mujeres.
Por eso, al ver entrar al gascón, todas las señoritas le dirigieron la palabra, le hicieron mil preguntas sobre dónde había estado, qué había sido de él, por qué en tanto tiempo y montado en su brioso corcel no había evolucionado el patio llenando de admiración a cuantos lo contemplaban desde el balcón del rey. A lo cual replicó D'Àrtagnan que llegaba de la tierra de las naranjas, arrancando con su respuesta la risa de sus interlocutoras.
En aquel tiempo todo el mundo viajaba, y, no obstante, un viaje de cien leguas era un problema resuelto con frecuencia por la muerte.
––¿De la tierra de las naranjas? ––exclamó la Tonnay––Charente. ––Ya, de España.
––¡Je! ¡je! ––rió D'Artagnan.
––¿De Malta? ––dijo la Montalais.
––Por mi fe que os quemáis, señoritas ––repuso el gascón.
––¿Es una isla? ––preguntó La Valiére.
––No quiero que os devanéis los sesos buscando, señorita; vengo de la tierra donde en este momento se está embarcando el señor de Beaufort para pasar a Argel.
––¿Habéis visto al ejército? ––preguntaron algunas camareras belicosas.
––Como os veo a vosotras ––replicó D'Artagnan.
––¿Hay algunos amigos nuestros por allá? ––dijo con frialdad la Tonnay––Charente, pero con la intención visible de llamar la atención sobre sus calculadas palabras.
––Sí ––respondió D'Artagnan, ––vi a los señores de La Guillotiere, de Mouchy y de Bragelonne.
La Valiére palideció.
––¿El señor de Bragelonne? ¡Cómo! ¿el vizconde ha partido para la guerra? ––exclamó la pérfida Atanasia sin hacer caso de los pisotones que le daba la Montalais. Y dirigiéndose a D'Artagnan, prosiguió despiadadamente: ––Yo tengo la idea de que todos los que van a esa guerra son desesperados a quienes ha maltratado el amor, y van a buscar negras, menos crueles que las blancas.
Algunas damas se rieron, La Valiére perdió su serenidad, y la Montalais tosió fuertemente.
––En cuanto a las mujeres de Djidgeli, ––replicó D'Artagnan, ––no estáis en lo cierto, señorita; no son negras, pero tampoco blancas, sino amarillas.
––¡Amarillas!
––No digáis mal de ellas: en mi vida nunca he visto un color que case más admirablemente con unos ojos negros y unos labios de coral.
––Mejor para el señor de Bragelonne ––repuso Atanasia con insistencia; ––así se desquitará el pobre.
A estas palabras siguió el más profundo silencio, silencio durante el cual el gascón tuvo tiempo de reflexionar que las palomas sin hiel a que llamamos mujeres, se tratan entre sí más sañudamente que los tigres y los osos.
Para Atanasia no era bastante haber hecho palidecer a Luisa; quiso también sacarla los colores al rostro. Así pues, dijo: ––¿Sabéis que pesa un gran pecado sobre vuestra conciencia, Luisa?
––¿Qué pecado? ––balbuceó la infortunada, mientras buscaba en vano en torno de sí un apoyo.
––¡Qué caramba! el vizconde no dejaba de ser vuestro prometido. El pobre os amaba y vos le disteis calabazas.
––Es un derecho que tiene toda mujer honrada ––replicó Aura con además de arrogancia. ––Cuando una sabe que no puede labrar la ventura de un hombre, lo mejor es repelerlo.
Luisa no supo comprender si debía quedar agraviada o agradecida a la que tomó su defensa.
––¡Repeler! ¡repeler! está bien ––arguyó Atanasia, ––pero no es este el pecado que La Valiére tendría que echarse en cara. El verdadero pecado está en haber enviado al pobre Bragelonne a la guerra; a la guerra donde uno encuentra la muerte.
Luisa se pasó la mano por su helada frente.
––Y si muere ––continuó la implacable Atanasia, ––vos le habréis dado la muerte; ahí el pecado.
La Valiére, medio muerta, se acercó tambaleándose a D'Artagnan, en cuyo rostro se veía una emoción inusitada, y apoyándose en su brazo, le dijo con voz turbada por la cólera y el dolor:
––¿Qué tenéis que decirme?
––Lo que tenía que deciros ––respondió el mosquetero luego que hubo conducido a Luisa a bastante distancia de los demás, ––acaba de manifestárselo por entero, aunque brutalmente, la señorita Atanasia.
Luisa lanzó un mal reprimido ay, y lastimada por aquella nueva herida, echó a correr como los pajarillos heridos de muerte, que buscan la sombra para exhalar el postrer aliento, y desapareció por una puerta en el instante en que el rey entraba por otra.
Luis dirigió su primera mirada al sitio vacío de su amante, y al no verla frunció el ceño; pero al punto advirtió la presencia de D'Artagnan, que le hacía una profunda reverencia.
––Diligente habéis sido, y estoy satisfecho de vos ––dijo el monarca al mosquetero.
Esta era la expresión superlativa de satisfacción real, y para ser objeto de ella muchos debían hacerse matar.
Camaradas y cortesanos, que habían formado un respetuoso círculo alrededor del rey a su entrada, al ver que aquél deseaba hablar en particular con D'Artagnan, se apartaron.
Luis XIV siguió adelante y condujo al capitán de mosqueteros fuera de la sala, después de haber buscado otra vez con la mirada a La Valiére, de quien no se explicaba la ausencia.
––¿Y el preso? ––preguntó el monarca a D'Artagnan cuando se encontraron fuera de tiro de las orejas indiscretas.
––Está en prisión, Sire.
––¿Qué dijo durante el camino?
––Nada, Sire.
––¿Qué hizo?
––Sire, el pescador a bordo de cuya barca me trasladaba a Santa Margarita, se sublevó y me amenazó de muerte, y el preso, en vez de intentar fugarse, me defendió.
––Basta ––dijo el rey y empezando a pasearse de uno a otro lado del gabinete. Os he mandado a buscar, señor capitán, para deciros que salgáis para Nantes y preparéis allí mi alojamiento.
––¿Para Nantes? ––exclamó D'Artagnan.
––Está en la Bretaña.
––Ya sé, Sire. ¿Y Vuestra Majestad emprende un viaje tan largo?
––Los Estados se reúnen en aquella ciudad, y como tengo que hacerles dos peticiones, quiero estar presente.
––¿Cuándo me pongo en camino?
––Esta noche... mañana por la mañana... o por la tarde, pues necesitáis descansar.
––Ya estoy descansado, Sire.
––Muy bien. Así pues, esta noche o mañana, a vuestra elección.
D'Artagnan saludó como para despedirse; luego al ver que el monarca estaba turbado, se adelantó dos pasos y preguntó:
––¿El rey lleva la corte?
––Por supuesto ––respondió Luis XIV.
Así Vuestra Majestad necesita de sus mosqueteros ––dijo D'Artagnan fijando una mirada tan escrutadora en el rey, que éste bajó la suya.
––Tomad una brigada ––repuso el soberano.
––¿Vuestra Majestad no tiene que darme ninguna orden más?
––No... ¡Ah! Sí. En el palacio de nantes, que está muy mal distribuido, según dicen, acostumbraos a colocar mosqueteros a la puerta de cada uno de los principales dignatarios que me llevaré conmigo.
––¿De las principales? ¿Como verbigracia a la puerta del señor de Lyonnes? ¿De los señores de Brienne, Leteller y Fouquet?
––Sí.
––Está bien, Sire. Parto mañana.
––Dos palabras aún, señor de D'Artagnan. En Nantes encontraréis al duque de Gesvres, capitán de los guardias. Cuidad de que los mosqueteros estén alojados antes de que los guardias lleguen. Ya sabéis que los que llegan primero sacan provecho.
––Es verdad.
––¿Y si el señor Gesvres os interroga?
––¿A mí? ¡Bah! ¿a título de qué tendría que interrogarme el señor de Gesvres?
Y el mosquetero dio marcialmente media vuelta y salió, mientras decía para sí:
––¡Nantes! ¿Por qué no se ha atrevido a decir inmediatamente Belle-Isle?
Al llegar a la puerta principal, un dependiente del señor de Brienne se acercó a D'Artagnan.
––¿Qué hay, Arístides? ––preguntó el capitán.
––A cargo de la caja del señor Fouquet.
D'Artagnan leyó con sorpresa la libranza, y vio que era de puño y letra del rey y valedera por doscientas pistolas.
––¡Cómo! ––dijo entre sí el mosquetero después de haber dado cortésmente las gracias al dependiente de Brienne, ––¿van a hacer pagar ese viaje al señor Fouquet? ¡Mil rayos! ni Luis XI lo habría hecho peor. ¿Por qué no me han dado una libranza a cargo de Colbert? ¡La habría pagado con tanto gusto!
Y fiel a su principio de no dejar enfriar una libranza a la vista, D'Artagnan se encaminó a casa de Fouquet para cobrar las doscientas pistolas.

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