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El Hombre de la Máscara de Hierro 47

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:23:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

47

LA MUERTE DE UN TITÁN

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En el momento en que Porthos, más acostumbrado a la obscuridad que los que entraban, miraba en torno de sí, para ver si en medio de aquella negrura Aramis le hacía alguna señal, sintió un golpecito en el brazo, y en su oído una voz suave que decía:
––Venid.
––¿Adónde? ––dijo Porthos.
––¡Silencio! ––repuso Aramis, todavía más quedo.
Con el ruido de la tercera brigada. que continuaba avanzando, y acompañados de las imprecaciones de los guardias que quedaron en pie y del estertor de los moribundos, Aramis y Porthos se escurrieron, sin ser vistos, a lo largo de las graníticas paredes de la gruta. Aramis condujo a su amigo al penúltimo compartimiento, y le mostró, en un; hueco de la pared, un barril de pólvora de sesenta a ochenta libras de peso, al cual había aplicado una mecha.
––Amigo mío ––dijo Herblay a Porthos, ––vais a tomar este barril del que voy a encender la mecha, y arrojarlo en medio de nuestros enemigos; ¿podéis?
––¡Ya lo creo! ––contestó Porthos.
––Encended la mecha. Aguardad a que estén todos reunidos; luego, Júpiter mío, lanzad vuestro rayo en medio de ellos.
––Encended la mecha ––repitió el gigante.
––Yo ––continuó Aramis ––voy a reunirme a los bretones para ayudarles a botar la barca al agua. Os aguardo en la orilla. Lanzad el barril con mano firme y venid corriendo.
––Encended ––dijo por tercera vez Porthos.
––¿Me habéis comprendido? ––preguntó Aramis.
––Cuando me explican comprendo ––respondió Porthos riéndose. ––Venga la yesca y marchaos.
Aramis dio un trozo de yesca ardiendo a Porthos, y se fue a la salida de la caverna, donde le estaban aguardando los tres remeros. Porthos aplicó la yesca a la mecha, y aquella chispa, principio de un incendio espantoso, brilló en la obscuridad como una luciérnaga y se corrió a la mecha, que se encendió. Porthos activó el fuego con un soplo. Gracias a haberse disipado un poco el humo, a la claridad de la mecha durante dos segundos pudieron distinguirse los objetos.
Breve, pero magnífico fue el espectáculo que ofreció aquel coloso, pálido, ensangrentado y con el rostro iluminado por el fuego de la mecha que en la obscuridad ardía. Los soldados al verlo, al ver el barril que en la mano sostenía, comprendieron lo que iba a pasar, y aterrados, lanzaron un grito de agonía. Unos intentaron huir, pero se encontraron con la tercera brigada que les cerró el paso, los otros apuntaron maquinalmente e hicieron fuego con sus descargados mosquetes; otros cayeron de hinojos, y dos o tres oficiales prometieron a Porthos la libertad si les concedía la vida.
El teniente de la tercera brigada repetía la voz de fuego, pero los guardias tenían ante sí a sus despavoridos compañeros que servían de muralla viviente a Porthos:
Cada sopló de Porthos al reavivar el fuego de la mecha, enviaba a aquel hacinamiento de cadáveres una luz sulfurosa interrumpida por anchas y purpúreas fajas. El espectáculo,` sólo. duró dos segundos; pero en aquel tiempo, un oficial de la tercera bri––: .; gada reunió ocho guardias armados de sendos mosquetes y les ordenó que hiciesen fuego sobre Porthos a través de una abertura. Los que habían recibido la orden de disparar temblaron de tal suerte, que la descarga mató a tres de sus compañeros, y a las cinco balas restantes fueron silbando a rayas la bóveda, a surcar el suelo o a empotrarse en las paredes. A la descarga respondió una carcajada, luego osciló el brazo del coloso, pasó por el aire algo como un cometa, y el barril, lanzado a treinta pasos, pasó por encima de la barricada de cadáveres y fue a caer en medio de un pelotón de aulladores soldados que se dejaron caer de bruces. El oficial, que había seguido en el aire la brillante cola, se precipitó sobre el barril para arrancar la mecha antes que hubiese prendido en la pólvora. Su abnegación fue inútil, la mecha, que en reposo habría durado cinco minutos, activada por el aire no duró más que treinta segundos, y la máquina infernal reventó. Furiosos torbellinos, silbidos del azufre y del nitro, estragos devoradores del fuego, trueno espantoso de la explosión, he ahí lo que en el segundo que siguió a los dos segundos primeros pasó en aquella caverna, igual en horrores a una caverna de demonios. Las rocas se abrieron como tablas de abeto bajo el hacha; en medio de la gruta brotó un chorro de fuego, de despojos que se ensanchaba a proporción que subía; las macizas paredes de sílice se inclinaron para acostarse en la arena, que convertida en instrumento de dolor se lanzó fuera de sus endurecidas capas en millones de átomos para acribillar los rostros de los moribundos. Ayes, aullidos, imprecaciones, existencias, todo se apagó en aquella inmensa catástrofe que convirtió los tres primeros compartimientos en un abismo en el cual cayeron uno a uno y según su pesadez, los despojos vegetales, minerales o humanos, y luego la arena y la ceniza, que cual plomiza y humeante mortaja cubrieron aquel lugar de horrores.
Busquen ahora en aquella ardiente tumba, en aquel volcán subterráneo, a los guardias del rey con sus uniformes azules con adornos de plata; busquen a los oficiales relucientes de oro, y las armas en que confiaron todos para defenderse; y busquen, por fin, las piedras que les mataron y el suelo que los sustentó. Un hombre solo, lo ha convertido todo en un caos más confuso, más informe y más terrible que el caos que existía una hora antes de que Dios creara el mundo. De los tres compartimientos no quedó cosa alguna que Dios pudiese haber reconocido como obra suya.
Porthos, según le aconsejó Aramis, después de haber lanzado el barril de pólvora echó a correr y llegó al último compartimiento, en el que entraba el aire y el sol, y a cien pasos de él vio la barca mecida por las olas y a sus amigos, es decir, la libertad y la vida después de la victoria. Seis zancadas más y se encontraba fuera de la bóveda, y con otras seis zancadas llegaba a la barca; pero de improviso le flaquearon las piernas y sintió como si se le hubiesen vaciado las rodillas.
––¡Ah diantre! ––murmuró Porthos, ––vuelve a acometerme debilidad y no puedo andar. ¿Qué significa esto?
––¡Porthos! ––gritó Aramis al través de la puerta, no explicándose por qué se detenía el gigante, ––¡venid pronto! ¡pronto!
––No puedo ––contestó Porthos haciendo un esfuerzo que contrajo inútilmente todos los músculos de su cuerpo.
Porthos cayó de rodillas; pero con sus robustas manos se agarró a las rocas y volvió a levantarse.
––¡Pronto! ¡pronto! ––repitió Aramis encorvándose hacia la orilla como para atraer a Porthos con sus brazos.
––Aquí estoy ––balbuceó él llamando a sí todas sus fuerzas para adelantarse otro paso.
––En nombre del cielo, Porthos, venid; el barril va a reventar.
––Venid, monseñor ––dijeron los bretones al ver que Porthos se movía como en una pesadilla.
Pero ya no era tiempo: retumbó la explosión, la tierra se resquebrajó, la humareda se lanzó por las anchas hendiduras, se obscureció el cielo, la mar refluyó como repelida por la bocanada de fuego que brotó de la gruta como de la boca de gigantesco monstruo; el reflujo arrastró la barca hasta unas veinte toesas de la orilla, todas las peñas crujieron en su base y se rompieron en pedazos como al esfuerzo de poderosas cuñas; parte de la bóveda se remontó por los aires; el fuego róseo y verde del azufre y la negra lava de las liquefacciones arcillosas, chocaron y combatieron por un instante bajo una majestuosa cúpula de humo, y luego oscilaron, se inclinaron y cayeron largos fragmentos de las rocas, que la violencia de la explosión no pudo desarraigar de sus seculares zócalos; fragmentos que se saludaban unos a otros como ancianos graves y lentos, y luego se prosternaban y tendían para siempre.
Aquel espantoso choque pareció devolver a Porthos las perdidas fuerzas; gigante entre aquellos gigantes, se levantó; pero en el instante en que huía por en medio de las dos filas de graníticos fantasmas, estos últimos ya no sostenidos por los correspondientes eslabones, empezaron a rodar con estrépito en torno de aquel titán al parecer precipitado desde el cielo en medio de las rocas que acababa de lanzar contra él. Porthos sintió temblar bajo sus pies el suelo conmovido por aquella espantosa sacudida, y tendió a derecha y a izquierda sus titánicas manos para repeler las peñas que se le iban encima. Sin embargo, tan enorme fue una de ellas, que le hizo doblar los brazos y agachar la cabeza, mientras otra granítica mole le caía entre los hombros. Por un instante los brazos de Porthos cedieron, pero el hércules reunió todas sus fuerzas y separó lentamente las paredes de aquella prisión en que estaba sepultado. Porthos apareció en aquel marco de granito como el ángel del caos; pero al separar las peñas laterales, quitó su punto de apoyo al monolito que pesaba sobre sus hombros, y el monolito hizo caer de rodillas al gigante. Las rocas laterales, separadas por un instante, volvieron a juntarse y añadieron su peso al peso primitivo, bastante para aplastar a diez hombres. El gigante cayó sin pedir socorro; cayó respondiendo a Aramis con palabras de aliento y de esperanza, porque por breve espacio y gracias al robusto puntal de sus manos, pudo creer que, como Encelado, sacudiría aquel triple, peso. Sin embargo, Aramis vio cómo poco a poco la mole bajaba; las crispadas manos y los por un postres esfuerzo envarados brazos, cedieron como cedieron los desgarrados hombros, y la peña continuó bajando, bajando...
––¡Porthos! ¡Porthos! ––exclamó Aramis mesándose los cabellos, ––¡Porthos! ¿dónde estáis? ¡Hablad!
––¡Paciencia! ¡paciencia ––murmuró Porthos con voz que iba extinguiéndose por momentos.
Apenas pudo concluir sus última palabra; el impulso de la caída aumentó el peso; la enorme peña se sentó, cargada por las otras, y abismó a Porthos en una sepultura de rotas piedras. Al oír la expirante voz de su amigo, Aramis dejó de guardia a uno de los tres bretones en la barca, saltó en tierra seguido de los otros dos, provistos de una palanca, y se encaminó hacia donde oía el último estertor del intrépido Porthos. Herblay, centelleante, magnífico, joven como a los veinte años, se abalanzó a la triple mole, con sus manos delicadas como las de una mujer, levantó por un milagro de vigor una de las esquinas de la inmensa sepultura de granito. Entonces vislumbró en las tinieblas de aquella fosa la todavía brillante mirada de su amigo, a quien la peña levantada por un instante había devuelto la respiración. Al punto Aramis y los dos bretones se agarraron a la palanca de hierro, y con su triple esfuerzo intentaron, no levantar la peña, sino sostenerla al aire. Todo fue inútil: los tres se vieron forzados a ceder lentamente y con dolor de su corazón. Porthos, al verles agotar sus fuerzas en lucha estéril, murmuró burlonamente estas palabras supremas que le llegaron a los labios con el postrer aliento:
––¡Pesa demasiado!
Después se empañaron los ojos, palideció su rostro, le blanquearon las manos, y el titán lanzó el postrer suspiro.
Los tres hombres soltaron la palanca, que rodó sobre la tumularia peña; luego, jadeante, descolorido, con el pecho oprimido y el corazón a punto de rompérsele, Aramis prestó oído atento. Nada se oía: el gigante dormía el sueño eterno en la sepultura que Dios le había dado conforme a su grandeza.

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