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El Hombre de la Máscara de Hierro 30

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 04:23:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

30

INVENTARIO DE M. DE BEAUFORT

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No le faltaba más a Athos que visitar al duque de Beaufort y ponerse de acuerdo con él para la partida.
El duque estaba espléndidamente instalado en París; tenía el soberbio boato de las colosales fortunas que algunos ancianos recordaban haber visto florecer en tiempo de las liberalidades de Enrique III. En aquel reinado hubo señores que verdaderamente estaban más ricos que el monarca, y sabiendo ellos esto, usaban de sus riquezas, y se daban el gusto de humillar un poco a su real majestad.
Aquella fue la egoísta aristocracia a la cual Richelieu obligó a contribuir con su sangre, su bolsa y sus reverencias a lo que desde entonces se llamó “el servicio del rey”.
Desde Luis XI, el terrible segador de grandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familias habían vuelto a levantar la cabeza! Pero también ¡cuántas la doblaron para no volver a levantarla jamás, desde Richelieu a Luis XIV! Pero Beaufort había nacido príncipe, y de una sangre que no derrama en los patíbulos, si no es por sentencia de los pueblos.
Este príncipe conservó, pues, su modo de vivir con esplendidez. ¿Cómo pagaba sus caballos, sus criados y su mesa? Nadie lo sabía, y él menos que los demás. Pero en aquel tiempo los hijos del rey gozaban de un privilegio, y es que persona alguna se negaba a convertirse en acreedor de ellos, ya por respeto, ya por devoción, o bien porque esperaban cobrar algún día.
Athos y Raúl encontraron la casa del príncipe revuelta como la de Planchet.
También el duque hacía inventario, es decir que distribuía a sus amigos, a sus acreedores, todo cuanto de valor había en su casa.
Para encontrar la entonces enorme cantidad de dos millones, que el duque juzgó necesario reunir para encaminarse al Africa, distribuía a sus antiguos acreedores valijas, armas, joyas y mue bles, lo cual era más magnífico que vender, y le reportaba el doble.
En efecto, ¿qué hombre a quien uno debe diez mil libras se niega a llevarse un regalo de seis mil, que tiene el mérito de haber pertenecido al descendiente de Enrique IV, y después de haberse llevado el regalo, no da otras diez mil libras a tan generoso señor?
Y así fue. El duque levantó la casa; la cual no necesita un almirante si la tiene a bordo. Además, se deshizo de sus armas superfluas, pues iba a vivir entre cañones, y de sus joyas, que la mar podía devorar; pero en cambio tenía en sus cofres tres o cuatrocientos mil escudos.
Y en todas partes, en la casa, había personas que creían robar a mansalva. El lo daba todo. La fábula oriental en que un árabe saqueando un palacio se apoderó de una olla en cuyo fondo había un saco de oro, y a quien todos dejaron pasar sin inconveniente, era una verdad en casa del duque. Todos estaban contentos con llevarse algo.
Beaufort acabó por dar sus caballos y vació sus graneros. Además, se creía que si el duque hacía aquello era porque esperaba hallar mayor fortuna entre los árabe.
He aquí la situación, de la que se dio cuenta al instante con su mirada investigadora el conde de La Fere.
Este encontró al almirante de Francia un poco aturdido, pues acababa de levantarse de una mesa de cincuenta cubiertos donde se bebió en abundancia a la prosperidad de la expedición, y al llegar a los postres, se abandonaron los restos a los criados y los platos vacíos a los curiosos.
Beaufort se había embriagado a una con su ruina y con su popularidad.
––He aquí mi edecán, ––exclamó el duque al ver a Athos y a Raúl. ––Por aquí, conde; por aquí, vizconde.
Athos buscó un paso al través de los montones de ropa blanca y de vajilla que cubrían el suelo.
––He aquí vuestra comisión, ––dijo el príncipe a Raúl. Yo la había preparado contando con vos. Id por delante hasta Antibes. ¿Conocéis el mar?
––Sí, monseñor, he viajado con el príncipe de Condé.
––Bueno. Haced que todas las garrabas estén dispuestas para escoltarme y conducir mis provisiones. Urge que el ejército pueda embarcarse, a más tardar, dentro de quince días.
––Así se hará, monseñor.
––Esta orden os confiere el derecho de visita y de requisa en todas las islas cercanas a la costa. En ellas haréis las levas y las requisas que en mi nombre os plazca hacer.
––Está bien, señor duque.
––Y como sois activo y trabajáis mucho, necesitáis mucho dinero.
––Yo creo que no, monseñor.
––Pues yo espero lo contrario. Mi mayordomo ha extendido unas libranzas de a mil libras cada una, pagaderas en las ciudades del Mediodía. Veros con él y os dará cien.
––Conservad vuestro dinero, ––repuso Athos interrumpiendo al príncipe ––para hacer la guerra a los árabes, tanto se necesita del oro como del plomo.
––Pues yo quiero ensayar lo puesto ––replicó el duque, ––además de que ya conocéis mi modo de pensar respecto de la expresión: mucho ruido, mucho fuego, y si es menester, desapareceré entre el humo. A vos os retengo, mi querido conde.
––No, monseñor, me voy con Raúl; la comisión que le habéis encargado es difícil y penosa, y por sí solo le costaría demasiado trabajo llenarla. Vos no notáis, monseñor. en que acabáis de conferirle un mando de primer orden.
––¡Bah!
––¡Y en la marina!
––Es verdad; pero un hombre como él hace cuanto se propone. ––Monseñor, en ningún otro hombre hallaréis más celo, más inteligencia y más valentía que en Raúl; pero si no pudiese efectuarse el embargo del ejército en el día que tenéis dispuesto, nadie más que vos tendría la culpa de semejante contratiempo. ––¡Toma! ¿pues no me está riñendo mi amigo?
––Monseñor, para avituallar una escuadra, para concentrar una cuadrilla, para reclutar a los marineros, un almirante necesitaría tres meses, y Raúl es capitán de caballería, y no le concedéis más que dos semanas.
––Pues yo os digo que él lo hará. También lo creo yo; pero le ayudaré.
––Ya he contado con vos, y aún espero que, una vez en Tolón, no le dejaréis partir solo.
––¡Ah! ––exclamó Athos moviendo la cabeza.
––¡Paciencia! ¡Paciencia!
––Con vuestra licencia, monseñor.
––¿Os vais? Guárdeos Dios y la suerte os ayude.
––Adiós, monseñor, y que también os sea propicia la fortuna.
––Bien, empieza la expedición, ––dijo Athos a su hijo. ––No hay víveres, ni reservas, ni flotilla de carga. ¿Qué van a hacer?
––Si todos hacen lo que yo, ––repuso Raúl, ––no faltarán las vituallas.

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