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El Hombre de la Máscara de Hierro 48

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:23:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

48

EL EPITAFIO DE PORTHOS

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Aramis, silencioso, helado, temblando como un medroso niño, bajó de aquella peña, tumba que no podía ser hollada por cristianos pies.
Parecía que algo de Porthos hubiese muerto en él.
Los bretones rodearon a Aramis, y le abrazaron, él les dejó hacer, y los tres marineros le tomaron en peso y le condujeron a la barca.
Colocado en el banco, junto al timón, los tres bretones hicieron fuerza de remos. prefiriendo alejarse de esta manera a izar la vela que podía venderlos.
De la arrasada superficie de la antigua gruta de Locmari, de aquella orilla, sólo una prominencia atraía la mirada. Aramis no podía desviar de ella los ojos, y desde lejos, desde la mar, a medida que se alejaba, le parecía que la amenazadora y altiva peña se erguía, como antes se irguiera Porthos, y levantaba hasta el cielo una cabeza risueña e invencible como la del probo y valiente amigo, el más fuerte de los cuatro y, sin embargo, muerto el primero.
¡Extraño destino el de aquellos hombres de bronce! El más sencillo de corazón aliado al más astuto; la fuerza corporal guiada por la sutileza de la inteligencia; y el cuerpo, una piedra, una peña, un peso vil y material dominaba la fuerza y, desplomándose sobre su cuerpo, lanzaba de él a la inteligencia.
¡Oh digno Porthos! Nacido para ayudar a los demás, siempre dispuesto a sacrificarse en pro de los débiles, como si Dios no le hubiese dado la fuerza más que para esto, al morir, creyó que no hacía más que cumplir las condiciones de su pacto con Aramis, sin embargo de que únicamente Aramis lo redactó, pacto que conoció sólo para reclamar su terrible solidaridad. ¡Oh noble Porthos! ¿De qué te sirvieron los castillos llenos de muebles, los bosques poblados de caza, los lagos rebosantes de pesca y las cuevas pletóricas de dinero? ¿De qué tantos lacayos de relucientes libreas, entre ellos Mosquetón, enorgullecido del poder que le delegaste? ¡Oh Porthos! ¿para qué acumular tesoros, para qué tanto afanarte en suavizar y dorar tu vida para venir a tenderte, con los huesos triturados, bajo fría piedra, en desierta playa, a los graznidos de los pájaros del océano? ¿Para qué acumular tanta riqueza si ni siquiera había de figurar en tu sepultura un dístico de mal poeta? ¡Oh bravo Porthos! Sin duda duerme todavía, olvidado, perdido, bajo la peña que los pastores del páramos toman por el techo gigantesco de un dolmen.
Aramis, pálido, helado y con el corazón en los labios, hasta que la playa desapareció en el horizonte envuelta en el velo de la noche, no apartó de la tumba de su amigo los ojos. Ni una palabra se exhaló de sus labios, ni un suspiro salió de su oprimido pecho. Los bretones, supersticiosos, le miraban con temor; más que de hombre, aquel silencio era de estatua.
Ya casi de noche, los bretones izaron la pequeña vela, que hinchándose al beso de la brisa impulsó a la barca, que alejándo se de la costa. con rapidez, puso la proa hacia España y se. lanzó _ . al través del proceloso golfo de Gàscuña. Pero apenas hacía media hora que habían izado la vela, cuándo los remeros se encorvaron. en sus bancos, y haciendo pantalla de sus manos se mostraron unos a otros un punto blanco como en la apariencia lo está una gaviota mecida por la insensible respiración de las olas. Pero lo que parecía inmóvil para los ojos de un profano, para la experta mirada del marinero caminaba con rapidez. Viendo el profundo embotamiento de su amo, los bretones no se atrevieron a sacarle de su ensimismamiento, y se limitaron a hacer conjeturas en voz baja. En efecto, Aramis, tan vigilante, tan activo, Aramis, cuyos ojos, como los del lince, velaban incesantemente y veían más de noche que de día, se hundía en la desesperación de su alma. Así transcurrió una hora, durante la cual la luz del día fue apagándose gradualmente, pero durante la cual también el buque a la vista se acercó tanto a la barca, que Goennec, uno de los tres marineros, se decidió a decir en voz bastante alta:
––Monseñor, nos persiguen.
Aramis nada contestó. Entonces, los marineros, al ver que el buque seguía avanzando, por orden del patrón Ibo, arriaron la vela, a fin de que aquel único punto que aparecía en la superficie de las olas cesase de guiar al enemigo, el cual largó dos velas más. Por desgracia, corrían los días más hermosos y más largos del año, y a la luz de aquel día nefasto sucedió la noche de la más esplendente luna. El buque perseguidor navegaba viento en popa, y le quedaba todavía media hora de crepúsculo, y toda una noche de claridad relativa.
––¡Monseñor! ¡monseñor! ¡estamos perdidos! ––dijo el patrón; ––mirad, aunque hayamos cargado nuestra vela, nos ven.
Aramis sin responder, le dio al patrón un catalejo.
Ibo miró y repuso:
––¡Oh! monseñor, los veo tan cerca, que me parece que puedo tocarlos con las manos. A lo menos vienen veinticuatro hombres. ¡Ah! ahora veo al capitán en la proa, y mira con un anteojo como éste... Ahora se vuelve y da una orden... Emplazan un cañón en la proa... lo cargan... apuntan... ¡Misericordia divina! ¡disparan contra nosotros!
Y bajó maquinalmente el catalejo, y los objetos, repetidos hacia el horizonte, le aparecieron bajo su aspecto real.
Por debajo de las velas del buque perseguidor, y un poco más azul que ellas, apareció una nubecilla de humo que se dilató cual flor que se abre, y poco más o menos a una milla del cañoncito una bala lamió dos o tres olas, abrió un blanco surco en el mar y desapareció tan inofensiva como la piedra con la cual, jugando, un muchacho hace círculos en el agua.
Aquella bala fue a la vez una amenaza y un aviso.
––¿Qué hacemos? ––preguntó el patrón.
––Van a echarnos a pique ––dijo Goennec; ––dadnos la absolución, monseñor.
––Olvidáis que nos ven ––dijo Aramis a los marineros arrodillados a sus pies.
––Es verdad ––exclamaron los bretones avergonzados de su debilidad. ––Ordenad, monseñor, estamos prontos a morir por vos.
––Esperemos ––dijo Aramis.
––¿Que esperemos?
––Sí; ¿no veis que de huir van a echarnos a pique, como habéis dicho hace poco?
––Quizás al amparo de la noche podamos escapar ––dijo el patrón.
––No les faltará algún fuego griego para iluminar su camino y el nuestro ––objetó Aramis.
Al mismo tiempo y cual si el buque enemigo hubiese querido responder a las palabras de Aramis, se remontó al cielo una segunda nubecilla del seno de la cual surgió tina inflamada flecha que describió una parábola semejante a un arco iris, cayó en el mar, donde continuó ardiendo, e iluminó un espacio de un cuarto de legua de diámetro.
Ya veis que más vales esperar ––dijo Aramis a los aterrorizados bretones, que a una soltaron sus remos.
La barca cesó de avanzar y se metió sobre las olas.
Entretanto, la noche se venía encima, y el buque continuaba avanzando.
De tiempo en tiempo y cual buitre de sanguinolento cuello que saca la cabeza fuera de su nido, el formidable fuego griego partía de los costados del buque y arrojaba en medio del océano su llama, blanca como nieve candente. Por fin llegó a tiro de mosquete con toda la tripulación en la cubierta, y arma al brazo los unos y los otros con la mecha encendida en la mano y junto á los cañones. No parecía sino que tuviesen que habérselas con una fragata y combatir a una tripulación superior en número.
¡Rendíos! ––gritó el capitán del buque con ayuda de una bocina.
Los marineros miraron a Aramis, y viendo que les hacía una señal afirmativa, Ibo hizo ondear un trapo blanco al extremo de un bichero. Lo cual era una manera de arriar el pabellón.
El buque avanzó como un caballo corredor; lanzó un nuevo cohete, que vino a caer a unas veinte brazas de la barca y la iluminó con más claridad que un rayo del más ardiente sol.
––A la primera señal de resistencia, ¡fuego! ––exclamó el capitán del buque dirigiéndose a sus soldados, que inmediatamente apuntaron sus mosquetes.
––¿No os hemos dicho que nos rendíamos? ––repuso Ibo.
––¡Vivos, vivos, capitán! ––dijeron algunos soldados exaltados; ––¡es preciso tomarlos vivos!
––Bien, sí, vivos ––dijo el capitán. Y volviéndose hacia los bretones, añadió: ––A todos se os garantiza la vida, menos al caballero Herblay.
Aramis se estremeció casi imperceptiblemente, y por un momento fijó la mirada en las profundidades del océano, iluminado por los últimos vislumbres del fuego griego, vislumbres que corrían por las pendientes de las olas, brillaban en sus crestas cual penachos, y hacían aún más sombríos, más misteriosos y más terribles los abismos a los cuales cubrían.
––¿Habéis oído, monseñor? ––dijeron los bretones.
––Sí.
––¿Qué ordenáis?
––Aceptad.
––Pero ¿y vos, monseñor?
––Aceptad ––repitió Aramis inclinándose hasta la borda y mojando las yemas de sus blancos y puntiagudos dedos en la verdosa agua del mar, a la cual miraba sonriéndose como a una amiga.
––Aceptamos ––respondieron los bretones; ––pero ¿qué garantías se nos da?
––La palabra de un caballero ––dijo el oficial. ––Por el nombre y por el uniforme que visto juro que se os respetará la vida a todos, menos al señor caballero de Herblay. Soy teniente de la fragata del rey “Pomona”». y me llamo Luis Constant de Pressigny.
Con un gesto rápido, Aramis, ya inclinado hacia el agua y con la mitad del cuerpo fuera de la borda, irguió la frente, se levantó, y con las pupilas inflamadas, la sonrisa en los labios, y como si le hubiese pertenecido a él el mundo, ordenó que echasen la escala; así lo hicieron los del buque de guerra. Aramis subió a bordo seguido de los bretones, que quedaron mudos de asombro al ver que Herblay, en lugar de abatirse, se encaminó resueltamente y con la mirada fija en él al encuentro del capitán y le hizo con la mano una seña misteriosa, ante la cual el oficial palideció, tembló y bajó la cabeza. Luego y sin proferir palabra, Herblay levantó la mano izquierda hasta la altura de los ojos de Pressigny, y le mostró el engaste de un anillo que le ceñía el anular.
En aquella actitud majestuosa, fría, silenciosa y altiva, Aramis parecía un emperador dando a besar su mano.
El capitán levantó de nuevo la cabeza y volvió a bajarla con muestras del más profundo respeto; luego tendió una mano hacia popa, es decir, hacia la cámara, y se hizo a un lado para ceder el paso a Aramis.
Los tres bretones se miraban unos a otros con indecible estupefacción en medio del silencio de los tripulantes.
Cinco minutos después el capitán llamó a su segundo, que subió inmediatamente y le ordenó que hiciera rumbo a la Coruña.
Mientras se estaba ejecutando la orden dada por Pressigny, Herblay reapareció en la cubierta, se sentó junto al empalletado, y a pesar de lo obscuro de la noche, pues aun no había salido la luna, clavó obstinadamente la mirada en dirección a Belle-Isle.
––¿Qué ruta seguimos, capitán ––preguntó en voz baja Ibo a Pressigny, que se había vuelto a popa.
––La que le place a monseñor ––respondió el interpelado. Aramis pasó la noche sobre el empalletado.
Ibo, al acercarse a él a la mañana siguiente, notó que la noche debió haber sido muy húmeda, pues la madera sobre la cual el obispo apoyaba la cabeza, estaba mojada como por el rocío.
¡Quién sabe si fue el rocío, o si fueron las primeras lágrimas que derramaran los ojos de Aramis!
¡Oh buen Porthos! ¿qué epitafio hubiera valido lo que aquél?

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