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El amor en los tiempos del cólera - 23

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:10:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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De esa época venían sus teorías más bien simplistas sobre la relación entre el
físico de las mujeres y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que
parecían capaces de comerse crudo a un caimán de aguja, y que solían ser las más
pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se
tomaba el trabajo de volverse a mirar en la calle, que parecían quedar en nada cuando
se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y
sin embargo podían dejar listo para el cajón de la basura al más hablador de los
machucantes. Había tomado notas de esas observaciones prematuras con la intención de
escribir un suplemento práctico del Secretario de los Enamorados, pero el proyecto sufrió
la misma suerte del anterior después de que Ausencia Santander lo volteó al derecho y al
revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a
parir como nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos, y le enseñó lo único que tenía
que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
Ausencia Santander había tenido un matrimonio convencional durante veinte años,
del cual le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenido hijos, de modo
que ella se preciaba de ser la abuela con mejor cama de la ciudad. Nunca quedó claro si
fue ella quien abandonó al esposo, o si fue éste el que la abandonó a ella, o si ambos se
habían abandonado al mismo tiempo cuando él se fue a vivir con su amante de siempre,
y ella se sintió libre para recibir a pleno día por la puerta principal a Rosendo de la Rosa,
capitán de buque fluvial, al que había recibido de noche muchas veces por la puerta
trasera. Fue él mismo sin pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza.
Lo llevó a almorzar. Llevó además una damajuana de aguardiente casero y los
ingredientes de la mejor calidad para hacer un sancocho épico, como sólo era posible con
las gallinas de patio, la carne de hueso tierno, el cerdo de muladar y las legumbres y
hortalizas de los pueblos de] río. Sin embargo, Florentino Ariza no se mostró tan
entusiasmado desde el Primer momento con las excelencias de la cocina, ni con la
exuberancia de la dueña, como con la belleza de la casa. Le gustaba por la casa misma,
luminosa y fresca, con cuatro ventanas grandes hacia el mar, y al fondo la vista completa
de la ciudad antigua. Le gustaba la cantidad y el esplendor de las cosas que le daban a la
sala un aspecto confuso y a la vez riguroso, con toda clase de primores artesanales que
el capitán Rosendo de la Rosa había ido trayendo de cada viaje, hasta que ya no hubo
lugar para uno más. En la terraza del mar, parada en su aro privado, había una cacatúa
de Malasia con un plumaje de una blancura inverosímil y una quietud pensativa que daba
mucho que pensar: el animal más hermoso que Florentino Ariza había visto nunca.
El capitán Rosendo de la Rosa se entusiasmó con el entusiasmo del invitado, y le
contó en detalle la historia de cada cosa. Mientras lo hacía, bebía aguardiente a sorbos
cortos pero sin tregua. Parecía de cemento armado: enorme, peludo de todo el cuerpo
menos de la cabeza, con un bigote a brocha gorda y una voz de cabrestante que no
podía ser sino suya, y de una gentileza exquisita. Pero no había cuerpo capaz de resistir
su modo de beber.
Antes de sentarse a la mesa había acabado con la mitad de la damajuana, y se fue
de bruces sobre el platón de vasos y botellas con un lento estrépito de demolición.
Ausencia Santander debió pedirle ayuda a Florentino Ariza Para arrastrar hasta la cama
el cuerpo inerte de ballena encallada, y para desvestirlo dormido. Después, en un
fogonazo de inspiración que los dos le agradecieron a la con~ junción de sus astros, se
desvistieron ambos en el cuarto de al lado sin Ponerse de acuerdo, Sin sugerirlo siquiera,
sin Proponérselo Y siguieron desvistiéndose siempre que podíandurante más de siete
años, cuando el capitán estaba de viaje. No había riesgos de sorpresas, porque éste tenía
la costumbre de buen navegante de avisar su llegada al puerto con la sirena del buque,
aun en la madrugada, primero con tres bramidos largos para la esposa y sus nueve hijos,
y después con dos entrecortados Y melancólicos para la amante.
Ausencia Santander tenía casi cincuenta años y se le notaban, pero también tenía
un instinto tan personal para el amor, que no había teorías artesanales ni científicas
capaces de entorpecerlo. Florentino Ariza sabía por los itinerarios de los buques cuándo
podía visitarla, Y siempre iba sin anunciarse a la hora que quisiera del día o de la noche, y no hubo una sola vez en que ella no estuviera esperándolo. Le abría la puerta como su
madre la crió hasta los siete años: desnuda Por completo, pero con un lazo de organza ~
en la cabeza. No lo dejaba dar un paso mas antes de quitarle la ropa, porque siempre
pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido dentro de la casa. Esto fue causa
de discordia constante con el capitán Rosendo de la Rosa, porque él tenía la superstición
de que fumar desnudo era de mal agüero, y a veces Prefería demorar el amor que
apagar su infalible cigarro cubano. En cambio, Florentino Ariza era muy dado a los
encantos de la desnudez, Y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan Pronto como
cerraba la puerta, sin darle tiempo siquiera de saludarla, ni de quitarse el Sombrero ni
los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, Y soltándole los botones
de abajo hacia'arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso,
luego la hebilla de] cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un
pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala y le quitaba las botas, le
tiraba de los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los
calzoncillos largos hasta los tobillos y por último le desabrochaba las ligas elásticas de las
pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de
dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual.
Soltaba el reloj de leontina de] ojal de] chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas
cosas en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución,
siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.
No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada ya
fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, Y sólo de vez en cuando en la
cama. Se le metía debajo y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de
sí misma, tanteando con los Ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando
por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa,
Otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre,
Preguntándose Y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga
nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para
ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con
una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se
quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la
impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “Me tratas como si fuera
uno más”.
Ella soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario. como si fueras uno
menos”. Pues él quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una
voracidad Mezquina, y se le revolvía el orgullo Y salía de la casa con la determinación de
no volver. Pero de pronto despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en
medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le
revelaba como lo que era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al
mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar.
Un domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo Primero que ella hizo
cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo mejor, y de
ese modo SUPO Florentino Aríza que ella,había comenzado a quererlo. A pesar de que se
sintió tan bien desde el primer día en aquella casa que ya amaba como suya, no había
permanecido nunca más de dos horas cada vez, ni nunca se quedó a dormir, y sólo una
vez a comer, porque ella le había hecho una invitación formal. No iba en realidad sino a
lo que iba, llevando siempre el regalo único de una rosa solitaria, y desaparecía hasta la
siguiente ocasión imprevisible. Pero el domingo en que ella le quitó los lentes para
besarlo, en parte por eso, y en parte porque se quedaron dormidos después de un amor
reposado, pasaron la tarde desnudos en la enorme cama del capitán. Al despertar de la
siesta, Florentino Ariza conservaba todavía el recuerdo de los chillidos de la cacatúa,
cuyos cobres estridentes iban en sentido contrario de su belleza. Pero el silencio era
diáfano en el calor de las cuatro, y por la ventana del dormitorio se veía el perfil de la
ciudad antigua con el sol de la tarde en las espaldas, sus cúpulas doradas, su mar en
llamas hasta Jamaica. Ausencia Santander extendió la mano aventurera buscando a
tientas el animal yacente, pero Florentino Ariza se la apartó. Dijo: “Ahora no: siento una cosa rara, como si estuvieran viéndonos”. Ella volvió a alborotar la cacatúa con su risa
feliz. Dijo: “Ese pretexto no se lo traga ni la mujer de Jonás”. Tampoco ella, desde luego,
pero lo admitió como bueno, y ambos se amaron durante un largo rato en silencio sin
repetir el amor. A las cinco, todavía con el sol alto, ella saltó de la cama, desnuda hasta
la eternidad y con el lazo de organza en la cabeza, y fue a buscar algo de beber en la
cocina. Pero no alcanzó a dar un paso fuera del dormitorio cuando lanzó un grito de
espanto.
No podía creerlo. Los únicos objetos que quedaban en la casa eran las lámparas
colgadas. Lo demás, los muebles firmados, las alfombras indias, las estatuas y los
gobelinos, las chucherías innumerables de pedrerías y metales preciosos, todo cuanto
había hecho de su casa una de las más gratzis y mejor guarnecidas de la ciudad, todo,
hasta la cacatúa sagrada, todo se había evaporado. Se los llevaron por la terraza del mar
sin perturbar al amor. Sólo quedaban los salones desiertos con las cuatro ventanas
abiertas, y un letrero a brocha gorda en la pared del fondo: Esto les pasa por andar
tirando. El capitán Rosendo de la Rosa no pudo entender nunca por qué Ausencia
Santander no denunció el despojo, ni intentó contacto alguno con los traficantes de cosas
robadas, ni permitió que se volviera a hablar de su desgracia.
Florentino Ariza siguió visitándola en la casa saqueada, cuyo mobiliario se redujo a
tres taburetes de cuero que los ladrones olvidaron en la cocina, y el dormitorio donde
ellos estaban. Pero la visitó con menos frecuencia que antes, no por la desolación de la
casa, como ella suponía y se lo dijo, sino por la novedad del tranvía de mulas a principios
del nuevo siglo, que fue para él un nido pródigo y original de pajaritas sueltas. Lo
tomaba cuatro veces al día, dos para ir a la oficina y dos para regresar a casa, y a veces
mientras leía de veras y la mayoría de las veces fingiendo leer, lograba hacer al menos
los primeros contactos para una cita posterior. Más tarde, cuando el tío León XII puso a
su disposición un coche tirado por dos mulitas pardas de gualdrapas doradas, iguales a
las del presidente Rafael Núñez, había de añorar los tiempos del tranvía como los más
fructíferos de sus andanzas de halconero. Tenía razón: no había peor enemigo de los
amores secretos que un coche esperando en la puerta. Tanto, que casi siempre lo dejaba
escondido en su casa y se iba a pie a sus rondas de altanería, para que no quedaran ni
los surcos de las ruedas en el polvo. Por eso evocaba con tanta nostalgia el viejo tranvía
con sus mulas macilentas, plagadas de peladuras, dentro del cual bastaba una mirada de
sesgo para saber dónde estaba el amor. Sin embargo, en medio de tantos recuerdos
enternecedores, no lograba sortear el de una pajarita desamparada cuyo nombre no
conoció y con la que apenas alcanzó a vivir media noche frenética, pero que había
bastado para amargarle por el resto de la vida los desórdenes inocentes del carnaval.
Le había llamado la atención en el tranvía por la impavidez con que viajaba en
medio del escándalo de la parranda pública. No debía tener más de veinte años, y no
parecía con ánimos de carnaval, a no ser que estuviera disfrazada de inválida: tenía el
cabello muy claro, largo Y liso, suelto al natural sobre los hombros, y una túnica de lienzo
ordinario sin ningún adorno. Era ajena por completo al revoltijo de músicas de las calles,
los puñados de polvos de arroz, los chorros de anilina que les tiraban a los pasajeros al
paso del tranvía, cuyas mulas iban blancas de almidón y con sombreros de flores durante
aquellos tres días de locura. Aprovechándose de la confusión, Florentino Ariza la invitó a
tomar un helado, porque no pensó que diera para más. Ella lo miró sin sorpresa. Dijo:
“Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca”. Él se rió de la ocurrencia, y la
llevó a ver el desfile de carrozas desde el balcón de la heladería. Luego se puso un
capuchón alquilado, y ambos se metieron en la ronda de bailes de la Plaza de la Aduana,
y gozaron juntos como novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se fue al
extremo contrario con el fragor de la noche: bailaba como una profesional, y era
imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto arrasador.
-No sabes la vaina en que te has metido conmigo -gritaba muerta de risa en la
fiebre del carnaval-. Soy una loca de manicomio.
Para Florentino Ariza, aquella era una noche de regreso a los desmanes cándidos
de la adolescencia, cuando aún no lo había desgraciado el amor. Pero sabía, más por escarmiento que por experiencia, que una felicidad tan fácil no podía durar mucho
tiempo. Así que antes de que la noche empezara a decaer, como ocurría siempre después
de la repartición de los premios a los ~nejores disfraces, le propuso a la muchacha que
se fueran a contemplar el amanecer desde el faro. Ella aceptó complacida, pero después
que acabaran de repartir los premios.
A Florentino Ariza le quedó la certeza de que aquella demora le salvó la vida. En
efecto, la Muchacha le había hecho una seña de que se fueran para el faro, cuando dos
cancerberos y una enfermera del manicomio de la Divina Pastora le cayeron encima. La
buscaban desde que se escapó, a las tres de la tarde, no sólo ellos sino toda la fuerza
pública. Había decapitado a un guardián y herido mal a otros dos con un machete que le
arrebató al jardinero, porque quería salir a bailar en el carnaval. Pero a nadie se le había
ocurrido que estuviera bailando en la calle, sino escondida en alguna de las tantas casas
que habían registrado hasta en las cisternas.
No fue fácil llevársela. Se defendió con unas tijeras de podar que tenía ocultas en
el corpiño, y se necesitaron seis hombres para ponerle la camisa de fuerza, mientras la
muchedumbre atascada en la Plaza de la Aduana aplaudía y rechiflaba de júbilo,
creyendo que la captura sangrienta era una de las tantas farsas del carnaval. Florentino
Ariza quedó desgarrado, y desde el Miércoles de Ceniza pasaba por la calle de la Divina
Pastora con una caja de chocolates ingleses para ella. Se quedaba viendo a las reclusas
que le gritaban toda clase de improperios y piropos por las ventanas, las alborotaba con
la caja de chocolates, por si acaso tenía la suerte de que también se asomara ella por
entre las barras de hierro. Pero nunca la vio. Meses después, al bajarse del tranvía de
mulas, una niñita que iba con su padre le pidió una bolita de chocolate de la caja que él
llevaba en la mano. El padre la regañó y le pidió excusas a Florentino Ariza. Pero él le dio
la caja completa a la niña pensando que aquel gesto lo redimía de toda amargura, y
calmó al papá con una palmadita en el hombro.
-Eran para un amor que se lo llevó el carajo -le dijo.
Como una compensación del destino, también fue en el tranvía de mulas donde
Florentino Ariza conoció a Leona Cassiani, que fue la verdadera mujer de su vida, aunque
ni él ni ella lo supieron nunca, ni nunca hicieron el amor. Él la había sentido antes de
verla cuando iba de regreso a casa en el tranvía de las cinco: fue una mirada material
que lo tocó como si fuera un dedo. Levantó la vista y la vio, en el extremo opuesto, pero
muy bien definida entre los otros pasajeros. Ella no apartó la mirada. Al contrario: la
sostuvo con tanto descaro que él no podía pensar sino lo que pensó: negra, joven y
bonita, pero puta sin lugar a dudas. La descartó de su vida, porque no podía concebir
nada más indigno que pagar el amor: no lo hizo nunca.
Florentino Ariza se bajó en La Plaza de los Coches, que era la terminal del tranvía,
se escabulló a toda prisa por el laberinto del comercio porque su madre lo esperaba a las
seis, y cuando salió al otro lado de la muchedumbre oyó el taconeo de mujer alegre en
los adoquines, y se volvió a mirar para convencerse de lo que ya sabía: era ella. Estaba
vestida como las esclavas de los grabados, con una pollera de volantes que se levantaba
con un ademán de baile para pasar sobre los charcos de las calles, un descote que le
dejaba los hombros descubiertos, un mazo de collares de colores y un turbante blanco. Él
las conocía en el hotel de paso. Sucedía a menudo que a las seis de la tarde estaban
todavía con el desayuno, y entonces no les quedaba más recurso que usar el sexo como
un cuchillo de salteador de vereda, y se lo ponían en la garganta al primero que
encontraban en la calle: la pinga o la vida. En busca de una prueba final, Florentino Ariza
cambió de sentido, se metió por el callejón desierto de El Candilejo, y ella lo siguió cada
vez más de cerca. Entonces él se detuvo, se volvió, le cerró el paso en la acera apoyado
en el paraguas con las dos manos. Ella se le plantó enfrente.
-Estás equivocada, linda -dijo él-: yo no lo doy.
-Claro que sí -dijo ella-: se te ve en la cara.

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