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El amor en los tiempos del cólera - 31

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:55:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para
pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal había
sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible
imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos
modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco
tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias
atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años. El doctor
Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera
un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido
como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel
deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo
porque garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su
estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la
Divina Providencia.
Los celos no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el
doctor Urbino se había preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido
cierto, de ser como los fósforos suecos, que sólo encienden en su propia caja. Pero
ignoraba cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con
tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, frente a una infidelidad comprobada. De
modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había pedido, no se le ocurrió
nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose
extraviado en los dulces meandros de la isla de Alca, mientras se le ocurría qué hacer.
Fermina Daza, por su parte, tampoco dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las
medias echó las cosas sin ningún orden dentro del costurero, dio en la cocina
instrucciones para la cena, y se fue al dormitorio.
Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no
pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una
casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa
hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó
cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una
diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una
nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo
cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el
resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas
lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre
íntimo. A las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición
profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el
alma tranquila.
La misma noche de la renuncia, mientras se desvestía para dormir, le repitió a
Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las
ganas de llorar al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba
entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien para no
morirse, para no tener que contar la verdad, y al fin y al cabo aquellos desahogos
estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella lo oyó con atención, pero sin
mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza
sin ningún gesto que delatara su rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el
canasto de mimbre de la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana
será otro día. Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó el
recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: “Creo que me voy a
morir”. Ella no parpadeó siquiera para replicarle.
-Sería lo mejor -dijo-. Así estaremos los dos más tranquilos.
Años antes, en la crisis de una enfermedad peligrosa, él había hablado de la
posibilidad de morir, y ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la
atribuyó a la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra
siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía siempre una
barrera de rabia para que no se le notara el miedo. Y en ese caso, el más terrible de
todos, que era el miedo de quedarse sin él.
Aquella noche, en cambio, le había deseado la muerte con todo el ímpetu de su
corazón, y esa certidumbre lo alarmó. Después la sintió sollozar en la oscuridad, muy despacio, mordiendo la almohada para que él no la sintiera. Esto acabó de ofuscarlo,
porque sabía que ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o del alma.
Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si ésta tenía origen de algún modo en su
terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más lloraba, porque no lograba
perdonarse la debilidad de llorar. Él no se atrevió a consolarla, sabiendo que habría sido
como consolar una tigra atravesada por una lanza, ni tuvo valor para decirle que los
motivos de su llanto habían desaparecido esa tarde, y habían sido arrancados de raíz y
para siempre hasta de su memoria.
El cansancio lo venció unos minutos. Cuando despertó, ella había encendido su
veladora tenue y seguía con los ojos abiertos pero sin llorar. Algo definitivo le ocurrió
mientras él dormía: los sedimentos acumulados en el fondo de su edad a través de
tantos años habían sido rebullidos por el suplicio de los celos, y habían salido a flote, y la
habían envejecido en un instante. Impresionado por sus arrugas instantáneas, sus labios
mustios, las cenizas de su cabello, él se arriesgó a decirle que tratara de dormir: eran
más de las dos. Ella le habló sin mirarlo, pero ya sin un rastro de rabia en la voz, casi con
mansedumbre.
-Tengo derecho a saber quién es -dijo.
Y entonces él se lo contó todo, sintiendo que se quitaba de encima el peso del
mundo, porque estaba convencido de que ella lo sabía y sólo le faltaba confirmar los
pormenores. Pero no era así, por supuesto, de modo que mientras él hablaba ella volvió
a llorar, y no con sollozos tímidos como al principio, sino con unas lágrimas sueltas y
salobres que se le escurrían por la cara, y le ardían en el camisón de dormir y le
inflamaban la vida, porque él no había hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo,
y era que lo negara todo hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se
cagara a gritos en esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear
la honra ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas
demoledoras de su deslealtad: como un hombre. Luego, cuando él le contó que había
estado esa tarde con su confesor, temió quedarse ciega de rabia. Desde el colegio tenía
la convicción de que la gente de iglesia carecía de cualquier virtud inspirada por Dios.
Esta era una discrepancia esencial en la armonía de la casa, que habían logrado sortear
sin tropiezos. Pero que su esposo le hubiera permitido al confesor inmiscuirse hasta ese
punto en una intimidad que no era sólo la suya, sino también la de ella, era algo que iba
más allá de todo.
-Es como contárselo a un culebrero de los portales -dijo.
Para ella era el final. Estaba segura de que su honra andaba de boca en boca
desde antes de que el marido terminara de cumplir la penitencia, y el sentimiento de
humillación que eso le causaba era mucho menos soportable que la vergüenza y la rabia
y la injusticia de la infidelidad. Y lo peor de todo, carajo: con una negra. Él corrigió:
“Mulata”. Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella había terminado.
-Es la misma vaina -dijo-, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.
Esto sucedió un lunes. El viernes a las siete de la noche, Fermina Daza se embarcó
en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, sólo con un baúl, en compañía de la
ahijada y con la cara cubierta con una mantilla para evitar preguntas y para evitárselas al
marido. El doctor Juvenal Urbino no estuvo en el puerto, por acuerdo de ambos, después
de una conversación agotadora de tres días, en la que decidieron que ella se fuera a la
hacienda de la prima Hildebranda Sánchez, en la población de Flores de María, con
tiempo bastante para reflexionar antes de tomar una determinación final. Los hijos lo
entendieron, sin conocer los motivos, como un viaje muchas veces aplazado que ellos
mismos deseaban desde hacía tiempo. El doctor Urbino se las arregló para que nadie en
su mundillo pérfido pudiera hacer especulaciones maliciosas, y lo hizo tan bien que si
Florentino Ariza no encontró ninguna pista de la desaparición de Fermina Daza fue
porque en realidad no las había, y no porque le faltaran medios de averiguación. El
marido no tenía dudas de que ella volvería a casa tan pronto como se le pasara la rabia.
Pero ella se fue segura de que la rabia no se le pasaría jamás.

Sin embargo, muy pronto iba a aprender que esa determinación excesiva no era
tanto el fruto del resentimiento como de la nostalgia. Después del viaje de luna de miel
había vuelto varias veces a Europa, a pesar de los diez días de mar, y siempre lo había
hecho con tiempo de sobra para ser feliz. Conocía el mundo, había aprendido a vivir y a
pensar de otro modo, pero nunca había vuelto a San Juan de la Ciénaga después del
frustrado vuelo en globo. El regreso a la provincia de la prima Hildebranda tenía para ella
algo de redención, así fuera tardía. No lo pensó a propósito de su desastre matrimonial:
venía de mucho antes. Así que la sola idea de rescatar sus querencias de adolescente la
consolaba de su desdicha.
Cuando desembarcó con la ahijada en San Juan de la Ciénaga, apeló a las grandes
reservas de su carácter y reconoció la ciudad contra todas las advertencias. El jefe civil y
militar de la plaza, al cual iba recomendada, la invitó en la victoria oficial mientras salía
el tren para San Pedro Alejandrino, adonde quiso ir para comprobar lo que le habían
dicho, que la cama en que murió El Libertador era tan pequeña como la de un niño.
Entonces Fermina Daza volvió a ver su pueblo grande en el marasmo de las dos de la
tarde. Volvió a ver las calles que más bien parecían playones con charcos cubiertos de
verdín, y volvió a ver las mansiones de los portugueses con sus escudos heráldicos
tallados en el pórtico y celosías de bronce en las ventanas, en cuyos salones umbríos se
repetían sin compasión los mismos ejercicios de piano, titubeantes y tristes, que su
madre recién casada les había enseñado a las niñas de las casas ricas. Vio la plaza
desierta sin un árbol en las brasas de caliche, la hilera de coches de capotas fúnebres con
los caballos dormidos de pie, el tren amarillo de San Pedro Alejandrino, y en la esquina
de la iglesia mayor vio la casa más grande, la más bella, con un corredor de arcadas de
piedra verdecida y un portón de monasterio, y la ventana del dormitorio donde iba a
nacer Álvaro muchos años después, cuando ya ella no tuviera memoria para recordarlo.
Pensó en la tía Escolástica, a quien seguía buscando sin esperanzas por cielo y tierra, y
pensando en ella se encontró pensando en Florentino Ariza, en su vestido de literato y su
libro de versos bajo los almendros del parquecito, como muy pocas veces le ocurría
cuando evocaba sus años ingratos del colegio. Después de muchas vueltas no pudo
reconocer la antigua casa familiar, pues donde suponía que estaba no había sino un
criadero de cerdos, y a la vuelta de la esquina la calle de los burdeles, con putas del
mundo entero haciendo la siesta en los portales, por si acaso pasaba el correo con algo
para ellas. No era su pueblo.
Desde el principio del paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la
mantilla, no por miedo de ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión
de los muertos que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta
el cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: “Es el cólera”. Ella lo sabía, porque
había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres achicharrados, pero notó que
ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como en la época del globo.
-Así es -le dijo el oficial-. También Dios mejora sus métodos.
La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro
Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo,
porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y éstos le pedían el favor de
parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la
compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados
que se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las
vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo
para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de
moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no
sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin
embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa,
pues la verdad era que al Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos.
Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que
en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo había añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los
preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde los atajos
por donde se escapaba del desencanto, oía los gritos de la gallera, las salvas de plomo
que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando no había más recurso que
atravesar el pueblo, se tapaba la cara con la mantilla para seguir evocándolo como era
antes.
Una noche, después de mucho eludir el pasado, llegó a la hacienda de la prima
Hildebranda, y cuando la vio esperando en la puerta estuvo a punto de desfallecer: era
como verse a sí misma en el espejo de la verdad. Estaba gorda y decrépita, y cargada de
hijos indómitos que no eran del hombre que seguía amando sin esperanzas, sino de un
militar en uso de buen retiro con el que se casó por despecho y que la amó con locura.
Pero por dentro del cuerpo devastado seguía siendo la misma. Fermina Daza se recuperó
de la impresión con pocos días de campo y buenos recuerdos, pero no salió de la
hacienda sino para ir a misa los domingos con los nietos de sus cómplices díscolas de
antaño, chalanes en caballos magníficos, y muchachas bellas y bien vestidas, como sus
madres a la misma edad, que iban de pie en las carretas de bueyes, cantando a coro,
hasta la iglesia de la misión en el fondo del valle. Sólo pasó por el pueblo de Flores de
María, donde no había estado en el viaje anterior porque no pensaba que pudiera
gustarle, pero cuando lo conoció se quedó fascinada. Su desgracia, o la del pueblo, fue
que después no logró recordarlo jamás como era en realidad, sino como se lo imaginaba
antes de conocerlo.
El doctor Juvenal Urbino tomó la decisión de ir por ella después de recibir el
informe del obispo de Riohacha. Su conclusión fue que la demora de la esposa no se
debía a que no quisiera volver sino a que no encontraba cómo sortear el orgullo. Así que
se fue sin avisarle, después de un intercambio de cartas con Hildebranda, de las cuales
sacó en claro que a la esposa se le habían invertido las nostalgias: ahora sólo pensaba en
su casa. Fermina Daza estaba en la cocina a las once de la mañana, preparando
berenjenas rellenas, cuando oyó los gritos de los peones, los relinchos, los disparos al
aire, y después los pasos resueltos en el zaguán, y la voz del hombre:
-Más vale llegar a tiempo que ser invitado.
Creyó morir de alegría. Sin tiempo para pensarlo, se lavó las manos de cualquier
modo, murmurando: “Gracias, Dios mío, gracias, qué bueno eres”, pensando que todavía
no se había bañado por las malditas berenjenas que le había pedido Hildebranda sin
decirle quién era el que venía a almorzar, pensando que estaba tan vieja y fea, y con la
cara tan despellejada por el sol, que él iba a arrepentirse de haber venido cuando la viera
en este estado, maldita sea. Pero se secó las manos como pudo con el delantal, se
arregló la apariencia como pudo, apeló a toda la altivez con que su madre la echó al
mundo para ponerle orden al corazón enloquecido, y fue al encuentro del hombre con su
dulce andar de venada, la cabeza erguida, la mirada lúcida, la nariz de guerra, y
agradecida con su destino por el alivio inmenso de volver a casa, aunque no tan fácil
como él creía, desde luego, porque se iba feliz con él, desde luego, pero también resuelta
a cobrarle en silencio los sufrimientos amargos que le habían acabado la vida.
Casi dos años después de la desaparición de Fermina Daza, ocurrió una de esas
casualidades imposibles que Tránsito Ariza habría calificado como una burla de Dios.
Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del
cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria, cuya
publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D'Annunzio. El gran
patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del
esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado
por una clientela selecta. Leona Cassiani seguía las peripecias de la historia con el alma
en un hilo. Florentino Ariza, en cambio, cabeceaba de sueño por el peso abrumador del
drama. A sus espaldas, una voz de mujer pareció adivinarle el pensamiento:
-¡Dios mío, esto es más largo que un dolor!

Fue lo único que dijo, cohibida tal vez por la resonancia de su voz en la penumbra,
pues aún no se había impuesto aquí la costumbre de adornar las películas mudas con
acompañamiento de piano, y en la platea en penumbra sólo se escuchaba el susurro de
lluvia del proyector. Florentino Ariza no se acordaba de Dios sino en las situaciones más
difíciles, pero esa vez le dio gracias con toda su alma. Pues aun a veinte brazas debajo
de la tierra habría reconocido de inmediato aquella voz de metales sordos que llevaba en
el alma desde la tarde en que le oyó decir en el reguero de hojas amarillas de un parque
solitario: “Ahora váyase, y no vuelva hasta que yo le avise”. Sabía que estaba sentada en
el asiento detrás del suyo, junto al esposo inevitable, y percibía su respiración cálida y
bien medida, y aspiraba con amor el aire purificado por la buena salud de su aliento. No
la sintió socavada por la polilla de la muerte, como solía imaginársela en el abatimiento
de los últimos meses, sino que la evocó otra vez en su edad radiante y feliz, con el
vientre curvado por la semilla del primer hijo bajo la túnica de Minerva. La imaginaba
como si la estuviera viendo sin mirar hacia atrás, ajeno por completo a los desastres
históricos que desbordaban la pantalla. Se deleitaba con los hálitos del perfume de
almendras que le llegaba de regreso de su intimidad, ansioso de saber cómo pensaba ella
que debían enamorarse las mujeres del cine para que sus amores dolieran menos que los
de la vida. Poco antes del final, con un destello de júbilo, se dio cuenta de pronto de que
nunca había estado tanto tiempo tan cerca de alguien a quien amaba tanto.
Esperó a que los otros se levantaran cuando se encendieron las luces. Luego se
levantó sin prisa, se volvió distraído abotonándose el chaleco que siempre se soltaba
durante la función, y los cuatro se encontraron tan cerca que habrían tenido que
saludarse de todos modos, aunque alguno de ellos no lo hubiera querido. Juvenal Urbino
saludó primero a Leona Cassiani, a quien conocía bien, y luego le estrechó la mano a
Florentino Ariza con la gentileza habitual. Fermina Daza les dirigió a ambos una sonrisa
cortés, nada más que cortés, pero de todos modos una sonrisa de alguien que los había
visto muchas veces, que sabía quiénes eran, y que por tanto no tenían que serle
presentados. Leona Cassiani le correspondió con su gracia mulata. En cambio, Florentino
Ariza no supo qué hacer, porque se quedó atónito de verla.
Era otra. No había en su rostro ningún indicio de la terrible enfermedad de moda,
ni de otra ninguna, y su cuerpo conservaba todavía el peso y la esbeltez de sus tiempos
mejores, pero era evidente que los dos últimos años habían pasado por ella con el rigor
de diez mal vividos. El cabello corto le sentaba bien, con una curva de ala en las mejillas,
pero ya no era de color de miel sino de aluminio, y los hermosos ojos lanceolados habían
perdido media vida de luz detrás de las antiparras de abuela. Florentino Ariza la vio
alejarse del brazo del esposo entre la muchedumbre que abandonaba el cine, y se
sorprendió de que estuviera en un sitio público con una mantilla de pobre y unas chinelas
de andar por casa. Pero lo que más lo conmovió fue que el esposo tuvo que agarrarla por
el brazo para indicarle el buen camino de la salida, y aun así calculó mal la altura y
estuvo a punto de caerse en el escalón de la puerta.

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