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El amor en los tiempos del cólera - 18

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 07:11:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio,
cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por
gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque
nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo
único que le había ocurrido en la vida.
Por esos días vino un fotógrafo belga que instaló su estudio en los altos del Portal
de los Escribanos, y todo el que tuvo con qué pagarlo aprovechó la ocasión para hacerse
un retrato. Fermina e Hildebranda fueron de las primeras. Vaciaron el ropero de Fermina
Sánchez, se repartieron las ropas más vistosas, las sombrillas, los zapatos de fiesta, los
sombreros, y se vistieron de damas del medio siglo. Gala Placidia las ayudó a ceñirse los
corsés, las enseñó a moverse dentro de los armazones de alambre de los miriñaques, a
calzarse los guantes, a abotonarse los botines de tacones altos. Hildebranda prefirió un
sombrero de alas grandes con plumas de avestruz que le caían sobre la espalda. Fermina
se puso uno más reciente, adornado con frutas de yeso pintado y flores de crinolina. Al
final se burlaron de sí mismas cuando se vieron en el espejo tan parecidas a los
daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas de risa, a que les hicieran la
foto de sus vidas. Gala Placidia las vio desde el balcón atravesando el parque con las
sombrillas abiertas, sosteniéndose como podían sobre los tacones y empujando los
miriñaques con todo el cuerpo como andaderas de niños, y les echó la bendición para
que Dios las ayudara en sus retratos.
Había un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny
Centeno, que por aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá.
Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la cabeza, y no
fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de asalto durante un minuto y
respirando lo menos posible, pero tan pronto como alzaba la guardia sus fanáticos
prorrumpían en ovaciones, y él no podía resistir la tentación de complacerlos exhibiendo
sus artes. Cuando llegó el turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía
inminente, pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal
naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por más
tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda murió, casi
centenaria en su hacienda de Flores de María, encontraron su copia bajo llave en el
armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto
con el fósil de un pensamiento en una carta borrada por los años. Fermina Daza tuvo
siempre la suya muchos años en la primera hoja de un álbum de familia, de donde
desapareció sin que se supiera cómo, ni cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por
una serie de casualidades inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.
La plaza frente al Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones
cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían
las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate,
y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle las recibió con una
rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de escapar al escarnio público, cuando
se abrió paso por entre el tumulto el landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los
grupos hostiles se dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión
del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus
ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.
Aunque nunca lo había visto, lo reconoció de inmediato. Fermina Daza le había
hablado de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en que
no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los caballos de
oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el dueño y trató de explicarle
las causas de su antipatía, aunque no le dijo una palabra de sus pretensiones.
Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó en la puerta del coche como una aparición
de fábula, con un pie en tierra y otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.
-Háganme el favor de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino---. Las llevo adonde
ordenen.

Fermina Daza inició un gesto de reticencia, pero ya Hildebranda había aceptado. El
doctor Juvenal Urbino echó pie a tierra, y con la punta de los dedos, casi sin tocarla, la
ayudó a subir en el coche. Fermina, sin más alternativas, subió después de ella, con la
cara encendida por el bochorno.
La casa estaba a sólo tres cuadras. Las primas no se dieron cuenta de que el
doctor Urbino se hubiera puesto de acuerdo con el cochero, pero debió ser así, porque el
coche tardó más de media hora en llegar. Iban sentadas en el asiento principal, y él
frente a ellas, de espaldas al sentido de la marcha del coche. Fermina volvió la cara hacia
la ventana y se hundió en el vacío. Hildebranda, en cambio, estaba encantada, y el
doctor Urbino más encantado aún con su encantamiento. Tan pronto como el coche se
echó a andar, ella sintió el olor calido del cuero natural de los asientos, la intimidad del
interior capitonado, y dijo que le parecía un lugar bueno para quedarse a vivir. Muy
pronto empezaron a reír, a cruzarse bromas de viejos amigos, y derivaron hacia un juego
de ingenio en una jerigonza fácil, que consistía en intercalar entre cada sílaba una sílaba
convencional. Fingían creer que Fermina no les entendía, aunque no sólo sabían que
entendía sino que estaba pendiente de ellos, y por eso lo hacían. Al cabo de un
momento, después de mucho reír, Hildebranda confesó que no podía soportar más el
suplicio de los botines.
-Nada más fácil -dijo el doctor Urbino-. Vamos a ver quién termina primero.
Empezó a soltarse los cordones de las botas, e Hildebranda aceptó el reto. No le
fue fácil, por el estorbo del corsé de varillas que no le permitía inclinarse, pero el doctor
Urbino se demoró a propósito, hasta que ella sacó sus botines de debajo de la falda con
una carcajada de triunfo, como si acabara de pescarlos en un estanque. Ambos miraron
entonces a Fermina, y vieron su magnífico perfil de oropéndola más afilado que nunca
contra el incendio del atardecer. Estaba tres veces furiosa: por lasituación inmerecida en
que se encontraba, por la conducta libertina de Hildebranda, y por la certeza de que el
coche daba vueltas sin sentido para retardar la llegada. Pero Hildebranda estaba suelta
de madrina.
-Ahora me doy cuenta -dijo- que lo que me estorbaba no eran los zapatos sino
esta jaula de alambre.
El doctor Urbino comprendió que se refería al miriñaque, y atrapó la ocasión al
vuelo. “Nada más fácil -dijo-. Quíteselo.” Con un rápido ademán de prestidigitador se
sacó el pañuelo del bolsillo y se vendó los ojos.
-Yo no miro -dijo.
La venda hizo resaltar la pureza de sus labios entre la barba redonda y negra y los
bigotes de puntas afiladas, y ella se sintió sacudida por un ramalazo de pánico. Miró a
Fermina, y esta vez no la vio furiosa, sino aterrorizada de que ella fuera capaz de
quitarse la falda. Hildebranda se puso seria y le preguntó en letras de mano: “¿Qué
hacemos?”. Fermina Daza le contestó en el mismo código que si no iban directo a su casa
se arrojaría del coche en marcha.
-Estoy esperando -dijo el médico.
-Ya puede mirar -dijo Hildebranda.
El doctor Juvenal Urbino la encontró distinta al quitarse la venda, y comprendió
que el juego había terminado, y había terminado mal. A una señal suya el cochero hizo
girar el coche en redondo, y entró en el parque de Los Evangelios en el momento en que
el farolero encendía las lámparas públicas. Todas las iglesias dieron el Ángelus.
Hildebranda descendió de prisa, un poco turbada por la idea de haber disgustado a la
prima, y se despidió del médico con un apretón de manos sin ceremonias. Fermina la
imitó, pero cuando trató de retirar la mano con el guante de raso, el doctor Urbino le
apretó con fuerza el dedo del corazón.
-Estoy esperando su respuesta -le dijo.

Fermina dio entonces, un tirón más fuerte, y el' guante vacío quedó colgando en la
mano del médico, pero no esperó a recuperarlo. Se acostó sin comer. Hildebranda, como
si nada hubiera pasado, entró en el dormitorio después de cenar con Gala Placidia en la
cocina, y comentó con su gracia natural los incidentes de la tarde. No disimuló su
entusiasmo por el doctor Urbino, por su elegancia y su simpatía, y Fermina no le
correspondió con ningún comentario, pero estaba repuesta de la contrariedad. A un
cierto momento, Hildebranda confesó: cuando el doctor Juvenal Urbino se vendó los ojos
y ella vio el resplandor de sus dientes perfectos entre sus labios rosados, había sentido
un deseo irresistible de comérselo a besos. Fermina Daza se revolvió contra la pared y
puso término a la conversación sin ánimo de ofender, más bien sonriente, pero con todo
el corazón.
-¡Qué puta eres! -dijo.
Durmió a saltos, viendo al doctor Juvenal Urbino por todas partes, viéndolo reír,
cantar, echando chispas de azufre por los dientes con los ojos vendados, burlándose de
ella con una jerigonza sin reglas fijas en un coche distinto que subía hacia el cementerio
de los pobres. Despertó mucho antes del amanecer, exhausta, y permaneció despierta
con los ojos cerrados pensando en los años innumerables que todavía le faltaban por
vivir. Después, mientras Hildebranda se bañaba, escribió una carta a toda prisa, la dobló
a toda prisa, la metió a toda prisa en el sobre, y antes de que Hildebranda saliera del
baño se la mandó con Gala Placidia al doctor Juvenal Urbino. Era una carta de las suyas,
sin una letra de más ni de menos, en la cual sólo decía que sí, doctor, que hablara con su
padre.
Cuando Florentino Ariza supo que Fermina Daza iba a casarse con un médico de
alcurnia y fortuna, educado en Europa y con una reputación insólita a su edad, no hubo
poder capaz de levantarlo de su postración. Tránsito Ariza hizo más que lo posible por
consolarlo con recursos de novia cuando se dio cuenta de que había perdido el habla y el
apetito y se pasaba las noches en claro llorando sin sosiego, y al cabo de una semana
consiguió que comiera otra vez. Habló entonces con don León XII Loayza, el único
sobreviviente de los tres hermanos, y sin decirle el motivo le suplicó que le diera al
sobrino un empleo para hacer cualquier cosa en la empresa de navegación, siempre que
fuera en un puerto perdido en la manigua de La Magdalena, donde no hubiera correo ni
telégrafo, ni viera a nadie que le contara nada de esta ciudad de perdición. El tío no le
dio el empleo por consideración con la viuda del hermano, que no soportaba ni la
existencia simple del bastardo, pero le consiguió el puesto de telegrafista en la Villa de
Leyva, una ciudad de ensueño a más de veinte jornadas y a casi tres mil metros de
altura sobre el nivel de la Calle de las Ventanas.
Florentino Ariza no fue nunca muy consciente de aquel viaje medicinal. Había de
recordarlo siempre, como todo lo que ocurrió en aquella época, a través de los cristales
enrarecidos de su desventura. Cuando recibió el telegrama del nombramiento no pensó
tomarlo siquiera en consideración, pero Lotario Thugut lo convenció con argumentos
alemanes de que le esperaba un porvenir radiante en la administración pública. Le dijo:
“El telégrafo es la profesión del futuro”. Le regaló un par de guantes forrados por dentro
con piel de conejo, un gorro estepario y un sobretodo con cuello de peluche probado en
los eneros glaciales de Baviera. El tío León XII le regaló dos vestidos de paño y unas
botas impermeables que habían sido del hermano mayor, y le dio un pasaje con
camarote para el próximo buque. Tránsito Ariza redujo la ropa a las medidas de su hijo,
que era menos corpulento que el padre y mucho más bajo que el alemán, y le compró
medias de lana y calzoncillos de cuerpo entero para que no le faltara nada contra los
rigores del páramo. Florentino Ariza, endurecido de tanto sufrir, asistía a los preparativos
del viaje como hubiera asistido un muerto a los aprestos de sus honras fúnebres. No le
dijo a nadie que se iba, no se despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le
reveló a la madre el secreto de su pasión reprimida, pero la víspera del viaje cometió a
conciencia una locura última del corazón que bien pudo costarle la vida. Se puso a la
media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse
de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el
violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases
empezaron a ladrar los perros de la calle, y luego los de la ciudad, pero después se
fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un
silencio sobrenatural. El balcón no se abrió, ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el
sereno que casi siempre acudía con su candil tratando de medrar con las migajas de las
serenatas. El acto fue un conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el
violín en el estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya
que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años con la
disposición irrevocable de no volver jamás.
El buque, uno de los tres iguales de la Compañía Fluvial del Caribe, había sido
rebautizado en homenaje al fundador: Pío Quinto Loayza. Era una casa flotante de dos
pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado máximo de cinco
pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del río. Los buques más antiguos
habían sido fabricados en Cincinnati a mediados del siglo, con el modelo legendario de
los que hacían el tráfico del Ohio y el Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de
propulsión movida por una caldera de leña. Como éstos, los buques de la Compañía
Fluvial del Caribe tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de
vapor y las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones colgaban
las hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso superior la cabina de
mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una sala de recreo y un comedor,
donde los pasajeros notables eran invitados por lo menos una vez a cenar y a jugar
barajas. En el piso intermedio tenían seis camarotes de primera clase a ambos lados de
un pasadizo que servía de comedor común, y en la proa una sala de estar abierta sobre
el río con barandales de madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche
sus hamacas los pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos
buques no tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa
con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de pasajeros.
Florentino Ariza no se había tomado la molestia de explorar el buque tan pronto como
subió a bordo, un domingo de julio a las siete de la mañana, como lo hacían casi por
instinto los que viajaban por primera vez. Sólo tomó conciencia de su nueva realidad al
atardecer, navegando frente al caserío de Calamar, cuando fue a orinar en la popa y vio
por el hueco del excusado la gigantesca rueda de tablones girando bajo sus pies con un
estruendo volcánico de espumas y vapores ardientes.
No había viajado nunca. Llevaba un baúl de hojalata con la ropa del páramo, las
novelas ilustradas que compraba en folletines mensuales y que él mismo cosía con tapas
de cartón, y los libros de versos de amor que recitaba de memoria y estaban a punto de
convertirse en polvo de tanto ser releídos. Había dejado el violín, que se identificaba
demasiado con su desgracia, pero su madre lo había obligado a llevar el petate, que era
un recado de dormir muy popular y práctico: una almohada, una sábana, una bacinilla de
peltre y un toldo de punto para los mosquitos, y todo eso envuelto en una estera
amarrada con dos cabuyas para colgar una hamaca en caso de urgencia. Florentino Ariza
no quería llevarlo, pues pensaba que sería inútil en un camarote donde había servicio de
camas tendidas, pero desde la primera noche tuvo que agradecer una vez más el buen
sentido de su madre. En efecto, a última hora subió a bordo un pasajero vestido de
etiqueta que había llegado en un barco de Europa aquella madrugada, y estaba
acompañado por el gobernador de la provincia en persona. Quería proseguir el viaje de
inmediato con su esposa y su hija, y con el criado de librea y los siete baúles con ribetes
dorados que cupieron a duras penas por las escaleras. El capitán, un gigante de Curazao,
logró conmover el sentido patriótico de los criollos para acomodar a los viajeros
imprevistos. A Florentino Ariza le explicó en una tortilla de castellano y papiamento que
el hombre de etiqueta era el nuevo ministro plenipotenciario de Inglaterra en viaje hacia
la capital de la república, le recordó que aquel reino había aportado recursos decisivos
para nuestra independencia del dominio español, y en consecuencia cualquier sacrificio
era poco para que una familia de tan alta dignidad se sintiera en nuestra casa mejor que
en la propia. Florentino Ariza, por supuesto, renunció al camarote.

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