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El amor en los tiempos del cólera - 11

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:31:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Trató de seducirla con toda clase de halagos. Trató de hacerle entender que el
amor a su edad era un espejismo, trató de convencerla por las buenas de que devolviera
las cartas y regresara al colegio a pedir perdón de rodillas, y le dio su palabra de honor
de que él sería el primero en ayudarla a ser feliz con un pretendiente digno. Pero era
como hablarle a un muerto. Derrotado, terminó por perder los estribos en el almuerzo
del lunes, y mientras se atragantaba de improperios y blasfemias al borde de la
conmoción, ella se puso el cuchillo de la carne en el cuello, sin dramatismo pero con
pulso firme, y con unos ojos atónitos que él no se atrevió a desafiar. Fue entonces
cuando asumió el riesgo de hablar cinco minutos, de hombre a hombre, con el
advenedizo infausto que no recordaba haber visto nunca, y que en tan mala hora se
había puesto de través en su vida. Por pura costumbre cogió el revólver antes de salir,
pero tuvo el cuidado de llevarlo escondido debajo de la camisa.
Florentino Ariza no había recobrado el aliento cuando Lorenzo Daza lo llevó del
brazo por la Plaza de la Catedral hasta la galería de arcos del Café de la Parroquia, y lo
invitó a sentarse en la terraza. No había otros clientes a esa hora, y una matrona negra
fregaba las baldosas del enorme salón con vitrales astillados y polvorientos, cuyas sillas
estaban todavía puestas patas arriba sobre las mesas de mármol. Florentino Ariza había
visto allí muchas veces a Lorenzo Daza jugando y tomando vino de barril con los
asturianos del mercado público, mientras se peleaban a gritos por otras guerras crónicas
que no eran las nuestras. Muchas veces, consciente del fatalismo del amor, se
preguntaba cómo sería el encuentro que tarde o temprano iba a tener con él, y que
ningún poder humano había de impedir, porque estaba inscrito desde siempre en el
destino de ambos. Lo suponía como un altercado desigual, no sólo porque Fermina Daza
lo había prevenido en las cartas sobre el carácter tempestuoso de su padre, sino porque
él mismo había notado que sus ojos parecían coléricos hasta cuando reía a carcajadas en
la mesa de juego. Todo él era un tributo a la ordinariez: la panza innoble, el habla
enfática, las patillas de lince, las manos bastas con el anular sofocado por la montura de
ópalo. Su único rasgo enternecedor, que Florentino Ariza reconoció desde la primera vez
que lo vio caminar, era que tenía el mismo andar de venada de la hija. Sin embargo,
cuando le indicó la silla para que se sentara no lo encontró tan áspero como parecía, y
recobró el aliento cuando lo invitó a tomarse una copa de anisado. Florentino Ariza no lo
había bebido nunca a las ocho de la mañana, pero aceptó agradecido, porque lo estaba
necesitando con urgencia.
Lorenzo Daza, en efecto, no tardó más de cinco minutos para dar sus razones, y lo
hizo con una sinceridad desarmante que acabó de confundir a Florentino Ariza. A la
muerte de su esposa se había impuesto el propósito único de hacer de la hija una gran
dama. El camino era largo e incierto para un traficante de mulas que no sabía leer ni
escribir, y cuya reputación de cuatrero no estaba tan probada como bien difundida en la
provincia de San Juan de la Ciénaga. Encendió un tabaco de arriero, y se lamentó: “Lo
único peor que la mala salud es la mala fama”. Sin embargo, dijo, el verdadero secreto
de su fortuna era que ninguna de sus mulas trabajaba tanto y con tanta determinación
como él mismo, aun en los tiempos más agrios de las guerras, cuando los pueblos
amanecían en cenizas y los campos devastados. Aunque la hija no estuvo nunca al
corriente de la premeditación de su destino, se comportaba como un cómplice entusiasta.
Era inteligente y metódica, hasta el punto de que enseñó a leer al padre tan pronto como
aprendió ella, y a los doce años tenía un dominio de la realidad que le hubiera bastado
para llevar la casa sin necesidad de la tía Escolástica. Suspiró: “Es una mula de oro”.
Cuando la hija terminó la escuela primaria, con cinco en todo y mención de honor en el
acto de clausura, él comprendió que el ámbito de San Juan de la Ciénaga le quedaba
estrecho a sus ilusiones. Entonces liquidó tierras y animales, y se trasladó con ímpetus
nuevos y setenta mil pesos oro a esta ciudad en ruinas y con sus glorias apolilladas, pero
donde una mujer bella y educada a la antigua tenía aún la posibilidad de volver a nacer
con un matrimonio de fortuna. La irrupción de Florentino Ariza había sido un tropiezo
imprevisto en aquel plan encarnizado. “Así que he venido a hacerle una súplica”, dijo Lorenzo Daza. Mojó el cabo del tabaco en el anisado, le dio una chupada sin humo, y
concluyó con la voz afligida:
-Apártese de nuestro camino.
Florentino Ariza lo había escuchado bebiendo a sorbos el aguardiente de anís, y
tan absorto en la revelación del pasado de Fermina Daza que no se preguntó siquiera qué
iba a decir cuando tuviera que hablar. Pero llegado el momento se dio cuenta de que
cualquier cosa que dijera comprometía su destino.
-¿Usted habló con ella? -preguntó.
-Eso no le incumbe a usted -dijo Lorenzo Daza.
-Se lo pregunto -dijo Florentino Ariza- porque me parece que la que tiene que
decidir es ella.
-Nada de eso -dijo Lorenzo Daza-: esto es un asunto de hombres y se arregla
entre hombres.
El tono se había vuelto amenazante, y un cliente de una mesa cercana se volvió a
mirarlos. Florentino Ariza habló con la voz más tenue pero con la resolución más
imperiosa de que fue capaz:
-De todos modos -dijo- no puedo contestar nada sin saber qué piensa ella. Sería
una traición.
Entonces Lorenzo Daza se echó hacia atrás en el asiento con los párpados
enrojecidos y húmedos, y el ojo izquierdo giró en su órbita y quedó torcido hacia fuera.
También bajó la voz.
-No me fuerce a pegarle un tiro -dijo.
Florentíno Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz
no le tembló, porque también él se sintió iluminado por el Espíritu Santo.
-Péguemelo -dijo, con la mano en el pecho-. No hay mayor gloria que morir por
amor.
Lorenzo Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo
torcido. No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por sílaba:
-¡Hi-jo-de-pu-ta!
Aquella misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido. No le dio explicación
alguna, sino que irrumpió en el dormitorio con los bigotes sucios por la cólera revuelta
con el tabaco masticado, y le ordenó que hiciera el equipaje. Ella le preguntó para dónde
iban, y él contestó: “Para la muerte”. Asustada por aquella respuesta que se parecía
demasiado a la verdad, trató de enfrentarlo con el coraje de los días anteriores, pero él
se quitó el cinturón con la hebilla de cobre macizo, se la enroscó en el puño, y dio en la
mesa un correazo que resonó en la casa como un disparo de rifle. Fermina Daza conocía
muy bien el alcance y la ocasión de su propia fuerza, de modo que hizo un petate con
dos esteras y una hamaca, y dos baúles grandes con todas sus ropas, segura de que era
un viaje sin regreso. Antes de vestirse, se encerró en el baño y alcanzó a escribirle a
Florentino Ariza una breve carta de adiós,en una hoja arrancada del cuadernillo de papel
higiénico. Luego se cortó la trenza completa desde la nuca con las tijeras de podar, la
enrolló dentro de un estuche de terciopelo bordado con hilos de oro, y la mandó junto
con la carta.
Fue un viaje demente. La sola etapa inicial en una caravana de arrieros andinos
duró once jornadas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada, embrutecidos
por soles desnudos o ensopados por las lluvias horizontales de octubre, y casi siempre
con el aliento petrificado por el vaho adormecedor de los precipicios. Al tercer día de
camino, una mula enloquecida por los tábanos se desbarrancó con su jinete y arrastró
consigo la cordada entera, y el alarido del hombre y su racimo de siete animales amarrados entre sí continuaba rebotando por cañadas y cantiles varias horas después del
desastre, y siguió resonando durante años y años en la memoria de Fermina Daza. Todo
su equipaje se despeñó con las mulas, pero en el instante de siglos que duró la caída
hasta que se extinguió en el fondo el alarido de pavor, ella no pensó en el pobre mulero
muerto ni en la recua despedazada, sino en la desgracia de que su propia mula no
estuviera también amarrada a las otras.
Era la primera vez que montaba, pero el terror y las penurias incontables del viaje
no le hubieran parecido tan amargas de no haber sido por la certidumbre de que nunca
más vería a Florentino Ariza ni tendría el consuelo de sus cartas. Desde el comienzo del
viaje no había vuelto a dirigirle la palabra a su padre, y éste estaba tan confundido que
apenas le hablaba en casos indispensables, o le mandaba recados con los muleros.
Cuando tuvieron mejor suerte encontraron alguna fonda de vereda donde servían
comidas de monte que ella se negaba a comer, y les alquilaban camas de lienzo
percudidas de sudores y orines rancios. Lo más frecuente, sin embargo, era pasar la
noche en rancherías de indios, dormitorios públicos al aire libre construidos a la orilla de
los caminos con hileras de horcones y techos de palma amarga, donde todo el que
llegaba tenía derecho a quedarse hasta el amanecer. Fermina Daza no logró dormir una
noche completa, sudando de miedo, sintiendo en la oscuridad el trajín de los viajeros
sigilosos que amarraban sus bestias en los horcones y colgaban las hamacas donde
podían.
Al atardecer, cuando llegaban los primeros, el lugar era despejado y tranquilo,
pero amanecía transformado en una plaza de feria, con un hacinamiento de hamacas
colgadas a distintos niveles, y aruacos de la sierra durmiendo en cuclillas, y el berrinche
de los chivos amarrados y el alboroto de los gallos de pelea en sus guacales de faraones,
y la mudez acezante de los perros montunos enseñados a no ladrar por los riesgos de la
guerra. Aquellas penurias eran familiares a Lorenzo Daza, que había traficado por la
región durante media vida, y casi siempre se encontraba con amigos viejos al amanecer.
Para la hija era una agonía perpetua. La hedentina de las cargas de bagre salado,
sumada a la inapetencia propia de la añoranza, acabaron por estropearle el hábito de
comer, y si no enloqueció de desesperación fue porque siempre encontró un alivio en el
recuerdo de Florentino Ariza. No dudó de que aquella fuera la tierra del olvido.
Otro terror constante era el de la guerra. Desde el principio del viaje se había
hablado del peligro de encontrar patrullas desperdigadas, y los arrieros los habían
instruido sobre los diversos modos de saber a qué- bando pertenecían para que
procedieran en consecuencia. Era frecuente encontrar una partida de soldados de a
caballo, al mando de un oficial, que hacía la leva de nuevos reclutas enlazándolos como
novillos en plena carrera. Agobiada por tantos horrores, Fermina Daza se había olvidado
de aquel que le parecía más legendario que inminente, hasta una noche en que una
patrulla sin filiación conocida secuestró a dos viajeros de la caravana y los colgó de un
campano a media legua de la ranchería. Lorenzo Daza no tenía nada que ver con ellos,
pero los hizo descolgar y les dio cristiana sepultura en acción de gracias por no haber
corrido igual suerte. No era para menos. Los asaltantes lo habían despertado con un
cañón de escopeta en el vientre, y un comandante en harapos con la cara pintada de
negro-humo, iluminándolo con una lámpara, le preguntó si era liberal o conservador.
-Ni lo uno ni lo otro -dijo Lorenzo Daza-. Soy súbdito español.
-¡Qué suerte! -dijo el comandante, y se despidió de él con la mano en alto-: ¡Viva
el rey!
Dos días después bajaron a la llanura luminosa donde estaba asentada la alegre
población de Valledupar. Había peleas de gallos en los patios, músicas de acordeones en
las esquinas, jinetes en caballos de buena sangre, cohetes y campanas. Estaban
armando un castillo de pirotecnia. Fermina Daza no se percató siquiera de la parranda.
Se hospedaron en la casa del tío Lisímaco Sánchez, hermano de su madre, que había
salido a recibirlos en el camino real al frente de una bulliciosa cabalgata de parientes
juveniles montados en las bestias de mejor raza de toda la provincia, y los condujeron por las calles del pueblo en medio del fragor de los fuegos artificiales. La casa estaba en
el marco de la Plaza Grande, junto a la iglesia colonial varias veces remendada, y parecía
más bien una factoría de hacienda por los aposentos amplios y sombríos, y el corredor
oloroso a guarapo caliente frente a un huerto de árboles frutales.
Tan pronto como desmontaron en las caballerizas, los salones de visita fueron
desbordados por numerosos parientes desconocidos que hostigaban a Fermina Daza con
sus efusiones insoportables, pues estaba impedida para querer a nadie más en este
mundo, escaldada por la montura, muerta de sueño y con el vientre suelto, y lo único
que ansiaba era un sitio solitario y quieto para llorar. Su prima Hildebranda Sánchez, dos
años mayor que ella y con su misma altivez imperial, fue la única que comprendió su
estado desde que la vio por primera vez, porque también ella se consumía en las brasas
de un amor temerario. Al anochecer la llevó al dormitorio que había preparado para
compartirlo con ella, y no pudo entender que estuviera viva con las úlceras de fuego de
sus asentaderas. Ayudada por su madre, una mujer muy dulce y tan parecida al esposo
como si fueran gemelos, le preparó un baño de asiento y le mitigó los ardores con
compresas de árnica, mientras los truenos del castillo de pólvora estremecían los
fundamentos de la casa.
Hacia la medianoche se fueron las visitas, la fiesta pública se descompuso en
varios rescoldos dispersos, y la prima Hildebranda le prestó a Fermina Daza un camisón
de madapolán para dormir, y la ayudó a acostarse en una cama de sábanas tersas y
almohadas de plumas que le infundieron de pronto el pánico instantáneo de la felicidad.
Cuando por fin quedaron solas en el dormitorio, cerró la puerta con tranca y sacó de
debajo de la estera de su cama un sobre de manila lacrado con los emblemas del
Telégrafo Nacional. A Fermina Daza le bastó con ver la expresión de malicia radiante de
la prima para que retoñara en la memoria de su corazón el olor pensativo de las
gardenias blancas, antes de triturar el sello de lacre con los dientes y quedarse
chapaleando hasta el amanecer en el pantano de lágrimas de los once telegramas
desaforados.
Entonces lo supo. Antes de emprender el viaje, Lorenzo Daza había cometido el
error de anunciarlo por telégrafo a su cuñado Lisímaco Sánchez, y éste a su vez había
mandado la noticia a su vasta e intrincada parentela, diseminada en numerosos pueblos
y veredas de la provincia. De modo que Florentino Ariza no sólo pudo averiguar el
itinerario completo, sino que había establecido una larga hermandad de telegrafistas para
seguir el rastro de Fermina Daza hasta la última ranchería del Cabo de la Vela. Esto le
permitió mantener con ella una comunicación intensa desde que llegó a Valledupar,
donde permaneció tres meses, hasta el término del viaje en Riohacha, un año y medio
después, cuando Lorenzo Daza dio por hecho que la hija había por fin olvidado, y decidió
volver a casa. Tal vez él mismo no era consciente de cuánto se había relajado su
vigilancia, distraído como estaba con los halagos de los parientes políticos, que al cabo
de tantos años habían depuesto sus prejuicios tribales y lo admitieron a corazón abierto
como uno de los suyos. La visita fue una reconciliación tardía, aunque no hubiera sido
ese el propósito. En efecto, la familia de Fermina Sánchez se había opuesto a toda costa
a que ella se casara con un inmigrante sin origen, hablador y bruto, que siempre estaba
de paso en todas partes, con un negocio de mulas cerreras que parecía demasiado
simple para ser limpio. Lorenzo Daza se jugaba a fondo, porque su pretendida era la más
preciada de una familia típica de la región: una cábila intrincada de mujeres bravas y
hombres de corazón tierno y gatillo fácil, perturbados hasta la demencia por el sentido
del honor. Sin embargo, Fermina Sánchez se sentó en su capricho con la determinación
ciega de los amores contrariados, y se casó con él a despecho de la familia, con tanta
prisa y tantos misterios, que pareció como si no lo hiciera por amor sino por cubrir con
un manto sacramental algún descuido prematuro.
Veinticinco años después, Lorenzo Daza no se daba cuenta de que su
intransigencia con los amoríos de la hija era una repetición viciosa de su propia historia,
y se dolía de su desgracia ante los mismos cuñados que se habían opuesto a él, como
éstos se habían dolido en su momento ante los suyos. Sin embargo, el tiempo que él perdía en lamentos lo ganaba la hija en sus amores. Así, mientras él andaba castrando
novillos y desbravando mulas en las tierras venturosas de sus cuñados, ella se paseaba
con la rienda suelta en un tropel de primas comandadas por Hildebranda Sánchez, la más
bella y servicial, cuya pasión sin porvenir por un hombre veinte años mayor, casado y
con hijos, se conformaba con miradas furtivas.
Después de la prolongada estancia en Valledupar prosiguieron el viaje por las
estribaciones de la sierra, a través de praderas floridas y mesetas de ensueño, y en
todos los pueblos fueron recibidos como en el primero, con músicas y petardos, y con
nuevas primas confabuladas y mensajes puntuales en las telegrafías. Bien pronto se dio
cuenta Fermina Daza de que la tarde de su llegada a Valledupar no había sido distinta,
sino que en aquella provincia feraz todos los días de la semana se vivían como si fueran
de fiesta. Los visitantes dormían donde los sorprendiera la noche y comían donde los
encontraba el hambre, pues eran casas de puertas abiertas donde siempre había una
hamaca colgada y un sancocho de tres carnes hirviendo en el fogón, por si alguien
llegaba antes que su telegrama de aviso, como ocurría casi siempre. Hildebranda
Sánchez acompañó a la prima en el resto del viaje, guiándola con~pulso alegre a través
de las marañas de la sangre hasta sus fuentes de origen. Fermina Daza se reconoció, se
sintió dueña de sí misma por primera vez, se sintió acompañada y protegida, con los
pulmones colmados por un aire de libertad que le devolvió el sosiego y la voluntad de
vivir. Aun en sus últimos años había de evocar aquel viaje, cada vez más reciente en la
memoria, con la lucidez perversa de la nostalgia.
Una noche regresó del paseo diario aturdida por la revelación de que no sólo se
podía ser feliz sin amor sino también contra el amor. La revelación la alarmó, porque una
de sus primas había sorprendido una conversación de sus padres con Lorenzo Daza, en la
que éste había sugerido la idea de concertar el matrimonio de su hija con el heredero
único de la fortuna fabulosa de Cleofás Moscote. Fermina Daza lo conocía. Lo había visto
caracoleando en las plazas sus caballos perfectos, con gualdrapas tan ricas que parecían
ornamentos de misa, y era elegante y diestro, y tenía unas pestañas de soñador que
hacían suspirar a las piedras, pero ella lo comparó con su recuerdo de Florentino Ariza
sentado bajo los almendros del parquecito, pobre y escuálido, con el libro de versos en el
regazo, y no encontró en su corazón ni una sombra de duda.


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