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Memoria de mis putas tristes - 08

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:26:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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La ciudad, codiciada por su naturaleza pacífica y su seguridad congénita, arrastraba
la desgracia de un asesinato escandaloso y atroz cada año. Aquél no lo fue. La
noticia oficial en titulares excesivos y parca en detalles decía que al joven banquero
lo habían asaltado y muerto a cuchilladas en la carretera de Pradomar por motivos
incomprensibles. No tenía enemigos. El comunicado del gobierno señalaba como
presuntos asesinos a refugiados del interior del país, que estaban desatando una
oleada de delincuencia común extraña al espíritu cívico de la población. En las
primeras horas hubo más de cincuenta detenidos.
Acudí escandalizado con el redactor judicial, un periodista típico de los años veinte,
con visera de celuloide verde y ligas en las mangas, que presumía de anticiparse a
los hechos. Sin embargo, sólo conocía unas hilachas sueltas del crimen, y yo se las
completé hasta donde me fue prudente. Así escribimos cinco cuartillas a cuatro
manos para una noticia de ocho columnas en primera página atribuida al fantasma
eterno de las fuentes que nos merecen entero crédito. Pero al Abominable Hombre
de las Nueve -el censor- no le tembló el pulso para imponer la versión oficial de que
había sido un asalto de bandoleros liberales. Yo me lavé la conciencia con un ceño
de pesadumbre en el entierro más cínico y concurrido del siglo.
Cuando regresé a casa aquella noche llamé a Rosa Cabarcas para averiguar qué
había pasado con Delgadina, pero no contestó el teléfono en cuatro días. Al quinto
fui a su casa con los dientes apretados. Las puertas estaban selladas, pero no por la
policía sino por la Sanidad. Nadie en el vecindario daba noticias de nada. Sin ningún
indicio de Delgadina, me di a una búsqueda encarnizada y a veces ridícula que me
dejó acezante. Pasé días enteros observando a las jóvenes ciclistas desde los
escaños de un parque polvoriento donde los niños jugaban a encaramarse en la
estatua descascarada de Simón Bolívar. Pasaban pedaleando como venadas;
bellas, disponibles, listas para ser atrapadas a la gallina ciega. Cuando se me acabó
la esperanza me refugié en la paz de los boleros. Fue como un bebedizo
emponzoñado: cada palabra era ella. Siempre había necesitado el silencio para
escribir porque mi mente atendía más a la música que a la escritura. Entonces fue al
revés: sólo pude escribir a la sombra de los boleros. Mi vida se llenó de ella. Las
notas que escribí aquellas dos semanas fueron modelos en clave para cartas de
amor. El jefe de redacción, contrariado con la avalancha de respuestas, me pidió
que moderara el amor mientras pensábamos cómo consolar a tantos lectores
enamorados.
La falta de sosiego acabó con el rigor de mis días. Despertaba a las cinco, pero me
quedaba en la penumbra del cuarto imaginando a Delgadina en su vida irreal de
levantar a sus hermanos, vestirlos para la escuela, darles el desayuno, si lo había, y
atravesar la ciudad en bicicleta para cumplir la condena de coser botones. Me
pregunté asombrado: ¿Qué piensa una mujer mientras pega un botón? ¿Pensaba
en mí? ¿También ella buscaba a Rosa Cabarcas para dar conmigo? Pasé hasta una
semana sin quitarme el mameluco de mecánico ni de día ni de noche, sin bañarme,
sin afeitarme, sin cepillarme los dientes, porque el amor me enseñó demasiado tarde
que uno se arregla para alguien, se viste y se perfuma para alguien, y yo nunca
había tenido para quién. Damiana creyó que estaba enfermo cuando me encontró
desnudo en la hamaca a las diez de la mañana. La vi con los ojos turbios de la
codicia y la invité a revolearnos desnudos. Ella, con un desprecio, me dijo:
— ¿Ya pensó lo que va a hacer si le digo que sí?
Así supe hasta qué punto me había corrompido el sufrimiento. No me reconocía a mí
mismo en mi dolor de adolescente. No volví a salir de la casa por no descuidar el
teléfono. Escribía sin descolgarlo, y al primer timbrazo le saltaba encima pensando
que pudiera ser Rosa Cabarcas. Interrumpía a cada rato lo que estuviera haciendo
para llamarla, e insistí días enteros hasta comprender que era un teléfono sin
corazón.
Al volver a casa una tarde de lluvia encontré el gato enroscado en la escalinata del
portón. Estaba sucio y maltrecho, y con una mansedumbre de lástima. El manual me
hizo ver que estaba enfermo y seguí sus normas para alentarlo. De golpe, mientras
descabezaba un sueñecito de siesta, me despabiló la idea de que pudiera
conducirme a la casa de Delgadina. Lo llevé en una bolsa de mercado hasta la
tienda de Rosa Cabarcas, que seguía sellada y sin indicios de vida, pero se revolvió
en el talego con tanto ímpetu que logró escapar, saltó la tapia del huerto y
desapareció entre los árboles. Toqué al portón con el puño, y una voz militar
preguntó sin abrir: ¿Quién vive? Gente de paz, dije yo para no ser menos. Ando en
pos de la dueña. No hay dueña, dijo la voz. Por lo menos ábrame para coger el gato,
insistí. No hay gato, dijo. Pregunté: ¿Quién es usted?
— Nadie – dijo la voz.
Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética.
Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo
era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de
amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría
cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de
quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los
sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.
Mi entrada al periódico en mameluco y mal afeitado despertó ciertas dudas sobre mi
estado mental. La casa remodelada, con cabinas individuales de vidrio y luces
cenitales, parecía una clínica de maternidad. El clima artificial callado y confortable
invitaba a hablar en susurros y caminar en puntillas. En el vestíbulo, como virreyes
muertos, estaban los retratos al óleo de los tres directores vitalicios y las fotografías
de visitantes ilustres. La enorme sala principal estaba presidida por la fotografía
gigantesca de la redacción actual tomada la tarde de mi cumpleaños. No pude evitar
la comparación mental con la otra de mis treinta años, y una vez más comprobé con
horror que se envejece más y peor en los retratos que en la realidad. La secretaria
que me había besado la tarde del cumpleaños me preguntó si estaba enfermo. Fui
feliz de contestarle la verdad para que no la creyera: Enfermo de amor. Ella dijo:
¡Lástima que no sea por mí! Yo le correspondí el cumplido: No esté tan segura.
El redactor judicial salió de su cabina gritando que había dos cadáveres de
muchachas sin identificar en el anfiteatro municipal. Le pregunté asustado: ¿De qué
edad? Jóvenes, dijo él. Pueden ser refugiadas del interior perseguidas hasta aquí
por matones del régimen. Respiré aliviado. La situación nos invade en silencio como
una mancha de sangre, dije. El redactor judicial, ya lejos, gritó:
— De sangre no, maestro, de mierda.
Algo peor me ocurrió días después, cuando una muchacha instantánea con una
canasta igual a la del gato pasó como un escalofrío frente a la librería Mundo. La
perseguí a codazos por entre la muchedumbre en el fragor de las doce del día. Era
muy bella, de trancos largos y con una fluidez para abrirse camino entre el gentío
que me costó trabajo alcanzarla. Por fin la rebasé y la miré de frente. Ella me apartó
con la mano sin detenerse ni pedir perdón. No era la que creía, pero su altivez me
dolió como si lo fuera. Comprendí entonces que no sería capaz de reconocer a
Delgadina despierta y vestida, ni ella podía saber quién era yo si nunca me había
visto. En un acto de locura tejí durante tres días doce pares de zapatitos azules y
rosados para recién nacidos, tratando de darme valor para no escuchar, ni cantar, ni
recordar las canciones que me recordaban a ella.
La verdad era que no podía con mi alma, y empezaba a tomar conciencia de la vejez
por mis flaquezas frente al amor. Una prueba todavía más dramática la tuve cuando
un autobús de servicio público arrolló una ciclista en el puro centro comercial.
Acababan de llevársela en una ambulancia y la magnitud de la tragedia se apreciaba
por el estado de chatarra en que quedó la bicicleta sobre un charco de sangre viva.
Pero mi impresión no fue tanta por los destrozos de la bicicleta como por la marca, el
modelo y el color. No podía ser otra que la que yo mismo le había regalado a
Delgadina.
Los testigos coincidieron en que la ciclista herida era muy joven, alta y delgada, y
con el cabello corto y rizado. Aturdido, tomé el primer taxi que pasó, y me hice llevar
al hospital de Caridad, un viejo edificio de muros ocres que parecía una cárcel
encallada en un arenal. Necesité media hora para entrar, y otra más para salir de un
patio fragante de árboles frutales donde una mujer atribulada se me atravesó en el
camino, me miró a los ojos y exclamó:
— Yo soy la que no buscas.
Sólo entonces recordé que era allí donde vivían en libertad los internos mansos del
manicomio municipal. Tuve que identificarme como periodista ante la dirección del
hospital para que un enfermero me condujera al pabellón de urgencias. En
elcuaderno de ingresos estaban los datos: Rosalba Ríos, dieciséis años, sin oficio
conocido. Diagnóstico: conmoción cerebral. Pronóstico: reservado. Pregunté al jefe
del pabellón si podía verla, con la esperanza íntima de que me dijeran que no, pero
me llevaron encantados por si quería escribir sobre el estado de abandono del
hospital.
Atravesamos una sala abigarrada con un fuerte olor de ácido fénico y los enfermos
apelotonados en las camas. Al fondo, en un cuarto solo, tendida en una camilla
metálica, estaba la que buscábamos. Tenía el cráneo cubierto de vendas, la cara
indescifrable, gonfia y amoratada, pero me bastó con verle los pies para saber que
no era. Sólo entonces se me ocurrió preguntarme: ¿Qué habría hecho yo si hubiera
sido ella?
Todavía enredado en las telarañas de la noche tuve el valor de ir el día siguiente a la
fábrica de camisas donde Rosa Cabarcas había dicho alguna vez que trabajaba la
niña, y le pedí al propietario que nos mostrara sus instalaciones como modelo para
un proyecto continental de las Naciones Unidas. Era un libanés paquidérmico y
taciturno, que nos abrió las puertas de su reino con la ilusión de ser un ejemplo
universal.
Trescientas jóvenes de blusas blancas con la ceniza del miércoles en la frente
cosían botones en la vasta nave iluminada. Cuando nos vieron entrar se irguieron
como colegialas y nos observaron de reojo mientras el gerente explicaba sus
aportes al arte inmemorial de pegar botones. Yo escrutaba las caras de cada una,
con el pavor de descubrir a Delgadina vestida y despierta. Pero fue una de ellas la
que me descubrió a mí con la mirada temible de la admiración sin clemencia:
— Dígame, señor: ¿no es usted el que escribe las cartas de amor en el periódico?
Nunca me hubiera imaginado que una niña dormida pudiera causar en uno
semejantes estragos. Escapé de la fábrica sin despedirme ni pensar siquiera si
alguna de aquellas vírgenes de purgatorio era por fin la que buscaba. Cuando salí
de ahí, el único sentimiento que me quedaba en la vida eran las ganas de llorar.
Rosa Cabarcas llamó al cabo de un mes con una explicación increíble: se había
tomado un merecido descanso en Cartagena de Indias, después del asesinato del
banquero. No le creí, desde luego, pero la felicité por su suerte y la dejé explayarse
en su mentira antes de hacerle la pregunta que me borboritaba en el corazón:
— ¿Y ella?
Rosa Cabarcas hizo un silencio largo. Ahí está, dijo al fin, pero su voz se hizo
evasiva: Hay que esperar un tiempo. ¿Cuánto? Ni idea, ya te avisaré. Sentí que se
me iba y la paré en seco: Espérate, dame alguna luz. No hay luz, dijo ella, y
concluyó: Ten cuidado, puedes perjudicarte tú, y sobre todo, perjudicarla a ella. Yo
no estaba para esa clase de remilgos. Le supliqué aunque fuera una oportunidad de
acercarme a la verdad. Al fin y al cabo, le dije, somos cómplices. Ella no dio un paso
más. Cálmate, me dijo, la niña está bien y esperando que la llame, pero ahora
mismo no hay nada que hacer ni voy a decir nada más. Adiós.
Me quedé con el teléfono en la mano sin saber por dónde seguir, pues también la
conocía bastante para pensar que no conseguiría nada de ella si no era por las
buenas. Después del mediodía me di una vuelta furtiva por su casa, más confiado en
la casualidad que en la razón, y la encontré todavía cerrada y con los sellos de la
Sanidad. Pensé que Rosa Cabarcas me había telefoneado de otra parte, tal vez de
otra ciudad, y la sola idea me llenó de presagios turbios. No obstante, a las seis de
la tarde, cuando menos lo esperaba, me soltó por teléfono mi propio santo y seña:
— Bueno, ahora sí.
A las diez de la noche, tembloroso y con los labios mordidos para no llorar, fui
cargado de cajas de chocolates suizos, turrones y caramelos, y una canasta de
rosas ardientes para cubrir la cama. La puerta estaba entreabierta, las luces
encendidas y en el radio se diluía a medio volumen la sonata número uno para violín
y piano de Brahms. Delgadina en la cama estaba tan radiante y distinta que me
costó trabajo reconocerla.

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