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Memoria de mis putas tristes - 03

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:11:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su
madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por
una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde
de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían
sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello
incipiente del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y
los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y
maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los
pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos.
Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se
volvía insoportable a medida que avanzaba la noche. Era imposible imaginar cómo
era la cara pintorreteada a brocha gorda, la espesa costra de polvos de arroz con
dos parches de colorete en las mejillas, las pestañas postizas, las cejas y los
párpados como ahumados con negrohumo, y los labios aumentados con un barniz
de chocolate. Pero ni los trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la
nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: Un tierno toro de lidia.
A las once fui a mis trámites de rutina en el baño, donde estaba su ropa de pobre
doblada sobre una silla con un esmero de rica: un traje de etamina con mariposas
estampadas, un calzón amarillo de malapodán y unas sandalias de fique. Encima de
la ropa había una pulsera de baratillo y una cadenita muy fina con la medalla de la
Virgen. En la repisa del lavabo, una cartera de ruano con un lápiz de labios, un
estuche de colorete, una llave y unas monedas sueltas. Todo tan barato y envilecido
por el uso que no pude imaginarme a nadie tan pobre como ella.
Me desvestí y dispuse las piezas como mejor pude en el perchero para no dañar la
seda de la camisa y el planchado del lino. Oriné en el inodoro decadena, sentado y
como me enseñó desde niño Florina de Dios para que no mojara los bordes de la
bacinilla, y todavía, modestia aparte, con un chorro inmediato y continuo de potro
cerrero. Antes de salir me asomé al espejo del lavamanos. El caballo que me miró
desde el otro lado no estaba muerto sino lúgubre, y tenía una papada de Papa, los
párpados abotagados y desmirriadas las crines que habían sido mi melena de
músico.
— Mierda – le dije –, ¿qué puedo hacer si no me quieres?
Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya
acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la
yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por
dentro como un acorde de arpa, se volteó hacia mí con un gruñido y me envolvió en
el clima de su aliento ácido. Le apreté la nariz con el pulgar y el índice, y ella se
sacudió, apartó la cabeza y me dio la espalda sin despertar. Traté de separarle las
piernas con mi rodilla por una tentación imprevista. En las dos primeras tentativas se
opuso con los muslos tensos. Le canté al oído: La cama de Delgadina de ángeles
está rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me subió por las venas, y mi
lento animal jubilado despertó de su largo sueño.
Delgadina, alma mía, le supliqué ansioso. Delgadina. Ella lanzó un gemido lúgubre,
escapó de mis muslos, me dio la espalda y se enroscó como un caracol en su
concha. La pócima de valeriana debió ser tan eficaz para mí como para ella, porque
nada pasó, ni a ella ni a nadie. Pero no me importó. Me pregunté de qué servía
despertarla, humillado y triste como me sentía, y frío como un lebranche.
Nítidas, ineluctables, sonaron entonces las campanadas de las doce de la noche, y
empezó la madrugada del 29 de agosto, día del Martirio de San Juan Bautista.
Alguien lloraba a gritos en la calle y nadie le hacía caso. Recé por él, si le hiciera falta, y también por mí, en acción de gracias por los beneficios recibidos: No se
engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio.
La niña gimió en sueños, y recé también por ella: Pues que todo ha de pasar por tal
manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.
Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de
espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido
levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo
pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y
siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por
los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y
siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer
inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del
deseo o los estorbos del pudor.
Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de
redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de
la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que ñus rencores del pasado
se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña
dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la
cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios
te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la
almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como
todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto
para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el
peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que
me hacían falta para morir.

2
Escribo esta memoria en lo poco que queda de la biblioteca que fue de mis padres, y
cuyos anaqueles están a punto de desplomarse por la paciencia de las polillas. A fin
de cuentas, para lo que me falta por hacer en este mundo me bastaría con mis
diccionarios de todo género, con las dos primeras series de los Episodios nacionales
de don Benito Pérez Galdós, y con La montaña mágica, que me enseñó a entender
los humores de mi madre desnaturalizados por la tisis.
A diferencia de los otros muebles, y de mí mismo, el mesón en que escribo parece
de mejor salud con el paso del tiempo, porque lo fabricó en maderas nobles mi
abuelo paterno, que fue carpintero de buques. Aunque no tenga que escribir, lo
aderezo todas las mañanas con el rigor ocioso que me ha hecho perder tantos
amores. Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer
Diccionario Ilustrado de la Real Academia,de 1903; el Tesoro de la Lengua
Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la gramática de don
Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso
Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus
sinónimos; el Vocabolario della Língua Italiana de Nicola Zingarelli, para
favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el diccionario
de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.

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