• ANUNCIA AQUÍ

    Digital Solutions Perú EIRL, te ofrece el servicio de publicidad por nuestros blogs, contamos con más de 2000 visitas diarias, aproximadamente 60000 personas verán tu publicidad por nuestro servico al mes. Llámanos y por una suma pequeña podrás tener tu aviso publicitario, con un enlace directo a tu web. Y si no tiene página web nosotros te la creamos...

  • APOYA A LA ESCUELA USDA - TRUJILLO

    Estimados lectores, estamos apoyando esta noble causa, tan solo con un pequeño aporte puedes dar la alegría a niñoz de escasos recursos. Lo que se necesita son implementos escolares, cualquier tipo de ayuda será bien recibido. Gracias.....

El amor en los tiempos del cólera - 29

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:51:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

| Indice | Siguiente |

Florentino Ariza estaba ocupándose de sus invitados en el salón principal del
buque, todavía oloroso a pintura reciente y alquitrán derretido, cuando una salva de
aplausos estalló en los muelles y la banda atacó una marcha triunfal. Tuvo que reprimir
el estremecimiento ya casi tan antiguo como él mismo cuando vio a la hermosa mujer de
sus sueños del brazo del esposo, espléndida en su madurez, desfilando como una reina
de otro tiempo por entre la guardia de honor en uniforme de parada, bajo una tormenta
de serpentinas y pétalos naturales que le arrojaban desde las ventanas. Ambos
respondían con la mano a las ovaciones, pero ella era tan deslumbrante que parecía ser
la única en medio de la muchedumbre, vestida toda de un dorado imperial, desde las
zapatillas de tacones altos y las colas de zorros en el cuello, hasta el sombrero de
campana.
Florentino Ariza los esperó en el puente, junto con las autoridades provinciales, en
medio del estruendo de la música y los cohetes y los tres bramidos densos del buque que
dejaron el muelle empapado de vapor. Juvenal Urbino saludó a la fila de recepción con
aquella naturalidad tan suya que hacía pensar a cada uno que le tenía un afecto especial:
primero el capitán del buque en uniforme de gala, después el arzobispo, después el
gobernador con su esposa y el alcalde con la suya, y después el jefe militar de la plaza,
que era un andino recién Regado. A continuación de las autoridades estaba Florentino
Ariza, vestido de paño oscuro, casi invisible entre tantos notables. Luego de saludar al
comandante de la plaza, Fermina pareció vacilar ante la mano tendida de Florentino
Ariza. El militar, dispuesto a presentarlos, le preguntó a ella si no se conocían. Ella no
dijo ni que sí ni que no, sino que le tendió la mano a Florentino Ariza con una sonrisa de
salón. Aquello había ocurrido en dos ocasiones del pasado, y había de ocurrir otras veces,
y Florentino Ariza lo asimiló siempre como un comportamiento propio del carácter de
Fermina Daza. Pero aquella tarde se preguntó con su infinita capacidad de ilusión si una
indiferencia tan encarnizada no sería un subterfugio para disimular un tormento de amor.
La sola idea le alborotó las querencias. Volvió a rondar la quinta de Fermina Daza
con las mismas ansias con que lo hacía tantos años antes en el parquecito de Los
Evangelios, pero no con la intención calculada de que ella lo viera, sino con la única de
verla para saber que continuaba en el mundo. Sólo que entonces le era difícil pasar
inadvertido. El barrio de La Manga estaba en una isla semidesértica, separada de la
ciudad histórica por un canal de aguas verdes, y cubierta por matorrales de icaco que
habían sido guaridas de enamorados dominicales durante la Colonia. En años recientes
habían demolido el viejo puente de piedra de los españoles, y construyeron uno de
material con globos de luces, para dar paso a los nuevos tranvías de mulas. Al principio,
los habitantes de La Manga tenían que soportar un suplicio que no se tuvo en cuenta en
el proyecto, y era dormir tan cerca de la primera planta eléctrica que tuvo la ciudad, cuya
trepidación era un temblor de tierra continuo. Ni el doctor Juvenal Urbino con todo su
poder había logrado que la mudaran para donde no estorbara, hasta que intercedió en
favor suyo su comprobada complicidad con la Divina Providencia. Una noche estalló la
caldera de la planta con una explosión pavorosa, voló por encima de las casas nuevas,
atravesó media ciudad por los aires y desbarató la galería mayor del antiguo convento de
San Julián el Hospitalario. El viejo edificio en ruinas había sido abandonado a principios
de aquel año, pero la caldera les causó la muerte a cuatro presos que se habían fugado a
prima noche de la cárcel local y estaban escondidos en la capilla.
Aquel suburbio apacible, con tan bellas tradiciones de amor, no fue en cambio
muy propicio para los amores contrariados cuando se convirtió en barrio de lujo. Las
calles eran polvorientas en verano, pantanosas en invierno y desoladas durante todo el
año, y las casas escasas estaban escondidas entre jardines frondosos, con terrazas de
mosaicos en vez de los balcones volados de antaño, como hechas a propósito para
desalentar a los enamorados furtivos. Menos mal que en aquella época se impuso la
moda de pasear por las tardes en las viejas victorias de alquiler arregladas para un solo
caballo, y el recorrido terminaba en una eminencia desde donde se apreciaban los
crepúsculos desgarrados de octubre mejor que desde la torre del faro, y se veían los
tiburones sigilosos acechando la playa de los seminaristas, y el transatlántico de los
jueves, inmenso y blanco, que casi podía tocarse con las manos cuando pasaba por el canal del puerto. Florentino Ariza solía alquilar una victoria después de una jornada dura
en la oficina, pero no le plegaba la capota como era la costumbre en los meses de calor,
sino que permanecía escondido en el fondo del asiento, invisible en la sombra, siempre
solo, y ordenando rumbos imprevistos para no alborotar los malos pensamientos del
cochero. Lo único que en realidad le interesaba del paseo era el partenón de mármol
rosado medio oculto entre matas de plátano y mangos frondosos, réplica sin fortuna de
las mansiones idílicas de los algodonales de Luisiana. Los hijos de Fermina Daza volvían a
casa poco antes de las cinco. Florentino Ariza los veía llegar en el coche de la familia, y
veía salir después al doctor juvenal Urbino para sus visitas médicas de rutina, pero en
casi un año de rondas no pudo ver ni siquiera el celaje que anhelaba.
Una tarde en que insistió en el paseo solitario a pesar de que estaba cayendo el
primer aguacero devastador de junio, el caballo resbaló en el fango y se fue de bruces.
Florentino Ariza se dio cuenta con horror de que estaban justo frente a la quinta de
Fermina Daza, y le hizo una súplica al cochero, sin pensar que su consternación podía
delatarlo.
-Aquí no, por favor -le gritó---. En cualquier parte menos aquí.
Ofuscado por el apremio, el cochero trató de levantar el caballo sin
desengancharlo, y el eje del coche se rompió. Florentino Ariza salió como pudo, y soportó
la vergüenza bajo el rigor de la lluvia hasta que otros paseantes se ofrecieron para
llevarlo a su casa. Mientras esperaba, una criada de la familia Urbino lo había visto con la
ropa ensopada y chapaleando en el fango hasta las rodillas, y le llevó un paraguas para
que se guareciera en la terraza. Florentino Ariza no había soñado con tanta fortuna en el
más desaforado de sus delirios, pero aquella tarde hubiera preferido morir a dejarse ver
por Fermina Daza en semejante estado.
Cuando vivían en la ciudad vieja, Juvenal Urbino y su familia iban los domingos a
pie desde su casa hasta la catedral, a la misa de ocho, que era más un acto mundano
que religioso. Más tarde, cuando cambiaron de casa, siguieron yendo en el coche durante
varios años, y a veces se demoraban en tertulias de amigos bajo las palmeras del
parque. Pero cuando construyeron el templo del seminario conciliar en La Manga, con
playa privada y cementerio propio, ya no volvieron a la catedral sino en ocasiones muy
solemnes. Ignorante de estos cambios, Florentino Ariza esperó varios domingos en la
terraza del Café de la Parroquia, vigilando la salida de las tres misas. Luego cayó en la
cuenta de su error y fue a la iglesia nueva, que estuvo de moda hasta hace pocos años, y
allí encontró al doctor Juvenal Urbino con sus hijos, puntuales a las ocho en los cuatro
domingos de agosto, pero Fermina Daza no estuvo con ellos. Uno de esos domingos
visitó el nuevo cementerio contiguo, donde los residentes del barrio de La Manga estaban
construyendo sus panteones suntuosos, y el corazón le dio un salto cuando encontró a la
sombra de las grandes ceibas el más suntuoso de todos, ya terminado, con vitrales
góticos y ángeles de mármol, y con las lápidas doradas para toda la familia en letras
doradas. Entre ellas, desde luego, la de doña Fermina Daza de Urbino de la Calle, y a
continuación la del esposo, con un epitafio común: juntos tambíén en la paz del Señor.
En el resto del año, Fermina Daza no asistió a ninguno de los actos cívicos ni
sociales, ni siquiera los de Navidad, en los cuales ella y su marido solían ser
protagonistas de lujo. Pero donde más se notó su ausencia fue en la sesión inaugural de
la temporada de ópera. En el intermedio, Florentino Ariza sorprendió un grupo en el que
sin duda hablaban de ella sin mencionarla. Decían que alguien la vio subir una
medianoche del junio anterior en el transatlántico de la Cunard, rumbo a Panamá, y que
llevaba un velo oscuro para que no se le notaran los estragos de la enfermedad
vergonzosa que la iba consumiendo. Alguien preguntó qué mal tan terrible podía ser para
atreverse con una mujer de tantos poderes, y la respuesta que recibió estaba saturada
de una bilis negra:
-Una dama tan distinguida no puede tener sino la tisis.

Florentino Ariza sabía que los ricos de su tierra no tenían enfermedades cortas. O
se morían de repente, casi siempre en vísperas de una fiesta mayor que se echaba a
perder por el duelo, o se iban apagando en enfermedades lentas y abominables, cuyas
intimidades acababan por ser de dominio públíco. La reclusión en Panamá era casi una
penitencia obligada en la vida de los ricos. Se sometían a lo que Dios quisiera en el
Hospital de los Adventistas, un inmenso galpón blanco extraviado en los aguaceros
prehistóricos del Darién, donde los enfermos perdían la cuenta de la poca vida que les
quedaba, y en cuyos cuartos solitarios con ventanas de anjeo nadie podía saber con
certeza si el olor del ácido fénico era de la salud o de la muerte. Los que se restablecían
regresaban cargados de regalos espléndidos que repartían a manos llenas con una cierta
angustia por hacerse perdonar la indiscreción de seguir vivos. Algunos volvían con el
abdomen atravesado de costuras bárbaras que parecían hechas con cáñamo de zapatero,
se alzaban la camisa para mostrarlas en las visitas, las comparaban con las de otros que
habían muerto sofocados por los excesos de la felicidad, y por el resto de sus días
seguían contando y volviendo a contar las apariciones angélicas que habían visto bajo los
efectos del cloroformo. En cambio, nadie conoció nunca la visión de los que no
regresaron, y entre éstos los más tristes: los que murieron desterrados en el pabellón de
los tísicos, más por la tristeza de la lluvia que por las molestias de la enfermedad.
Puesto a escoger, Florentino Ariza no sabía qué hubiera preferido para Fermina
Daza. Pero antes que nada prefería la verdad, así fuera insoportable, y por mucho que la
buscó no dio con ella. Le resultaba inconcebible que nadie pudiera darle al menos un
indicio para confirmar la versión. En el mundo de los buques fluviales, que era el suyo,
no había misterio que pudiera conservarse ni confidencia que se pudiera guardar. Sin
embargo, nadie había oído hablar de la mujer del velo negro. Nadie sabía nada, en una
ciudad donde todo se sabía, y donde muchas cosas se sabían inclusive antes de que
ocurrieran. Sobre todo las cosas de los ricos. Pero tampoco nadie tenía explicación
alguna para la desaparición de Fermina Daza. Florentino Ariza seguía rodando La Manga,
oyendo misas sin devoción en la basílica del seminario, asistiendo a actos cívicos que
nunca le hubieran interesado en otro estado de ánimo, pero el paso del tiempo no hacía
sino aumentar el crédito de la versión. Todo parecía normal en la casa de los Urbino,
salvo la falta de la madre.
En medio de tantas averiguaciones encontró otras noticias que no conocía, o que
no andaba buscando, y entre ellas la de la muerte de Lorenzo Daza en la aldea
cantábrica donde había nacido. Recordaba haberlo visto durante muchos años en las
bulliciosas guerras de ajedrez del Café de la Parroquia, con la voz estragada de tanto
hablar, y más gordo y áspero a medida que sucumbía en las arenas movedizas de una
mala vejez. No habían vuelto a dirigirse la palabra desde el ingrato desayuno de anisado
del siglo anterior, y Florentino Ariza estaba seguro de que Lorenzo Daza seguía
recordándolo con tanto rencor como él, aun después de conseguir para la hija el
matrimonio de fortuna que se le había convertido en la única razón de estar vivo. Pero
seguía tan decidido a encontrar una información inequívoca sobre la salud de Fermina
Daza, que había vuelto al Café de la Parroquia para obtenerla de su padre, por la época
en que se celebró allí el torneo histórico en que Jeremiah de Saint-Amour se enfrentó
solo a cuarenta y dos adversarios. Fue así como se enteró de que Lorenzo Daza había
muerto, y se alegró de todo corazón, aun a sabiendas de que el precio de aquella alegría
podía ser el seguir viviendo sin la verdad. Al final admitió como cierta la versión del
hospital de desahuciados, sin más consuelo que un refrán conocido: Mujer enferma,
mujer eterna. En sus días de desaliento, se conformaba con la idea de que la noticia de la
muerte de Fermina Daza, en caso de que ocurriera, le llegaría de todos modos sin
buscarla.
No iba a llegarle nunca. Pues Fermina Daza estaba viva y saludable en la hacienda
donde su prima Hildebranda' Sánchez vivía olvidada del mundo, a media legua del pueblo
de Flores de María. Se había ido sin escándalo, de común acuerdo con el esposo,
embrollados ambos como adolescentes con la única crisis seria que habían sufrido en
veinticinco años de un matrimonio estable. Los había sorprendido en el reposo de la
madurez, cuando ya se sentían a salvo de cualquier emboscada de la adversidad, con los hijos grandes y bien criados, y con el porvenir abierto para aprender a ser viejos sin
amarguras. Había sido algo tan imprevisto para ambos, que no quisieron resolverlo a
gritos, con lágrimas y mediadores, como era de uso natural en el Caribe, sino con la
sabiduría de las naciones de Europa, y de tanto no ser ni de aquí ni de allá terminaron
chapaleando en una situación pueril que no era de ninguna parte. Por último, ella había
decidido irse, sin saber siquiera por qué, ni para qué, por pura rabia, y él no había sido
capaz de persuadirla, impedido por su conciencia de culpa.
Fermina Daza, en efecto, se había embarcado a media noche dentro del mayor
sigilo y con la cara cubierta con una mantilla de luto, pero no en un transatlántico de la
Cunard con destino a Panamá, sino en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, la
ciudad donde nació y vivió hasta la pubertad, y cuya nostalgia se iba haciendo
insoportable con los años. Contra la voluntad del marido y las costumbres de la época,
no llevó más acompañante que una ahijada de quince años que se había criado con la
servidumbre de su casa, pero habían dado aviso de su viaje a los capitanes de los barcos
y a las autoridades de cada puerto. Cuando tomó la determinación irreflexiva, les anunció
a los hijos que se iba a temperar por tres meses donde la tía Hildebranda, pero estaba
decidida a quedarse. El doctor Juvenal Urbino conocía muy bien la entereza de su
carácter, y estaba tan atribulado que lo aceptó con humildad como un castigo de Dios
por la gravedad de sus culpas. Pero no se habían perdido de vista las luces del barco
cuando ya ambos estaban arrepentidos de sus flaquezas.
A pesar de que mantuvieron una correspondencia formal sobre el estado de los
hijos y otros asuntos de la casa, transcurrieron casi dos años sin que ni el uno ni el otro
encontrara un camino de regreso que no estuviera minado por el orgullo. Los hijos fueron
a pasar en Flores de María las vacaciones escolares del segundo año, y Fermina Daza
hizo lo imposible por parecer conforme con su nueva vida. Esa fue al menos la conclusión
que sacó juvenal Urbino de las cartas del hijo. Además, en esos días estuvo por allí en
gira pastoral el obispo de Riohacha, montado bajo palio en su célebre mula blanca con
gualdrapas bordadas de oro. Detrás vinieron peregrinos de comarcas remotas, músicos
de acordeones, vendedores ambulantes de comidas y amuletos, y la hacienda estuvo tres
días desbordada de inválidos y desahuciados, que en realidad no venían por los
sermones doctos y las indulgencias plenarias, sino por los favores de la mula, de la cual
se decía que hacía milagros a escondidas del dueño. El obispo había sido muy de la casa
de los Urbino de la Calle desde sus años de cura raso, y un mediodía se escapó de su
feria para almorzar en la hacienda de Hildebranda. Después del almuerzo, en el cual sólo
se habló de asuntos terrenales, llevó aparte a Fermina Daza y quiso oírla en confesión.
Ella se negó, de un modo amable pero firme, con el argumento explícito de que no tenía
nada de que arrepentirse. Aunque no fue ese su propósito, al menos consciente, se
quedó con la idea de que su respuesta iba a llegar adonde debía.
El doctor Juvenal Urbino solía decir, no sin cierto cinismo, que aquellos dos años
amargos de su vida no fueron culpa suya, sino de la mala costumbre que tenía su esposa
de oler la ropa que se quitaba la familia, y la que se quitaba ella misma, para saber por
el olor si había que mandarla a lavar, aunque pareciera limpia a primera vista. Lo hacía
desde niña, y nunca creyó que se notara tanto, hasta que su marido se dio cuenta la
misma noche de bodas. Se dio cuenta también de que fumaba por lo menos tres veces al
día encerrada en el baño, pero esto no le llamó la atención, pues las mujeres de su clase
solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente
de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos con una marimonda de albañil.
Pero la costumbre de husmear cuanta ropa encontraba a su paso, no sólo le pareció
improcedente, sino peligrosa para la salud. Ella lo tomaba a broma, como tomaba todo lo
que no quería discutir, y decía que no era por simple adorno por lo que Dios le había
puesto en la cara aquella acuciosa nariz de oropéndola. Una mañana, mientras ella
andaba de compras, la servidumbre alborotó el vecindario buscando al hijo de tres años
que no habían podido encontrar en ningún escondite de la casa. Ella llegó en medio del
pánico, dio dos o tres vueltas de mastín rastreador, y encontró al hijo dormido dentro de
un ropero, donde nadie pensó que pudiera esconderse. Cuando el marido atónito le
preguntó cómo lo había encontrado, ella le contestó:

-Por el olor a caca.
La verdad es que el olfato no le servía sólo para lavar la ropa o para encontrar
niños perdidos: era su sentido de orientación en todos los órdenes de la vida, y sobre
todo de la vida social. Juvenal Urbino lo había observado a lo largo de su matrimonio,
sobre todo al principio, cuando ella era la advenediza en un ambiente predispuesto en
contra suya desde hacía trecientos años, y sin embargo braceaba por entre frondas de
corales acuchillados sin tropezar con nadie, con un dominio del mundo que no podía ser
sino un instinto sobrenatural. Esa facultad temible, que lo mismo podía tener origen en
una sabiduría milenaria que en un corazón de pedernal, tuvo su hora de desgracia un mal
domingo antes de la misa, cuando Fermina Daza olfateó por pura rutina la ropa que
había usado su marido la tarde anterior, y padeció la sensación perturbadora de haber
tenido a un hombre distinto en la cama.
Olfateó primero el saco y el chaleco mientras quitaba del ojal el reloj de leontina y
sacaba el lapicero y la billetera y las pocas monedas sueltas de los bolsillos y lo iba
poniendo todo sobre el tocador, y después olfateó la camisa abastillada mientras quitaba
el pisacorbatas y las mancornas de topacio de los puños y el botón de oro del cuello
postizo, y después olfateó los pantalones mientras sacaba el llavero con once llaves y el
cortaplumas con cachas de nácar, y olfateó por último los calzoncillos y las medias y el
pañuelo de hilo con su monograma bordado. No había la menor sombra de duda: en cada
una de las prendas había un olor que no había estado en ellas en tantos años de vida en
común, un olor imposible de definir, porque no era de flores ni de esencias artificiales,
sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada, ni volvió a encontrar el olor
todos los días, pero ya no husmeaba la ropa del marido con la curiosidad de saber si
estaba de lavar, sino con una ansiedad insoportable que le iba carcomiendo las entrañas.
Fermina Daza no supo dónde situar el olor de la ropa dentro de la rutina del
esposo. No podía ser entre la clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna
mujer en su sano juicio iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con
una visita, mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el
mercado, preparar el almuerzo y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo
mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la encontrara
desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo de vainas con un
médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino sólo hacía el amor de
noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último caso antes del desayuno al
arrullo de los primeros pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo
de quitarse la ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que
la contaminación de la ropa sólo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en
cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era
difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era demasiado
orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo hiciera por ella. El
horario de las visitas, que parecía el más apropiado para la infidelidad, era además el
más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de
cada uno de sus clientes, inclusive con el estado de cuentas de los honorarios, desde que
los visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y
una frase por el bienestar de su alma.

| Indice | Siguiente |

| 01 | 02 | 03 | 04 | 05 | 06 | 07 | 08 |
09 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 |
| 16 |
17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 |
| 31 | 32 | 33
| 34 | 35 | 36 | 37 | 38 | 39 | 40 |

0 comentarios:

Publicar un comentario