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El amor en los tiempos del cólera - 14

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:41:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Se sumergió en la algarabía caliente de los limpiabotas y los vendedores de
pájaros, de los libreros de lance y los curanderos y las pregoneras de dulces que
anunciaban a gritos por encima de la bulla las cocadas de piña para las niñas, las de coco
para los locos, las de panela para Micaela. Pero ella fue indiferente al estruendo, cautivada de inmediato por un papelero que estaba haciendo demostraciones de tintas
mágicas de escribir, tintas rojas con el clima de la sangre, tintas con visos tristes para
recados fúnebres, tintas fosforescentes para leer en la oscuridad, tintas invisibles que se
revelaban con el resplandor de la lumbre. Ella las quería todas para jugar con Florentino
Ariza, para asustarlo con su ingenio, pero al cabo de varias pruebas se decidió por un
frasquito de tinta de oro. Luego fue con las dulceras sentadas detrás de sus grandes
redomas, y compró seis dulces de cada clase, señalándolos con el dedo a través del
cristal porque no lograba hacerse oír en la gritería: seis cabellitos de ángel, seis
conservitas de leche, seis ladrillos de ajonjolí, seis alfajores de yuca, seis diabolines, seis
piononos, seis bocaditos de la reina, seis de esto y seis de lo otro, seis de todo, y los iba
echando en los canastos de la criada con una gracia irresistible, ajena por completo al
tormento de los nubarrones de moscas sobre el almíbar, ajena al estropicio continuo,
ajena al vaho de sudores rancios que reverberaban en el calor mortal. La despertó del
hechizo una negra feliz con un trapo de colores en la cabeza, redonda y hermosa, que le
ofreció un triángulo de piña ensartado en la punta de un cuchillo de carnicero. Ella lo
cogió, se lo metió entero en la boca, lo saboreó, y estaba saboreándolo con la vista
errante en la muchedumbre, cuando una conmoción la sembró en su sitio. A sus
espaldas, tan cerca de su oreja que sólo ella pudo escucharla en el tumulto, había oído la
voz:
-Este no es un buen lugar para una diosa coronada.
Ella volvió la cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos glaciales, el
rostro lívido, los labios petrificados de miedo, tal como los había visto en el tumulto de la
misa del gallo la primera vez que él estuvo tan cerca de ella, pero a diferencia de
entonces no sintió la conmoción del amor sino el abismo del desencanto. En un instante
se le reveló completa la magnitud de su propio engaño, y se preguntó aterrada cómo
había podido incubar durante tanto tiempo y con tanta sevicia semejante quimera en el
corazón. Apenas alcanzó a pensar: “¡Dios mío, pobre hombre!”. Florentino Ariza sonrió,
trató de decir algo, trató de seguirla, pero ella lo borró de su vida con un gesto de la
mano.
-No, por favor -le dijo-. Olvídelo.
Esa tarde, mientras su padre dormía la siesta, le mandó con Gala Placidia una
carta de dos líneas: Hoy, al verlo, me di cuenta que lo nuestro no es más que una
ilusión. La criada le llevó también sus telegramas, sus versos, sus camelias secas, y le
pidió que devolviera las cartas y los regalos que ella le había mandado: el misal de la tía
Escolástica, las nervaduras de hojas de sus herbarios, el centímetro cuadrado del hábito
de San Pedro Claver, las medallas de santos, la trenza de sus quince años con el lazo de
seda del uniforme escolar. En los días siguientes, al borde de la locura, él le escribió
numerosas cartas de desesperación, y asedió a la criada para que las llevara, pero ésta
cumplió las instrucciones terminantes de no recibir nada más que los regalos devueltos.
Insistió con tanto ahínco, que Florentino Ariza los mandó todos, salvo la trenza, que no
quería devolver mientras Fermina Daza no la recibiera en persona para conversar aunque
fuera un instante. No lo consiguió. Temiendo una determinación fatal de su hijo, Tránsito
Ariza se bajó de su orgullo y le pidió a Fermina Daza que le concediera a ella una gracia
de cinco minutos, y Fermina Daza la atendió un instante en el zaguán de su casa, de pie,
sin invitarla a entrar y sin un mínimo de flaqueza. Dos días después, al término de una
disputa con su madre, Florentino Ariza descolgó del muro de su dormitorio el nicho de
cristal polvoriento donde tenía expuesta la trenza como una reliquia sagrada, y la misma
Tránsito Ariza la devolvió en el estuche de terciopelo bordado con hilos de oro. Florentino
Ariza no tuvo nunca más una oportunidad de ver a solas a Fermina Daza, ni de hablar a
solas con ella en los tantos encuentros de sus muy largas vidas, hasta cincuenta y un
años y nueve meses y cuatro días después, cuando le reiteró el juramento de fidelidad
eterna y amor para siempre en su primera noche de viuda.
El doctor Juvenal Urbino había sido el soltero más apetecido a los veintiocho años.
Regresaba de una larga estancia en París, donde hizo estudios superiores de medicina y
cirugía, y desde que pisó tierra firme dio muestras abrumadoras de que no había perdido un minuto de su tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole,
y ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en
su ciencia, pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda ni
improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre
de su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas secretas para jugar a
quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con ellas, pero logró mantenerse en
estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia a los encantos
plebeyos de Fermina Daza.
Le gustaba decir que aquel amor había sido el fruto de una equivocación clínica. Él
mismo no podía creer que hubiera ocurrido, y menos en aquel momento de su vida,
cuando todas sus reservas pasionales estaban concentradas en la suerte de su ciudad, de
la cual había dicho con demasiada frecuencia y sin pensarlo dos veces que no había otra
igual en el mundo. En París, paseando del brazo de una novia casual en un otoño tardío,
le parecía imposible concebir una dicha más pura que la de aquellas tardes doradas, con
el olor montuno de las castañas en los braseros, los acordeones lánguidos, los
enamorados insaciables que no acababan de besarse nunca en las terrazas abiertas, y sin
embargo, él se había dicho con la mano en el corazón que no estaba dispuesto a cambiar
por todo eso un solo instante de su Caribe en abril. Era todavía demasiado joven para
saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y
que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado. Pero cuando volvió a ver desde
la baranda del barco el promontorio blanco del barrio colonial, los gallinazos inmóviles
sobre los tejados, las ropas de pobres tendidas a secar en los balcones, sólo entonces
comprendió hasta qué punto había sido una víctima fácil de las trampas caritativas de la
nostalgia.
El barco se abrió paso en la bahía a través de una colcha flotante de animales
ahogados, y la mayoría de los pasajeros se refugiaron en los camarotes huyendo de la
pestilencia. El joven médico bajó por la pasarela vestido de alpaca perfecta, con chaleco
y guardapolvos, con una barba de Pasteur juvenil y el cabello dividido por una raya neta
y pálida, y con dominio bastante para disimular el nudo de la garganta que no era de
tristeza sino de terror. En el muelle casi desierto, custodiado por soldados descalzos sin
uniforme, lo esperaban las hermanas y la madre con sus amigos más queridos. Los
encontró macilentos y sin porvenir, a pesar de sus aires mundanos, y hablaban de la
crisis y de la guerra civil como algo remoto y ajeno, pero todos tenían un temblor evasivo
en la voz y una incertidumbre en las pupilas que traicionaban a las palabras. La que más
lo conmovió fue la madre, una mujer todavía joven que se había impuesto en la vida con
su.elegancia y su ímpetu social, y que ahora se marchitaba a fuego lento en el aura de
alcanfor de sus crespones de viuda. Ella debió reconocerse en la turbación del hijo, pues
se anticipó a preguntarle en defensa propia por qué venía con esa piel traslúcida como de
parafina.
-Es la vida, madre -dijo él-. Uno se vuelve verde en París.
Poco después, ahogándose de calor junto a ella en el coche cerrado, no pudo
soportar más la inclemencia de la realidad que se metía a borbotones por la ventanilla. El
mar parecía de ceniza, los antiguos palacios de marqueses estaban a punto de sucumbir
a la proliferación de los mendigos, y era imposible encontrar la fragancia ardiente de los
jazmines detrás de los sahumerios de muerte de los albañales abiertos. Todo le pareció
más pequeño que cuando se fue, más indigente y lúgubre, y había tantas ratas
hambrientas en el muladar de las calles que los caballos del coche trastabillaban
asustados. En el largo camino desde el puerto hasta su casa en el corazón del barrio de
Los Virreyes, no encontró nada que le pareciera digno de sus nostalgias. Derrotado,
volvió la cabeza para que no lo viera su madre, y se soltó a llorar en silencio.
El antiguo palacio del Marqués de Casalduero, residencia histórica de los Urbino de
la Calle, no era el que se mantenía más altivo en medio del naufragio. El doctor Juvenal
Urbino lo descubrió con el corazón hecho trizas desde que entró por el zaguán tenebroso
y vio la fuente polvorienta del jardín interior, y la maraña de monte sin flores por donde
andaban las iguanas, y se dio cuenta de que faltaban muchas losas de mármol, y que otras estaban rotas, en la vasta escalera con barandales de cobre que conducía a las
estancias principales. Su padre, un médico más abnegado que eminente, había muerto
en la epidemia de cólera asiático que asoló a la población seis años antes, y con él había
muerto el espíritu de la casa. Doña Blanca, la madre, sofocada por un luto previsto para
ser eterno, había sustituido con novenarios vespertinos las célebres veladas líricas y los
conciertos de cámara del marido muerto. Las dos hermanas, contra sus gracias naturales
y su vocación festiva, eran carne de convento.
El doctor Juvenal Urbino no durmió ni un instante la noche de su llegada, asustado
por la oscuridad y el silencio, y rezó tres rosarios al Espíritu Santo y cuantas oraciones
recordaba para conjurar calamidades y naufragios y toda clase de acechanzas de la
noche, mientras un alcaraván que se metió por la puerta mal cerrada cantaba cada hora,
a la hora en punto, dentro del dormitorio. Lo atormentaron los gritos alucinados de las
locas en el vecino manicomio de la Divina Pastora, la gota inclemente del tinajero en el
lebrillo cuya resonancia colmaba el ámbito de la casa, los pasos zancudos del alcaraván
perdido en el dormitorio, su miedo congénito a la oscuridad, la presencia invisible del
padre muerto en la vasta mansión dormida. Cuando el alcaraván cantó las cinco, junto
con los gallos del vecindario, el doctor Juvenal Urbino se encomendó en cuerpo y alma a
la Divina Providencia, porque no se sentía con ánimos para vivir un día más en su patria
de escombros. Sin embargo, el afecto de los suyos, los domingos campestres, los
halagos codiciosos de las solteras de su clase terminaron por mitigar las amarguras de la
primera impresión. Fue habituándose poco a poco a los bochornos de octubre, a los
olores excesivos, a los juicios prematuros de sus amigos, al mañana veremos, doctor, no
se preocupe, hasta que terminó por rendirse a los hechizos de la costumbre. No tardó en
concebir una justificación fácil para su abandono. Aquel era su mundo, se dijo, el mundo
triste y opresivo que Dios le había deparado, y a él se debía.
Lo primero que hizo fue tomar posesión del consultorio de su padre. Conservó en
su sitio los muebles ingleses, duros y serios, cuyas maderas suspiraban con los hielos del
amanecer, pero mandó para el desván los tratados de la ciencia virreinal y de la medicina
romántica, y puso en los anaqueles vidriados los de la nueva escuela de Francia.
Descolgó los cromos descoloridos, salvo el del médico disputándole a la muerte una
enferma desnuda, y el juramento hipocrático impreso en letras góticas, y colgó en su
lugar, junto al diploma único de su padre, los muchos y muy variados que él había
obtenido con calificaciones óptimas en distintas escuelas de Europa.
Trató de imponer criterios novedosos en el Hospital de la Misericordia, pero no le
fue tan fácil como le había parecido en sus entusiasmos juveniles, pues la rancia casa de
salud se empecinaba en sus supersticiones atávicas, como la de poner las patas de las
camas en potes con agua para impedir que se subieran las enfermedades, o la de exigir
ropa de etiqueta y guantes de gamuza en la sala de cirugía, porque se daba por sentado
que la elegancia era una condición esencial de la asepsia. No podían soportar que el
joven recién llegado saboreara la orina del enfermo para descubrir la presencia de
azúcar, que citara a Charcot y a Trousseau como si fueran sus compañeros de cuarto,
que hacía en clase severas advertencias sobre los riesgos mortales de las vacunas y en
cambio tenía una fe sospechosa en el nuevo invento de los supositorios. Tropezaba con
todo: su espíritu renovador, su civismo maniático, su sentido del humor retardado en una
tierra de guasones inmortales, todo lo que era en realidad sus virtudes más apreciables
suscitaba el recelo de sus colegas mayores y las burlas solapadas de los jóvenes.
Su obsesión era el peligroso estado sanitario de la ciudad. Apeló a las instancias
más altas para que cegaran los albañales españoles, que eran un inmenso vivero de
ratas, y se construyeran en su lugar alcantarillas cerradas cuyos desechos no
desembocaran en la ensenada del mercado, como ocurría desde siempre, sino en algún
vertedero distante. Las casas coloniales bien dotadas tenían letrinas con pozas sépticas,
pero las dos terceras partes de la población hacinada en barracas a la orilla de las
ciénagas hacía sus necesidades al aire libre. Las heces se secaban al sol, se convertían
en polvo, y eran respiradas por todos con regocijos de pascua en las frescas y venturosas
brisas de diciembre. El doctor juvenal Urbino trató de imponer en el Cabildo un curso obligatorio de capacitación para que los pobres aprendieran a construir sus propias
letrinas. Luchó en vano para que las basuras no se botaran en los manglares, convertidos
desde hacía siglos en estanques de putrefacción, y para que se recogieran por lo menos
dos veces por semana y se incineraran en despoblado.


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