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El amor en los tiempos del cólera - 07

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:14:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Sólo él logró lo que había parecido imposible durante un siglo: la restauración del
Teatro de la Comedia, convertido en gallera y criadero de gallos desde la Colonia. Fue la
culminación de una campaña cívica espectacular que comprometió a todos los sectores
de la ciudad sin excepción, en una movilización multitudinaria que muchos consideraron
digna de mejor causa. Con todo, el nuevo Teatro de la Comedia se inauguró cuando
todavía no tenía sillas ni lámparas, y los asistentes tenían que llevar en qué sentarse y
con qué alumbrarse en los intermedios. Se impuso la misma etiqueta de los grandes
estrenos de Europa, que las damas aprovechaban para lucir sus trajes largos y sus
abrigos de pieles en la canícula del Caribe, pero fue necesario autorizar también la
entrada de los criados para que llevaran las sillas y las lámparas, y cuantas cosas de
comer se creyeran necesarias para resistir los programas interminables, alguno de los cuales se prolongó hasta la hora de la primera misa. La temporada se abrió con una
compañía francesa de ópera cuya novedad era un arpa en la orquesta, y cuya gloria
inolvidable era la voz inmaculada y el talento dramático de una soprano turca que
cantaba descalza y con anillos de pedrerías preciosas en los dedos de los pies. A partir
del primer acto apenas si se veía el escenario y los cantantes perdieron la voz por el
humo de las tantas lámparas de aceite de corozo, pero los cronistas de la ciudad se
cuidaron muy bien de borrar estos obstáculos menudos y de magnificar los memorables.
Fue sin duda la iniciativa más contagiosa del doctor Ur~ bino, pues la fiebre de la ópera
contaminó hasta los sectores menos pensados de la ciudad, y dio origen a toda una
generación de Isoldas y Otelos, y Aidas y Sigfridos. Sin embargo, nunca se llegó a los
extremos que el doctor Urbino hubiera deseado, que era ver a italianizantes y
wagnerianos enfrentados a bastonazo limpio en los intermedios.
El doctor Juvenal Urbino no aceptó nunca puestos oficiales, que le ofrecieron a
menudo y sin condiciones, y fue un crítico encarnizado de los médicos que se valían de
su prestigio profesional para escalar posiciones políticas. Aunque siempre se le tuvo por
liberal y solía votar en las elecciones por los candidatos de ese partido, lo era más por
tradición que por convicción, y fue tal vez el último miembro de las grandes familias que
se arrodillaba en la calle cuando pasaba la carroza del arzobispo. Se definía a sí mismo
como un pacifista natural, partidario de la reconciliación definitiva entre liberales y
conservadores para bien de la patria. Sin embargo, su conducta pública era tan
autónoma que nadie lo tenía como suyo: los liberales lo consideraban un godo de las
cavernas, los conservadores decían que sólo le faltaba ser masón, y los masones lo
repudiaban como un clérigo emboscado al servicio de la Santa Sede. Sus críticos menos
sangrientos pensaban que no era más que un aristócrata extasiado en las delicias de los
juegos Florales, mientras la nación se desangraba en una guerra civil inacabable.
Sólo dos actos suyos no parecían acordes con esta imagen. El primero fue la
mudanza a una casa nueva en un barrio de ricos recientes, a cambio del antiguo palacio
del Marqués de Casalduero, que había sido la mansión familiar durante más de un siglo.
El otro fue el matrimonio con una belleza de pueblo, sin nombre ni fortuna, de la cual se
burlaban en secreto las señoras de apellidos largos hasta que se convencieron a la fuerza
de que les daba siete vueltas a todas por su distinción y su carácter. El doctor Urbino
tuvo siempre muy en cuenta esos y muchos otros tropiezos de su imagen pública, y
nadie era tan consciente como él mismo de ser el último protagonista de un apellido en
extinción. Sus hijos eran dos cabos de raza sin ningun brillo. Marco Aurelio, el varón,
médico como él y como todos los primogénitos de cada generación, no había hecho nada
notable, ni siquiera un hijo, pasados los cincuenta años. Ofelia, la única hija, casada con
un buen empleado de banco de Nueva Orleans, había llegado al climaterio con tres hijas
y ningún varón. Sin embargo, a pesar de que le dolía la interrupción de su sangre en el
manantial de la historia, lo que más le preocupaba de la muerte al doctor Urbino era la
vida solitaria de Fermina Daza sin él.
En todo caso, la tragedia fue una conmoción no sólo entre su gente, sino que
afectó por contagio al pueblo raso, que se asomó a las calles con la ilusión de conocer
aunque fuera el resplandor de la leyenda. Se proclamaron tres días de duelo, se puso la
bandera a media asta en los establecimientos públicos, y las campanas de todas las
iglesias doblaron sin pausas hasta que fue sellada la cripta en el mausoleo familiar. Un
grupo de la Escuela de Bellas Artes hizo una mascarilla del cadáver que sirviera de molde
para un busto de tamaño natural, pero se desistió del proyecto porque a nadie le pareció
digna la fidelidad con que quedó plasmado el pavor del último instante. Un artista de
renombre que estaba aquí por casualidad de paso para Europa, pintó un lienzo
gigantesco de un realismo patético, en el que se veía al doctor Urbino subido en la
escalera y en el instante mortal en que extendió la mano para atrapar al loro. Lo único
que contrariaba la cruda verdad de su historia era que no llevaba en el cuadro la camisa
sin cuello y los tirantes de rayas verdes, sino el sombrero hongo y la levita de paño
negro de un grabado de prensa de los años del cólera. Este cuadro se exhibió pocos meses después de la tragedia, para que nadie se quedara sin verlo, en la vasta galería de
El Alambre de Oro, una tienda de artículos importados por donde desfilaba la ciudad
entera. Luego estuvo en las paredes de cuantas instituciones públicas y privadas se
creyeron en el deber de rendir tributo a la memoria del patricio insigne, y por último fue
colgado con un segundo funeral en la Escuela de Bellas Artes, de donde lo sacaron
muchos años después los propios estudiantes de pintura para quemarlo en la Plaza de la
Universidad como símbolo de una estética y unos tiempos aborrecidos.
Desde su primer instante de viuda se vio que Fermina Daza no estaba tan
desvalida como lo había temido el esposo. Fue inflexible en la determinación de no
permitir que se utilizara el cadáver en beneficio de ninguna causa, y lo fue inclusive con
el telegrama de honores del Presidente de la República, que ordenaba exponerlo en
cámara ardiente en la sala de actos de la gobernación provincial. Con la misma serenidad
se opuso a que fuera velado en la catedral, como se lo pidió el arzobispo en persona, y
sólo admitió que estuviera allí durante la misa de cuerpo presente de los oficios fúnebres.
Aun ante la mediación de su hijo, aturdido por tantas solicitudes diversas, Fermina Daza
se mantuvo firme en su noción rural de que los muertos no pertenecen a nadie más que
a la familia, y que sería velado en casa con café cerrero y almojábanas, y con la libertad
de cada quien para llorarlo como quisiera. No habría el velorio tradicional de nueve
noches: las puertas se cerraron después del entierro y no volvieron a abrirse sino para
visitas íntimas.
La casa quedó bajo el régimen de la muerte. Todo objeto de valor se había puesto
a buen recaudo, y en las paredes desnudas no quedaban sino las huellas de los cuadros
descolgados. Las sillas propias y las prestadas por los vecinos estaban puestas contra las
paredes desde la sala hasta los dormitorios, y los espacios vacíos parecían inmensos y
las voces tenían una resonancia espectral, porque los muebles grandes habían sido
apartados, salvo el piano de concierto que yacía en su rincón bajo una sábana blanca. En
el centro de la biblioteca, sobre el escritorio de su padre, estaba tendido sin ataúd el que
fuera Juvenal Urbino de la Calle, con el último espanto petrificado en el rostro, y con la
capa negra y la espada de guerra de los caballeros del Santo Sepulcro. A su lado, de luto
íntegro, trémula pero muy dueña de sí, Fermina Daza recibió las condolencias sin
dramatismo, sin moverse apenas, hasta las once de la mañana del día siguiente, cuando
despidió al esposo desde el pórtico diciéndole adiós con un pañuelo.
No le había sido fácil recobrar ese dominio desde que oyó el grito de Digna Pardo
en el patio, y encontró al anciano de su vida agonizando en el lodazal. Su primera
reacción fue de esperanza porque tenía los ojos abiertos y un brillo de luz radiante que
no le había visto nunca en las pupilas. Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante
para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas
de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el
principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier
cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia
de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun contra
ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse sola a su soledad.
Desde entonces no tuvo una tregua, pero se cuidó de cualquier gesto que pareciera un
alarde de su dolor. El único momento de un cierto patetismo, por lo demás involuntario,
fue a las once de la noche del domingo, cuando llevaron el ataúd episcopal todavía
oloroso a sapolín de barco, con manijas de cobre y forros de seda acolchonada. El doctor
Urbino Daza ordenó cerrarlo de inmediato, pues la casa estaba enrarecida por el vapor
de tantas flores en el calor insoportable, y él creía haber percibido las primeras sombras
moradas en el cuello de su padre. Una voz distraída se oyó en el silencio: “A esa edad ya
uno está medio podrido en vida”. Antes que cerraran el ataúd, Fermina Daza se quitó el
anillo matrimonial y se lo puso al marido muerto, y luego le cubrió la mano con la suya,
como siempre lo hizo cuando lo sorprendía divagando en público.
-Nos veremos muy pronto -le dijo.
Florentino Ariza, invisible entre la muchedumbre de notables, sintió una lanza en
el costado. Fermina Daza no lo había distinguido en el tumulto de los primeros pésames, aunque nadie iba a estar más presente ni había de ser más útil que él en las urgencias de
aquella noche. Fue él quien puso orden en las cocinas desbordadas para que no faltara el
café. Consiguió sillas suplementarias cuando no fueron suficientes las de los vecinos, y
ordenó poner en el patio las coronas sobrantes cuando ya no cabía una más en la casa.
Se ocupó de que no faltara el brandy para los invitados del doctor Lácides Olivella, que
habían conocido la mala noticia en el apogeo de las bodas de plata, y se vinieron en es~
tampida a continuar la parranda sentados en círculo bajo el palo de mango. Fue el único
que supo reaccionar a tiempo cuando el loro fugitivo apareció a media noche en el
comedor con la cabeza alzada y las alas extendidas, lo que causó un escalofrío de
estupor en la casa, pues parecía una manda de penitencia. Florentino Ariza lo agarró por
el cuello sin darle tiempo de gritar alguna de sus consignas insensatas, y lo llevó a la
caballeriza en la jaula cubierta. Así hizo todo, con tanta discreción y tal eficacia, que a
nadie se le ocurrió pensar que fuera una intromisión en los asuntos ajenos, sino al contrario,
una ayuda impagable en la mala hora de la casa.
Era lo que parecía: un anciano servicial y serio. Tenía el cuerpo óseo y derecho, la
piel parda y lampiña, los ojos ávidos detrás de los espejuelos redondos con monturas de
metal blanco, y un bigote romántico de punteras engomadas, un poco tardío para la
época. Tenía los últimos mechones de los aladares peinados hacia arriba y pegados con
gomina en el centro del cráneo reluciente como solución final a una calvicie absoluta. Su
gentileza natural y sus maneras lánguidas cautivaban de inmediato, pero también se
tenían como dos virtudes sospechosas en un soltero empedernido. Había gastado mucho
dinero, mucho ingenio y mucha fuerza de voluntad para que no se le notaran los setenta
y seis años que había cumplido el último marzo, y estaba convencido en la soledad de su
alma de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.
La noche de la muerte del doctor Urbino estaba vestido como lo sorprendió la
noticia, que era como estaba siempre a pesar de los calores infernales de junio: de paño
oscuro con chaleco, un lazo de cinta de seda en el cuello de celuloide, un sombrero de
fieltro, y un paraguas de raso negro que además le servía de bastón. Pero cuando
empezó a clarear desapareció del velorio por dos horas, y regresó fresco con los primeros
soles, bien afeitado y oloroso a lociones de tocador. Se había puesto una levita de paño
negro de las que ya no se usaban sino para los entierros y los oficios de Semana Santa,
un cuello de pajarita con la cinta de artista en lugar de la corbata, y un sombrero hongo.
También llevaba el paraguas, y entonces no sólo por costumbre, pues estaba seguro de
que iba a llover antes de las doce, y se lo hizo saber al doctor Urbino Daza por si le era
posible anticipar el entierro. Lo intentaron, en efecto, porque Florentino Ariza pertenecía
a una familia de navieros y él mismo era presidente de la Compañía Fluvial del Caribe, y
esto permitía suponer que entendía de pronósticos atmosféricos. Pero no pudieron
concertar a tiempo a las autoridades civiles y militares, las corporaciones públicas y
privadas, la banda de guerra y la de Bellas Artes, y las escuelas y congregaciones
religiosas que ya estaban de acuerdo para las once, de modo que el entierro previsto
como un acontecimiento histórico terminó en desbandada por el aguacero arrasador.
Fueron muy pocos los que llegaron chapaleando en el lodo hasta el mausoleo de la
familia, protegido por una ceiba colonial cuya fronda continuaba por encima. del muro del
cementerio. Bajo esa misma fronda, pero en la parcela exterior destinada a los suicidas,
los refugiados del Caribe habían sepultado la tarde anterior a Jeremiah de Saint-Amour, y
a su perro junto a él, de acuerdo con su voluntad.
Florentino Ariza fue uno de los pocos que llegaron hasta el final del entierro.
Quedó ensopado hasta la ropa interior, y llegó despavorido a su casa por el temor de
contraer una pulmonía al cabo de tantos años de cuidados minuciosos y precauciones
excesivas. Se hizo preparar una limonada caliente con un chorro de brandy, se la tomó
en la cama con dos tabletas de fenaspirina y sudó a mares envuelto en una manta de
lana hasta que recobró el buen clima del cuerpo. Cuando volvió al velorio se sentía con el
ánimo entero. Fermina Daza había asumido de nuevo el mando de la casa, que estaba
barrida y en estado de recibir, y había puesto en el altar de la biblioteca un retrato del
esposo muerto pintado al pastel, con una banda de luto en el marco. A las ocho había
tanta gente y el calor era tan intenso como la noche anterior, pero después del rosario alguien hizo circular la súplica de retirarse temprano para que la viuda descansara por
primera vez desde la tarde del domingo.
Fermina Daza despidió a la mayoría junto al altar, pero acompañó al último grupo
de amigos íntimos hasta la puerta de la calle, para cerrarla ella misma, como lo había
hecho siempre. Se disponía a hacerlo con el último aliento, cuando vio a Florentino Ariza
vestido de luto en el centro de la sala desierta. Se alegró, porque hacía muchos años que
lo había borrado de su vida, y era la primera vez que lo veía a conciencia depurado por el
olvido. Pero antes de que pudiera agradecerle la visita, él se puso el sombrero en el sitio
del corazón, trémulo y digno, y reventó el absceso que había sido el sustento de su vida.
-Fermina -le dijo-: he esperado esta ocasión durante más de medio siglo, para
repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre.
Fermina Daza se habría creído frente a un loco, si no hubiera tenido motivos para
pensar que Florentino Ariza estaba en aquel instante inspirado por la gracia del Espíritu
Santo. Su impulso inmediato fue maldecirlo por la profanación de la casa cuando aún
estaba caliente en la tumba el cadáver de su esposo. Pero se lo impidió la dignidad de la
rabia. “Lárgate -le dijo-. Y no te dejes ver nunca más en los años que te queden de
vida.” Volvió a abrir por completo la puerta de la calle que había empezado a cerrar, y
concluyó:
-espero sean muy pocos.
Cuando oyó apagarse los pasos en la calle solitaria, cerró la puerta muy despacio,
con la tranca y los cerrojos, y se enfrentó sola a su destino. Nunca, hasta este momento,
había tenido una conciencia plena del peso y el tamaño del drama que ella misma había
provocado cuando apenas tenía dieciocho años, y que había de perseguirla hasta la
muerte. Lloró por primera vez desde la tarde del desastre, sin testigos, que era su único
modo de llorar. Lloró por la muerte del marido, por su soledad y su rabia, y cuando entró
en el dormitorio vacío lloró por ella misma, porque muy pocas veces había dormido sola
en esa cama desde que dejó de ser virgen. Todo lo que fue del esposo le atizaba el
llanto: las pantuflas de borlas, la piyama debajo de la almohada, el espacio sin él en la
luna del tocador, su olor personal en su propia piel. La estremeció un pensamiento vago:
“La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas”. No quiso ayuda de nadie
para acostarse, no quiso comer nada antes de dormir. Abrumada por la pesadumbre, le
rogó a Dios que le mandara la muerte esta noche durante el sueño, y con esa ilusión se
acostó, descalza pero vestida, y se durmió al instante. Durmió sin saberlo, pero sabiendo
que continuaba viva en el sueño, que le sobraba la mitad de la cama, y que yacía de
costado en la orilla izquierda, como siempre, pero que le hacía falta el contrapeso del
otro cuerpo en la otra orilla. Pensando dormida pensó que nunca más podría dormir así,
y empezó a sollozar dormida, y durmió sollozando sin cambiar de posición en su orilla,
hasta mucho después de que acabaron de cantar los gallos y la despertó el sol indeseable
de la mañana sin él. Sólo entonces se dio cuenta de que había dormido mucho sin morir,
sollozando en el sueño, y que mientras dormía sollozando pensaba más en Florentino
Ariza que en el esposo muerto.
Florentino Ariza, en cambio, no había dejado de pensar en ella un solo instante
después de que Fermina Daza lo rechazó sin apelación después de unos amores largos y
contrariados, y habían transcurrido desde entonces cincuenta y un años, nueve meses y
cuatro días. No había tenido que llevar la cuenta del olvido haciendo una raya diaria en
los muros de un calabozo, porque no había pasado un día sin que ocurriera algo que lo
hiciera acordarse de ella. En la época de la ruptura él tenía veintidós años y vivía solo
con su madre, Tránsito Ariza, en una media casa alquilada de la Calle de las Ventanas,
donde ella tuvo desde muy joven un negocio de mercería y donde además deshilachaba
camisas y trapos viejos que vendía como algodón para los heridos de guerra. Fue su hijo
único, habido de una alianza ocasional con el conocido naviero don Pío Quinto Loayza, el
mayor de los tres hermanos que fundaron la Compañía Fluvial del Caribe, y le dieron con
ella un impulso nuevo a la navegación a vapor en el río de la Magdalena.


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