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El amor en los tiempos del cólera - 28

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:49:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Así era. Treinta años que habían pasado también para Fermina Daza, desde luego,
pero que habían sido para ella los mas gratos y reparadores de su vida. Los días de
horror del Palacio de Casalduero estaban relegados en el basurero de la memoria. Vivía
en su nueva casa de La Manga, dueña absoluta de su destino, con un marido que
volvería a preferir entre todos los hombres del mundo si hubiera tenido que escoger otra
vez, con un hijo que prolongaba la tradición de la estirpe en la Escuela de Medicina, y una hija tan parecida a ella cuando tenía su edad, que a veces la perturbaba la impresión
de sentirse repetida. Había vuelto tres veces a Europa después del viaje desgraciado que
había previsto para no volver jamás por no vivir en el espanto perpetuo.
Dios debió escuchar por fin las oraciones de alguien: a los dos años de estancia en
París, cuando Fermina Daza y Juvenal Urbino empezaban apenas a buscar lo que quedara
del amor entre los escombros, un telegrama de media noche los despertó con la noticia
de que doña Blanca de Urbino estaba enferma de gravedad, y fue casi alcanzado por otro
con la noticia de la muerte. Regresaron de inmediato. Fermina Daza desembarcó con una
túnica de luto cuya amplitud no alcanzaba a disimular su estado. Estaba encinta otra vez,
en efecto, y la noticia dio origen a una canción popular más maliciosa que maligna, cuyo
estribillo estuvo de moda el resto del año: Qué será lo que tiene la bella en Pans, que
siempre que va regresa a parir. A pesar de la ordinariez de la letra, el doctor Juvenal
Urbino la ordenaba hasta muchos años después en las fiestas del Club Social como una
prueba de su buen talante.
El noble palacio del Marqués de Casalduero, de cuya existencia y blasones no se
encontró nunca una noticia cierta, fue vendido primero a la Tesorería Municipal por un
precio adecuado, y más tarde revendido por una fortuna al gobierno central, cuando un
investigador holandés estuvo haciendo excavaciones para probar que allí estaba la tumba
verdadera de Cristóbal Colón: la quinta. Las hermanas del doctor Urbino se fueron a vivir
en el convento de las Salesianas, en reclusión sin votos, y Fermina Daza permaneció en
la antigua casa de su padre hasta que estuvo terminada la quinta de La Manga. Entró en
ella pisando firme, entró a mandar, con los muebles ingleses traídos desde el viaje de
bodas y los complementarios que hizo venir después del viaje de reconciliación, y desde
el primer día empezó a llenarla de toda clase de animales exóticos que ella misma iba a
comprar en las goletas de las Antillas. Entró con el esposo recuperado, con el hijo bien
criado, con la hija que nació a los cuatro meses del regreso y a la cual bautizaron con el
nombre de Ofelia. El doctor Urbino, por su parte, entendió que era imposible recuperar a
la es~ posa de un modo tan completo como la tuvo en el viaje de bodas, porque la parte
de amor que él quería era la que ella le había dado a los hijos con lo mejor de su tiempo,
pero aprendió a vivir y a ser feliz con los residuos. La armonía tan anhelada culminó por
donde menos lo esperaban en una cena de gala en que sirvieron un plato delicioso que
Fermina Daza no logró identificar. Empezó con una buena ración, pero le gustó tanto que
repitió con otra igual, y estaba lamentando no servirse la tercera por remilgos de
urbanidad, cuando se enteró de que acababa de comerse con un placer insospechado dos
platos rebosantes de puré de berenjena. Perdió con galanura: a partir de entonces, en la
quinta de La Manga se sirvieron berenjenas en todas sus formas casi con tanta
frecuencia como en el Palacio de Casalduero, y eran tan apetecidas por todos que el
doctor Juvenal Urbino alegraba los ratos libres de la vejez repitiendo que quería tener
otra hija para ponerle el nombre bien amado en la casa: Berenjena Urbino.
Fermina Daza sabía entonces que la vida privada, al contrario de la vida pública,
era tornadiza e imprevisible. No le era fácil establecer diferencias reales entre los niños y
los adultos, pero en último análisis prefería a los niños, porque tenían criterios más
ciertos. Apenas doblado el cabo de la madurez, desprovista por fin de cualquier
espejismo, empezó a vislumbrar el desencanto de no haber sido nunca lo que soñaba ser
cuando era joven, en el parque de Los Evangelios, sino algo que nunca se atrevió a
decirse ni siquiera a sí misma: una sirvienta de lujo. En sociedad terminó por ser la más
amada, la más complacida, y por lo mismo la más temida, pero en nada se le exigía con
más rigor ni se le perdonaba menos que en el gobierno de la casa. Siempre se sintió
viviendo una vida prestada por el esposo: soberana absoluta de un vasto imperio de
felicidad edificado por él y sólo para él. Sabía que él la amaba más allá de todo, más que
a nadie en el mundo, pero sólo para él: a su santo servicio.
Si algo la mortificaba era la cadena perpetua de las comidas diarias. Pues no sólo
tenían que estar a tiempo: tenían que ser perfectas, y tenían que ser justo lo que él
quería comer sin preguntárselo. Si ella lo hacía alguna vez, como una de las tantas ceremonias inútiles del ritual doméstico, él ni siquiera levantaba la vista del periódico
para contestar: “Cualquier cosa”. Lo decía de verdad, con su modo amable, porqe no
podía concebirse un marido menos despótico. Pero a la hora de comer no podía ser
cualquier cosa, sino justo lo que él quería, y sin la mínima falla: que la carne no supiera
a carne, que el pescado no supiera a pescado, que el cerdo no supiera a sama, que el
pollo no supiera a plumas. Aun cuando no era tiempo de espárragos había que
encontrarlos a cualquier precio, para que él pudiera solazarse en el vapor de su propia
orina fragante. No lo culpaba a él: culpaba a la vida. Pero él era un protagonista
implacable de la vida. Bastaba el tropiezo de una duda para que apartara el plato en la
mesa, diciendo: “Esta comida está hecha sin amor”. En ese sentido lograba estados
fantásticos de inspiración. Alguna vez probó apenas una tisana de manzanilla, y la
devolvió con una sola frase: “Esta vaina sabe a ventana”. Tanto ella como las criadas se
sorprendieron, porque nadie sabía de alguien que se hubiera bebido una ventana
hervida, pero cuando probaron la tisana tratando de entender, entendieron: sabía a
ventana.
Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni
cerraba una puerta. En la oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa,
ella le oía decir: “Uno necesitaría dos esposas, una para quererla, y otra para que le
pegue los botones”. Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de
sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y en seguida
un desahogo: “El día que me largue de esta casa' ya sabrán que ha sido porque me
aburrí de andar siempre con la boca quemada”. Decía que nunca se hacían almuerzos tan
apetitosos y distintos como los días en que él no podía comerlos por haberse tomado un
purgante, y estaba tan convencido de que era una perfidia de la esposa, que terminó por
no purgarse si ella no se purgaba con él.
Hastiada de su incomprensión, ella le pidió un regalo insólito en su cumpleaños:
que hiciera él por un día los oficios domésticos. Él aceptó divertido, y en efecto tomó
posesión de la casa desde el amanecer. Sirvió un desayuno espléndido, pero olvidó que a
ella le caían mal los huevos fritos y no tomaba café con leche. Luego impartió las
instrucciones para el almuerzo de cumpleaños con ocho invitados y dispuso el arreglo de
la casa, y tanto se esforzó por hacer un gobierno mejor que el de ella, que antes del
mediodía tuvo que capitular sin un gesto de vergüenza. Desde el primer momento se dio
cuenta de no tener la menor idea de dónde estaba nada, sobre todo en la cocina, y las
sirvientas le dejaron revolverlo todo para buscar cada cosa, pues también ellas jugaron el
juego. A las diez no se habían tomado decisiones para el almuerzo porque todavía no
estaba terminada la limpieza de la casa ni el arreglo del dormitorio, el baño se quedó sin
lavar, olvidó poner el papel higiénico, cambiar las sábanas, y mandar al cochero a buscar
los hijos, y confundió los oficios de las criadas: ordenó a la cocinera que arreglara las
camas y puso a cocinar a las camareras. A las once, cuando ya estaban a punto de llegar
los invitados, era tal el caos en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de
risa, pero no con la actitud triunfal que hubiera querido, sino estremecida de compasión
por la inutilidad doméstica del esposo. Él respiró por la herida con el argumento de
siempre: “Al menos no me fue tan mal como te iría a ti tratando de curar enfermos”.
Pero la lección fue útil, y no sólo para él. En el curso de los años ambos llegaron por
distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo,
ni amarse de otro modo: nada en este mundo era más difícil que el amor.
En la plenitud de su nueva vida, Fermina Daza veía a Florentino Ariza en diversas
ocasiones públicas, y con tanta más frecuencia cuanto más ascendía él en su trabajo,
pero aprendió a verlo con tanta naturalidad que más de una vez se olvidó de saludarlo
por distracción. Oía hablar de él a menudo, porque en el mundo de los negocios era un
tema constante su escalada cautelosa pero incontenible en la C.F.C. Lo veía mejorar sus
modales, su timidez se decantaba como una cierta lejanía enigmática, le sentaba bien un
ligero aumento de peso, le convenía la lentitud de la edad, y había sabido resolver con
dignidad la calvicie arrasadora. Lo único que siguió desafiando hasta siempre al tiempo y
a la moda fueron sus atuendos sombríos, las levitas anacrónicas, el sombrero único, las
corbatas de cintas de poeta de la mercería de su madre, el paraguas siniestro. Fermina Daza se fue acostumbrando a verlo de otro modo, y terminó por no relacionarlo con el
adolescente lánguido que se sentaba a suspirar por ella bajo los ventarrones de hojas
amarillas del parque de Los Evangelios. En todo caso, nunca lo vio con indiferencia, y
siempre se alegró con las buenas noticias que le daban sobre él, porque poco a poco la
iban aliviando de su culpa.
Sin embargo, cuando ya lo creía borrado por completo de la memoria, reapareció
por donde menos lo esperaba convertido en un fantasma de sus nostalgias. Fueron las
primeras auras de la vejez, cuando empezó a sentir que algo irreparable había ocurrido
en su vida siempre que oía tronar antes de la lluvia. Era la herida incurable del trueno
solitario, pedregoso y puntual, que retumbaba todos los días de octubre a las tres de la
tarde en la sierra de Villanueva, y cuyo recuerdo se iba haciendo más reciente con los
años. Mientras que los recuerdos nuevos se confundían en la memoria a los pocos días,
los del viaje legendario por la provincia de la prima Hildebranda se iban volviendo tan
vívidos que parecían de ayer, con la nitidez perversa de la nostalgia. Se acordaba de
Manaure, el de la sierra, su calle única, recta y verde, sus pájaros de buen agüero, la
casa de los espantos donde despertaba con la camisa empapada por las lágrimas
inagotables de Petra Morales, muerta de amor muchos años antes en la misma cama en
que ella dormía. Se acordaba del sabor de las guayabas de entonces que nunca más
había vuelto a ser el mismo, de los presagios tan intensos que su rumor se confundía con
el de la lluvia, de las tardes de topacio de San Juan del César, cuando salía a pasear con
su corte de primas alborotadas y llevaba los dientes apretados para que no se le saliera
el corazón por la boca a medida que se acercaban a la telegrafía. Vendió de cualquier
modo la casa de su padre porque no podía soportar el dolor de la adolescencia, la visión
del parquecito desolado desde el balcón, la fragancia sibilina de las gardenias en las
noches de calor, el susto del retrato de dama antigua la tarde de febrero en que se
decidió su destino, y hacia dondequiera que se revolvía su memoria de aquellos tiempos
tropezaba con el recuerdo de Florentino Ariza. Sin embargo, siempre tuvo bastante
serenidad para darse cuenta de que no eran recuerdos de amor, ni de arrepentimiento,
sino la imagen de un sinsabor que le dejaba un rastro de lágrimas. Sin saberlo, estaba
amenazada por la misma trampa de compasión que había perdido a tantas víctimas
desprevenidas de Florentino Ariza.
Se aferró al esposo. Y justo por la época en que él la necesitaba más, porque iba
delante de ella con diez años de desventaja tantaleando solo entre las nieblas de la
vejez, y con las desventajas peores de ser hombre y más débil. Terminaron por
conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un mismo ser
dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se adivinaban el pensamiento
sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo
que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios
instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la
complicidad conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y
ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la
adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto,
pero ya no importaba: estaban en la otra orilla.
Con ocasión de las festividades del nuevo siglo hubo un novedoso programa de
actos públicos, el más memorable de los cuales fue el primer viaje en globo, fruto de la
iniciativa inagotable del doctor Juvenal Urbino. Media ciudad se concentró en la Playa del
Arsenal para admirar la elevación del enorme balón de tafetán con los colores de la
bandera, que llevó el primer correo aéreo a San Juan de la Ciénaga, unas treinta leguas
al nordeste en línea recta. El doctor juvenal Urbino y su esposa, que habían conocido la
emoción del vuelo en la Exposición Universal de París, fueron los primeros en subir a la
barquilla de mimbre, con el ingeniero de vuelo y seis invitados notables. Llevaban una
carta del gobernador provincial para las autoridades municipales de San Juan de la
Ciénaga, en la cual se establecía para la historia que aquel era el primer correo
transportado por los aires. Un cronista de El Diario del Comercio le preguntó al doctor
Juvenal Urbino cuáles serían sus últimas palabras si pereciera en la aventura, y él no se
demoró para pensar la respuesta que había de merecerle tantas injurias:
-En mi opinión -dijo- el siglo xix cambia para todo el mundo, menos para
nosotros.
Perdido entre la cándida muchedumbre que cantaba el Himno Nacional mientras el
globo ganaba altura,- Florentino Ariza se sintió de acuerdo con alguien a quien le oyó
comentar en el tumulto que aquélla no era una aventura propia de una mujer, y menos a
la edad de Fermina Daza. Pero no fue tan peligrosa, después de todo. O al menos no tan
peligrosa como depresiva. El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un
viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento
plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el
vasto piélago de la Ciénaga Grande.
Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica
ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores
por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y
tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de las
calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares
de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras.
Volaron sobre los palafitos de las Trojas de Cataca, pintados de colores de locos,
con tambos para criar iguanas de comer, y colgajos de balsaminas y astromelias en los
jardines lacustres. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados por la
gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los techos de las casas y
desde las canoas que conducían con una habilidad asombrosa, y se zambullían como
sábalos para rescatar los bultos de ropa, los frascos de tabonucos para la tos, las
comidas de beneficencia que la hermosa mujer del sombrero de plumas les arrojaba
desde la barquilla del globo.
Volaron sobre el océano de sombras de los plantíos de banano, cuyo silencio se
elevaba hasta ellos como un vapor letal, y Fermina Daza se acordó de ella misma a los
tres años, a los cuatro quizás, paseando por la floresta sombría de la mano de su madre,
que también era casi una niña en medio de otras mujeres vestidas de muselina, igual
que ella, con sombrillas blancas y sombreros de gasa. El ingeniero del globo, que iba
observando el mundo con un catalejo, dijo: “Parecen muertos”. Le pasó el catalejo al
doctor Juvenal Urbino, y éste vio las carretas de bueyes entre los sembrados, las
guardarrayas de la línea del tren, las acequias heladas, y dondequiera que fijó sus ojos
encontró cuerpos humanos esparcidos. Alguien dijo saber que el cólera estaba haciendo
estragos en los pueblos de la Ciénaga Grande. El doctor Urbino, mientras hablaba, no
dejó de mirar por el catalejo.
-Pues debe ser una modalidad muy especial del cólera -dijo-, porque cada muerto
tiene su tiro de gracia en la nuca.
Poco después volaron sobre un mar de espumas, y descendieron sin novedad en
un playón ardiente, cuyo suelo agrietado de salitre quemaba como fuego vivo. Allí
estaban las autoridades sin más protección contra el sol que los paraguas de diario,
estaban las escuelas primarias agitando banderitas al compás de los himnos, las reinas
de la belleza con flores achicharradas y coronas de cartón de oro, y la papayera de la
próspera población de Gayra, que era por aquellos tiempos la mejor de la costa caribe.
Lo único que quería Fermina Daza era ver otra vez su pueblo natal, para confrontarlo con
sus recuerdos más antiguos, pero no se lo permitieron a nadie por los riesgos de la
peste. El doctor Juvenal Urbino entregó la carta histórica, que luego se traspapeló y
nunca más se supo de ella, y la comitiva en pleno estuvo a punto de asfixiarse en el
sopor de los discursos. Al final los llevaron en mulas hasta el embarcadero de Pueblo
Viejo, donde la ciénaga se juntaba con el mar, porque el ingeniero no consiguió que el
globo volviera a elevarse. Fermina Daza estaba segura de haber pasado por ahí con su
madre, muy niña, en una carreta tirada por una yunta de bueyes. Ya siendo mayor se lo
había contado varias veces a su padre, y él murió empecinado en que no era posible que
ella lo recordara.

-Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto -le dijo él-, pero sucedió por lo menos
cinco años antes que tú nacieras.
Los miembros de la expedición en globo regresaron tres días después al puerto de
origen, estragados por una mala noche de tormenta, y fueron recibidos como héroes.
Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien reconoció en el
semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Sin embargo, esa misma tarde volvió a
verla en una exhibición de ciclismo, también patrocinada por el esposo, y no le quedaba
ningún vestigio de cansancio. Manejaba un velocípedo insólito que más bien parecía un
aparato de circo, con una rueda delantera muy alta sobre la cual iba sentada, y una
posterior muy pequeña que apenas le servía de apoyo. Iba vestida con unos calzones
bombachos de cenefas coloradas que provocaron el escándalo de las señoras mayores y
el desconcierto de los caballeros, pero nadie fue indiferente a su destreza.
Esa, y tantas otras a lo largo de tantos años, eran imágenes efímeras que se le
aparecían de pronto a Florentino Ariza, cuando le daba la gana al azar, y volvían a
desaparecer del mismo modo dejando en su corazón una trilla de ansiedad. Pero
marcaban la pauta de su vida, pues él había conocido la sevicia del tiempo no tanto en
carne propia como en los cambios imperceptibles que notaba en Fermina Daza cada vez
que la veía. Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de
alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a
comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del
fondo, sentada a la mesa con el marido y dos parejas más, y en un ángulo en que él
podía verla reflejada en todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la
conversación con una gracia y una risa que estallaban como fuegos de artificio, y su
belleza era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas: Alicia había vuelto a
atravesar el espejo.
Florentino Ariza la observó a su gusto con el aliento en vilo, la vio comer, la vio
probar apenas el vino, la vio bromear con el cuarto don Sancho de la estirpe, vivió con
ella un instante de su vida desde su mesa solitaria, y durante más de una hora se paseó
sin ser visto en el recinto vedado de su intimidad. Luego se tomó cuatro tazas más de
café para hacer tiempo, hasta que la vio salir confundida con el grupo. Pasaron tan cerca,
que él distinguió el olor de ella entre las ráfagas de otros perfumes de sus
acompañantes.
Desde esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario
del mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, en lo que más hubiera
ansiado en la vida, para que le vendiera el espejo. No fue fácil, pues el viejo don Sancho
creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por ebanistas vieneses era
gemelo de otro que perteneció a María Antonieta, y que había desaparecido sin dejar
rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en la sala
de su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido
ocupado durante dos horas por la imagen amada.
Casi siempre que vio a Fermina Daza, iba del brazo de su esposo, en un concierto
perfecto, moviéndose ambos dentro de un ámbito propio, con una asombrosa fluidez de
siameses que sólo discordaba cuando lo saludaban a él. En efecto, el doctor juvenal
Urbino le estrechaba la mano con un afecto cálido, y hasta se permitía en ocasiones una
palmada en el hombro. Ella, en cambio, lo mantenía condenado al régimen impersonal de
los formalismos, y nunca hizo un gesto mínimo que le permitiera sospechar que lo
recordaba desde sus tiempos de soltera. Vivían en dos mundos divergentes, pero
mientras él hacía toda clase de esfuerzos por reducir la distancia, ella no dio un solo paso
que no fuera en sentido contrario. Pasó mucho tiempo antes de que él se atreviera a
pensar que aquella indiferencia no era más que una coraza contra el miedo. Se le ocurrió
de pronto, en el bautizo del primer buque de agua dulce construido en los astilleros
locales, que fue también la primera ocasión oficial en que Florentino Ariza representó al
tío León XII como primer vicepresidente de la C.F.C. Esta coincidencia revistió el acto de
una solemnidad especial, y no faltó nadie que tuviera alguna significación en la vida de la
ciudad.

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