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El amor en los tiempos del cólera - 17

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 07:07:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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La tercera carta de octubre había sido deslizada por debajo del portón, y en todo
era distinta de las anteriores. La escritura era tan pueril, que sin duda había sido hecha
con la mano izquierda, pero Fermina Daza no cayó en la cuenta de eso sino cuando el
texto mismo se reveló como un anónimo infame. Quien lo había escrito daba por hecho
que Fermina Daza había encantado con sus filtros al doctor Juvenal Urbino, y de esa
suposición sacaba conclusiones siniestras. Terminaba con una amenaza: si Fermina Daza
no renunciaba a su pretensión de alzarse con el hombre más codiciado de la ciudad, sería
expuesta a la vergüenza pública.
Se sintió víctima de una injusticia grave, pero su reacción no fue vindicativa, sino
todo lo contrario: habría querido descubrir al autor del anónimo para disuadirlo de su
error con cuantas explicaciones fueran pertinentes, pues se sentía segura de que nunca,
por ningún motivo, sería sensible a los requiebros de juvenal Urbino. En los días
siguientes recibió otras dos cartas sin firma, tan pérfidas como la primera, pero ninguna
de las tres parecía escrita por la misma persona. O bien era víctima de una conjura, o la
falsa versión de sus amores secretos había ido más lejos de lo que podía suponerse. Le
inquietaba la idea de que todo aquello fuera consecuencia de una simple indiscreción de
Juvenal Urbino. Se le ocurrió que tal vez era un hombre distinto de su apariencia digna,
que tal vez se le iba la lengua en las visitas y hacía alarde de conquistas imaginarias,
como tantos otros de su clase. Pensó escribirle para reprocharle el ultraje de su honra,
pero luego desistió del propósito, porque quizás fuera eso lo que él quisiera. Trató de
informarse por las amigas que iban a pintar con ella en el costurero, pero lo único que
ellas habían oído eran comentarios benignos sobre la serenata de piano solo. Se sintió
furiosa, impotente, humillada. Al contrario del principio, cuando hubiera querido
encontrarse con el enemigo invisible para convencerlo de sus errores, ahora sólo quería
hacerlo picadillo con las tijeras de podar. Pasaba las noches en claro, analizando detalles
y expresiones de las cartas anónimas, con la ilusión de encontrar una pista de consuelo.
Fue una ilusión vana: Fermina Daza era ajena por naturaleza al mundo interior de los
Urbino de la Calle, y tenía armas para defenderse de sus buenas artes, pero no de las
malas.
Esta convicción se hizo aún más amarga después del pavor de la muñeca negra
que le llegó por aquellos días sin ninguna carta, pero cuyo origen le pareció fácil de
imaginar: sólo el doctor Juvenal Urbino podía haberla mandado. Había sido comprada en
la Martinica, de acuerdo con la etiqueta original, y llevaba un vestido primoroso y los
cabellos rizados con filamentos de oro, y cerraba los ojos al ser acostada. A Fermina
Daza le pareció tan divertida que se sobrepuso a sus escrúpulos, y la acostaba en su
almohada durante el día. Se acostumbró a dormir con ella. Al cabo de un tiempo, sin
embargo, después de un sueño agotador, descubrió que la muñeca estaba creciendo: la
preciosa ropa original que llegó con ella le dejaba los muslos al descubierto, y los zapatos
se habían reventado por la presión de los pies. Fermina Daza había oído hablar de
maleficios africanos, pero ninguno tan pavoroso como ese. Por otra parte, no podía
concebir que un hombre como Juvenal Urbino fuera capaz de semejante atrocidad. Tenía
razón: la muñeca no había sido llevada por el cochero, sino por un vendedor de
camarones ocasional, del cual nadie había podido dar una razón cierta. Tratando de
descifrar el enigma, Fermina Daza pensó por un momento en Florentino Ariza, cuya
condición sombría la asustaba, pero la vida se encargó de convencerla de su error. Nunca
se esclareció el misterio y su simple evocación le causaba un estremecimiento de pavor
hasta mucho después de que se casó, y tuvo hijos, y se creyó la elegida del destino: la
más feliz.

La última tentativa del doctor Urbino fue la mediación de la hermana Franca de la
Luz, superiora del colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, quien no podía
negarse a la solicitud de ufamilia que había favorecido a su comunidad desde que se
estableció en las Américas. Apareció acompañada por una novicia a las nueve de la
mañana, y ambas tuvieron que entretenerse media hora con las jaulas de pájaros
mientras Fermina Daza terminaba de bañarse. Era una alemana viril con un acento
metálico y una mirada imperativa que no tenían ninguna relación con sus pasiones
pueriles.
No había nada en este mundo que Fermina Daza odiara más que a ella, y a cuanto
tuviera que ver
con ella, y el solo recuerdo de su falsa piedad le causaba un reconcomio de
alacranes en las entrañas. Le bastó con reconocerla desde la puerta del baño para revivir
de un golpe los suplicios del colegio, el sueño insoportable de la misa diaria, el terror de
los exámenes, la diligencia servil de las novicias, la vida entera pervertida por el prisma
de la pobreza de espíritu. La hermana Franca de la Luz, en cambio, la saludó con un
júbilo que parecía sincero. Se sorprendió de cuánto había crecido y madurado, y alabó el
juicio con que llevaba la casa, el buen gusto del patio, el brasero de los azahares. Le
ordenó a la novicia que la esperara ahí, sin acercarse demasiado a los cuervos, que en un
descuido podían sacarle los ojos, y buscó un lugar apartado donde sentarse a conversar a
solas con Fermina. Ella la invitó a la sala.
Fue una visita breve y áspera. La hermana Franca de la Luz, sin perder el tiempo
en preámbulos' le ofreció a Fermina Daza una rehabilitación honorable. La causa de la
expulsión sería borrada no sólo de las actas sino de la memoria de la comunidad, y esto
le permitiría terminar los estudios y obtener el diploma de Bachiller en Letras. Fermina
Daza, perpleja, quiso conocer el motivo.
-Es la petición de alguien que lo merece todo, y cuyo único anhelo es hacerte feliz
-dijo la monja-. ¿Sabes quién es?
Entonces entendió. Se preguntó con qué autoridad servía como emisaria del amor
una mujer que le había torcido la vida por una carta inocente, pero no se atrevió a
decirlo. Dijo, en cambio, que sí, que ella conocía a ese hombre, y por lo mismo sabía que
no tenía ningún derecho a inmiscuirse en su vida.
-Lo único que te suplica es que le permitas conversar contigo cinco minutos -dijo
la monja-. Estoy segura de que tu padre estará de acuerdo.
La rabia de Fermina Daza se hizo más intensa por la idea de que su padre fuera
cómplice de aquella visita.
-Nos vimos dos veces cuando estuve enferma --dijo-. Ahora no hay ninguna
razón.
-Para cualquier mujer con dos dedos de frente ese hombre es un regalo de la
Divina Providencia -dijo la monja.
Siguió hablando de sus virtudes, de su devoción, de su consagración al servicio de
los doloridos. Mientras hablaba, se sacó de la manga una camándula de oro con el Cristo
tallado en marfil, y la movió frente a los ojos de Fermina Daza. Era una reliquia de
familia, antigua de más de cien años, tallada por un orfebre de Siena y bendecida por
Clemente IV.
-Es tuya -dijo.
Fermina Daza sintió el torrente de sangre atropellado en sus venas, y entonces se
atrevió.
-No me explico cómo es que usted se presta para esto -dijo-, si le parece que el
amor es pecado.

La hermana Franca de la Luz fingió pasar por alto la notificación, pero sus
párpados se encendieron. Siguió moviendo el rosario frente a sus ojos.
-Es mejor que te entiendas conmigo -dijo-, porque después de mí puede venir el
señor arzobispo, y con él las cosas son distintas.
-Que venga -dijo Fermina Daza.
La hermana Franca de la Luz escondió el rosario de oro en la manga. Después
sacó de la otra un pañuelo muy usado, hecho una bola, y lo mantuvo apretado en el
puño, mirando a Fermina desde muy lejos con una sonrisa de conmiseración.
-Pobre hija mía -suspiró-, todavía sigues pensando en aquel hombre.
Fermina Daza masticó la impertinencia mirando a la monja sin parpadear, la miró
fijo a los ojos, sin hablar, masticando en silencio, hasta que vio con una complacencia
infinita que sus ojos de hombre se anegaron de lágrimas. La hermana Franca de la Luz se
las secó con la bola del pañuelo, y se puso de pie.
-Bien dice tu padre que eres una mula --dijo.
El arzobispo no fue. De modo que el asedio hubiera terminado aquel día, de no
haber sido porque Hildebranda Sánchez vino a pasar la Navidad con su prima, y la vida
cambió para ambas. La recibieron en la goleta de Riohacha a las cinco de la mañana, en
medio de una turba de pasajeros moribundos por el mareo, pero ella desembarcó
radiante, muy mujer, y con el espíritu alborotado por la mala noche de mar. Vino
cargada de guacales de pavos vivos y de cuantos frutos se daban en sus prósperas
vegas, para que a nadie le faltara de comer durante su visita. Lisímaco Sánchez, su
padre, mandaba a preguntar si hacían falta músicos para las fiestas de Pascua, pues él
tenía los mejores a su disposición, y prometía mandar más adelante un cargamento de
fuegos artificiales. Anunciaba además que no podía venir por la hija antes de marzo, así
que había tiempo de sobra para vivir.
Las dos primas empezaron de inmediato. Se bañaron juntas desde la primera
tarde, desnudas, haciéndose abluciones recíprocas con el agua de la alberca. Se
ayudaban a jabonarse, se sacaban las liendres, comparaban sus nalgas, sus pechos
inmóviles, la una mirándose en el espejo de la otra para apreciar con cuánta crueldad las
había tratado el tiempo desde la última vez que se vieron desnudas. Hildebranda era
grande y maciza, de piel dorada, pero todo el pelo de su cuerpo era de mulata, corto y
enroscado como espuma de alambre.
Fermina Daza, en cambio, tenía una desnudez pálida, de líneas largas, de piel
serena, de vellos lacios. Gala Placidia les había hecho poner dos camas iguales en el
dormitorio, pero a veces se acostaban en una y conversaban con las luces apagadas
hasta el amanecer. Fumaban unas panetelas de salteadores que Hildebranda había
llevado ocultas en los forros del baúl, y después tenían que quemar hojas de papel de
Armenia para purificar el aire de tugurio que dejaban en el dormitorio. Fermina Daza lo
había hecho por primera vez en Valledupar, y había seguido haciéndolo en Fonseca, en
Riohacha, donde se encerraban hasta diez primas en un cuarto a hablar de hombres y a
fumar a escondidas. Aprendió a fumar al revés, con el fuego dentro de la boca, como
fumaban los hombres en las noches de las guerras para que no los delatara la brasa del
tabaco. Pero nunca había fumado a solas. Con Hildebranda en su casa lo hizo todas las
noches antes de dormir, y desde entonces adquirió el hábito de fumar, aunque siempre a
escondidas, aun de su marido y de sus hijos, no sólo porque era mal visto que una mujer
fumara en público, sino porque tenía el placer asociado a la clandestinidad.
También el viaje de Hildebranda había sido impuesto por sus padres para tratar de
alejarla de su amor imposible, aunque le hicieron creer que era para ayudar a Fermina a
decidirse por un buen partido. Hildebranda lo había aceptado con la ilusión de burlar el
olvido, como lo hizo la prima en su momento, y había quedado de acuerdo con el
telegrafista de Fonseca para que mandara sus mensajes con el mayor sigilo. Por eso fue
tan amarga su desilusión cuando supo que Fermina Daza había repudiado a Florentino Ariza. Además, Hildebranda tenía una concepción universal del amor, y pensaba que
cualquier cosa que le pasara a uno afectaba a todos los amores del mundo entero. Sin
embargo, no renunció al proyecto. Con una audacia que le causó a Fermina Daza una
crisis de espanto, fue sola a la oficina del telégrafo con la disposición de ganarse el favor
de Florentino Ariza.
No lo hubiera reconocido, pues no tenía ni un rasgo que correspondiera a la
imagen que ella se había formado a través de Fermina Daza. A primera vista le pareció
imposible que su prima hubiera estado a punto de enloquecer por aquel empleado casi
invisible, con aires de perro apaleado, cuyo atuendo de rabino en desgracia y cuyas
maneras solemnes no podían alterar el corazón de nadie. Pero muy pronto se arrepintió
de la primera impresión, pues Florentino Ariza se puso a su servicio incondicional sin
saber quién era: no lo supo nunca. Nadie la hubiera entendido como él, así que no le
exigió identificarse ni le pidió dirección alguna. Su solución fue muy simple: ella pasaría
los miércoles en la tarde por la oficina del telégrafo para que él le entregara las
respuestas en su mano, y nada más. Por otra parte, cuando él leyó el mensaje que
Hildebranda llevaba escrito le preguntó si aceptaba una sugerencia, y ella estuvo de
acuerdo. Florentino Ariza hizo primero unas correcciones entre líneas, las suprimió, las
volvió a escribir, se quedó sin espacio, y al final rompió la hoja y escribió completo un
mensaje distinto que a ella le pareció enternecedor. Cuando salió de la oficina del
telégrafo, Hildebranda iba al borde de las lágrimas.
-Es feo y triste -le dijo a Fermina Daza-, pero es todo amor.
Lo que más llamó la atención de Hildebranda fue la soledad de la prima. Parecía,
le dijo, una solterona de veinte años. Acostumbrada a una familia numerosa y dispersa,
en casas donde nadie sabía a ciencia cierta cuántos vivían ni quienes iban a comer cada
vez. Hildebranda no podía imaginarse a una muchacha de su edad reducida al claustro de
la vida privada. Así era: desde que se levantaba a las seis de la mañana, hasta que
apagaba la luz del dormitorio, se consagraba a la pérdida del tiempo. La vida se le
imponía desde fuera. Primero, con los últimos gallos, el hombre de la leche la despertaba
con la aldaba del portón. Después tocaba la pescadera con el cajón de pargos
moribundos en un lecho de algas, las palenqueras suntuosas con las hortalizas de María
la Baja y las frutas de San Jacinto. Y después, durante todo el día, tocaban todos: los
mendigos, las muchachas de las rifas, las hermanas de la caridad, el afilador con el
caramillo, el que compraba botellas, el que compraba oro quebrado~ el que compraba
papel gaceta, las falsas gitanas que se ofrecían para leer el desfino en las barajas, en las
líneas de la mano, en el asiento del café, en las aguas de los lebrillos. A Gala Placidia se
le iba la semana abriendo y cerrando el portón para decir que no, vuelva otro día, o
gritando desde el balcón con el humor revuelto que no molesten más, carajo, que ya
compramos todo lo que hacía falta. Había reemplazado a la tía Escolástica con tanto
fervor y tanta gracia, que Fermina la confundía con ella hasta para quererla. Tenía
obsesiones de esclava. Tan pronto como encontraba un rato libre se iba al cuarto de
oficios para planchar la ropa blanca, la dejaba perfecta, la guardaba en los armarios con
flores de espliego, y no sólo planchaba y doblaba la que acababa de lavar sino también la
que hubiera perdido su esplendor por falta de uso. Con el mismo cuidado seguía
manteniendo el vestuario de Fermina Sánchez, la madre de Fermina, muerta catorce
años antes. Pero era Fermina Daza la que tomaba las decisiones. Ordenaba lo que había
que comer, lo que había que comprar, lo que tenía que hacerse en cada caso, y en esa
forma determinaba la vida de una casa que en realidad no tenía nada que determinar.
Cuando acababa de lavar las jaulas y poner la comida a los pájaros, y de cuidar que nada
les hiciera falta a las flores, se quedaba sin rumbo. Muchas veces, después de que fue
expulsada del colegio, se quedó dormida en la siesta y no despertó hasta el día siguiente.
Las clases de pintura no fueron más que una manera más entretenida de perder el
tiempo.
Las relaciones con su padre carecían de afectos desde el exilio de la tía
Escolástica, aunque ambos habían encontrado el modo de vivir juntos sin estorbarse.

Cuando ella se levantaba, ya él se había ido a sus negocios. Pocas veces faltaba al rito
del almuerzo, aunque casi nunca comía, pues le bastaba con los aperitivos y los
entremeses gallegos del Café de la Parroquia. Tampoco cenaba: le dejaban su ración en
la mesa, toda en un solo plato y tapada con otro, aunque sabían que él no se la comería
hasta el día siguiente recalentada en el desayuno. Una vez por semana le daba a la hija
el dinero de los gastos, que él calculaba muy bien y que ella administraba con rigor, pero
atendía con gusto cualquier pedido que ella le hiciera para gastos imprevistos. Nunca le
regateaba un cuartillo, nunca le pedía cuentas, pero ella se comportaba como si tuviera
que rendirlas ante el tribunal del Santo Oficio. Nunca le había hablado de la índole y el
estado de sus negocios, ni nunca la había llevado a conocer sus oficinas del puerto, que
estaban en un sitio vedado a señoritas decentes aunque fueran acompañadas por sus
padres. Lorenzo Daza no llegaba a su casa antes de las diez de la noche, que era la hora
de la queda en las épocas menos críticas de las guerras. Permanecía hasta entonces en
el Café de la Parroquia, jugando lo que fuera, porque era especialista en todos los juegos
de salón, y además buen maestro. Siempre llegó a su casa en su sano juicio, sin
despertar a la hija, a pesar de que se tomaba el primer anisado al despertar y seguía
masticando el cabo del tabaco apagado y bebiendo copas espaciadas durante el día. Una
noche, sin embargo, Fermina lo sintió entrar. Oyó sus pasos de cosaco en las escaleras,
su resuello enorme en el corredor del segundo piso, sus golpes con la palma-de la mano
en la puerta del dormitorio. Ella le abrió, y por primera vez se asustó con su ojo torcido y
el entorpecimiento de sus palabras.
-Estamos en la ruina -dijo él-. Ruina total, ya lo sabes.
Fue todo lo que dijo, y nunca más lo volvió a decir ni sucedió nada que indicara si
había dicho la verdad, pero después de aquella noche Fermina Daza tomó conciencia de
que estaba sola en el mundo. Vivía en un limbo social. Sus antiguas compañeras de
colegio estaban en un cielo prohibido para ella, y mucho más después de la deshonra de
la expulsión, pero tampoco era vecina de sus vecinos, porque éstos la habían conocido
sin pasado y con el uniforme de la Presentación de la Santísima Virgen. El mundo de su
padre era de traficantes y estibadores, de refugiados de guerras en la guarida pública del
Café de la Parroquia, de hombres solos. En el último año, las clases de pintura la habían
aliviado un poco de su reclusión, porque la maestra prefería las clases colectivas y solía
llevar a otras alumnas al costurero. Pero eran muchachas de condiciones sociales
dispersas y mal definidas, y para Fermina Daza no eran más que amigas prestadas cuyo
afecto terminaba con cada clase. Hildebranda quería abrir la casa, ventilarla, traer los
músicos y los cohetes y castillos de pólvora de su padre y hacer un baile de carnaval
cuyos venntarrones arrasaran con el ánimo apolillado de la prima, pero muy pronto se
dio cuenta de que sus propósitos eran inútiles. Por una razón simple: no había con quién.
En todo caso, fue ella quien la puso en la vida. Por las tardes, después de las
clases de pintura, se hacía llevar a la calle para conocer la ciudad. Fermina Daza le
enseñó el camino que hacía a diario con la tía Escolástica, el escaño del parquecito donde
Florentino Ariza fingía leer para esperarla, las callejuelas por donde la seguía, los
escondrijos de las cartas, el palacio siniestro donde estuvo la cárcel del Santo Oficio, y
que luego había sido restaurado y convertido en el colegio de la Presentación de la
Santísima Virgen, que ella odiaba con toda su alma. Subieron a la colina del cementerio
de los pobres, donde Florentino Ariza tocaba el violín según el rumbo de los vientos para
que ella lo escuchara en la cama, y desde allí vieron entera la ciudad histórica, los
tejados rotos y los muros carcomidos, los escombros de las fortalezas entre los
matorrales, el reguero de islas de la bahía, las barracas de miseria alrededor de las
ciénagas, el Caribe inmenso.
La noche de Navidad fueron a la misa del gallo en la catedral. Fermina ocupó el
lugar donde le llegaba mejor la música confidencial de Florentino Ariza, y le mostró a su
prima el sitio exacto en que una noche como aquella había visto de cerca por primera vez
sus ojos espantados. Se arriesgaron solas hasta el Portal de los Escribanos, compraron
dulces, se entretuvieron en la tienda de papeles de fantasía, y Fermina Daza le señaló a
la prima el lugar en que descubrió de golpe que su amor no era más que un espejismo.

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