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El amor en los tiempos del cólera - 27

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:41:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Desgracias sobre desgracias, Fermina Daza tuvo que afrontar en el peor de sus
años lo que había de ocurrir tarde o temprano sin remedio: la verdad de los negocios
fabulosos y nunca conocidos de su padre. El gobernador provincial que citó a Juvenal
Urbino en su despacho para ponerlo al corriente de los desmanes del suegro, los resumió
en una frase: “No hay ley divina ni humana que ese tipo no se haya llevado por delante”.
Algunas de sus trapisondas más graves las había hecho a la sombra del poder del yerno,
y habría sido difícil no pensar que éste y su esposa no estuvieran al corriente. Sabiendo
que la única reputación para proteger era la suya, por ser la única que quedaba en pie, el
doctor Juvenal Urbino interpuso todo el peso de su poder, y logró cubrir el escándalo con
su palabra de honor. Así que Lorenzo Daza salió del país en el primer barco para no
regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera uno de esos viajecitos que se
hacen de vez en cuando para engañar a la nostalgia, y en el fondo de esa apariencia
había algo de verdad: desde hacía un tiempo subía a los barcos de su patria sólo por
tomarse un vaso del agua de las cisternas abastecidas en los manantiales de su pueblo
natal. Se fue sin dar el brazo a torcer, protestando inocencia, y todavía tratando de
convencer al yerno de que había sido víctima de una confabulación política. Se fue
llorando por la niña, como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el
nieto, por la tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a la
hija en una dama exquisita a base de negocios turbios. Se fue envejecido y enfermo,
pero todavía vivió mucho más de lo que ninguna de sus víctimas hubiera deseado.
Fermina Daza no pudo reprimir un suspiro de alivio cuando le llegó la noticia de la
muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante varios meses lloraba con
una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba a fumar en el baño, y era que
lloraba por él.
Lo más absurdo de la situación de ambos era que nunca parecieron tan felices en
público como en aquellos años de infortunio. Pues en realidad fueron los años de sus
victorias mayores sobre la hostilidad soterrada de un medio que no se resignaba a
admitirlos como eran: distintos y novedosos, y por tanto transgresores del orden
tradicional. Sin embargo, esa había sido la parte fácil para Fermina Daza. La vida
mundana, que tantas incertidumbres le causaba antes de conocerla, no era más que un
sistema de pactos atávicos, de ceremonias banales, de palabras previstas, con el cual se
entretenían en sociedad unos a otros para no asesinarse. El signo dominante de ese
paraíso de la frivolidad provinciana era el miedo a lo desconocido. Ella lo había definido
de un modo más simple: “El problema de la vida pública es aprender a dominar el terror,
el problema de la vida conyugal es aprender a dominar el tedio”. Ella lo había descubierto
de pronto con la nitidez de una revelación desde que entró arrastrando la interminable
cola de novia en el vasto salón del Club Social, enrarecido por los vapores revueltos de
tantas flores, el brillo de los valses, el tumulto de hombres sudorosos y mujeres trémulas
que la miraban sin saber todavía cómo iban a conjurar aquella amenaza deslumbrante
que les mandaba el mundo exterior. Acababa de cumplir los veintiún años y apenas si
había salido de su casa para el colegio, pero le bastó con una mirada circular para
comprender que sus adversarios no estaban sobrecogidos de odio sino paralizados por el
miedo. En vez de asustarlos más, como lo estaba ella, les hizo la caridad de ayudarlos a
conocerla. Nadie fue distinto de como ella quiso que fuera, tal como le ocurría con las
ciudades, que no le parecían mejores ni peores, sino como ella las hizo en su corazón. A
París, a pesar de su lluvia perpetua, de sus tenderos sórdidos y la grosería homérica de
sus cocheros, había de recordarla siempre como la ciudad más hermosa del mundo, no
porque en realidad lo fuera o no lo fuera, sino porque se quedó vinculada a la nostalgia
de sus años más felices. El doctor Urbino, por su parte, se impuso con armas iguales a
las que usaban contra él, sólo que manejadas con más inteligencia, y con una
solemnidad calculada. Nada ocurría sin ellos: los paseos cívicos, los Juegos Florales, los
acontecimientos artísticos, las tómbolas de caridad, los actos patrióticos, el primer viaje
en globo. En todo estaban ellos, y casi siempre en el origen y al frente de todo. Nadie
podía imaginarse, en sus años de desgracias, que pudiera haber alguien más feliz que
ellos ni un matrimonio tan armónico como el suyo La casa abandonada por el padre le dio a Fermina Daza un refugio propio contra la
asfixia del palacio familiar. Tan pronto como escapaba a la vista pública, se iba a
escondidas al parque de Los Evangelios, y allí recibía las amigas nuevas y algunas
antiguas del colegio o de las clases de pintura: un sustituto inocente de la infidelidad.
Vivía horas apacibles de madre soltera con lo mucho que aún le quedaba de sus
recuerdos de niña. Volvió a comprar los cuervos perfumados, recogió gatos de la calle y
los puso al cuidado de Gala Placidia, ya vieja y un poco impedida por el reumatismo, pero
todavía con ánimos para resucitar la casa. Volvió a abrir el costurero donde Florentino
Ariza la vio por primera vez, donde el doctor Juvenal Urbino le hizo sacar la lengua para
tratar de conocerle el corazón, y lo convirtió en un santuario del pasado. Una tarde
invernal fue a cerrar el balcón, antes de que se desempedrara la tormenta, y vio a
Florentino Ariza en su escaño bajo los almendros del parquecito, con el traje de su padre
reducido para él y el libro abierto en el regazo, pero. no lo vio como entonces lo había
visto por casualidad varias veces, sino a la edad con que se le quedó en la memoria.
Tuvo el temor de que aquella visión fuera un aviso de la muerte, y le dolió. Se atrevió a
decirse que tal vez hubiera sido feliz con él, sola con él en aquella casa que ella había
restaurado para él con tanto amor como él había restaurado la suya para ella, y la simple
suposición la asustó, porque le permitió darse cuenta de los extremos de desdicha a que
había llegado. Entonces apeló a sus últimas fuerzas y obligó al marido a discutir sin
evasivas, a enfrentarse con ella, a pelear con ella, a llorar juntos de rabia por la pérdida
del paraíso, hasta que oyeron cantar los últimos gallos, y se hizo la luz por entre los
encajes del palacio, y se encendió el sol, y el marido abotagado de tanto hablar, agotado
de no dormir, con el corazón fortalecido de tanto llorar, se apretó los cordones de los
botines, se apretó el cinturón, se apretó todo lo que todavía le quedaba de hombre, y le
dijo que sí, mi amor, que se iban a buscar el amor que se les había perdido en Europa:
mañana mismo y para siempre. Fue una decisión tan cierta, que acordó con el Banco del
Tesoro, su administrador universal, la liquidación inmediata de la vasta fortuna familiar,
desperdigada desde sus orígenes en toda clase de negocios, inversiones y papeles
sagrados y lentos, y de la cual sólo sabía él a ciencia cierta que no era tan desmedida
como decía la leyenda: apenas lo justo para no tener que pensar en ella. Lo que fuera,
convertido en oro sellado, debía ser girado poco a poco a sus bancos del exterior, hasta
que no les quedara a él y a su esposa en esta patria inclemente ni un palmo de tierra
donde caerse muertos.
Pues Florentino Ariza existía, en efecto, al contrario de lo que ella se había
propuesto creer. Estaba en el muelle del transatlántico de Francia cuando ella llegó con el
marido y el hijo en el landó 'de los caballos de oro, y los vio bajar como tantas veces los
había visto en los actos públicos: perfectos. Iban con el hijo, educado de un modo que ya
permitía saber cómo sería de adulto: tal como fue. Juvenal Urbino saludó a Florentino
Ariza con un sombrero alegre: “Nos vamos a la conquista de Flandes”. Fermina Daza le
hizo una inclinación de cabeza, y Florentino Ariza se descubrió, hizo una reverencia leve,
y ella se fijó en él sin un gesto de compasión por los estragos prematuros de su calvicie.
Era él, tal como ella lo veía: la sombra de alguien a quien nunca conoció.
Tampoco Florentino Ariza estaba en su mejor momento. Al trabajo cada día más
intenso, a sus hastíos de cazador furtivo, a la calma chicha de los años, se había
agregado la crisis final de Tránsito Ariza, cuya memoria había terminado sin recuerdos:
casi en blanco. Hasta el punto de que a veces se volvía hacia él, lo veía leyendo en el
sillón de siempre, y le prejuntaba sorprendida: “¿Y tú eres hijo de quién?”. El le
contestaba siempre la verdad, pero ella volvía a interrumpirlo en seguida.
-Y dime una cosa, hijo -le preguntaba-: ¿yo quién soy?
Había engordado tanto que no podía moverse' y se pasaba el día en la mercería
donde ya no quedaba nada que vender, acicalándose desde que se levantaba con los
primeros gallos hasta la madrugada del día siguiente, pues dormía muy pocas horas. Se
ponía guirnaldas de flores en la cabeza, se pintaba los labios, se empolvaba la cara y los
brazos, y al final le preguntaba a quien estuviera con ella cómo había quedado. Los
vecinos sabían que esperaba siempre la misma respuesta: “Eres la Cucarachita Martínez”. Esta identidad, usurpada al personaje de un cuento para niños, era la única
que la dejaba conforme. Seguía meciéndose, abanicándose con el ramillete de grandes
plumas rosadas, hasta que volvía a empezar de nuevo: la corona de flores de papel, el
almizcle en los párpados, el carmín en los labios, la costra de albayalde en la cara. Y otra
vez la pregunta a quien estuviera cerca: “¿Cómo quedé?”. Cuando se convirtió en la reina
de burlas del vecindario, Florentino Ariza hizo desmontar en una noche el mostrador y los
armarios de gavetas de la antigua mercería, clausuró la puerta de la calle, arregló el local
como le había oído a ella describir el dormitorio de Cucarachita Martínez, y nunca más
volvió a preguntar quién era.
Por sugerencia del tío León XII había buscado una mujer mayor que se ocupara de
ella, pero la pobre andaba siempre más dormida que despierta, y a veces daba la
impresión de que también ella se olvidaba de quién era. De modo que Florentino Ariza se
quedaba en casa desde que salía de la oficina hasta que lograba dormir a la madre. No
volvió a jugar dominó en el Club del Comercio, ni volvió a ver en mucho tiempo las pocas
amigas antiguas que había seguido frecuentando, pues algo muy profundo había
cambiado en su corazón después de su encuentro de horror con Olimpia Zuleta.
Había sido fulminante. Florentino Ariza acababa de llevar al tío León XII hasta su
casa, en medio de una de aquellas tormentas de octubre que nos dejaban en
convalecencia, cuando vio desde el coche una muchacha menuda, muy ágil, con un traje
lleno de volantes de organza que más bien parecía un vestido de novia. La vio corriendo
azorada de un lado para otro, porque el viento le había arrebatado la sombrilla y se la
había llevado volando por el mar. Él la rescató en el coche y se desvió de su camino para
llevarla hasta su casa, una antigua ermita adaptada para vivir frente al mar abierto, cuyo
patio lleno de casitas de palomas se veía desde la calle. Ella le contó en el camino que se
había casado hacía menos de un año con un cacharrero del mercado que Florentino Ariza
había visto muchas veces en los buques de su empresa, desembarcando cajones con
toda clase de cherembecos para vender, y con un mundo de palomas en una jaula de
mimbre como la que usaban las madres en los buques fluviales para llevar a los niños
recién nacidos. Olimpia Zuleta parecía ser de la familia de las avispas, no sólo por las
ancas alzadas y el busto exiguo, sino por toda ella:,el cabello de alambre de cobre, las
pecas de sol, los ojos redondos y vivos más separados de lo normal, y una voz afinada
que sólo usaba para decir cosas inteligentes y divertidas. A Florentino Ariza le pareció
mas graciosa que atractiva y la olvidó tan pronto como la dejó en su casa, donde vivía
con el marido, y con el padre de éste y otros miembros de la familia.
Unos días después, volvió a ver al marido en el puerto, embarcando mercancía en
vez de desembarcarla, y cuando el buque zarpó, Florentino Ariza oyó muy clara en el
oído la voz del diablo. Esa tarde, después de acompañar al tío León XII, pasó como por
casualidad por la casa de Olimpia Zuleta, y la vio por encima de la cerca dándoles de
comer a las palomas alborotadas. Le gritó desde el coche por encima de la cerca:
“¿Cuánto cuesta una paloma?”. Ella lo reconoció y le contestó con voz alegre: “No se
venden”. Él le preguntó: “¿Entonces cómo se hace para tener una?”. Sin dejar de
echarles comida a las palomas, ella le contestó: “Se lleva en coche a la palomera cuando
se la encuentra perdida en el aguacero”. Así que Florentino Ariza llegó a su casa aquella
noche con un regalo de gratitud de Olimpia Zuleta: una paloma mensajera con un anillo
de metal en la canilla.
La tarde siguiente, a la misma hora de la comida, la bella palomera vio la paloma
regalada de regreso en el palomar, y pensó que se había escapado. Pero cuando la cogió
para examinarla se dio cuenta de que tenía un papelito enrollado en el anillo: una
declaración de amor. Era la primera vez que Florentino Ariza dejaba una huella escrita, y
no sería la última, aunque en esta ocasión había tenido la prudencia de no firmar. Iba
entrando en su casa la tarde siguiente, miércoles, cuando un niño de la calle le entregó la
misma paloma dentro de una jaula, con el recado de memoria de que aquí le manda esto
la señora de las palomas, y le manda a decir que por favor la guarde bien en la jaula
cerrada porque si no se le vuelve a volar y esta es la última vez que se la devuelve. No
supo cómo interpretarlo: o bien la paloma había perdido la carta en el camino, o la palomera había resuelto hacerse la tonta, o mandaba la paloma para que él volviera a
mandarla. En este óltimo caso, sin embargo, lo natural hubiera sido que ella devolviera la
paloma con una respuesta.
El sábado por la mañana, después de mucho pensarlo, Florentino Ariza volvió a
mandar la paloma con otra carta sin firma. Esa vez no tuvo que esperar al día siguiente.
Por la tarde, el mismo niño volvió a llevársela en otra jaula, con el recado de que aquí le
manda otra vez la paloma que se le volvió a volar, que antier se la devolvió por buena
educación y que esta se la devuelve por lástima, pero que ahora sí es verdad que no se
la manda más si se le vuelve a volar. Tránsito Ariza se entretuvo hasta muy tarde con la
paloma, la sacó de la jaula, la arrulló en los brazos, trató de dormirla con canciones de
niños, y de pronto se dio cuenta de que tenía en el anillo de la pata un papelito con una
sola línea: No acepto anónimos. Florentino Ariza lo leyó con el corazón enloquecido,
como si fuera la culminación de su primera aventura, y apenas si pudo dormir esa noche
dando saltos de impaciencia. Al día siguiente muy temprano, antes de irse a la oficina,
soltó otra vez la paloma con un papel de amor firmado con su nombre muy claro, y le
puso además en el anillo la rosa más fresca, más encendida y fragante de su jardín.
No fue tan fácil. Al cabo de tres meses de asedios, la bella palomera seguía
contestando lo mismo: “Yo no soy de esas”. Pero nunca dejó de recibir los mensajes o de
acudir a las citas que Florentino Ariza arreglaba de manera que parecieran encuentros
casuales. Estaba desconocido: el amante que nunca dio la cara, el más ávido de amor
pero también el más mezquino, el que no daba nada y todo lo quería, el que no permitió
que nadie le dejara en el corazón una huella de su paso, el cazador agazapado se echó
por la calle de en medio en un arrebato de cartas firmadas, de regalos galantes, de
rondas imprudentes a la casa de la palomera, aun en dos ocasiones en que el marido no
andaba de viaje ni estaba en el mercado. Fue la única vez, desde los primeros tiempos
del primer amor, en que se sintió atravesado por una lanza.
Seis meses después del primer encuentro, se vieron por fin en el camarote de un
buque fluvial que estaba en reparación de pintura en los muelles fluviales. Fue una tarde
maravillosa. Olimpia Zuleta tenía un amor alegre, de palomera alborotada, y le gustaba
permanecer desnuda por varias horas, en un reposo lento que tenía para ella tanto amor
como el amor. El camarote estaba desmantelado, pintado a medias, y el olor de la
trementina era bueno para llevárselo en el recuerdo de una tarde feliz. De pronto, a
instancias de una inspiración insólita, Florentino Ariza destapó un tarro de pintura roja
que estaba al alcance de la litera, se mojó el índice, y pintó en el pubis de la bella
palomera una flecha de sangre dirigida hacia el sur' y le escribió un letrero en el vientre:
Esta cuca es mía. Esa misma noche, Olimpia Zuleta se desnudó delante del marido sin
acordarse del letrero, y él no dijo una palabra, ni siquiera le cambió el aliento, nada, sino
que fue al baño por la navaja barbera mientras ella se ponía la camisa de dormir, y la
degolló de un tajo.
Florentino Ariza no lo supo hasta muchos días después, cuando el esposo fugitivo
fue capturado y relató a los periódicos las razones y la forma del crimen. Durante
muchos años pensó con temor en las cartas firmadas, llevó la cuenta de los años de
cárcel del asesino que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques, pero no le
temía tanto al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como a la mala suerte de
que Fermina Daza se enterara de su deslealtad. En los años de espera, la mujer que
cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el mercado más de lo previsto por causa
de un aguacero fuera de estación, y cuando volvió a la casa la encontró muerta. Estaba
sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y
una sonrisa tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino
al cabo de dos horas. Poco antes había repartido entre los niños del vecindario la fortuna
en oros y pedrerías de las múcuras enterradas debajo de la cama, diciéndoles que se
podían comer como caramelos, y no fue posible recuperar algunas de las más valiosas.
Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda de La Mano de Dios, que todavía era
conocida como el Cementerio del Cólera, y le sembró sobre la tumba una mata de rosas.

Desde las primeras visitas al cementerio, Florentino Ariza descubrió que muy cerca
de allí estaba enterrada Olimpia Zuleta, sin lápida, pero con el nombre y la fecha escritos
con el dedo en el cemento fresco de la cripta, y pensó horrorizado que era una burla
sangrienta del esposo. Cuando el rosal floreció le dejaba una rosa en la tumba, si no
había nadie a la vista, y más tarde le plantó una cepa cortada del rosal de la madre.
Ambos rosales proliferaban con tanto alborozo, que Florentino Ariza tenía que llevar las
cizallas y otros hierros de jardín para mantenerlos en orden. Pero fue superior a sus
fuerzas: a la vuelta de unos años los dos rosales se habían extendido como maleza por
entre las tumbas, y el buen cementerio de la peste se llamó desde entonces el
Cementerio de las Rosas, hasta que algún alcalde menos realista que la sabiduría popular
arrasó en una noche con los rosales y le colgó un letrero republicano en el arco de la
entrada: Cementerio Universal.
La muerte de la madre dejó a Florentino Ariza condenado otra vez a sus
compromisos maniáticos: la oficina, los encuentros por turnos estrictos con las amantes
crónicas, las partidas de dominó en el Club del Comercio, los mismos libros de amor, las
visitas dominicales al cementerio. Era el óxido de la rutina, tan denigrado y tan temido,
pero que a él lo había protegido de la conciencia de la edad. Sin embargo, un domingo de
diciembre, cuando ya los rosales de las tumbas les habían ganado a las cizallas, vio las
golondrinas en los cables de la luz eléctrica recién instalada, y se dio cuenta de golpe de
cuánto tiempo había pasado desde la muerte de su madre, y cuánto desde el asesinato
de Olimpia Zuleta, y tantos cuántos desde aquella otra tarde del diciembre lejano en que
Fermina Daza le mandó una carta diciéndole que sí, que lo amaría hasta siempre. Hasta
entonces se había comportado como si el tiempo no pasara para él sino para los otros.
Apenas la semana anterior se había encontrado en la calle con una de las tantas parejas
que se casaron gracias a las cartas escritas por él, y no reconoció al hijo mayor, que era
su ahijado. Resolvió el bochorno con el aspaviento convencional: “¡Carajo, si ya es un
hombre!”. Seguía siendo así, aun después de que el cuerpo empezó a mandarle las
primeras señales de alarma, porque siempre había tenido la salud de piedra de los
enfermizos. Tránsito Ariza solía decir: “De lo único que mi hijo ha estado enfermo es del
cólera”. Confundía el cólera con el amor, por supuesto, desde mucho antes de que se le
embrollara la memoria. Pero de todos modos se equivocaba, porque el hijo había tenido
en secreto seis blenorragias, si bien el médico decía que no eran seis sino la misma y
única que volvía a aparecer después de cada batalla perdida. Había tenido además un
incordio, cuatro crestas y seis empeines, pero ni a él ni a ningún hombre se le hubiera
ocurrido contarlos como enfermedades sino como trofeos de guerra.
Apenas cumplidos los cuarenta años había tenido que acudir al médico con dolores
indefinidos en distintas partes del cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le
había dicho: “Son cosas de la edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse siquiera si
todo eso tenía algo que ver con él. Pues el único punto de referencia de su pasado eran
sus amores efímeros con Fermina Daza, y sólo lo que tuviera algo que ver con ella tenía
algo que ver con las cuentas de su vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas
en los cables de luz repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus amores
de ocasión, los incontables escollos que había tenido que sortear para alcanzar un puesto
de mando, los incidentes sin cuento que le había causado su determinación encarnizada
de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por encima de todo y contra todo, y sólo
entonces descubrió que se le estaba pasando la vida. Lo estremeció un escalofrío de las
vísceras que lo dejó sin luz, y tuvo que soltar las herramientas de jardín y apoyarse en el
muro del cementerio para que no lo derribara el primer zarpazo de la vejez.
-¡Carajo -se dijo aterrado-, todo hace treinta años!

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