• ANUNCIA AQUÍ

    Digital Solutions Perú EIRL, te ofrece el servicio de publicidad por nuestros blogs, contamos con más de 2000 visitas diarias, aproximadamente 60000 personas verán tu publicidad por nuestro servico al mes. Llámanos y por una suma pequeña podrás tener tu aviso publicitario, con un enlace directo a tu web. Y si no tiene página web nosotros te la creamos...

  • APOYA A LA ESCUELA USDA - TRUJILLO

    Estimados lectores, estamos apoyando esta noble causa, tan solo con un pequeño aporte puedes dar la alegría a niñoz de escasos recursos. Lo que se necesita son implementos escolares, cualquier tipo de ayuda será bien recibido. Gracias.....

El amor en los tiempos del cólera - 40

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:54:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

| Indice |

Desde mucho antes de ser presidente de C.F.C., Florentino Ariza recibía informes
alarmantes del estado del río, pero apenas si los leía. Tranquilizaba a sus socios: “No se
preocupen, cuando la leña se acabe ya habrá buques de petróleo”. Nunca se tomó el
trabajo de pensarlo, obnubilado por la pasión de Fermina Daza, y cuando se dio cuenta
de la verdad ya no había nada que hacer, como no fuera llevar otro río nuevo. Por la
noche, aun en las épocas de mejores aguas, había que amarrar para dormir, y entonces
se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. La mayoría de los pasajeros,
sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la
noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma
toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las
picaduras. Un viajero inglés de principios del siglo xix, refiriéndose al viaje combinado en
canoa y en mula, que podía durar hasta cincuenta jornadas, había escrito: “Este es uno de los peregrinajes más malos e incómodos que un ser humano pueda realizar”. Esto
había dejado de ser cierto los primeros ochenta años de la navegación a vapor, y luego
había vuelto a serlo para siempre, cuando los caimanes se comieron la última mariposa,
y se acabaron los manatíes matemales, se acabaron los loros, los micos, los pueblos: se
acabó todo.
-No hay problema -reía el capitán-, dentro de unos años vendremos por el cauce
seco en automóviles de lujo.
Fermina Daza y Florentino Ariza estuvieron protegidos los tres primeros días por la
suave primavera del mirador cerrado, pero cuando racionaron la leña y empezó a fallar el
sistema de refrigeración, el Camarote Presidencial se convirtió en una cafetera de vapor.
Ella sobrevivía a las noches con el viento fluvial que entraba por las ventanas abiertas, y
espantaba los mosquitos con una toalla, pues la bomba de insecticida era inútil estando
el buque varado. El dolor del oído se había vuelto insoportable, y una mañana al
despertar cesó de pronto y por completo, como el canto de una chicharra reventada.
Pero hasta la noche no cayó en la cuenta de que había perdido la audición del oído
izquierdo, cuando Florentino Ariza le habló de ese lado, y ella tuvo que volver la cabeza
para oír lo que decía. No se lo contó a nadie, resignada de que fuera uno más de los
tantos defectos irremediables de la edad.
Con todo, la demora del buque había sido para ellos un percance providencial.
Florentino Ariza lo había leído alguna vez: “El amor se hace más grande y noble en la
calamidad”. La humedad del Camarote Presidencial los sumergió en un letargo irreal en
el cual era más fácil amarse sin preguntas. Vivían horas inimaginables cogidos de la
mano en las poltronas de la baranda, se besaban despacio, gozaban la embriaguez de las
caricias sin el estorbo de la exasperación. La tercera noche de sopor ella lo esperó con
una botella de anisado, del que bebía a escondidas con la pandilla de la prima
Hildebranda, y más tarde, ya casada y con hijos, encerrada con las amigas de su mundo
prestado. Necesitaba un poco de aturdimiento para no pensar en su suerte con
demasiada lucidez, pero Florentino Ariza creyó que era para darse valor en el paso final.
Animado por esa ilusión se atrevió a explorar con la yema de los dedos su cuello
marchito, el pecho acorazado de varillas metálicas, las caderas de huesos carcomidos, los
muslos de venada vieja. Ella lo aceptó complacida con los ojos cerrados, pero sin
estremecimientos, fumando y bebiendo a sorbos espaciados. Al final, cuando las caricias
se deslizaron por su vientre, tenía ya bastante anís en el corazón.
-Si hemos de hacer pendejadas, hagámoslas -dijo-, pero que sea como la gente
grande.
Lo llevó al dormitorio y empezó a desvestirse sin falsos pudores con las luces
encendidas. Florentino Ariza se tendió bocarriba en la cama, tratando de recobrar el
dominio, otra vez sin saber qué hacer con la piel del tigre que había matado. Ella le dijo:
“No mires”. Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso.
-Porque no te va a gustar -dijo ella.
Entonces él la miró, y la vio desnuda hasta la cintura, tal como la había
imaginado. Tenía los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un
pellejo pálido y frío como el de una rana. Ella se tapó el pecho con la blusa que acababa
de quitarse, y apagó la luz. Entonces él se incorporó y empezó a desvestirse en la
oscuridad, tirando sobre ella cada pieza que se quitaba, y ella se las devolvía muerta de
risa.
Permanecieron acostados bocarriba un largo rato, él más y más aturdido a medida
que lo abandonaba la embriaguez, y ella tranquila, casi abúlica, pero rogando a Dios que
no le diera por reír sin sentido, como siempre que se le iba la mano con el anís.
Conversaron para entretener el tiempo. Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la
casualidad inverosímil de estar desnudos en el camarote oscuro de un buque varado,
cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte.
Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual, y
él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz:
-Es que me he conservado virgen para ti.
Ella no lo hubiera creído de todos modos, aunque fuera cierto, porque sus cartas
de amor estaban hechas de frases como esa que no valían por su sentido sino por su
poder de deslumbramiento. Pero le gustó el coraje con que lo dijo. Florentino Ariza, por
su parte, se preguntó de pronto lo que nunca se hubiera atrevido a preguntarse: qué
clase de vida oculta había hecho ella al margen del matrimonio. Nada le habría
sorprendido, porque él sabía que las mujeres son iguales a los hombres en sus aventuras
secretas: las mismas estratagemas, las mismas inspiraciones súbitas, las mismas
traiciones sin remordimientos. Pero hizo bien en no preguntarlo. En una época en que
sus relaciones con la Iglesia estaban ya bastante lastimadas, el confesor le preguntó sin
que viniera a cuento si alguna vez le había sido infiel al esposo, y ella se levantó sin responder,
sin terminar, sin despedirse, y nunca más volvió a confesarse con ese confesor
ni con ningún otro. En cambio, la prudencia de Florentino Ariza tuvo una recompensa
inesperada: ella extendió la mano en la oscuridad, le acarició el vientre, los flancos, el
pubis casi lampiño. Dijo: “Tienes una piel de nene”. Luego dio el paso final: lo buscó
donde no estaba, lo volvió a buscar sin ilusiones, y lo encontró inerme.
-Está muerto -dijo él.
Le ocurrió siempre la primera vez, con todas, desde siempre, de modo que había
aprendido a convivir con aquel fantasma: cada vez había tenido que aprender otra vez,
como si fuera la primera. Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza
sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el desorden
de un adolescente. Él dijo: “Demasiado amor es tan malo para esto como la falta
de amor”. Pero lo dijo sin convicción: estaba avergonzado, furioso consigo mismo,
ansiando un motivo para culparla a ella de su fracaso. Ella lo sabía, y empezó a provocar
el cuerpo indefenso con caricias de burla, como una gata tierna regodeándose en la
crueldad, hasta que él no pudo resistir más el martirio y se fue a su camarote. Ella siguió
pensando en él hasta el amanecer, convencida por fin de su amor, y a medida que el anís
la abandonaba en oleadas lentas la iba invadiendo la zozobra de que él se hubiera
disgustado y no volviera nunca.
Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y
restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en
verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de
piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos
y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que
no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra
para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había
puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un
estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le
era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.
Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho
embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso
tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería.
Había sido rápido y triste, y ella pensó: “Ahora hemos jodido todo”. Pero se equivocó: a
pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del
remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días
siguientes. Apenas si salían del camarote para comer. El capitán Samaritano, que
descubría por instinto cualquier misterio que quisiera guardarse en su buque, les mandaba
la rosa blanca todas las mañanas, les puso una serenata de valses de su tiempo, les
hacía preparar comidas de broma con ingredientes alentadores. No volvieron a intentar el
amor hasta mucho después, cuando la inspiración les llegó sin que la buscaran. Les
bastaba con la dicha simple de estar juntos.

No hubieran pensado en salir del camarote de no haber sido porque el capitán les
anunció en una nota que después del almuerzo llegarían a La Dorada, el puerto final, al
cabo de once días de viaje. Fermina Daza y Florentino Ariza vieron desde el camarote el
promontorio de casas iluminadas por un sol pálido, y creyeron entender la razón de su
nombre, pero les pareció menos evidente cuando sintieron el calor que resollaba como
las calderas, y vieron hervir el alquitrán de las calles. Además, el buque no atracó allí
sino en la orilla opuesta, donde estaba la estación terminal del ferrocarril de Santa Fe.
Abandonaron el refugio tan pronto como los pasajeros desembarcaron. Fermina
Daza respiró el buen aire de la impunidad en el salón vacío, y ambos contemplaron desde
la borda la muchedumbre alborotada que identificaba sus equipajes en los vagones de un
tren que parecía de juguete. Podía pensarse que venían de Europa, sobre todo las
mujeres, cuyos abrigos nórdicos y sombreros del siglo anterior eran un contrasentido en
la canícula polvorienta. Algunas llevaban los cabellos adornados con hermosas flores de
papa que empezaban a desfallecer con el calor. Acababan de llegar de la planicie andina
después de una jornada de tren a través de una sabana de ensueño, y aún no habían tenido
tiempo de cambiarse de ropa para el Caribe.
En medio del bullicio de mercado, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable se
sacaba pollitos de los bolsillos de su abrigo de pordiosero. Había aparecido de repente,
abriéndose paso por entre la muchedumbre con un sobretodo en piltrafas que había sido
de alguien mucho más alto y corpulento. Se quitó el sombrero, lo puso bocarriba en el
muelle por si quisieran echarle una moneda, y empezó a sacarse de los bolsillos puñados
de pollitos tiernos y descoloridos que parecían proliferar entre sus dedos. En un momento
el muelle parecía tapizado de pollitos inquietos piando por todas partes, entre los viajeros
apresurados que los pisoteaban sin sentirlos. Fascinada por el espectáculo de maravilla
que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo contemplaba, Fermina Daza no se
dio cuenta en qué momento empezaron a subir en el buque los pasajeros del viaje de
regreso. Se le acabó la fiesta: entre los que llegaban alcanzó a ver muchas caras
conocidas, algunas de amigos que hasta hacía poco la habían acompañado en su duelo, y
se apresuró a refugiarse otra vez en el camarote. Florentino Ariza la encontró
consternada: prefería morir antes que ser descubierta por los suyos en un viaje de
placer, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte del esposo. A Florentino Ariza lo
afectó tanto su abatimiento, que le prometió pensar en algún modo de protegerla,
distinto de la cárcel del camarote.
La idea se le ocurrió de pronto cuando cenaban en el comedor privado. El capitán
estaba inquieto con un problema que hacía tiempo quería discutir con Florentino Ariza,
pero que él esquivaba siempre con su argumento usual: “Esas vainas las arregla Leona
Cassiani mejor que yo”. Sin embargo, esta vez lo escuchó. El caso era que los buques
llevaban carga de subida, pero bajaban vacíos, mientras que ocurría lo contrario con los
pasajeros. “Con la ventaja para la carga, de que paga más y además no come”, dijo.
Fermina Daza cenaba de mala gana, aburrida con la enervada discusión de los dos
hombres sobre la conveniencia de establecer tarifas diferenciales. Pero Florentino Ariza
llegó hasta el final, y sólo entonces soltó una pregunta que al capitán le pareció el
anuncio de una idea salvadora.
-Y hablando en hipótesis -dijo-: ¿sería posible hacer un viaje directo sin carga ni
pasajeros, sin tocar en ningún puerto, sin nada?
El capitán dijo que sólo era posible en hipótesis. La C.F.C. tenía compromisos
laborales que Florentino Ariza conocía mejor que nadie, tenía contratos de carga, de
pasajeros, de correo, y muchos más, ineludibles en su mayoría. Lo único que permitía
saltar por encima de todo era un caso de peste a bordo. El buque se declaraba en
cuarentena, se izaba la bandera amarilla y se navegaba en emergencia. El capitán
Samaritano había tenido que hacerlo varias veces por los muchos casos de cólera que se
presentaban en el río, aunque luego las autoridades sanitarias obligaban a los médicos a
expedir certificados de disentería común. Además, muchas veces en la historia del río
se~zaba la bandera amarilla de la peste para burlar impuestos, para no recoger un pasajero indeseable, para impedir requisas inoportunas. Florentino Ariza encontró la
mano de Fermina Daza por debajo de la mesa.
-Pues bien -dijo-: hagamos eso.
El capitán se sorprendió, pero en seguida, con su instinto de zorro viejo, lo vio
todo claro.
-Yo mando en este buque, pero usted manda en nosotros -dijo-. De modo que si
está hablando en serio, deme la orden por escrito, y nos vamos ahora mismo.
Era en serio, por supuesto, y Florentino Ariza firmó la orden. Al fin y al cabo
cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas
alegres de las autoridades sanitarias. En cuanto al buque, no había problema. Se
transfirió la poca carga embarcada, a los pasajeros se les dijo que había un percance de
máquinas, y los mandaron esa madrugada en un buque de otra empresa. Si estas cosas
se hacían por tantas razones inmorales, y hasta indignas, Florentino Ariza no veía por
qué no sería lícito hacerlas por amor. Lo único que el capitán suplicaba era una escala en
Puerto Nare, para recoger a alguien que lo acompañara en el viaje: también él tenía su
corazón escondido.
Así que el Nueva Fidelidad zarpó al amanecer del día siguiente, sin carga ni
pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en el asta mayor. Al
atardecer recogieron en Puerto Nare una mujer más alta y robusta que el capitán, de una
belleza descomunal, a la cual sólo le faltaba la barba para ser contratada en un circo. Se
llamaba Zenaida Neves, pero el capitán la llamaba Mi Energúmena: una antigua amiga
suya, a la que solía recoger en un puerto para dejarla en otro, y que subió a bordo
perseguida por el ventarrón de la dicha. En aquel moridero triste, donde Florentino Ariza
revivió las nostalgias de Rosalba cuando vio el tren de Envigado subiendo a duras penas
por la antigua cornisa de mulas, se desplomó un aguacero amazónico que había de
seguir con muy pocas pausas por el resto del viaje. Pero a nadie le importó: la fiesta
navegante tenía su techo propio. Aquella noche, como una contribución personal a la
parranda, Fermina Daza bajó a las cocinas, entre las ovaciones de la tripulación, y
preparó para todos un plato inventado que Florentino Ariza bautizó para él: berenjenas al
amor.
Durante el día jugaban a las cartas, comían a reventar, hacían unas siestas de
granito que los dejaban exhaustos, y apenas bajaba el sol soltaban la orquesta, y bebían
anisado con salmón hasta más allá de la saciedad. Fue un viaje rápido, con el buque
liviano y buenas aguas, mejoradas por las crecientes que se precipitaban desde las
cabeceras, donde llovió tanto aquella semana como en todo el trayecto. Desde algunos
pueblos les tiraban cañonazos de caridad para espantar el cólera, y ellos se lo agradecían
con un bramido triste. Los buques de cualquier compañía que cruzaban en el camino les
mandaban señales de condolencia. En la población de Magangué, donde nació Mercedes,
cargaron leña para el resto del viaje.
Fermina Daza se asustó cuando empezó a sentir la sirena del buque dentro del
oído sano, pero al segundo día de anís oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas
olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y
que Dios había hecho un manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque sólo
para que la despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la
matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se
dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas,
se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso
mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían
para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de
la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que
necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera
una ventosa para un dolor en la espalda.

Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la
orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y
lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez
en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia
sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el
remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal
vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos
entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el
horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.
La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos
de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros
boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a
sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin
embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un
momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su
tierna energúmena en la penumbra del bolero. Tomó tanto anisado que tuvieron que
ayudarla a subir las escaleras, y sufrió un ataque de risa con lágrimas que llegó a
alarmarlos a todos. Sin embargo, cuando logró dominarlo en el remanso perfumado del
camarote, hicieron un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos, que iba a fijarse en
su memoria como el mejor recuerdo de aquel viaje lunático. No se sentían ya como
novios recientes, al contrario de lo que el capitán y Zenaida suponían, y menos como
amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y
hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos
esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las
burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor.
Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en
cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la
muerte.
Despertaron a las seis. Ella con el dolor de cabeza perfumado de anís, y con el
corazón aturdido por la impresión de que el doctor juvenal Urbino había vuelto, más
gordo y más joven que cuando resbaló del árbol, y estaba sentado en el mecedor,
esperándola en la puerta de la casa. Sin embargo, estaba bastante lúcida para darse
cuenta de que no era efecto del anís, sino de la inminencia del regreso.
-Va a ser como morirse -dijo.
Florentino Ariza se sorprendió porque era la adivinación de un pensamiento que no
lo dejaba vivir desde el inicio del regreso. Ni él ni ella podían concebirse en otra casa
distinta del camarote, comiendo de otro modo que en el buque, incorporados a una vida
que iba a serles ajena para siempre. Era, en efecto, como morirse. No pudo dormir más.
Permaneció boca arriba en la cama, con las dos manos entrelazadas en la nuca. A un
cierto momento, la punzada de América Vicuña lo hizo retorcerse de dolor, y no pudo
aplazar más la verdad: se encerró en el baño y lloró a su gusto, sin prisa, hasta la última
lágrima. Sólo entonces tuvo el valor de confesarse cuánto la había querido.
Cuando se levantaron ya vestidos para desembarcar, habían dejado atrás los
caños y las ciénagas del antiguo paso español, y navegaban por entre los escombros de
barcos y los estanques de aceites muertos de la bahía. Se alzaba un jueves radiante
sobre las cúpulas doradas de la ciudad de los virreyes, pero Fermina Daza no pudo
soportar desde la baranda la pestilencia de sus glorias, la arrogancia de sus baluartes
profanados por las iguanas: el horror de la vida real. Ni él ni ella, sin decírselo, se
sintieron capaces de rendirse de una manera tan fácil.
Encontraron al capitán en el comedor, en un estado de desorden que no estaba de
acuerdo con la pulcritud de sus hábitos: sin afeitarse, los ojos inyectados por el
insomnio, la ropa sudada de la noche anterior, el habla trastornada por los eructos de
anís. Zenaida dormía. Empezaban a desayunar en silencio, cuando un bote de gasolina
de la Sanidad del Puerto ordenó detener el barco.

El capitán, desde el puesto de mando, contestó a gritos a las preguntas de la
patrulla armada. Querían saber qué clase de peste traían a bordo, cuántos pasajeros
venían, cuántos estaban enfermos, qué posibilidades había de nuevos contagios. El
capitán contestó que sólo traían tres pasajeros, y todos tenían el cólera, pero se
mantenían en reclusión estricta. Ni los que debían subir en La Dorada, ni los veintisiete
hombres de la tripulación, habían tenido ningún contacto con ellos. Pero el comandante
de la patrulla no quedó satisfecho, y ordenó que salieran de la bahía y esperaran en la
ciénaga de Las Mercedes hasta las dos de la tarde, mientras se preparaban los trámites
para que el buque quedara en cuarentena. El capitán soltó un petardo de carretero, y con
una señal de la mano le ordenó al práctico dar la vuelta en redondo y volver a las
ciénagas.
Fermina Daza y Florentino Ariza lo habían oído todo desde la mesa, pero al capitán
no parecía importarle. Siguió comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la
manera en que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación legendaria de
los capitanes del río. Reventó con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos, y los
rebañó en el plato con patacones de plátano verde que se metía enteros en la boca y
masticaba con un deleite salvaje. Fermina Daza y Florentino Ariza lo miraban sin hablar,
esperando la lectura de las calificaciones finales en un banco de la escuela. No se habían
cruzado una palabra mientras duró el diálogo con la patrulla sanitaria, ni tenían la menor
idea de qué iba a ser de sus vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando
por ellos: se le veía en el latido de las sienes.
Mientras él despachaba la ración de huevos, la bandeja de patacones, la jarra de
café con leche, el buque salió de la bahía con las calderas sosegadas, se abrió paso en
los caños a través de las colchas de tarulla, lotos fluviales de flores moradas y grandes
hojas en forma de corazón, y volvió a las ciénagas. El agua era tornasolada por el mundo
de peces que flotaban de costado, muertos por la dinamita de los pescadores furtivos, y
los pájaros de la tierra y del agua volaban en círculos sobre ellos con chillidos metálicos.
El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina
Daza sintió en la sangre los latidos desordenados de su libre albedrío. A la derecha,
turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta el
otro lado del mundo.
Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios
con la esquina del mantel, y habló en una jerga procaz que acabó de una vez con el
prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no habló por ellos ni para nadie,
sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una
ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se
había metido con la bandera del cólera.
Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo
completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin
una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
-Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la
gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio,
porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
-¿Lo dice en serio? -le preguntó.
-Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en
serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de
una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor
impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no
tiene límites.

-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le
preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años,
siete meses y once días con sus noches.
-Toda la vida --dijo.


FIN


| Indice |

| 01 | 02 | 03 | 04 | 05 | 06 | 07 | 08 |
09 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 |
| 16 |
17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 |
| 31 | 32 | 33
| 34 | 35 | 36 | 37 | 38 | 39 | 40 |

0 comentarios:

Publicar un comentario