• ANUNCIA AQUÍ

    Digital Solutions Perú EIRL, te ofrece el servicio de publicidad por nuestros blogs, contamos con más de 2000 visitas diarias, aproximadamente 60000 personas verán tu publicidad por nuestro servico al mes. Llámanos y por una suma pequeña podrás tener tu aviso publicitario, con un enlace directo a tu web. Y si no tiene página web nosotros te la creamos...

  • APOYA A LA ESCUELA USDA - TRUJILLO

    Estimados lectores, estamos apoyando esta noble causa, tan solo con un pequeño aporte puedes dar la alegría a niñoz de escasos recursos. Lo que se necesita son implementos escolares, cualquier tipo de ayuda será bien recibido. Gracias.....

Memoria de mis putas tristes - 07

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/06/2009 03:22:00 p. m. No comments

Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

| Inicio | Siguiente |

Uno de esos días me quedé a desayunar con Rosa Cabarcas, que empezaba a
parecerme menos decrépita a pesar del luto severo y del bonete negro que ya le
tapaba las cejas. Sus desayunos tenían fama de espléndidos, con una carga de
pimienta que me hacía llorar. Al primer bocado de fuego vivo le dije bañado en
lágrimas: Esta noche no me hará falta la luna llena para que me arda el culo. No te
quejes, dijo ella. Si te arde es porque todavía lo tienes, a Dios gracias.
Se sorprendió cuando mencioné el nombre de Delgadina. No se llama así, dijo, se
llama. No me lo digas, la interrumpí, para mí es Delgadina. Ella se encogió de
hombros: Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre de diurético. Le
conté lo del letrero del tigre que la niña había escrito en el espejo. No pudo ser ella,
dijo Rosa, porque no sabe leer ni escribir. ¿Entonces quién? Ella se encogió de
hombros: Puede ser de alguien que se murió en el cuarto.
Yo aprovechaba aquellos desayunos para desahogarme con Rosa Cabarcas y le
pedía favores mínimos para el bienestar y el buen ver de Delgadina. Me los
concedía sin pensarlo con una picardía de colegiala. ¡Qué risa!, me dijo por aquellos
días. Me siento como si me estuvieras pidiendo su mano. Y a propósito, se le
ocurrió, ¿por qué no te casas con ella? Me quedé de una pieza. En serio, insistió, te
sale más barato. Al fin y al cabo, el problema a tu edad es servir o no servir, pero ya
me dijiste que lo tienes resuelto. Le salí al paso: El sexo es el consuelo que uno
tiene cuando no le alcanza el amor.
Ella soltó la risa: Ay, mi sabio, siempre supe que eres muy hombre, que siempre lo
fuiste, y me alegra que lo sigas siendo mientras tus enemigos entregan las armas.
Con razón se habla tanto de ti. ¿Oíste a Marcos Pérez? Todo el mundo lo oye, le
dije, para cortar el tema. Pero ella insistió: También el profesor Camacho y Cano, en
La hora de todo un poco, dijo ayer que el mundo ya no es lo que era porque no
quedan muchos hombres como tú.
Aquel fin de semana encontré a Delgadina con fiebre y tos. Desperté a Rosa
Cabarcas para que me diera algún remedio casero, y me llevó al cuarto un botiquín
de primeros auxilios. Dos días después Delgadina seguía postrada, y no había
podido volver a su rutina de pegar botones. El médico le había prescrito un
tratamiento casero para una gripa común que cedería en una semana, pero se
alarmó por su estado general de desnutrición. Dejé de verla, y sentí que me hacía
falta, y aproveché para arreglar el cuarto sin ella.
Llevé también un dibujo a pluma de Cecilia Porras para Todos estábamos a la
espera, el libro de cuentos de Alvaro Cepeda. Llevé los seis tomos de Juan
Cristóbal, de Romain Rolland, para pastorear mis vigilias. De modo que cuando
Delgadina pudo volver a la habitación la encontró digna de una felicidad sedentaria:
el aire purificado con un insecticida aromático, paredes color de rosa, lámparas
matizadas, flores nuevas en los floreros, mis libros favoritos, los buenos cuadros de
mi madre colgados de otro modo, según los gustos de hoy. Había cambiado el viejo
radio por uno de onda corta que mantenía sintonizado en un programa de música
culta, para que Delgadina aprendiera a dormir con los cuartetos de Mozart, pero una
noche lo encontré en una estación especializada en boleros de moda. Era el gusto
de ella, sin duda, y lo asumí sin dolor, pues también yo lo había cultivado con el
corazón en mis mejores días. Antes de volver a casa al día siguiente escribí en el
espejo con el lápiz de labios: Niña mía, estamos solos en el mundo.
Por esa época tuve la rara impresión de que se estaba volviendo mayor antes de
tiempo. Se lo comenté a Rosa Cabarcas, y a ella le pareció natural. Cumple quince
años el cinco de diciembre, me dijo. Una Sagitario perfecta. Me inquietó que fuera
tan real como para cumplir años. ¿Qué podría regalarle? Una bicicleta, dijo Rosa
Cabarcas. Tiene que atravesar la ciudad dos veces al día para ir a pegar botones.
Me mostró en la trastienda la bicicleta que usaba, y de verdad me pareció un
cacharro indigno de una mujer tan bien amada. Sin embargo, me conmovió como la
prueba tangible de que Delgadina existía en la vida real.
Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de
probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me
preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y
uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo
mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por
un gozo radiante. Empecé a cantar. Primero para mí mismo, en voz baja, y después
a todo pecho con ínfulas del gran Caruso, por entre los bazares abigarrados y el
tráfico demente del mercado público. La gente me miraba divertida, me gritaban, me
incitaban a participar en la Vuelta a Colombia en silla de ruedas. Yo les hacía con la
mano un saludo de navegante feliz sin interrumpir la canción. Esa semana, en
homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los
noventa años.
La noche de su cumpleaños le canté a Delgadina la canción completa, y la besé por
todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra,
hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable. A
medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia
montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y
en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda
ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos.
Empezaba a adormecerme en la madrugada cuando sentí como un rumor de
muchedumbres en el mar y un pánico de los árboles que me atravesaron el corazón.
Entonces fui al baño y escribí en el espejo: Delgadina de mi vida, llegaron las brisas
de Navidad.
Uno de mis recuerdos más felices fue un trastorno que sentí una mañana como
aquélla al salir de la escuela. ¿Qué me pasa? La maestra me dijo alelada: Ay, niño,
¿no ves que son las brisas? Ochenta años después volví a sentirlo cuando me
desperté en la cama de Delgadina, y era el mismo diciembre que volvía puntual con
sus cielos diáfanos, las tormentas de arena, los torbellinos callejeros que
Desentechaban casas y les alzaban las faldas a las colegialas. La ciudad adquiría
por entonces una resonancia fantasmal. En noches de brisa podían escucharse los
gritos del mercado público hasta en los barrios más altos, como si estuvieran a la
vuelta de la esquina. No era raro entonces que las ráfagas de diciembre nos
permitieran encontrar por sus voces a los amigos desperdigados en burdeles
remotos.
Sin embargo, también con las brisas me llegó la mala noticia de que Delgadina no
podía pasar las navidades conmigo sino con su familia. Si algo detesto en este
mundo son las fiestas obligatorias en que la gente llora porque está alegre, los
fuegos de artificio, los villancicos lelos, las guirnaldas de papel crespón que nada
tienen que ver con un niño que nació hace dos mil quinientos años en una
caballeriza indigente. Sin embargo, cuando llegó la noche no pude resistir la
nostalgia y me fui al cuarto sin ella. Dormí bien, y desperté junto a un oso de peluche
que caminaba en dos patas como si fuer polar, y una tarjeta que decía: Para el papá
feo. Rosa Cabarcas me había dicho que Delgadina estaba aprendiendo a leer con
mis clases escritas en el espejo, y su buena letra me pareció admirable. Pero ella
misma me defraudó con la noticia peor de que el oso era un regalo suyo, así que la
noche de Año Nuevo me quedé en mi casa y en mi cama desde las ocho, y me
dormí sin amarguras. Fui feliz, porque al toque de las doce, entre los repiques
furiosos de las campanas, las sirenas de fábricas y bomberos, los lamentos de los
buques, las descargas de pólvora, los cohetes, sentí que Delgadina entró en punta
de pies, se acostó a mi lado, y me dio un beso. Tan real, que me quedó en la boca
su olor de regaliz.
4
A principios del nuevo año empezábamos a conocernos como si viviéramos juntos y
despiertos, pues yo había encontrado un tono de voz cauteloso que ella oía sin
despertar, y me contestaba con un lenguaje natural del cuerpo. Sus estados de
ánimo se le notaban en el modo de dormir. De exhausta y montaraz que había sido
al principio, fue haciéndose a una paz interior que embellecía su rostro y enriquecía
su sueño. Le contaba mi vida, le leía al oído los borradores de mis notas dominicales
en las que estaba ella sin decirlo, y sólo ella.
Por esa época le dejé en la almohada unos zarcillos de esmeraldas que fueron de mi
madre. Los llevó puestos en la cita siguiente y no le lucían. Le llevé después unos
pendientes más adecuados para el color de su piel. Le expliqué: Los primeros que te
traje no te quedaban bien por tu tipo y el corte del cabello. Estos te irán mejor. No
llevó ninguno en las dos citas siguientes, pero a la tercera se puso los que le había
indicado. Así empecé a entender que no obedecía a mis órdenes, pero aguardaba la
ocasión para complacerme. Por esos días me sentí tan habituado a aquel género de
vida doméstica, que no seguí durmiendo desnudo sino que llevé las piyamas de
seda china que había dejado de usar por no tener para quién quitármelas.
Empecé a leerle El principito de Saint-Exupéry, un autor francés que el mundo
entero admira más que los franceses. Fue el primero que la entretuvo sin
despertarla, hasta el punto de que tuve que ir dos días continuos para acabar de
leérselo. Seguimos con los Cuentos de Perrault, la Historia sagrada, Las mil y una
noches en una versión desinfectada para niños, y por las diferencias entre uno y otro
me di cuenta de que su sueño tenía diversos grados de profundidad según su
interés por las lecturas. Cuando sentía que había tocado fondo apagaba la luz y me
dormía abrazado a ella hasta que cantaban los gallos.
Me sentía tan feliz, que la besaba en los párpados, muy suave, y una noche ocurrió
como una luz en el cielo: sonrió por primera vez. Más tarde, sin ningún motivo, se
revolvió en la cama, me dio la espalda, y dijo disgustada: Fue Isabel la que hizo
llorar a los caracoles. Exaltado por la ilusión de un diálogo, le pregunté en el mismo
tono: ¿De quién eran? No contestó. Su voz tenía un rastro plebeyo, como si no fuera
suya sino de alguien ajeno que llevaba dentro. Toda sombra de duda desapareció
entonces de mi alma: la prefería dormida.
Mi único problema era el gato. Estaba inapetente y huraño y llevaba dos días sin
levantar cabeza en su rincón habitual, y me tiró un zarpazo de fiera herida cuando
quise ponerlo en su canasto de mimbre para que Damiana lo llevara con el
veterinario. Apenas logró someterlo, y se lo llevó pataleando dentro de un saco de
fique. Al cabo de un rato me llamó desde el criadero para decirme que no había más
remedio que sacrificarlo, y necesitaban mi orden. ¿Por qué? Porque ya está muy
viejo, dijo Damiana. Pensé con rabia que a mí también podían asarme vivo en un
horno de gatos. Me sentí inerme entre dos fuegos: no había aprendido a querer el
gato, pero tampoco tenía corazón para ordenar que lo mataran sólo porque era viejo.
¿Dónde lo decía el manual?
El incidente me conmocionó tanto, que escribí una nota para el domingo con un
título usurpado a Neruda: ¿Es el gato un mínimo tigre de salón? La nota dio origen a
una nueva campaña que otra vez dividió a los lectores en favor y en contra de los
gatos. En cinco días prevaleció la tesis de que podía ser lícito sacrificar un gato por
razones de salud pública, pero no porque estuviera viejo.
Después de la muerte de mi madre me desvelaba el terror de que alguien me tocara
mientras dormía. Una noche la sentí, pero su voz me devolvió el sosiego: Figlio mió
poveretto. Volví a sentirlo una madrugada en el cuarto de Delgadina, y me retorcí de
gozo creyendo que ella me había tocado. Pero no: era Rosa Cabarcas en la
oscuridad. Vístete y ven conmigo, me dijo, tengo un problema serio.
Así era, y más serio de lo que pude imaginar. A uno de los clientes grandes de la
casa lo habían asesinado a puñaladas en el primer cuarto del pabellón. El asesino
había escapado. El cadáver enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos, tenía
una palidez de pollo al vapor en la cama empapa da de sangre. Lo reconocí de
entrada: era J.M.B., un banquero grande, famoso por su apostura, su simpatía y su
buen vestir, y sobre todo por la pulcritud de su hogar. Tenía en el cuello dos heridas
moradas como labios y una zanja en el vientre que no había acabado de sangrar.
Todavía no empezaba el rigor. Más que sus heridas me impresionó que tenía un
preservativo puesto y al parecer sin usar en el sexo desmirriado por la muerte.
Rosa Cabarcas no sabía con quién iba, porque también él tenía el privilegio de
entrar por el portón del huerto. No se descartaba la sospecha de que su pareja fuera
otro hombre. Lo único que la dueña quería de mí era que la ayudara a vestir el
cadáver. Estaba tan segura, que me inquietó la idea de que la muerte fuera para ella
un asunto de cocina. No hay nada más difícil que vestir a un muerto, le dije. Lo he
hecho a pasto de Dios, replicó ella. Es fácil si alguien me lo sostiene. Le hice ver:
¿Te imaginas quién va a creer en un cuerpo tasajeado a cuchilladas dentro de un
vestido intacto de caballero inglés?
Temblé por Delgadina. Lo mejor será que te la lleves tú, me dijo Rosa Cabarcas.
Primero muerto, le dije con la saliva helada. Ella lo percibió y no pudo ocultar su
desdén: ¡Estás temblando! Por ella, dije, aunque sólo era verdad a medias. Avísale
que se vaya antes de que llegue nadie. De acuerdo, dijo ella, aunque a ti como
periodista no te pasará nada. Ni a ti tampoco, le dije con cierto rencor. Eres el único
liberal que manda en este gobierno.

| Inicio | Siguiente |

| 01 | 02 | 03 | 04 | 05 | 06 | 07 | 08 |
09 | 10 |

0 comentarios:

Publicar un comentario