Memoria de mis putas tristes
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
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El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con unaadolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina
que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca
sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía
en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con
una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no sabía de ella desde
hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí la
voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:
— Hoy sí.
Ella suspiró: Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir
imposibles. Recobró enseguida el dominio de su arte y me ofreció una media docena
de opciones deleitables, pero eso sí, todas usadas. Le insistí que no, que debía ser
doncella y para esa misma noche. Ella preguntó alarmada: ¿Qué es lo que quieres
probarte? Nada, le contesté, lastimado donde más me dolía, sé muy bien lo que
puedo y lo que no puedo. Ella dijo impasible que los sabios lo saben todo, pero no
todo: Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto.
¿Por qué no me lo encargaste con más tiempo? La inspiración no avisa, le dije. Pero
tal vez espera, dijo ella, siempre más resabida que cualquier hombre, y me pidió
aunque fueran dos días para escudriñar a fondo el mercado. Yo le repliqué en serio
que en un negocio como aquél, a mi edad, cada hora es un año. Entonces no se
puede, dijo ella sin la mínima duda, pero no importa, así es más emocionante, qué
carajo, te llamo en una hora.
No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico.
Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol
de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque
sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa
Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una
edad en que la mayoría de los mortales están muertos.
Vivo en una casa colonial en la acera de sol del parque de San Nicolás, donde he
pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna, donde vivieron y murieron mis
padres, y donde me he propuesto morir solo, en la misma cama en que nací y en un
día que deseo lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público a fines del
siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas de lujo a un con sorcio de italianos, y se
reservó este segundo piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios
Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina, y la mujer más
hermosa y de mejor talento que hubo nunca en la ciudad: mi madre.
El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco y pisos ajedrezados
de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras sobre un balcón corrido donde mi
madre se sentaba en las noches de marzo a cantar arias de amor con sus primas
italianas. Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de
Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río
grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato de la casa es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso del día, y hay que cerrarlas
todas para tratar de dormir la siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé
solo, a mis treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba de mis padres, abrí
una puerta de paso hacia la biblioteca y empecé a subastar cuanto me iba sobrando
para vivir, que terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de rollos.
Durante cuarenta años fui el inflador de cables de El Diario de La Paz, que consistía
en reconstruir y completar en prosa indígena las noticias del mundo que
atrapábamos al vuelo en el espacio sideral por las ondas cortas o el código Morse.
Hoy me sustento mal que bien con mi pensión de aquel oficio extinguido; me
sustento menos con la de maestro de gramática castellana y latín, casi nada con la
nota dominical que he escrito sin desmayos durante más de medio siglo, y nada en
absoluto con las gacetillas de música y teatro que me publican de favor las muchas
veces en que vienen intérpretes notables. Nunca hice nada distinto de escribir, pero
no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la
composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en
la luz de lo mucho que he leído en la vida. Dicho en romance crudo, soy un cabo de
raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no
haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria
de mi grande amor.
El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la
mañana. Mi único compromiso, por ser viernes, era escribir la nota firmada que se
publica los domingos en El Diario de La Paz. Los síntomas del amanecer habían
sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me ardía
el culo, y había truenos de tormenta después de tres meses de sequía. Me bañé
mientras estaba el café, me tomé un tazón endulzado con miel de abejas y
acompañado con dos tortas de cazabe, y me puse el mameluco de lienzo de estar
en casa.
El tema de la nota de aquel día, cómo no, eran mis noventa años. Nunca he
pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad
de vida que le va quedando. De muy niño oí decir que cuando una persona muere
los piojos que incuban en la pelambre escapan pavoridos por las almohadas para
vergüenza de la familia. Esto me escarmentó de tal suerte, que me dejé tusar a coco
para ir a la escuela, y las escasas hebras que me quedan me las lavo todavía con el
jabón del perro agradecido. Quiere decir, me digo ahora, que de muy niño tuve mejor
formado el sentido del pudor social que el de la muerte.
Desde hacía meses había previsto que mi nota de aniversario no fuera el sólito
lamento por los años idos, sino todo lo contrario: una glorificación de la vejez.
Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy
poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un
dolor de espaldas que me estorbaba para respirar. El no le dio importancia: Es un
dolor natural a su edad, me dijo.
— En ese caso – le dije yo –, lo que no es natural es mi edad.
El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue
la primera vez que pensé en mi edad en términos de vejez, pero no tardé en olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba
cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un
zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el
primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar
condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se
parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni al romano imperial de mi madre.
La verdad es que los primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno
sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten
desde fuera.
En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté
los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos
hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o
me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces
porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no
se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la
semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y
otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no conseguía que
coincidieran las caras con los nombres.
Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de
mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de
los muchachos de ochenta que consultan al médico asustados por estos
sobresaltos, sin saber que en los noventa son peores, pero ya no importan: son
riesgos de estar vivo. En cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los
viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle
para las que de verdad nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada:
No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.
Con esas reflexiones, y otras varias, había terminado un primer borrador de la nota
cuando el sol de agosto estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del
correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto.
Pensé: Ahí llegan mis noventa años. Nunca sabré por qué, ni lo pretendo, pero fue al
conjuro de aquella evocación arrasadora cuando decidí llamar por teléfono a Rosa
Cabarcas para que me ayudara a honorar mi aniversario con una noche libertina.
Llevaba años de santa paz con mi cuerpo, dedicado a la relectura errática de mis
clásicos y a mis programas privados de música culta, pero el deseo de aquel día fue
tan apremiante que me pareció un recado de Dios. Después de la llamada no pude
seguir escribiendo. Colgué la hamaca en un recodo de la biblioteca donde no da el
sol por la mañana, y me tumbé con el pecho oprimido por la ansiedad de la espera.
Había sido un niño consentido con una mamá de dones múltiples, aniquilada por la
tisis a los cincuenta años, y con un papá formalista al que nunca se le conoció un
error, y amaneció muerto en su cama de viudo el día en que se firmó el tratado de
Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días y a las tantas guerras
civiles del siglo anterior. La paz cambió la ciudad en un sentido que no se previo ni
se quería. Una muchedumbre de mujeres libres enriquecieron hasta el delirio las
viejas cantinas de la calle Ancha, que fuera después el camellón Abello y ahora es el paseo Colón, en esta ciudad de mi alma tan apreciada de propios y ajenos por la
buena índole de su gente y la pureza de su luz.
Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del
oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque
fuera para botarla en la basura. Por mis veinte años empecé a llevar un registro con
el nombre, la edad, el lugar, y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo.
Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres con las cuales había
estado por lo menos una vez. Interrumpí la lista cuando ya el cuerpo no me dio para
tantas y podía seguir las cuentas sin papel. Tenía mi ética propia. Nunca participé en
parrandas de grupo ni en contubernios públicos, ni compartí secretos ni conté una
aventura del cuerpo o del alma, pues desde joven me di cuenta de que ninguna es
impune.
La única relación extraña fue la que mantuve durante años con la fiel Damiana. Era
casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz, de palabras breves y terminantes, que se
movía descalza para no disturbarme mientras escribía. Recuerdo que yo estaba
leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad
inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus
corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé
las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un
quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir. Un temblor profundo le
estremeció el cuerpo, pero se mantuvo firme. Humillado por haberla humillado quise
pagarle el doble de lo que costaban las más caras de entonces, pero no aceptó ni un
ochavo, y tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes,
siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario.
Alguna vez pensé que aquellas cuentas de camas serían un buen sustento para una
relación de las miserias de mi vida extraviada, y el título me cayó el cielo: Memoria
de mis putas tristes. Mi vida pública, en cambio, carecía de interés: huérfano de
padre y madre, soltero sin porvenir, periodista mediocre cuatro veces finalista en los
Juegos Florales de Cartagena de Indias y favorito de los caricaturistas por mi
fealdad ejemplar. Es decir: una vida perdida que había empezado mal desde la tarde
en que mi madre me llevó de la mano a los diecinueve años para ver si lograba
publicar en El Diario de La Paz una crónica de la vida escolar que yo había escrito
en la clase de castellano y retórica. Se publicó el domingo con un exordio
esperanzado del director. Pasados los años, cuando supe que mi madre había
pagado la publicación y las siete siguientes, ya era tarde para avergonzarme, pues
mi columna semanal volaba con alas propias, y era además inflador de cables y
crítico de música.
Desde que obtuve mi grado de bachiller con diploma de excelencia empecé a dictar
clases de castellano y latín en tres colegios públicos al mismo tiempo. Fui un mal
maestro, sin formación, sin vocación ni piedad alguna por esos pobres niños que
iban a la escuela como el modo más fácil de escapar a la tiranía de sus padres. Lo
único que pude hacer por ellos fue mantenerlos bajo el terror de mi regla de madera
para que al menos se llevaran de mí el poema favorito: Estos, Fabio, ay dolor, que
ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa. Sólo
de viejo me enteré por casualidad del mal apodo que los alumnos me pusieron a mis
espaldas: el Profesor Mustio Collado.
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