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El amor en los tiempos del cólera - 26

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 08:38:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Cuando faltaban diez minutos para las doce, Sara Noriega se subió en una silla
para darle cuerda al reloj de péndulo, y lo había puesto de memoria en la hora, tal vez
queriendo decir sin decirlo que era hora de irse. Florentino Aríza sintió entonces la
urgencia de cortar de raíz aquella relación sin amor, y buscó la ocasión de ser él quien
tomara la iniciativa: como lo haría siempre. Rogando a Dios que Sara Noriega le
permitiera quedarse en su cama para decirle que no, que todo había terminado entre
ellos, le pidió que se sentara a su lado cuando acabó de darle cuerda al reloj. Pero ella
prefirió mantenerse a distancia en la poltrona de las visitas. Florentino Ariza le tendió
entonces el índice empapado de brandy para que ella lo chupara, como le gustaba
hacerlo en los preámbulos del amor de otra época. Ella lo esquivó.
-Ahora no -dijo-. Estoy esperando a alguien.
Desde que fue rechazado por Fermina Daza, Florentino Ariza había aprendido a
reservarse siempre la última decisión. En circunstancias menos amargas hubiera
persistido en los asedios a Sara Noriega, seguro de terminar la noche revolcándose con
ella en la cama, pues estaba convencido de que una mujer que se acuesta con un
hombre una vez seguirá acostándose con él cada vez que él lo quiera, siempre que sepa
enternecerla cada vez. Lo había soportado todo por esa convicción, había pasado por
encima de todo aun en los negocios más sucios del amor, con tal de no concederle a
ninguna mujer nacida de mujer la oportunidad de tomar la decisión final. Pero aquella
noche se sintió tan humillado, que se tomó el brandy de un golpe, haciendo todo lo que
pudo para que se le notara el rencor, y se fue sin despedirse. Nunca más volvieron a
verse.
La relación con Sara Noriega fue una de las más largas y estables de Florentino
Ariza, aunque no fue la única que él mantuvo en aquellos cinco años. Cuando comprendió
que se sentía bien con ella, sobre todo en la cama, pero que nunca lograría sustituir con
ella a Fermina Daza, se recrudecieron sus noches de cazador solitario, y se las arreglaba
para repartir su tiempo y sus fuerzas hasta donde le alcanzaran. Sin embargo, Sara
Noriega logró el milagro de aliviarlo por un tiempo. Al menos pudo vivir sin ver a Fermina
Daza, a diferencia de antes, cuando interrumpía a cualquier hora lo que estuviera
haciendo para buscarla por los rumbos inciertos de sus presagios, en las calles menos
pensadas, en sitios irreales donde era imposible que estuviera, vagando sin sentido con
unas ansias del pecho que no le daban tregua mientras no la veía siquiera un instante. La
ruptura con Sara Noriega, por el contrario, le alborotó de nuevo las añoranzas dormidas,
y se sintió otra vez como en las tardes del parquecito y las lecturas interminables, pero
esta vez agravadas por la urgencia de que el doctor Juvenal Urbino tenía que morir.
Sabía desde hacía tiempo que estaba predestinado a hacer feliz a una viuda, y a
que ella lo hiciera feliz, y eso no le preocupaba. Al contrario: estaba preparado. De tanto
conocerlas en sus incursiones de cazador solitario, Florentino Ariza terminaría por saber
que el mundo estaba lleno de viudas felices. Las había visto enloquecer de dolor ante el
cadáver del esposo, suplicando que las enterraran vivas dentro del mismo ataúd para no
afrontar sin él los azares del porvenir, pero a medida que se iban reconciliando con la
realidad de su nuevo estado se las veía surgir de las cenizas con una vitalidad
reverdecida. Empezaban viviendo como parásitas de sombras en los caserones desiertos,
se volvían confidentes de sus sirvientas, amantes de sus almohadas, sin nada que hacer
después de tantos años de cautiverio estéril. Malgastaban las horas sobrantes cosiendo
en la ropa del muerto los botones que nunca habían tenido tiempo de reponer,
planchaban y volvían a planchar sus camisas de puños y cuellos de parafina para que
siempre estuvieran perfectas. Seguían poniendo su jabón en el baño, la funda con sus
iniciales en la cama, el plato y los cubiertos en su lugar de la mesa, por si acaso volvían
de la muerte sin avisar, como solían hacerlo en vida. Pero en aquellas misas de soledad
iban tomando conciencia de que otra vez eran dueñas de su albedrío, después de haber
renunciado no sólo a su nombre de familia sino a la propia identidad, y todo eso a
cambio de una seguridad que no fue más que una más de sus tantas ilusiones de novias.
Sólo ellas sabían cuánto pesaba el hombre que amaban con locura, y que quizás las
amaba, pero al que habían tenido que seguir criando hasta el último suspiro, dándole de mamar, cambiándole los pañales embarrados, distrayéndolo con engañifas de madre
para aliviarle el terror de salir por las mañanas a verle la cara a la realidad. Y sin
embargo, cuando lo veían salir de la casa instigado por ellas mismas a tragarse el
mundo, entonces eran ellas las que se quedaban con el terror de que el hombre no
volviera nunca. Eso era la vida. El amor, si lo había, era una cosa aparte: otra vida.
En el ocio reparador de la soledad, en cambio, las viudas descubrían que la forma
honrada de vivir era a merced del cuerpo, comiendo sólo por hambre, amando sin
mentir, durmiendo sin tener que fingirse dormidas para escapar a la indecencia del amor
oficial, dueñas por fin del derecho a una cama entera para ellas solas en la que nadie les
disputaba la mitad de su sábana, la mitad de su aire de respirar, la mitad de su noche,
hasta que el cuerpo se saciaba de soñar con sus sueños propios, y despertaba solo. En
sus amaneceres de cazador furtivo, Florentino Ariza las encontraba a la salida de la misa
de cinco, amortajadas de negro y con el cuervo del destino en el hombro. Desde que lo
vislumbraban en la claridad del alba atravesaban la calle y cambiaban de acera con pasos
menudos y entrecortados, pasos de pajarito, pues el solo pasar cerca de un hombre
podía mancillarles la honra. Sin embargo, él estaba convencido de que una viuda
desconsolada, más que cualquier otra mujer, podía llevar adentro la semilla de la
felicidad.
Tantas viudas de su vida, desde la viuda de Nazaret, habían hecho posible que él
vislumbrara cómo eran las casadas felices después de la muerte de sus maridos. Lo que
hasta entonces había sido para él una mera ilusión se convirtió gracias a ellas en una
posibilidad que se podía coger con las manos. No encontraba razones para que Fermina
Daza no fuera una viuda igual, preparada por la vida para aceptarlo a él tal como era, sin
fantasías de culpa por el marido muerto, resuelta a descubrir con él la otra felicidad de
ser feliz dos veces, con un amor de uso cotidiano que convirtiera cada instante en un
milagro de vivir, y con otro amor de ella sola preservado de todo contagio por la
inmunidad de la muerte.
Tal vez no habría sido tan entusiasta si hubiera sospechado siquiera qué lejos
estaba Fermina Daza de aquellos cálculos ilusorios, cuando apenas empezaba a
vislumbrar el horizonte de un mundo en el que todo estaba previsto, menos la
adversidad. Ser rico en aquel tiempo tenía muchas ventajas, y también muchas
desventajas, por supuesto, pero medio mundo lo anhelaba como la posibilidad más
probable de ser eterno. Fermina Daza había rechazado a Florentino Ariza en un destello
de madurez que pagó de inmediato con una crisis de lástima, pero nunca dudó de que su
decisión había sido certera. En su momento no pudo explicarse qué causas ocultas de la
razón le habían dado aquella clarividencia, pero muchos años más tarde, ya en las
vísperas de la vejez, las descubrió de pronto y sin saber cómo en una conversación
casual sobre Florentino Ariza. Todos los contertulios conocían su condición de delfín de la
Compañía Fluvial del Caribe en su época culminante, todos estaban seguros de haberlo
visto muchas veces, inclusive de haber estado en tratos con él, pero ninguno lograba
identificarlo en la memoria. Fue entonces cuando Fermina Daza tuvo la revelación de los
motivos inconscientes que le impidieron amarlo. Dijo: “Es como si no fuera una persona
sino una sombra”. Así era: la sombra de alguien a quien nadie conoció nunca. Pero
mientras resistía los asedios del doctor Juvenal Urbino, que era el hombre contrario, se
sentía atormentada por el fantasma de la culpa: el único sentimiento que era incapaz de
soportar. Cuando lo sentía venir se apoderaba de ella una especie de pánico que sólo
lograba controlar cuando encontraba alguien que le aliviara la conciencia. Desde muy
niña, cuando se rompía un plato en la cocina, cuando alguien se caía, cuando ella misma
se prensaba un dedo con una puerta, se volvía asustada hacia el adulto que estuviera
más cerca, y se apresuraba a acusarlo: “Fue culpa tuya”. Aunque en realidad no le
importaba quien fuera el culpable ni convencerse de su propia inocencia: le bastaba con
dejarla establecida.
Era un fantasma tan notorio, que el doctor Urbino se dio cuenta a tiempo de hasta
qué punto amenazaba la armonía de su casa, y tan pronto como lo vislumbraba se apresuraba a decirle a la esposa: “No te preocupes, mi amor, fue culpa mía”. Pues a
nada le temía tanto como a las decisiones súbitas y definitivas de su esposa, y estaba
convencido de que siempre tenían origen en un sentimiento de culpa. Sin embargo, la
confusión por el rechazo de Florentino Ariza no se resolvió con una frase de consuelo.
Fermina Daza siguió abriendo el balcón por las mañanas durante varios meses, y siempre
echaba de menos el fantasma solitario que la acechaba en el parquecito desierto, veía el
árbol que fue suyo, el banco menos visible donde se sentaba a leer pensando en ella, a
sufrir por ella, y tenía que volver a cerrar la ventana, suspirando: “Pobre hombre”. Sufrió
incluso el desencanto de que él no fuera tan pertinaz como ella lo había supuesto,
cuando ya era demasiado tarde para remendar el pasado, y no dejó de sentir alguna vez
la ansiedad tardía de una carta que nunca llegó. Pero cuando tuvo que enfrentar la
decisión de casarse con Juvenal Urbino sucumbió en una crisis mayor, al darse cuenta de
que no tenía razones válidas para preferirlo después de haber rechazado sin razones
válidas a Florentino Ariza. En realidad, lo quería tan poco como al otro, pero además lo
conocía mucho menos, y sus cartas no tenían la fiebre de las cartas del otro, ni le había
dado tantas pruebas conmovedoras de su determinación. La verdad es que las
pretensiones de Juvenal Urbino no habían sido nunca planteadas en términos de amor, y
era por lo menos curioso que un militante católico como él sólo le ofreciera bienes
terrenales: la seguridad, el orden, la felicidad, cifras inmediatas que una vez sumadas
podrían tal vez parecerse al amor: casi el amor. Pero no lo eran, y estas dudas
aumentaban su confusión, porque tampoco estaba convencida de que el amor fuera en
realidad lo que más falta le hacía para vivir.
En todo caso, el factor principal contra el doctor Juvenal Urbino era su parecido
más que sospechoso con el hombre ideal que Lorenzo Daza había deseado con tanta
ansiedad para su hija. Era imposible no verlo como la criatura de una confabulación
paterna, aunque en realidad no lo fuera, y Fermina Daza estaba convencida de que lo era
desde que lo vio entrar en su casa por segunda vez para una visita médica no solicitada.
Las conversaciones con la prima Hildebranda acabaron de confundirla. Por su propia
situación de víctima, ésta tendía a identificarse con Florentino Ariza, olvidándose incluso
de que quizás Lorenzo Daza la había hecho venir para que influyera en favor del doctor
Urbino. Dios conocía el esfuerzo que hizo Fermina Daza para no acompañarla cuando la
prima fue a conocer a Florentino Ariza en la oficina del telégrafo. También ella hubiera
querido verlo otra vez para confrontarlo con sus dudas, hablar con él a solas, conocerlo a
fondo para estar segura de que su decisión impulsiva no iba a precipitarla a otra más
grave, que era capitular en la guerra personal contra su padre. Pero lo hizo, en el minuto
crucial de su vida, sin tomar en cuenta para nada la belleza viril del pretendiente, ni su
riqueza legendaria, ni su gloria temprana, ni ninguno de sus tantos méritos reales, sino
aturdida por el miedo de la oportunidad que se le iba y la inminencia de los veintiún
años, que era su límite confidencial para rendirse al destino. Le bastó ese minuto único
para asumir la decisión como estaba previsto en las leyes de Dios y de los hombres:
hasta la muerte. Entonces se disiparon todas las dudas, y pudo hacer sin remordimientos
lo que la razón le indicó como lo más decente: pasó una esponja sin lágrimas por encima
del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba
en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas. Lo único que se permitió
fue un suspiro más hondo que de costumbre, el último: “¡Pobre hombre!”.
Las dudas más temibles, sin embargo, empezaron tan pronto como regresó del
viaje de bodas. No bien acabaron de abrir los baúles, desempacar los muebles y
desocupar las once cajas que trajo para tomar posesión de ama y señora del antiguo
palacio del Marqués de Casalduero, y ya se había dado cuenta con un vahído mortal que
estaba prisionera en la casa equivocada, y peor aún, con el hombre que no era. Necesitó
seis años para salir. Los peores de su vida, desesperada por la amargura de doña Blanca,
su suegra, y el retraso mental de las cuñadas, que si no habían ido a pudrirse vivas en
una celda de clausura era porque ya la llevaban dentro.
El doctor Urbino, resignado a rendir los tributos de la estirpe, se hizo sordo a sus
súplicas, confiando en que la sabiduría de Dios y la infinita capacidad de adaptación de la
esposa habían de poner las cosas en su puesto. Le dolía el deterioro de su madre, cuya alegría de vivir infundía en otro tiempo el deseo de estar vivos hasta en los más incrédulos.
Era cierto: aquella mujer hermosa, inteligente, de una sensibilidad humana
nada común en su medio, había sido durante casi cuarenta años el alma y el cuerpo de
su paraíso social. La viudez la había amargado hasta el punto de no creerse que fuera la
misma, y la había vuelto fofa y agria, y enemiga del mundo. La única explicación posible
de su degradación era el rencor de que el esposo se hubiera sacrificado a conciencia por
una montonera de negros, como ella decía, cuando el único sacrificio justo hubiera sido
el de sobrevivir para ella. En todo caso, el matrimonio feliz de Fermina Daza había
durado lo que el viaje de bodas, y el único que podía ayudarla a impedir el naufragio final
estaba paralizado de terror ante la potestad de la madre. Era a él, y no a las cuñadas
imbéciles y a la suegra medio loca, a quien Fermina Daza atribuía la culpa de la trampa
de muerte en que estaba atrapada. Demasiado tarde sospechaba que detrás de su
autoridad profesional y su fascinación mundana, el hombre con quien se había casado
era un débil sin redención: un pobre diablo envalentonado por el peso social de sus
apellidos.
Se refugió en el hijo recién nacido. Ella lo había sentido salir de su cuerpo con el
alivio de liberarse de algo que no era suyo, y había sufrido el espanto de sí misma al
comprobar que no sentía el menor afecto por aquel ternero de vientre que la padrona le
mostró en carne viva, sucio de sebo y de sangre, y con la tripa umbilical enrollada en el
cuello. Pero en la soledad del palacio aprendió a conocerlo, se conocieron, y descubrió
con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la
crianza. Terminó por no soportar nada ni a nadie distinto de él en la casa de su
desventura. La deprimía la soledad, el jardín de cementerio, la desidia del tiempo en los
enormes aposentos sin ventanas. Se sentía enloquecer en las noches dilatadas por los
gritos de las locas en el manicomio vecino. La avergonzaba la costumbre de poner la
mesa de banquetes todos los días, con manteles bordados, servicios de plata y
candelabros de funeral, para que cinco fantasmas cenaran con una taza de café con leche
y almojábanas. Detestaba el rosario al atardecer, los remilgos en la mesa, las críticas
constantes a su manera de coger los cubiertos, de caminar con esos trancos místicos de
mujer de la calle, de vestirse como en el circo, y hasta de su método ranchero de tratar
al esposo y de darle de mamar al niño sin cubrirse el seno con la mantilla. Cuando hizo
las primeras invitaciones para tomar el té a las cinco de la tarde, con galletitas imperiales
y confituras de flores, de acuerdo con una moda reciente en Inglaterra, doña Blanca se
opuso a que en su casa se bebieran medicinas para sudar la fiebre en vez del chocolate
con queso fundido y ruedas de pan de yuca. No se le escaparon ni los sueños. Una
mañana en que Fermina Daza contó que había soñado con un desconocido que se
paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la
cortó en seco:
-Una mujer decente no puede tener esa clase de sueños.
A la sensación de estar siempre en casa ajena, se sumaron dos desgracias
mayores. Una era la dieta casi diaria de berenjenas en todas sus formas, que doña
Blanca se negaba a variar por respeto al esposo muerto, y que Fermina Daza se resistía
a comer. Detestaba las berenjenas desde niña, antes de haberlas probado, porque
siempre le pareció que tenían color de veneno. Sólo que esa vez tuvo que admitir de
todos modos que algo había cambiado para bien en su vida, porque a los cinco años
había dicho lo mismo en la mesa, y su padre la obligó a comerse completa la cazuela
prevista para seis personas. Creyó que iba a morir, primero por los vómitos de la
berenjena molida, y después por el tazón de aceite de castor que le hicieron tomar a la
fuerza para curarla del castigo. Las dos cosas se le quedaron revueltas en la memoria
como un solo purgante, tanto por el sabor como por el terror del veneno, y en los
almuerzos abominables del palacio del Marqués de Casalduero tenía que apartar la vista
para no devolver las atenciones por la náusea glacial del aceite de castor.
La otra desgracia fue el arpa. Un día, muy consciente de lo que quería decir, doña
Blanca había dicho: “No creo en mujeres decentes que no sepan tocar el piano”. Fue una
orden que hasta su hijo trató de discutir, pues los mejores años de su infancia habían transcurrido en las galeras de las clases de piano, aunque ya de adulto lo hubiera
agradecido. No podía concebir a su esposa sometida a la misma condena, a los
veinticinco años y con un carácter como el suyo. Pero lo único que obtuvo de su madre
fue que cambiara el piano por el arpa, con el argumento pueril de que era el instrumento
de los ángeles. Así fue como trajeron de Viena el arpa magnífica, que parecía de oro y
que sonaba como si lo fuera, y que fue una de las reliquias más preciadas del Museo de
la Ciudad, hasta que lo consumieron las llamas con todo lo que tenía dentro. Fermina
Daza se sometió a esa condena de lujo tratando de impedir el naufragio con un sacrificio
final. Empezó con un maestro de maestros que trajeron a propósito de la ciudad de
Mompox, y que murió de repente a los quince días, y siguió por varios años con el
músico mayor del seminario, cuyo aliento de sepulturero distorsionaba los arpegios.
Ella misma estaba sorprendida de su obediencia. Pues aunque no lo admitía en su
fuero interno, ni en los pleitos sordos que tenía con su marido en las horas que antes
consagraban al amor, se había enredado más pronto de lo que ella creía en la maraña de
convenciones y prejuicios de su nuevo mundo. Al principio tenía una frase ritual para
afirmar su libertad de criterio: “A la mierda abanico que es tiempo de brisa”. Pero
después, celosa de sus privilegios bien ganados, temerosa de la vergüenza y el escarnio,
se mostraba dispuesta a soportar hasta la humillación, con la esperanza de que Dios se
apiadara por fin de doña Blanca, quien no se cansaba de suplicarle en sus oraciones que
le mandara la muerte.
El doctor Urbino justificaba su propia debilidad con argumentos de crisis, sin
preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. No admitía que los conflictos
con la esposa tuvieran origen en el aire enrarecido de la casa, sino en la naturaleza
misma del matrimonio: una invención absurda que sólo podía existir por la gracia infinita
de Dios. Estaba contra toda razón científica que dos personas apenas conocidas, sin
parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas distintas, y hasta con
sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma
cama, a compartir dos destinos que tal vez estuvieran determinados en sentidos
divergentes. Decía: “El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches
después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del
desayuno”. Peor aún el de ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en una
ciudad que todavía seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única argamasa
posible era algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos
no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que enfrentarlos a
la realidad cuando estaban a punto de inventarlo.
Ese era el estado de sus vidas en la época del arpa. Habían quedado atrás las
casualidades deliciosas de que ella entrara mientras él se bañaba, y a pesar de los
pleitos, de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y de la madre
que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara. Ella empezaba
a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de Europa, y ambos se iban
dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo,
y terminaban muriéndose de amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes,
mientras oían a las criadas hablando de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es
porque no tiran”. De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada
detrás de la puerta los tumbaba de- un zarpazo, y entonces ocurría una explosión
maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los
amantes desbraguetados de la luna de miel.
Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado
que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos
de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de consolación como
cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la
cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla otra
vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir-en
clase, sólo por el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de
casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana.


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