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El amor en los tiempos del cólera - 38

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:47:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Sólo tres martes le bastaron a Fermina Daza para darse cuenta de la falta que le
hacían las visitas de Florentino Ariza. Lo pasaba muy bien con las amigas asiduas, mejor
aún a medida que el tiempo la alejaba de las costumbres del esposo. Lucrecia del Real
del Obispo había ido a Panamá a hacerse ver de un dolor de oído que no cedía con nada,
y regresó muy aliviada al cabo de un mes, pero oyendo menos que antes con una
trompetita que se ponía en la oreja. Fermina Daza era la amiga que toleraba mejor sus
confusiones de preguntas y respuestas, y esto estimulaba tanto a Lucrecia que casi no había día en que no apareciera por allí a cualquier hora. Pero Fermina Daza no pudo
sustituir con nadie la tardes sedantes de Florentino Ariza.
La memoria del pasado no redimía el futuro, como él se empeñaba en creer. Al
contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel alboroto
febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue
amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de revelárselo a él ni por correo
ni en persona, ni le alcanzaba el corazón para decirle qué falsos le sonaban los
sentimentalismos de sus cartas después de haber conocido el prodigio de consolación de
sus meditaciones escritas, cómo lo devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba
a su causa la insistencia maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas
de antaño ni ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir
que las tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él,
tan solitarias e irrepetibles sin él.
En uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las
caballerizas la radiola que su esposo le regaló en alguno de sus aniversarios, y que
ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó a la ciudad.
En las sombras de su duelo había resuelto no volver a usarla, pues una viuda de sus
apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin ofender la memoria del muerto,
así fuera en la intimidad. Pero después del tercer martes de abandono la hizo llevar de
nuevo a la sala, no para disfrutar de las canciones sentimentales de la emisora de
Riobamba, como antes, sino para llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas
de Santiago de Cuba. Fue un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder
el hábito de la lectura que su esposo le había inculcado con tanta aplicación desde el
viaje de bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta el
extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.
Se aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba
con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De vez en cuando oía las
noticias para saber lo que pasaba en el mundo, y en las pocas ocasiones en que se
quedaba sola en la casa escuchaba con el volumen muy bajo, remotos y nítidos, los
merengues de Santo Doomingo y las plenas de Puerto Rico. Una noche, en una estación
desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y tanta claridad como si estuviera
en la casa vecina, oyó una noticia desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su
luna de miel en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes
de remo por el botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que llevaban:
catorce dólares. Su impresión fue mucho mayor cuando Lucrecia del Real le contó el
relato completo publicado en un periódico local. La policía había descubierto que los
ancianos muertos a garrotazos, ella de setenta y ocho años y él de ochenta y cuatro,
eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones juntos desde hacía cuarenta
años, pero ambos tenían sus matrimonios respectivos, estables y felices, y con familias
numerosas. Fermina Daza, que nunca había llorado con los novelones radiales, tuvo que
reprimir el nudo de lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente,
Florentino Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la noticia.
No eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no
había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La justicia reveló a todo lo ancho de
la primera plana y con fotos de los protagonistas, los supuestos amores ocultos del
doctor Juvenal Urbino y Lucrecia del Real del Obispo. Se especulaba sobre los
pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y sobre la complacencia del esposo,
entregado a desafueros de sodomía con los negros de su ingenio azucarero. El relato
publicado con enormes letras de madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de
un cataclismo en la desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea
cierta: Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de solteros
y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En todo caso, no
parecía que la publicación estuviera dirigida a mancillar el nombre del doctor Juvenal
Urbino, cuya memoria gozaba del respeto unánime, sino a perjudicar al marido de Lucrecia del Real, elegido presidente del Club Social la semana anterior. El escándalo fue
sofocado en pocas horas. Pero Lucrecia del Real no volvió a visitar a Fermina Daza, y
ésta lo interpretó como un reconocimiento de la culpa.
Muy pronto quedó claro, sin embargo, que tampoco Fermina Daza estaba a salvo
de los riesgos de su clase. La justicia se ensañó contra ella por su único flanco débil: los
negocios del padre. Cuando éste tuvo que desterrarse a la fuerza, ella conoció un solo
episodio de sus comercios turbios, tal como se lo contó Gala Placidia. Más tarde, cuando
el doctor Urbino se lo confirmó después de la entrevista con el gobernador, quedó
convencida de que su padre había sido víctima de una infamia. El hecho fue que dos
agentes del gobierno se habían presentado con una orden de requisa en la casa del
parque de Los Evangelios, la registraron de arriba abajo sin encontrar lo que buscaban, y
al final ordenaron abrir el ropero con puertas de espejo de la antigua alcoba de Fermina
Daza. Gala Placidia, sola en la casa y sin modos de prevenir a nadie, se negó a abrirlo
con la excusa de que no tenía las llaves. Entonces uno de los agentes rompió el espejo
de las puertas con la culata del revólver, y descubrió que entre el cristal y la madera
había un espacio atiborrado de billetes falsos de cien dólares. Esta fue la culminación de
una cadena de pistas que conducían hasta Lorenzo Daza como el eslabón último de una
vasta operación internacional. Era un fraude maestro, pues los billetes tenían las marcas
de agua del papel original: habían borrado billetes de un dólar por un procedimiento
químico que parecía cosa de magia, y habían impreso en su lugar billetes de a cien.
Lorenzo Daza alegó que el ropero había sido comprado mucho después del matrimonio
de la hija, y que debió llegar a la casa con los billetes escondidos, pero la policía
comprobó que estaba allí desde que Fermina Daza iba al colegio. Nadie sino él mismo
hubiera podido esconder la falsa fortuna detrás de los espejos. Eso fue lo único que el
doctor Urbino le contó a su esposa cuando se comprometió con el gobernador a mandar
al suegro de regreso a su tierra para tapar el escándalo. Pero el diario contaba mucho
más.
Contaba que durante una de las tantas guerras civiles del siglo anterior, Lorenzo
Daza había sido intermediario entre el gobierno del presidente liberal Aquileo Parra y un
tal Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, que estuvo demorado aquí varios meses en
la tripulación del mercante Saint Antoine, de bandera francesa, tratando de definir un
confuso negocio de armas. Korzeniowski, que más tarde se haría célebre en el mundo
con el nombre de Joseph Conrad, hizo contacto no se sabía cómo con Lorenzo Daza,
quien le compró el cargamento de armas por cuenta del gobierno, con sus credenciales y
sus recibos en regla, y pagado en oro de ley. Según la versión del periódico, Lorenzo
Daza dio por desaparecidas las armas en un asalto improbable, y las volvió a vender por
el doble de su precio real a los conservadores en guerra contra el gobierno.
También contaba La Justicia que Lorenzo Daza compró a muy bajo precio un
cargamento de botas sobrantes del ejército inglés, por los tiempos en que el general
Rafael Reyes fundó la Marina de Guerra, y con esa sola operación dobló su fortuna en
seis meses. Según el diario, cuando el cargamento llegó a este puerto, Lorenzo Daza se
negó a recibirlo porque sólo venían las botas del pie derecho, pero fue el único
concurrente cuando la aduana lo sacó a remate de acuerdo con las leyes vigentes, y lo
compró por una suma simbólica de cien pesos. Por esos mismos días, un cómplice suyo
compró en iguales condiciones el cargamento de botas izquierdas, que había llegado por
la aduana de Riohacha. Una vez puestas en orden, Lorenzo Daza se valió de su parentesco
político con los Urbino de la Calle, y le vendió las botas a la nueva Marina de
Guerra con una ganancia del dos mil por ciento.
La información de la justicia terminaba diciendo que Lorenzo Daza no abandonó a
San Juan de la Ciénaga a fines del siglo anterior en busca de mejores aires para el
porvenir de su hija, como a él le gustaba decir, sino por haber sido sorprendido en la
próspera industria de mezclar tabaco de importación con papel picado, y de un modo tan
hábil, que ni los fumadores refinados notaban el engaño. También se revelaban sus
vínculos con una empresa clandestina internacional, cuya actividad más fructífera a fines
del siglo anterior había sido la introducción ilegal de chinos desde Panamá. En cambio, el sospechoso negocio de mulas, que tanto había dañado su reputación, parecía ser el único
honesto que había tenido jamás.
Cuando Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por
primera vez con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la
casa de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de
piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El doctor Urbino
Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su exilio, le había hablado de
la consternación que le causaron a su madre las dos publicaciones de La justicia. La
primera le provocó una rabia tan insensata por la infidelidad del marido y la traición de la
amiga, que renunció a la costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada
mes, porque la sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios
que quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir, con
quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido al menos un
hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación sobre Lorenzo Daza
no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación misma, o el descubrimiento
tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero una de las dos, o ambas, la habían
aniquilado. El cabello color de acero limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía entonces
de hilachas amarillas de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el
brillo de antaño ni con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le
notaba en cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar,
encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez en póblico
y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que ella misma liaba, como
le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios que se encontraban en el
comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para enrollarlos. Un hombre que no
fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un
anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer
que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita
de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de
Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había
devuelto el carácter cerril de los veinte años.
Ella tenía un nuevo motivo de gratitud con Florentino Ariza, porque a raíz de las
publicaciones infames él había mandado a La justicia una carta ejemplar sobre la
responsabilidad ética de la prensa y el respeto de la honra ajena. No fue publicada, pero
el autor mandó una copia al Diario del Comercio, el más antiguo y serio del litoral caribe,
y éste la destacó en la página primera. Estaba firmada con el seudónimo de Júpiter, y era
tan razonada, incisiva y bien escrita, que fue atribuída a algunos de los escritores más
notables de la provincia. Fue una voz solitaria en medio del océano, pero se oyó muy
hondo y muy lejos. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera,
porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de
Florentino Ariza. De modo que lo recibió con un afecto reverdecido en el desorden de su
abandono. Fue por esa época cuando América Vicuña se encontró sola una tarde de
sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura
casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanográficas de las
meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.
El doctor Urbino Daza se alegró de la reanudación de las visitas que tanto
alentaban a su madre. Al contrario de Ofelia, su hermana, que volvió en el primer frutero
de Nueva Orleans tan pronto como supo que Fermina Daza mantenía una amistad
extraña con un hombre cuya calificación moral no era de las mejores. Su alarma hizo
crisis desde la primera semana, cuando se dio cuenta del grado de familiaridad y dominio
con que Florentino Ariza entraba en la casa, y de los cuchicheos y fugaces pleitos de
novios con que transcurrían las visitas hasta muy entrada la noche. Lo que para el doctor
Urbino Daza era una saludable afinidad de dos ancianos solitarios, para ella era una
forma viciosa de concubinato secreto. Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña
Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera
como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios. No era capaz de concebir la
inocencia de una amistad entre un hombre y una mujer ni a los cinco años de edad, y mucho menos a los ochenta. En una disputa aguerrida que tuvo con su hermano, dijo
que lo único que faltaba para que Florentino Ariza acabara de consolar a su madre era
que se metiera con ella en su cama de viuda. El doctor Urbino Daza no tenía agallas para
enfrentársele, no las había tenido nunca frente a ella, pero su esposa intercedió con una
justificación serena del amor a cualquier edad. Ofelia perdió los estribos.
-El amor es ridículo a nuestra edad -le gritó---, pero a la edad de ellos es una
cochinada.
Se empeñó con tales ímpetus en la determinación de ahuyentar de la casa a
Florentino Ariza, que llegó a oídos de Fermina Daza. Ella la llamó al dormitorio, como
siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas, y le pidió repetir sus
recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya
fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más
perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las
aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin
parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.
-Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces,
por atrevida y mal pensada -le dijo-. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por
los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.
No hubo poder capaz de disuadirla. Mientras tanto, Ofelia se fue a vivir a la casa
del hermano, y desde allá mandó toda clase de súplicas con emisarios de altura. Pero fue
inútil. Ni la mediación del hijo ni la intervención de sus amigas consiguieron
quebrantarla. A la nuera, con quien mantuvo siempre una cierta complicidad
populachera, le soltó por fin una confidencia con la verba florida de sus mejores años:
“Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado
jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos”. Encendió un
cigarrillo con la colilla del otro, y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las
entrañas.
-¡Quese vayan a la mierda! -dijo-. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que
ya no nos queda nadie que nos mande.
No hubo nada que hacer. Cuando por fin se convenció de que estaban agotadas
todas las instancias, Ofelia volvió a Nueva Orleans. Lo único que logró de su madre fue
que se despidiera de ella, y Fermina Daza aceptó después de muchas súplicas, pero sin
permitirle que entrara en la casa: lo había jurado por los huesos de su madre, que para
ella, por aquellos días de tinieblas, eran los únicos que quedaban limpios.
En alguna de las primeras visitas, hablando de sus buques, Florentino Ariza le
había hecho a Fermina Daza una invitación formal para que fuera en viaje de descanso
por el río. Con un día más de tren podía ir hasta la capital de la república, que ellos,
como la mayoría de los caribes de su generación, seguían llamando con el nombre que
tuvo hasta el siglo anterior: Santa Fe. Pero ella conservaba los resabios del esposo y no
quería conocer una ciudad helada y sombría donde las mujeres no salían de sus casas
sino para la misa de cinco, y no podían entrar en las heladerías ni en las oficinas
públicas, según le habían dicho, y donde había a toda hora embotellamientos de
entierros en las calles y una llovizna menuda desde los años de la mula herrada: peor
que en París. En cambio, sentía una atracción muy fuerte por el río, quería ver los
caimanes asoleándose en los playones, quería ser despertada en medio de la noche por
el llanto de mujer de los manatíes, pero la idea de un viaje tan difícil, a su edad, y
además viuda y sola, le parecía irreal.
Florentino Ariza volvió a reiterarle la invitación más adelante, cuando se decidió a
seguir viva sin el esposo, y entonces le pareció más probable. Pero después del pleito con
la hija, amargada por las injurias a su padre, por el rencor contra el esposo muerto, por
la rabia de las zalamerías hipócritas de Lucrecia del Real, a quien tuvo por tantos años
como su mejor amiga, ella misma se sentía de sobra en su propia casa. Una tarde, mientras tomaba su infusión de hojas universales, miró hacia el pantano del patio donde
no volvería a retoñar el árbol de su desventura.
-Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando, derecho, derecho, derecho,
y no volver más nunca -dijo.
-Vete en un buque -dijo Florentino Ariza.
Fermina Daza lo miró pensativa.
-Pues fíjate que podría ser -dijo.
No se le había ocurrido un momento antes de decirlo, pero le bastó con admitir la
posibilidad para darlo por hecho. El hijo y la nuera entendieron encantados. Florentino
Ariza se apresuró a precisar que Fermina Daza sería un huésped de honor en sus buques,
se tendría para ella un camarote dispuesto como su propia casa, un servicio perfecto, y el
capitán en persona estaría consagrado a su seguridad y su bienestar. Llevó mapas de la
ruta para entusiasmarla, tarjetas postales de atardeceres furibundos, poemas al paraíso
primitivo de La Magdalena escritos por viajeros ilustres, o que habían llegado a serlo por
la excelencia del poema. Ella les daba una ojeada cuando estaba de humor.
-No tienes que engañarme como a una criatura -le decía-. Si me voy es porque lo
he decidido, no por el interés del paisaje.
Cuando el hijo sugirió que la acompañara su esposa, lo cortó por lo sano: “Ya
estoy muy grande para que me cuide nadie”. Ella misma arregló los pormenores del
viaje. Sintió un inmenso descanso con la idea de vivir ocho días de subida y cinco de
bajada sin nada más que lo indispensable: media docena de vestidos de algodón, sus
cosas de tocador y aseo, un par de zapatos para embarcar y desembarcar y las babuchas
caseras para el viaje, y nada más: el sueño de su vida.
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación
fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un
trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo
después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa
acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje
por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había
bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo
creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad
histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
En todo caso, a diferencia de los otros buques fluviales, antiguos y modernos, el
Nueva Fidelidad tenía junto al camarote del capitán un camarote suplementario, amplio y
confortable: una sala de visitas con muebles de bambú de colores festivos, un dormitorio
matrimonial decorado por completo con motivos chinos, un baño con bañera y ducha, un
amplio mirador cubierto, muy amplio, con helechos colgados y una visión completa hacia
el frente y los dos lados del buque, y un sistema de refrigeración silencioso que mantenía
todo el ámbito a salvo del estruendo exterior y en un clima de primavera perpetua. Esta
habitación de lujo, conocida como el Camarote Presidencial porque allí habían viajado
hasta entonces tres presidentes de la república, no tenía un propósito comercial, sino que
se reservaba para autoridades de categoría y para invitados muy especiales. Florentino
Ariza la había hecho construir con esa finalidad de imagen pública tan pronto como fue
nombrado presidente de la C.F.C., pero con la seguridad íntima de que tarde o temprano
iba a ser el refugio feliz de su viaje de bodas con Fermina Daza.
Llegado el día, en efecto, ella tomó posesión del Camarote Presidencial en su
condición de dueña y señora. El capitán del buque hizo los honores de a bordo al doctor
Urbino Daza y su esposa, y a Florentino Ariza, con champaña y salmón ahumado. Se
llamaba Diego Samaritano, tenía un uniforme de lino blanco, de una corrección absoluta,
desde la punta de los botines hasta la gorra con el escudo de la C.F.C. bordado en hilos
dorados, y tenía en común con los otros capitanes del río una corpulencia de ceiba, una
voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino.

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