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El amor en los tiempos del cólera - 05

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:09:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Él fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas
en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el
mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta
autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con
frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque
nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba.
El doctor Urbino trataba de convencerla, con argumentos fáciles de entender por quien
quisiera entenderlos, de que aquel accidente no se repetía a diario por descuido suyo,
como ella insistía, sino por una razón orgánica: su manantial de joven era tan definido y
directo, que en el colegio había ganado torneos de puntería para llenar botellas, pero con
los usos de la edad no sólo fue decayendo, sino que se hizo oblicuo, se ramificaba, y se
volvió por fin una fuente de fantasía imposible de dirigir, a pesar de los muchos esfuerzos
que él hacía por enderezarlo. Decía: “El inodoro tuvo que ser inventado por alguien que
no sabía nada de hombres”. Contribuía a la paz doméstica con un acto cotidiano que era
más de humillación que de humildad: secaba con papel higiénico los bordes de la taza
cada vez que la usaba. Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no eran demasiado
evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces los proclamaba como el
descubrimiento de un crimen: “Esto apesta a criadero de conejos”. En vísperas de la
vejez, el mismo estorbo del cuerpo le inspiró al doctor Urbino la solución final: orinaba
sentado, como ella, lo cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de
gracia.
Ya para entonces se bastaba muy mal de sí mismo, y un resbalón en el baño que
pudo ser fatal lo puso en guardia contra la ducha. La casa, con ser de las modernas,
carecía de la bañera de peltre con patas de león que era de uso ordinario en las mansiones
de la ciudad antigua. Él la había hecho quitar con un argumento higiénico: la
bañera era una de las tantas porquerías de los europeos, que sólo se bañaban el último
viernes de cada mes, y lo hacían además dentro del caldo ensuciado por la misma
suciedad que pretendían quitarse del cuerpo. De modo que mandaron a hacer una batea
grande sobre medidas, de guayacán macizo, donde Fermina Daza bañaba al esposo con
el mismo ritual de los hijos recién nacidos. El baño se prolongaba más de una hora, con
aguas terciadas en las que habían hervido hojas de malva y cáscaras de naranjas, y tenía
para él un efecto tan sedante que a veces se quedaba dormido dentro de la infusión
perfumada. Después de bañarlo, Fermina Daza lo ayudaba a vestirse, le echaba polvos
de talco entre las piernas, le untaba manteca de cacao en las escaldaduras, le ponía los
calzoncillos con tanto amor como si fueran un pañal, y seguía vistiéndolo pieza por pieza,
desde las medias hasta el nudo de la corbata con el prendedor de topacio. Los
amaneceres conyugales se apaciguaron, porque él volvió a asumir la niñez que le habían
quitado sus hijos. Ella, por su parte, terminó en consonancia con el horario familiar,
porque también para ella pasaban los años: dormía cada vez menos, y antes de cumplir
los setenta despertaba primero que el esposo.
El domingo de Pentecostés, cuando levantó la manta para ver el cadáver de
Jeremiah. de SaintAmour, el doctor Urbino tuvo la revelación de algo que le había sido
negado hasta entonces en sus navegaciones más lúcidas de médico y de creyente. Fue
como si después de tantos años de familiaridad con la muerte, después de tanto
combatirla y manosearla por el derecho y el revés, aquella hubiera sido la primera vez en
que se atrevió a mirarla a la cara, y también ella lo estaba mirando. No era el miedo de la muerte. No: el miedo estaba dentro de él desde hacía muchos años, convivía con él,
era otra sombra sobre su sombra, desde una noche en que despertó turbado por un mal
sueño y tomó conciencia de que la muerte no era sólo una probabilidad permanente,
como lo había sentido siempre, sino una realidad inmediata. En cambio, lo que había
visto aquel día era la presencia física de algo que hasta entonces no había pasado de ser
una certidumbre de la imaginación. Se alegró de que el instrumento de la Divina
Providencia para aquella revelación sobrecogedora hubiera sido Jeremiah. de
Saint-Amour, a quien siempre tuvo como un santo que ignoraba su propio estado de
gracia. Pero cuando la carta le reveló su identidad verdadera, su pasado siniestro, su
inconcebible poder de artificio, sintió que algo definitivo y sin regreso había ocurrido en
su vida.
Sin embargo, Fermina Daza no se dejó contagiar por su humor sombrío. Él lo
intentó, desde luego, mientras ella lo ayudaba a meter las piernas en los pantalones y le
cerraba la larga botonadura de la camisa. Pero no lo consiguió, porque Fermina Daza no
era fácil de impresionar, y menos con la muerte de un hombre que no amaba. Sabía
apenas que Jeremiah. de Saint-Amour era un inválido de muletas a quien nunca había
visto, que había escapado a un pelotón de fusilamiento en alguna de las tantas
insurrecciones de alguna de las tantas islas de las Antillas, que se había hecho fotógrafo
de niños por necesidad y llegó a ser el más solicitado de la provincia, y que le había
ganado una partida de ajedrez a alguien que ella recordaba como Torremolinos pero que
en realidad se llamaba Capablanca.
-Pues no era más que un prófugo de Cayena condenado a cadena perpetua por un
crimen atroz -dijo el doctor Urbino-. Imagínate que hasta había comido carne humana.
Le dio la carta cuyos secretos quería llevarse a la tumba, pero ella guardó los
pliegos doblados en el tocador, sin leerlos, y cerró la gaveta con llave. Estaba
acostumbrada a la insondable capacidad de asombro de su esposo, a sus juicios
excesivos que se volvían más enrevesados con los años, a una estrechez de criterio que
no se compadecía con su imagen pública. Pero aquella vez había rebasado sus propios
límites. Ella suponía que su esposo no apreciaba a Jeremiah de Saint-Amour por lo que
había sido antes, sino por lo que empezó a ser desde que llegó sin más prendas encima
que su mochila de exiliado, y no podía entender por qué lo consternaba de aquel modo la
revelación tardía de su identidad. No comprendía por qué le parecía abominable que
hubiera tenido una mujer escondida si ese era un hábito atávico de los hombres de su
clase, incluido él en un momento ingrato, y además le parecía una desgarradora prueba
de amor que ella lo hubiera ayudado a consumar su decisión de morir. Dijo: “Si tú
también decidieras hacerlo por razones tan serias como las que él tenía, mi deber sería
hacer lo mismo que ella”. El doctor Urbino se encontró una vez más en la encrucijada de
incomprensión simple que lo había exasperado durante medio siglo.
-No entiendes nada -dijo-. Lo que me indigna no es lo que fue ni lo que hizo, sino
el engaño en que nos mantuvo a todos durante tantos años.
Sus ojos empezaron a anegarse de lágrimas fáciles, pero ella fingió ignorarlo.
-Hizo bien -replicó-. Si hubiera dicho la verdad, ni tú ni esa pobre mujer, ni nadie
en este pueblo lo hubiera querido tanto como lo quisieron.
Le abrochó el reloj de leontina en el ojal del chaleco. Le remató el nudo de la
corbata y le puso el prendedor de topacio. Luego le secó las lágrimas y le limpió la barba
llorada con el pañuelo húmedo de Agua Florida, y se lo puso en el bolsillo del pecho con
las puntas abiertas como una magnolia. Las once campanadas del reloj de péndulo
resonaron en el estanque de la casa.
-Apúrate -dijo ella, llevándolo del brazo-. Vamos a llegar tarde.
Aminta Dechamps, esposa del doctor Lácides Olivella, y sus siete hijas a cuál más
diligente, lo habían previsto todo para que el almuerzo de las bodas de plata fuera el
acontecimiento social del año. La residencia familiar en pleno centro histórico era la
antigua Casa de la Moneda, desnaturalizada por un arquitecto florentino que pasó por aquí como un mal viento de renovación y convirtió en basílicas de Venecia a más de
cuatro reliquias del siglo xvii. Tenía seis dormitorios y dos salones para comer y recibir,
amplios y bien ventilados, pero no lo bastante para los invitados de la ciudad, además de
los muy selectos que vendrían de fuera. El patio era igual al claustro de una abadía, con
una fuente de piedra que cantaba en el centro y canteros de heliotropos que perfumaban
la casa al atardecer, pero el espacio de las arcadas no era suficiente para tantos apellidos
tan grandes. Así que decidieron hacer el almuerzo en la quinta campestre de la familia, a
diez minutos en automóvil por el camino real, que tenía una fanegada de patio y
enormes laureles de la India y nenúfares criollos en un río de aguas mansas. Los
hombres del Mesón de don Sancho, dirigidos por la señora de Olivella, pusieron toldos de
lona de colores en los espacios sin sombra, y armaron bajo los laureles un rectángulo con
mesitas para ciento veintidós cubiertos, con manteles de lino para todos y ramos de
rosas del día en la mesa de honor. Construyeron también una tarima para una banda de
instrumentos de viento con un programa restringido de contradanzas y valses nacionales,
y para un cuarteto de cuerda de la escuela de Bellas Artes, que era una sorpresa de la
señora Olivella para el maestro venerable de su marido, que había de presidir el
almuerzo. Aunque la fecha no correspondía en rigor con el aniversario de la graduación,
escogieron el domingo de Pentecostés para magnificar el sentido de la fiesta.
Los preparativos habían empezado tres meses antes, por temor de que algo
indispensable se quedara sin hacer por falta de tiempo. Hicieron traer las gallinas vivas
de la Ciénaga de Oro, famosas en todo el litoral no sólo por su tamaño y su delicia, sino
porque en los tiempos de la Colonia picoteaban en tierras de aluvión, y les encontraban
en la molleja piedrecitas de oro puro. La señora de Olivella en persona, acompañada por
algunas de sus hijas y de la gente de su servicio, subía a bordo de los transatlánticos de
lujo a escoger lo mejor de todas partes para honrar los méritos del esposo. Todo lo había
previsto, salvo que la fiesta era un domingo de junio en un año de lluvias tardías. Cayó
en la cuenta de semejante riesgo en la mañana del mismo día, cuando salió para la misa
mayor y se asustó con la humedad del aire, y vio que el cielo estaba denso y bajo y no
se alcanzaba a ver el horizonte del mar. A pesar de esos signos aciagos, el director del
observatorio astronómico, con quien se encontró en la misa, le recordó que en la muy
azarosa historia de la ciudad, aun en los inviernos más crueles, no había llovido nunca el
día de Pentecostés. Sin embargo, al toque de las doce, cuando ya muchos de los
invitados tomaban los aperitivos al aire libre, el estampido de un trueno solitario hizo
temblar la tierra, y un viento de mala mar desbarató las mesas y se llevó los toldos por
el aire, y el cielo se desplomó en un aguacero de desastre.
El doctor Juvenal Urbino alcanzó a llegar a duras penas en el desorden de la
tormenta, junto con los últimos invitados que encontró en el camino, y quería ir como
ellos desde los coches hasta la casa saltando por las piedras a través del patio
enchumbado, pero terminó por aceptar la humillación de que los hombres de Don Sancho
lo llevaran en brazos bajo un palio de lonas amarillas. Las mesas separadas habían sido
dispuestas de nuevo como mejor se pudo en el interior de la casa, hasta en los
dormitorios, y los invitados no hacían ningún esfuerzo por disimular su humor de
naufragio. Hacía un calor de caldera de barco, pues habían tenido que cerrar las
ventanas para impedir que se metiera la lluvia sesgada por el viento. En el patio, cada
lugar de la mesa tenía una tarjeta con el nombre del invitado, y estaba previsto un lado
para los hombres y otro para las mujeres, como era la costumbre. Pero las tarjetas con
los nombres se confundieron dentro de la casa, y cada quien se sentó como pudo, en una
promiscuidad de fuerza mayor que al menos por una vez contrarió nuestras
supersticiones sociales. En medio del cataclismo, Aminta de Olivella parecía estar en
todas partes al mismo tiempo, con el cabello empapado y el vestido espléndido salpicado
de fango, pero sobrellevaba la desgracia con la sonrisa invencible que había aprendido de
su esposo para no darle gusto a la adversidad. Con la ayuda de las hijas, forjadas en la
misma fragua, logró hasta donde fue posible preservar los lugares de la mesa de honor,
con el doctor Juvenal Urbino en el centro y el arzobispo Obdulio y Rey a su derecha.
Fermina Daza se sentó junto al esposo, como solía hacerlo, por temor de que se quedara
dormido durante el almuerzo o se derramara la sopa en la solapa. El puesto de enfrente lo ocupó el doctor Lácides Olivella, un cincuentón con aires femeninos, muy bien
conservado, cuyo espíritu festivo no tenía ninguna relación con sus diagnósticos certeros.
El resto de la mesa quedó completo con las autoridades provinciales y municipales, y la
reina de la belleza del año anterior, que el gobernador llevó del brazo para sentarla a su
lado. Aunque no era costumbre exigir en las invitaciones un atuendo especial, y menos
para un almuerzo campestre, las mujeres llevaban traje de noche con aderezos de
piedras preciosas, y la mayoría de los hombres estaban vestidos de oscuro con corbata
negra, y algunos con levitas de paño. Sólo los de mucho mundo, y entre ellos el doctor
Urbino, llevaban sus trajes cotidianos. En cada puesto había una copia del menú, impreso
en francés y con viñetas doradas.
La señora de Olivella, asustada por los estragos del calor, recorrió la casa
suplicando que se quitaran las chaquetas para almorzar, pero nadie se atrevió a dar el
ejemplo. El arzobispo le hizo notar al doctor Urbino que aquel era en cierto modo un
almuerzo histórico: allí estaban por primera vez juntos en una misma mesa, cicatrizadas
las heridas y disipados los rencores, los dos bandos de las guerras civiles que habían
ensangrentado al país desde la independencia. Este pensamiento coincidía con el
entusiasmo de los liberales, sobre todo los jóvenes, que habían logrado elegir un
presidente de su partido después de cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora.
El doctor Urbino no estaba de acuerdo: un presidente liberal no le parecía ni más ni
menos que un presidente conservador, sólo que peor vestido. Sin embargo, no quiso
contrariar al arzobispo. Aunque le habría gustado señalarle que nadie estaba en aquel
almuerzo por lo que pensaba sino por los méritos de su alcurnia, y ésta había estado
siempre por encima de los azares de la política y los horrores de la guerra. Visto así, en
efecto, no faltaba nadie.
El aguacero cesó de pronto como había empezado, y el sol se encendió de
inmediato en el cielo sin nubes, pero la borrasca había sido tan violenta que arrancó de
raíz algunos árboles, y el remanso desbordado convirtió el patio en un pantano. El
desastre mayor había sido en la cocina. Varios fogones de leña habían sido armados con
ladrillos en la parte de atrás de la casa, al aire libre, y apenas sí habían tenido tiempo los
cocineros de poner los calderos a salvo de la lluvia. Perdieron un tiempo de urgencia
achicando la cocina inundada e improvisando nuevos fogones en la galería posterior. Pero
a la una de la tarde estaba resuelta la emergencia, y sólo faltaba el postre encomendado
a las monjas de Santa Clara, que se habían comprometido a mandarlo antes de las once.
Se temía que el arroyo del camino real se hubiera salido de madre, como ocurría en
inviernos menos severos, y en ese caso no sería posible contar con el postre antes de
dos horas. Tan pronto como escampó abrieron las ventanas, y la casa se refrescó con el
aire purificado por el azufre de la tormenta. Luego ordenaron que la banda ejecutara el
programa de valses en la terraza del pórtico, pero sólo sirvió para aumentar la ansiedad,
porque la resonancia de los cobres dentro de la casa obligaba a conversar a gritos.
Cansada de esperar, sonriendo al borde de las lágrimas, Aminta de Olivella dio la orden
de servir el almuerzo.
El grupo de la escuela de Bellas Artes inició el concierto, en medio de un silencio
formal que alcanzó para los compases iniciales de La Chasse de Mozart. A pesar de las
voces cada vez más altas y confusas, y del estorbo de los criados negros de Don Sancho
que apenas si cabían por entre las mesas con las fuentes humeantes, el doctor Urbino
logró mantener un canal abierto para la música hasta el final del programa. Su poder de
concentración disminuía año tras año, hasta el punto de que debía anotar en un papel
cada jugada de ajedrez para saber por dónde iba. Sin embargo, todavía le era posible
ocuparse de una conversación seria sin perder el hilo de un concierto, aunque sin llegar a
los extremos magistrales de un director de orquesta alemán, grande amigo suyo en sus
tiempos de Austria, que leía la partitura de Don Giovanni mientras escuchaba
Tannhaüser.

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