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El amor en los tiempos del cólera - 39

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:51:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió
resonar con un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido
sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la
mañana se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el
Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta,
en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le
contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie
más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las
despedidas agotadoras. A pesar de sus tantos viajes se sentía como si este fuera el
primero, y a medida que rodaba el día le aumentaba la zozobra. Una vez a bordo, se
sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.
Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron
de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El
doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces
cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza
no pudo disimular el desconcierto.
-Pero de esto no habíamos hablado -dijo.
Florentino Ariza le mostró la llave de su camarote con una intención demasiado
evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le
pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago,
en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos
helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa: “¿Tú también?”. Sí: él también, como su
hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente.
Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano
más resignado que agradecido.
Florentino Ariza los vio desembarcar desde la baranda del salón. Tal como lo
esperaba y deseaba, el doctor Urbino Daza y su esposa se volvieron a mirarlo antes de
entrar en el automóvil, y él los despidió con la mano. Ambos le correspondieron. Siguió
en la baranda hasta que el automóvil desapareció en la polvareda del patio de carga, y
luego fue a su camarote, a ponerse una ropa más adecuada para la primera cena a
bordo, en el comedor privado del capitán.
Fue una noche espléndida, que el capitán Diego Samaritano condimentó con
relatos suculentos de sus cuarenta años en el río, pero Fermina Daza tuvo que hacer un
grande esfuerzo para parecer divertida. A pesar de que la última advertencia la dieron a
las ocho y de que a esa hora hicieron bajar a los visitantes y levantaron la pasarela, el
buque no zarpó mientras el capitán no terminó de comer y subió al puesto de mando a
dirigir la maniobra. Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron asomados en el
barandal de la sala común, confundidos con los pasajeros bulliciosos que jugaban a
identificar las luces de la ciudad, hasta que el buque salió de la bahía, se metió por caños
invisibles y ciénagas salpicadas por las luces ondulantes de los pescadores, y resolló por
fin a pleno pulmón en el aire libre del río Grande de La Magdalena. Entonces la banda
irrumpió con una pieza popular de moda, hubo una estampida de gozo de los pasajeros,
y el baile se abrió en tropel.
Fermina Daza prefirió refugiarse en el camarote. No había dicho una palabra en
toda la noche, y Florentino Ariza la había dejado perderse en sus cavilaciones. Sólo la
interrumpió para despedirse frente al camarote, pero ella no tenía sueño, sólo un poco de
frío, y sugirió que se sentaran un rato a ver el río desde el mirador privado. Florentino
Ariza rodó dos poltronas de mimbre hasta la baranda, apagó las luces, le puso a ella
sobre los hombros una manta de lana, y se sentó a su lado. Ella enrolló un cigarrillo de la
cajita que él le llevaba de regalo, lo enrolló con una habilidad sorprendente, lo fumó
despacio con el fuego dentro de la boca, sin hablar, y luego enrolló otros dos sucesivos y
los fumó sin pausas. Florentino Ariza se tomó sorbo a sorbo dos termos de café cerrero.
El resplandor de la ciudad había desaparecido en el horizonte. Vistos desde el
mirador oscuro, el río liso y callado, y los pastizales de ambas orillas bajo la luna llena, se convirtieron en una llanura fosforescente. De vez en cuando se veía una choza de paja
junto a las grandes hogueras con que anunciaban que allí se vendía leña para las
calderas de los buques. Florentino Ariza conservaba recuerdos borrosos de su viaje de
juventud, y la visión del río los hacía revivir por ráfagas deslumbrantes como si fueran de
ayer. Le contó algunos a Fermina Daza, creyendo que podía animarla, pero ella fumaba
en otro mundo. Florentino Ariza renunció a sus recuerdos y la dejó a ella sola con los
suyos, y mientras tanto enrollaba cigarrillos y se los iba dando encendidos, hasta que se
acabó la caja. La música cesó después de la media noche, el bullicio de los pasajeros se
dispersó y se deshizo en susurros dormidos, y los dos corazones se quedaron solos en el
mirador en sombras, viviendo al compás de los resuellos del buque.
Al cabo de un largo rato, Florentino Ariza miró a Fermína Daza con el fulgor del
río, la vio espectral, con el perfil de estatua dulcificado por un tenue resplandor azul, y se
dio cuenta de que estaba llorando en silencio. Pero en vez de consolarla, o esperar que
agotara sus lágrimas, como ella quería, se dejó invadir por el pánico.
-¿Quieres quedarte sola? -preguntó.
-Si lo quisiera no te hubiera dicho que entraras --dijo ella.
Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra
mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para
darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que
habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante
siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como
si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había
llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos
incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.
Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya.
Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el
que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la
evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores
mal resueltos. Suspiró de pronto: “Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante
tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad
si eso es amor o no”. Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El
buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un
inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.
-Vete ahora -dijo.
Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la
mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.
-Ya no -le dijo-: huelo a vieja.
Lo oyó salir en la oscuridad, oyó sus pasos en las escaleras, lo oyó dejar de ser
hasta el día siguiente. Fermina Daza encendió otro cigarrillo, y mientras lo fumaba vio al
doctor Juvenal Urbino con su atuendo de lino intachable, su rigor profesional, su simpatía
deslumbrante, su amor oficial, que le hizo una seña de adiós con su sombrero blanco
desde otro buque del pasado. “Los hombres somos unos pobres siervos de los prejuicios
-le había dicho él alguna vez-. En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un
hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración
moral alguna que no esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que
valga.” Fermina Daza siguió inmóvil hasta la madrugada, pensando en Florentino Ariza,
no como el centinela desolado del parquecito de Los Evangelios cuyo recuerdo no le
suscitaba ya ni una lucecita de nostalgia, sino como era entonces, decrépito y rengo,
pero real: el hombre que estuvo siempre al alcance de su mano, y no supo reconocerlo.
Mientras el buque la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único
que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por dónde empezar otra vez al
día siguiente. Lo supo. Fermina Daza dio instrucciones al camarero de que la dejara
dormir a su gusto, y cuando despertó había en la mesa de noche un florero con una rosa blanca, fresca, todavía sudada de rocío, y con ella una carta de Florentino Ariza con
tantos pliegos como alcanzó a escribir desde que se despidió de ella. Era una carta
tranquila, que no trataba más que expresar el estado de ánimo que lo embargaba desde
la noche anterior: tan lírica como las otras, tan retórica como todas, pero estaba
sustentada por la realidad. Fermina Daza la leyó con una cierta vergüenza consigo misma
por los galopes descarados de su corazón. Terminaba con el pedido de que avisara al
camarero cuando estuviera lista, pues el capitán los esperaba en el puesto de mando
para mostrarles el funcionamiento del buque.
Estuvo lista a las once, bañada y olorosa a jabón de flores, con un traje de viuda
muy sencillo de etamina gris, y recuperada por completo de la tormenta de la noche.
Ordenó un desayuno sobrio al camarero de blanco impecable, que estaba al servicio
personal del capitán, pero no mandó el recado de que vinieran a buscarla. Subió sola,
deslumbrada por el cielo sin nubes, y encontró a Florentino Ariza conversando con el
capitán en el puesto de mando. Le pareció distinto, no sólo por que ella lo veía entonces
con otros ojos, sino porque en realidad había cambiado. En lugar de los atuendos
fúnebres de toda la vida llevaba unos zapatos blancos muy cómodos, pantalón y camisa
de hilo con cuello abierto y manga corta y su monograma bordado en el bolsillo del
pecho. Llevaba además una gorra escocesa, también blanca, y un dispositivo de lentes
oscuros superpuesto a sus eternos espejuelos de miope. Era evidente que todo era de
primer uso y acabado de comprar a propósito para el viaje, salvo el cinturón de cuero
marrón, muy usado, que Fermina Daza notó al primer golpe de vista como una mosca en
la sopa. Al verlo así, vestido para ella de un modo tan ostensible, no pudo impedir el
rubor de fuego que le subió a la cara. Se ofuscó al saludarlo, y él se ofuscó más con la
ofuscación de ella. La conciencia de que se comportaban como novios los ofuscó más
aún, y la conciencia de que ambos estaban ofuscados acabó de ofuscarlos hasta el punto
de que el capitán Samaritano lo advirtió con un trémolo de compasión. Los sacó del
apuro explicándoles el manejo de los mandos y el mecanismo general del buque durante
dos horas. Navegaban muy despacio por un no sin orillas que se dispersaba entre
playones áridos hasta el horizonte. Pero al contrario de las aguas turbias de la
desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el
sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un delta poblado de islas de
arena.
-Es lo poco que nos va quedando del río -le dijo el capitán.
Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al
día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río
padre de La Magdalena, uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión de la
memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional había
acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la
selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en
su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de
pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían
los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla
para sorprender a las mariposas; los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos
de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes
de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer
desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los
cazadores de placer.
El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le
parecían señoras condenadas por algún extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de
que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que les
dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo
prohibían. Un cazador de Carolina del Norte, con su documentación en regla, había
desobedecido sus órdenes y le había destrozado la cabeza a una madre de manatí con un
disparo certero de su SpringfÍeld, y la cría había quedado enloquecida de dolor llorando a
gritos sobre el cuerpo tendido. El capitán había hecho subir al huérfano para hacerse cargo de él, y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver de la
madre asesinada. Estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas, y a punto
de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces
hubiera ocasión. Sin embargo, aquel había sido un episodio histórico: el manatí huérfano,
que creció y vivió muchos años en el parque de animales raros de San Nicolás de las
Barrancas, fue el último que se vio en el río.
-Cada vez que paso por ese playón -dijo- le ruego a Dios que aquel gringo se
vuelva a embarcar en mi buque, para volver a dejarlo.
Fermina Daza, que no le tenía simpatía, se conmovió de tal modo con aquel
gigante tierno, que desde esa mañana lo puso en un lugar privilegiado de su corazón.
Hizo bien: el viaje apenas comenzaba, y ya tendría ocasiones de sobra para darse cuenta
de que no se había equivocado.
Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron en los puestos de mando hasta la
hora del almuerzo, poco después de que pasaron frente a la población de Calamar, que
apenas unos años antes tenía una fiesta perpetua, y ahora era un puerto en ruinas de
calles desoladas. El único ser que se vio desde el buque, fue una mujer vestida de blanco
que hacía señas con un pañuelo. Fermina Daza no entendió por qué no la recogían, si
parecía tan afligida, pero el capitán le explicó que era la aparición de una ahogada que
hacía señas de engaño para desviar los buques hacia los peligrosos remolinos de la otra
orilla. Pasaron tan cerca de ella que Fermina Daza la vio con todos sus detalles, nítida
bajo el sol, y no dudó de que en realidad no existiera, pero su cara le pareció conocida.
Fue un día largo y caluroso. Fermina Daza volvió al camarote después del
almuerzo, para su siesta inevitable, pero no durmió bien por el dolor del oído, que se le
hizo más intenso cuando el buque intercambió los saludos de rigor con otro de la C.F.C.
con el que se cruzó unas leguas arriba de Barranca Vieja. Florentino Ariza descabezó un
sueño instantáneo sentado en el salón principal, donde la mayoría de los pasajeros sin
camarote dormían como a media noche, y soñó con Rosalba, muy cerca del lugar en que
la había visto embarcarse. Viajaba sola, con su atuendo de momposina del siglo anterior,
y era ella y no el niño la que dormía la siesta dentro de la jaula de mimbre colgada en el
alero. Fue un sueño a la vez tan enigmático y divertido, que siguió con su regusto toda la
tarde, mientras jugaba dominó con el capitán y dos pasajeros amigos.
El calor cesaba a la caída del sol, y el buque revivía. Los pasajeros emergían como
de un letargo, recién bañados y con ropas limpias, y ocupaban las poltronas de mimbre
del salón a la espera de la cena, que era anunciada a las cinco en punto por un mesero
que recorría la cubierta de un extremo al otro haciendo sonar entre aplausos de burlas
una campana de sacristán. Mientras comían, empezaba la banda con música de
fandango, y el baile seguía de largo hasta la media noche.
Fermina Daza no quiso cenar por la molestia del oído, y presenció el primer
embarque de leña para las calderas, en una barranca pelada donde no había nada más
que los troncos amontonados, y un hombre muy viejo que atendía el negocio. No parecía
haber nadie más a muchas leguas. Para Fermina Daza fue una escala lenta y aburrida,
impensable en los transatlánticos de Europa, y había tanto calor que se hacía sentir aun
dentro del mirador refrigerado. Pero cuando el buque zarpó de nuevo soplaba un viento
fresco oloroso a entrañas de la selva, y la música se hizo más alegre. En la población de
Sitio Nuevo había una sola luz en una sola ventana de una sola casa, y en la oficina del
puerto no hicieron la señal convenida de que había carga o pasajeros para el buque, de
modo que éste pasó sin saludar.
Fermina Daza había estado toda la tarde preguntándose de qué recursos iba a
valerse Florentino Ariza para verla sin tocar en el camarote, y hacia las ocho no pudo
soportar más las ansias de estar con él. Salió al corredor con la esperanza de encontrarlo
de un modo que pareciera casual, y no tuvo que andar mucho: Florentino Ariza estaba
sentado en un escaño del corredor, callado y triste como en el parquecito de Los
Evangelios, y preguntándose desde hacía más de dos horas cómo iba a hacer para verla.
Ambos hicieron el mismo gesto de sorpresa que ambos sabían fingido, y recorrieron juntos la cubierta de primera clase atiborrada de gente joven: la mayoría estudiantes
bulliciosos que se agotaban con una cierta ansiedad en la última parranda de las
vacaciones. En la cantina, Florentino Ariza y Fermina Daza se tomaron un refresco de
botella sentados como estudiantes frente al mostrador, y ella se vio de pronto en una
situación temida. Dijo: “¡Qué horror!”. Florentino Ariza le preguntó en qué estaba
pensando que le causaba semejante impresión.
-En los pobres viejitos -dijo ella-. Los que mataron a remazos en el bote.
Ambos se fueron a dormir cuando se acabó la música, después de una larga
conversación sin tropiezos en el mirador oscuro. No hubo luna, el cielo estaba
encapotado, y en el horizonte estallaban relámpagos sin truenos que los iluminaban por
un instante. Florentino Ariza enrolló los cigarrillos para ella, pero no se fumó más de
cuatro, atormentada por el dolor que se aliviaba por momentos y se recrudecía cuando el
barco bramaba al cruzarse con otro, o al pasar frente a un pueblo dormido, o cuando
navegaba despacio para sondear el fondo del río. Él le contó con cuánta ansiedad la
había visto siempre en los Juegos Florales, en el vuelo en globo, en el velocípedo de
acróbata, y con cuánta ansiedad esperaba las fiestas públicas durante todo el año, sólo
para verla. También ella lo había visto muchas veces, y nunca se hubiera imaginado que
estuviera allí sólo para verla. Sin embargo, hacía apenas un año, cuando leyó sus cartas,
se preguntó de pronto cómo era posible que él no hubiera competido nunca en los Juegos
Florales: sin duda habría ganado. Florentino Ariza le mintió: sólo escribía para ella,
versos para ella, y sólo él los leía. Entonces fue ella la que buscó su mano en la
oscuridad, y no la encontró esperándola como ella había esperado la suya la noche
anterior, sino que lo tomó de sorpresa. A Florentino Ariza se le heló el corazón.
--Quéraras son las mujeres -dijo.
Ella soltó una risa profunda, de paloma joven, y volvió a pensar en los ancianos
del bote. Estaba escrito: aquella imagen había de perseguirla siempre. Pero esa noche
podía soportarla, porque se sentía tranquila y bien, como pocas veces en la vida: limpia
de toda culpa. Se hubiera quedado así hasta el amanecer, callada, con la mano de él
sudando hielo en su mano, pero no pudo soportar el tormento del oído. De modo que
cuando se apagó la música, y luego cesó el trajín de los pasajeros del común colgando
las hamacas en el salón, ella comprendió que su dolor era más fuerte que su deseo de
estar con él. Sabía que el solo decírselo a él iba a aliviarla, pero no lo hizo para no
preocuparlo. Pues entonces tenía la impresión de conocerlo como si hubiera vivido con él
toda la vida, y lo creía capaz de dar la orden de que el buque regresara al puerto si eso
pudiera quitarle el dolor.
Florentino Ariza había previsto que esa noche ocurrirían las cosas así, y se retiró.
Ya en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la mejilla
izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le ofreció la otra mejilla
con una coquetería que él no le había conocido de colegiala. Entonces insistió por
segunda vez, y ella lo recibió en los labios, lo recibió con un temblor profundo que trató
de sofocar con una risa olvidada desde su noche de bodas.
-¡Dios mío -dijo-, qué loca soy en los buques!
Florentino Ariza se estremeció: en efecto, como ella misma lo había dicho, tenía el
olor agrio de la edad. Sin embargo, mientras caminaba hacia su camarote, abriéndose
paso por entre el laberinto de hamacas dormidas, se consolaba con la idea de que él
debía tener el mismo olor, sólo que cuatro años más viejo, y que ella debió haberlo
sentido con la misma emoción. Era el olor de los fermentos humanos, que él había
percibido en sus amantes más antiguas, y que ellas habían sentido en él. La viuda de
Nazaret, que no se guardaba nada, se lo dijo de un modo más crudo: “Ya olemos a
gallinazo”. Ambos se lo soportaban el uno al otro, porque estaban a mano: mi olor contra
el tuyo. En cambio, muchas veces se había cuidado de América Vicuña, cuyo olor de
pañales le despertaba a él los instintos maternos y sin embargo lo inquietaba la idea de
que ella no pudiera soportar el suyo: su olor de viejo verde. Pero todo eso pertenecía al
pasado. Lo importante era que por primera vez desde aquella tarde en que la tía Escolástica dejó el misal en el mostrador de la telegrafía, Florentino Ariza no había vuelto
a sentir una felicidad como la de esa noche: tan intensa que le causaba miedo.
Empezaba a dormirse, cuando el contador del buque lo despertó a las cinco en el
puerto de Zambrano para entregarle un telegrama urgente. Estaba firmado por Leona
Cassiani, con fecha del día anterior, y todo su horror cabía en una línea: América Vicuña
muerta ayer motivos inexplicables. A las once de la mañana conoció los pormenores a
través de una conferencia telegráfica con Leona Cassiani, en la que él mismo operó el
equipo transmisor como no había vuelto a hacerlo desde sus años de telegrafista.
América Vicuña, presa de una depresión mortal por haber sido reprobada en los
exámenes finales, se había bebido un frasco de láudano que se robó en la enfermería del
colegio. Florentino Ariza sabía en el fondo de su alma que aquella noticia estaba
incompleta. Pero no: América Vicuña no había dejado ninguna nota explicativa que
permitiera culpar a nadie de su determinación. La familia estaba llegando en ese
momento desde Puerto Padre, avisada por Leona Cassiani, y el entierro sería esa tarde a
las cinco. Florentino Ariza respiró. Lo único que podía hacer para seguir vivo era no
permitirse el suplicio de aquel recuerdo. Lo borró de la memoria, aunque de vez en
cuando en el resto de sus años iba a sentirlo revivir de pronto, sin que viniera a cuento,
como la punzada instantánea de una cicatriz antigua.
Los días siguientes fueron calurosos e interminables. El río se volvió turbio y se fue
haciendo cada vez más estrecho, y en vez de la maraña de árboles colosales que había
asombrado a Florentino Ariza en su primer viaje, había llanuras calcinadas, desechos de
selvas enteras devoradas por las calderas de los buques, escombros de pueblos
abandonados de Dios, cuyas calles continuaban inundadas aun en las épocas más crueles
de la sequía. Por la noche no los despertaban los cantos de sirenas de los manatíes en
los playones, sino la tufarada nauseabunda de los muertos que pasaban flotando hacia el
mar. Pues ya no había guerras ni pestes pero los cuerpos hinchados seguían pasando. El
capitán fue sobrio por una vez: “Tenemos órdenes de decir a los pasajeros que son
ahogados accidentales”. En lugar de la algarabía de los loros y el escándalo de los micos
invisibles que en otro tiempo aumentaban el bochorno del medio día, sólo quedaba el
vasto silencio de la tierra arrasada.
Había tan pocos lugares donde leñatear, y estaban tan separados entre sí, que el
Nueva Fidelidad se quedó sin combustible al cuarto día de viaje. Permaneció amarrado
casi una semana, mientras sus cuadrillas se internaban por pantanos de cenizas en busca
de los últimos árboles desperdigados. No había otros: los leñadores habían abandonado
sus veredas huyendo de la ferocidad de los señores de la tierra, huyendo del cólera
invisible, huyendo de las guerras larvadas que los gobiernos se empeñaban en ocultar
con decretos de distracción. Mientras tanto, los pasajeros, aburridos, hacían torneos de
natación, organizaban expediciones de caza, regresaban con iguanas vivas que abrían en
canal y volvían a coser con agujas de enfardelar después de sacarles los racimos de
huevos, traslúcidos y blandos, que ponían a secar en sartales en las barandas del buque.
Las prostitutas pobres de los pueblos vecinos siguieron la traza de las expediciones,
improvisaron tiendas de campaña en la barranca de la orilla, llevaron música y cantina, y
plantaron la parranda frente al buque varado.

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