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El Hombre de la Máscara de Hierro 39

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 04:57:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

39

EN EL CUAL LA ARDILLA CAE Y LA CULEBRA VUELA

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Eran las dos de la tarde, y el rey, inquieto, iba y venía de su gabinete a la azotea, abriendo de vez en cuando la puerta del corredor para ver lo que hacían sus secretarios.
Colbert, sentado en el mismo sitio en que Sain-Aignán pasó tanto tiempo por la mañana, estaba conversando en voz baja con Brienne. Luis XIV abrió de pronto la puerta y les preguntó:
––¿De qué estáis hablando?
––De la primera sesión de los estados. ––respondió Brienne levantándose.
––Está bien, ––repuso el monarca entrando otra vez.
Cinco minutos después la campanilla llamó a rose, por ser ya la hora de despacho.
––¿Habéis acabado vuestras copias? ––preguntó el rey.
––Aun no, Sire.
––Ved si ha regresado el señor de D'Artagnan.
––Todavía no.
––¡Es extraño! ––murmuró el rey. ––Llamad al señor Colbert.
Colbert entró.
––Señor Colbert, ––dijo el rey con viveza, ––sería del caso indagar qué ha sido del señor de D'Artagnan.
––¿Y dónde quiere Vuestra Majestad que se le busque? ––repuso con toda calma el intendente.
––¿No sabéis adónde le he enviado? ––replicó con aspereza el monarca.
––Vuestra Majestad no me lo ha dicho.
––Hay cosas que se adivinan, y sobre todo vos las adivináis.
––Yo puedo suponer, pero me está vedado adivinar del todo.
Apenas Colbert dijo esto, una voz más ruda que la del rey interrumpió la conversación empezada entre el monarca y el intendente.
––¡D'Artagnan! ––exclamó Luis XIV lleno de alegría.
––Sire, ––preguntó el mosquetero, pálido y de pésimo humor, ––¿ha sido Vuestra Majestad quien ha dado órdenes a mis mosqueteros?
––¿Qué órdenes? ––preguntó el rey.
––Respecto de la casa del señor Fouquet.
––No. ––contestó Luis.
––¡Ah! ––repuso D Artagnan royéndose el bigote. Y señalando a Colbert, añadió: ––No me engañé, es ese caballero.
––¿Qué orden? Vamos a ver, ––dijo el monarca.
––La de revolver toda la casa, apalear a los criados y empleados del señor de Fouquet, fracturar los cajones, en una palabra, saquear una morada tranquila. Eso es una salvajada, ¡voto al diablo!
––¡Caballero!... ––repuso colbert intensamente pálido. ––Señor Colbert, ––atajó D'Artagnan, ––sólo el rey tiene el derecho de mandar a mis mosqueteros. A vos os lo vedo, y ante Su Majestad os lo digo. ¿Os habéis figurado que un caballero que ciñe espada es un bergante que lleva la pluma a la oreja?
––¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! ––exclamó el rey.
––No puede darse mayor humillación. ––prosiguió el mosquetero; ––mis soldados están deshonrados, yo no mando retires o escribientes de la intendencia.
––Pero vamos a ver ¿que pasa? ––dijo con voz de autoridad el monarca.
––Pasa, Sire, que este caballero, que no puede haber adivinado las órdenes de Vuestra Majestad, y por lo tanto no ha sabido que había salido para arrestar al señor Fouquet, el caballero, que ha hecho construir una jaula de hierro para encerrar en ella a su amo de ayer, ha enviado a Roncherat a casa del señor fouquet, para apoderarse de los papeles de éste, y no han dejado mueble sano. Mis mosqueteros, en cumplimiento de mis órdenes, cercaban la casa desde la mañana. Y pregunto yo: ¿por qué se han propasado a hacerlos entrar? ¿Por qué les han hecho cómplices del saqueo, obligándoles a presenciarlo? ¡Vive Dios! Nosotros ser, vimos al rey, pero no el señor Colbert.
––¡Señor de D'Artagnan! ––repuso con severidad Luis XIV, –– no permito que en mi presencia se hable en ese tono.
––He obrado en pro de Su Majestad, ––dijo Colbert con voz alterada, ––y es para mí muy duro verme tratado tan mal por un oficial del rey, tanto más cuanto no puedo replicaros por vedármelo el respeto que debo al mi soberano.
––¡El respeto que debéis a vuestro soberano! ––prorrumpió D'Artagnan echando llamas por los ojos. El respeto que debe uno al su soberano consiste ante todo en hacer respetar su autoridad y hacer amable su persona. Todo agente de un poder absoluto representa ese poder, y cuando los pueblos maldicen la mano que los maltrata, Dios les pide cuentas a la mano real, ¿oís?
D'Artagnan tomó una actitud altiva, y con la mirada fiera, la mano sobre la espada y temblándole los labios, fingió más cólera que sentía.
Colbert, humillado y devorado por la rabia, saludó al rey como pidiéndole licencia para retirarse.
El rey, contrariado en su orgullo y en su curiosidad, no sabía qué hacer. D'Artagnan, al verle titubear, comprendió que de quedarse más tiempo en el gabinete sería cometer una falta; lo que él quería era conseguir un triunfo sobre Colbert, y la única manera de conseguirlo era herir tan hondo y en lo vivo al rey, que a éste no le quedase otra salida que escoger entre uno y otro antagonista.
D'Artagnan se inclinó; pero el rey, que ante todo quería saber nuevas exactas sobre el arresto del superintendente de hacienda, se olvidó de colbert, que nada nuevo tenía que decir, y llamó a su capitán de mosqueteros, diciéndole:
––Señor de D'Artagnan, explicadme primero cómo habéis hecho mi comisión; luego descansaréis.
El gascón, que iba a salir, se detuvo a la voz del rey y retrocedió.
Colbert se inclinó ante él, se irguió a medias ante el mosquetero, y, con los ojos animados de fuego siniestro, y la muerte en el corazón, salió del gabinete.
––Sire, ––dijo D'Artagnan ya solo con el monarca y más tranquilo, ––sois un rey joven, y a la aurora es cuando uno adivina si el día será hermoso o triste. ¿Qué queréis que augure de vuestro reinado el pueblo que dios ha puesto bajo vuestra ley, si dejáis que entre vos y él se interpongan ministros todo cólera y violencia? Pero hablemos de mí, Sire, dejemos una discusión que os parece ociosa y tal vez inconveniente. He arrestado al señor Fouquet.
––Largo tiempo os ha costado, ––repuso con acritud el monarca.
––Veo que me he explicado mal, ––dijo D'Artagnan mirando con fijeza a Luis XIV. ––¿He dicho a Vuestra Majestad que he arrestado al señor Fouquet?
––Sí, ¿y qué?
––Que rectifico diciendo que el señor Fouquet me ha arrestado a mí.
Entonces Luis XIV enmudeció de sorpresa, D'Artagnan, con su mirada de lince, comprendió lo que pasaba en el ánimo de su soberano, y, sin darle tiempo de hablar, contó, con la poesía y gracejo que tal vez únicamente él poseía en aquel tiempo, la evasión de Fouquet, la persecución, la encarnizada carrera, y, por último, la inimitable generosidad del superintendente, que pudiendo huir y matar a su perseguidor, había preferido la prisión, y quizás otra cosa peor, a la humillación de aquel que quería arrebatarle su libertad.
A medida que iba narrando el capitán de mosqueteros, Luis XIV se agitaba y devoraba las palabras mientras hacía chasquear unas contra otras sus uñas.
––Resulta, pues, Sire, a lo menos a mis ojos que el hombre que de tal suerte se conduce es caballeroso y no puede ser enemigo del rey. Tal es mi opinión, Sire, os lo repito. Sé lo que me vais a decir, y ante todo me inclino, pues para mí es muy respetable; pero soy soldado, y cumplida que me han dado, me callo.
––¿Dónde está ahora el señor Fouquet? ––preguntó tras un instante de silencio el monarca.
––En la jaula de hierro que para él ha mandado construir el señor Colbert, y que en este instante vuela hacia Angers al galope de cuatro briosos caballos.
––¿Por qué os habéis separado de él por el camino?
––Porque Vuestra Majestad no me dijo que yo fuera hasta Angers. Y la mejor prueba de ello es que Vuestra Majestad andaba buscándome hace poco. Además, me asistía otra razón, y es que, ante mí, el pobre señor Fouquet no hubiera intentado evadirse.
––¿Decís? ––exclamó el rey estupefacto.
––He confiado su custodia al sargento más torpe de cuantos hay entre mis mosqueteros, al fin de que el preso se evada.
––¿Estáis loco, señor de D'Artagnan? ––exclamó el rey cruzando los brazos.
––¡Ah! Sire, no esperéis que después de lo que el señor fouquet acaba de hacer por vos y por mí que me convierta en su enemigo. No me confiéis nunca su custodia. Sire, si tenéis empeño en que quede bajo cerrojos; porque por muy fuerte que sean las rejas del la jaula, el pájaro acabará por volar.
––Me admira que no hayáis seguido desde luego la suerte de aquel a quien el señor Fouquet quería sentar en mi trono, –– repuso el rey con voz sombría. ––Así os habríais ganado lo que os hace falta: afecto y gratitud. En mi servicio no se encuentra más que un amo.
––Si el señor fouquet no hubiese ido por vos a la Bastilla, Sire, ––replicó D'Artagnan con energía, ––sólo hubiese ido otro hombre, yo, y eso vos lo sabéis.
El rey se calló, nada tenía que objetar. Al escuchar a D'Artagnan, Luis XIV recordó al mosquetero de años antes, al que, en el palacio real, estaba escondido tras las colgaduras de su cama, cuando el pueblo de París, guiado por el cardenal de Retz, fue a asegurarse de la presencia del rey; al D'Artagnan a quien él saludaba con la mano desde la portezuela de su carroza al ir a Notre Dame regresando a París; al soldado que le dejó en Blois; al teniente a quien volvió a llamar junto a sí, cuando la muerte de Mazarino puso el poder en sus manos, al hombre siempre fiel, valiente y abnegado.
Luis se dirigió a la puerta y llamó a Colbert, que se presentó inmediatamente, pues no se había movido del corredor en que estaban trabajando los secretarios.
––¿Habéis mandado hacer una pesquisa en casa del señor Fouquet? ––preguntó el rey al intendente.
––Sí, Sire, ––respondió Colbert.
––¿Qué resultado ha producido?
––El señor de roncherat, a quien han acompañado los mosqueteros, me ha entregado algunos papeles.
––Los veré... Dadme vuestra mano.
––¿Mi mano, Sire?
––Sí, para ponerla en la del señor de D'Artagnan.
Y volviéndose hacia el gascón, que al ver al intendente tomó de nuevo su actitud altiva, añadió:
––Como no conocéis al hombre a quien tenéis ante vos, os lo presento. En los cargos subalternos no pasa de ser un mediano servidor; pero si le elevo a la cima, será un grande hombre.
––¡Sire! ––tartamudeó Colbert, fuera de sí de gozo y de temor.
––Ahora comprendo, ––dijo D'Artagnan al oído del rey: ––estaba celoso.
––Eso es, y sus celos le ataban las alas.
––En adelante será una serpiente ––murmuró el mosquetero con un resto de odio contra su adversario de hacía poco.
Pero Colbert se acercó a D'Artagnan con fisonomía tan diferente de la habitual, se presentó tan bueno, tan franco, tan comunicativo, y sus ojos cobraron una expresión de inteligencia tan noble, que el mosquetero, que era gran fisonomista, se sintió conmovido casi hasta el extremo de cambiar sus convicciones.
––Lo que el rey os ha dicho, ––repuso Colbert estrechando la mano de D'Artagnan, ––prueba cuánto conoce su Majestad a los hombre. La encarnizada oposición que hasta hoy he desplegado, no contra individuos, sino contra abusos, prueba que no tenía otro fin que el de prestar a mi señor un gran reinado, y a mi patria un gran bienestar. Tengo muchos planes, señor D'Artagnan, y los veréis desenvolverse al sol de la paz; y si no tengo la certidumbre y la dicha de conquistarme la amistad de los hombres honrados, a lo menos estoy seguro de conseguir su estima, y por su admiración daría mi vida.
Aquel cambio, aquella súbita elevación y las muestras de aprobación del soberano, dieron mucho que pensar al mosquetero; el cual saludó muy cortésmente a Colbert, que no le perdía de vista.
El rey, al verlos reconciliados les despidió y una vez fuera del gabinete, el nuevo ministro detuvo al capitán y le dijo:
––¿Cómo se explica, señor de D'Artagnan, que un hombre tan perspicaz como vos no me haya conocido a la primera mirada?
––Señor Colbert ––contestó el mosquetero, ––el rayo de sol en los ojos propios impide ver el más ardiente brasero. Cuando un hombre ocupa el poder, brilla, y pues vos habéis llegado a él, ¿qué sacaríais en perseguir al que acaba de perder el favor del rey y ha caído de tal altura
––¿Yo perseguir al señor Fouquet? ¡Nunca! Lo que yo quería era administrar la hacienda, pero solo, porque soy ambicioso, y sobre todo porque tengo la más grande confianza en mi mérito; porque sé que todo el dinero de Francia ha de venir a parar a mis manos, y me gusta ver el dinero del rey; porque si me quedan treinta años de vida, en ese tiempo no me quedará para mí ni un óbolo; porque con el dinero que yo obtenga voy a construir graneros, edificios y ciudades y a abrir puertos; porque fundaré bibliotecas y academias, y convertiré a mi patria en la nación más grande y más rica del mundo. He ahí las causas de mi animosidad contra el señor Fouquet, que me impedía obrar. Además, cuando yo sea grande y fuerte, y sea fuerte y grande la Francia, a mi vez gritaré: ¡Misericordia!
––¿Misericordia, decís? Pues pidamos al rey la libertad del señor Fouquet, en quien Su Majestad no se ensaña sino por vos.
––Señor de D'Artagnan, ––repuso Colbert irguiéndola cabeza, ––yo no entro ni salgo en esto; vos sabéis que el rey tiene una enemistad personal contra el señor Fouquet.
––El rey se cansará, y olvidará.
––Su Majestad nunca olvida, señor de D'Artagnan... ¡Hola! el rey llama y va a dar una orden... Ya veis que yo no he influido para nada. Escuchad.
En efecto, el rey llamó a sus secretarios, y al mosquetero.
––Aquí estoy, Sire, ––dijo D'Artagnan.
––Dad al señor de Saint-Aignán veinte mosqueteros para que custodien al señor Fouquet.
D'Artagnan y Colbert cruzaron una mirada.
Y que desde Angers trasladen al preso a la Bastilla de París, ––continuó el monarca.
––Tenéis razón, ––dijo el capitán al ministro.
––Saint-Aignán, ––prosiguió Luis XIV, ––mandaréis fusilar a todo el que hable por el camino en voz baja al señor Fouquet.
––¿Y yo, Sire? ––preguntó Saint-Aignán.
––Vos solamente le hablaréis en presencia de los mosqueteros. Saint-Aignán hizo una reverencia y salió para hacer ejecutar la orden; y D'Artagnan iba a retirarse también, cuando el rey le detuvo, diciéndole:
––Vais a salir inmediatamente para tomar posesión de la isla del feudo de Belle-Isle.
––¿Yo solo, Sire?
––Llevaos cuantas tropas sean necesarias para no sufrir un descalabro si la plaza se resiste.
Del grupo de cortesanos partió un murmullo de incredulidad aduladora.
––Ya se ha visto, ––repuso D'Artagnan.
––Lo presenhcié en mi infancia, y no quiero presenciarlo otra vez. ¿Habéis oído? Pues manos a la obra, y no volváis sino con las llaves de la plaza.
––Es esta una misión que, si la desempeñáis bien. ––dijo Colbert al gascón, ––os dará el bastón de mariscal de Francia.
––¿Por qué me decís si la desempeño bien?
––Porque es difícil.
––¿En qué?
––En Belle-Isle tenéis amigos, y a hombres como vos no les es tan fácil pasar por encima del cuerpo de un amigo para triunfar.
D'Artagnan bajó la cabeza, mientras Colbert se volvía al gabinete del rey.
Un cuarto de hora después el gascón recibió por escrito la orden de hacer volar a Belle-Isle, en caso de resistencia, y confiriéndole el derecho de todo justicia sobre todos los habitantes de la isla o “refugiados”, con prescripción de no dejar escapar ni uno.
––Colbert tenía razón, ––dijo entre sí D'Artagnan, ––mi bastón de mariscal va a costar la vida a mis dos amigos. Pero se olvidan que mis amigos son listos como los pájaros, y que no aguardarán a que les caiga encima la mano del pajarero par desplegar las alas; y yo voy a mostrarles tan bien la mano, que tendrán tiempo de verla. ¡Pobre Porthos, pobre Aramis! No, mi fortuna no os costará ni una pluma de vuestras alas.
Habiendo concluido esto, D'Artagnan concentró el ejército real, lo hizo embarcar en Paimboeuf, y se dio a la vela sin perder un momento.

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El Hombre de la Máscara de Hierro 38

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 04:56:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

38

EL CABALLO BLANCO Y EL CABALLO NEGRO

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––Es sorprendente, ––dijo entre sí el gascón; ––¡Gourville corriendo alegre por la calle, cuando está casi seguro de que al señor fouquet le amaga un peligro, y cuando es también casi seguro de que él es quien ha avisado al superintendente por medio de la carta que éste ha rasgado en mil pedazos aquí mismo! ¿Gourville se restrega las manos? señal de que ha hecho algo de provecho. ¿De dónde vendrá? Llega por la calle de las Hierbas. ¿Adónde va a parar esa calle?
D'Artagnan miró por encima de las casas de nantes, dominadas por el palacio, la línea trazada por las calles, como pudiera haberlo hecho en el plano topográfico; sólo que en vez de un papel extendido, vacío y desierto, el plano viviente se levantaba en relieve con los movimientos, el vocerío y las figuras de personas y cosas. Extramuros se extendía la verde llanura, cerrada por el encendido horizonte y surcada por las azuladas aguas del Loira y por las verdinegras aguas de los pantanos. De las puertas de nantes partían dos blancos caminos que divergían como dos dedos separados de una mano gigantesca.
D'Artagnan, que había abrazado con una mirada todo el panorama, siguiendo la línea de la calle de las Hierbas, fue a parar con la vista al punto de partida de uno de los caminos: y ya se disponía a salir de la azotea para entrar en el torreón y bajar a buscar la enrejada carroza para irse a casa del señor Fouquet, cuando le llamó la atención algo que avanzaba por aquel camino.
––¿Qué es aquello que se mueve allá abajo? ––dijo entre sí el mosquetero. ––Un caballo, un caballo desbocado sin duda.
El objeto movedizo se separó del camino y se metió por los sembrados.
––¡Un caballo blanco! ––continuó el gascón, que acababa de ver resaltar el color del animal sobre la oscura alfalfa; ––¡y lo monta alguno! De fijo que el jinete es un muchacho, y que el caballo, sediento, lo lleva al diagonalmente hacia un abrevadero.
El caballo blanco corría, corría siempre hacia el Loira a cuyo extremo se veía una pequeña embarcación.
¡Oh! ¡Oh! ––murmuró el mosquetero, ––sólo un hombre que huye corre de tal suerte al través de tierras de labor; sólo un Fouquet, un hacendista puede correr así en pleno día y montan do un caballo blanco: sólo un señor de Belle-Isle puede huir hacia el mar, cuando en tierra hay bosques tan cerrados; y sólo hay un D'Artagnan en el mundo capaz de alcanzar a Fouquet, que lleva media hora de delantera, y antes de una hora habrá llegado a la embarcación que le espera.
Dicho esto, el gascón mandó que la carroza del enrejado saliese a escape hacia un bosquecillo situado fuera de Nantes, y, escogiendo su mejor caballo, subió sobre él, echó por la calle de las Hierbas, y tomó, no el camino que llevaba Fouquet, sino la orilla del Loira, seguro de que así ganaría diez minutos sobre el total del trayecto, y, en la intersección de las dos líneas, alcanzaría al fugitivo, que no podía presumir que por aquel lado le persiguiesen.
En la rapidez de su carrera, con la impaciencia del perseguidor, animándose como en la caza y en la guerra, D'Artagnan, tan amable y tan bueno con Fouquet, se volvió feroz y caso sanguinario.
Mientras corrió por largo tiempo sin ver al caballo blanco, su furor tomó todos los caracteres de la rabia. Dudando de sí mismo, supuso que Fouquet se había abismado en un camino subterráneo, o cambiado el caballo blanco por uno de aquellos famosos caballos negros, veloces como el viento, que D'Artagnan admiraba y envidiara tantas veces en San Mandé. En aquellos momentos, cuando el viento escocía los ojos y le arrancaba lágrimas, y la silla quemaba, y el caballo, abiertas sus carnes por las espuelas, rugía de dolor y hacía volar con sus pies la arena y los guijarros, D'Artagnan levantábase sobre sus estribos, y al no ver nada en el agua ni bajo la arboleda, buscaba en el aire como un insensato, y devorado por el temor del ridículo, decía sin cesar:
––¡Yo! ¡yo burlado por un Gourville! Se dirá que envejezco, o que he recibido un millón para dejar huir a fouquet.
Y hundía sus espuelas en los ijares de su caballo, que en dos minutos había recorrido una legua.
De repente y al extremo de una dehesa, allende la valla, D'Artagnan vio aparecer y desaparecer para aparecer de nuevo y permanecer visible en un terreno más elevado, una forma blanca que le hizo estremecerse de alegría y serenarse en seguida.
Se enjugó la frente, abrió las rodillas, y, recogiendo las riendas, moderó el paso del vigoroso animal, su cómplice en aquella caza del hombre.
Entonces pudo estudiar la forma del camino, y su situación respecto de fouquet.
Este había fatigado a su caballo al atravesar las tierras, y conociendo cuán necesario le era llegar a un suelo más duro, buscaba el camino por la secante más corta.
D'Artagnan seguí en línea recta por la pendiente del acantilado que le ocultaba a la vista de su enemigo, para cortarle el paso al llegar al camino, donde iba a principiar la verdadera carrera, a entablarse la lucha.
D'Artagnan dejó respirar a su caballo, notó que el superintendente hacía lo mismo con el suyo. Pero como ambos llevaban demasiada prisa para continuar mucho tiempo a aquel paso, el caballo blanco partió como una flecha en cuanto pisó en terreno más resistente. D'Artagnan aflojó las riendas, y su caballo negro tomó el galope.
Ambos seguían el mismo camino; los cuádruples ecos de la carrera se confundían; Fouquet aun no había advertido la presencia de D'Artagnan. Pero al la salida de la pendiente, sólo un eco hirió los aires, el de los pasos de la cabalgadura del mosquetero, que producía el efecto del trueno.
Fouquet se volvió, y al ver a un centenar de pasos a su espalda a su enemigo inclinado hasta el cuello de su corcel, ya no dudó que le perseguía un mosquetero, al que conoció por su bruñido tahalí y su roja casaca. Fouquet, pues, aflojó también las riendas a su caballo, que puso entre él y su adversario veinte pies más de distancia.
¡Ah! ––dijo entre sí D'Artagnan con inquietud, ––el caballo que monta Fouquet no es de los ordinarios.
Y examinó las particularidades de aquel corcel; vio que tenía redonda la grupa, larga y enjuta la cola, patas delgadas y secas como alambres y cascos más duros que el mármol.
D'Artagnan picó a su caballo, perola distancia continuó siendo igual.
El mosquetero prestó oído atento pero no oyó ni un resoplido del caballo blanco, no obstante dejar atrás los vientos.
El caballo negro, por el contrario, empezaba a roncar como si le hubiese dado un ataque de tos.
––Aunque reviente mi caballo, ––pensó D'Artagnan, ––debo darle alcance.
Y rasgando la boca del pobre animal y lacerándole las carnes vivas con sus espuelas, logró ganar sobre fouquet unas veinte toesas, es decir a tiro de pistola.
––¡Animo! ¡Animo! ––murmuró el mosquetero; ––el caballo blanco quizá se debilite también, y si no cae el caballo, caerá su amo. Pero caballo y caballero, continuaron derechos unidos, y poco a poco ganaron terreno.
D'Artagnan lanzó un grito salvaje que hizo volver el rostro al Fouquet, cuya montura conservaba bastantes fuerzas.
––¡Famoso caballo! ––dijo con ronca voz D'Artagnan. ––¡Voto al diablo! señor Fouquet, en nombre del rey, daos preso. ––Y al ver que fouquet no respondía, aulló: ––¿Me habéis oído, señor Fouquet?
El caballo de D'Artagnan dio un paso en falso.
––Sí, contestó lacónicamente el ministro.
D'Artagnan estuvo para volverse loco, la sangre afluyó a las sienes y a los ojos.
––¡En nombre del rey, deteneros, u os derribo de un pistoletazo! ––gritó el mosquetero.
––Derribadme, ––exclamó fouquet corriendo siempre. D'Artagnan tomó una de sus pistolas y la amartilló, esperando que el ruido al amartillarla detendría a su enemigo. También vos lleváis pistolas, defendeos, ––le dijo.
Fouquet volvió el rostro, y mirando al gascón cara a cara, se desbrochó con la mano derecha el jubón; pero no tocó a las pistoleras.
Entre ellos apenas había veinte pasos.
––¡Voto al diablo! ––exclamó D'Artagnan, ––no os asesinaré; si no queréis disparar contra mí, rendíos. ¿Qué es la prisión?
––Prefiero morir, ––respondió Fouquet; ––así sufriré menos.
––Bueno, os prenderé vivo, ––repuso D'Artagnan loco de desesperación y arrojando su pistola.
Y haciendo un prodigio de que sólo era él capaz, puso su caballo a diez pasos del caballo blanco; ya estiraba la mano para agarrar su presa, cuando Fouquet exclamó:
––Matadme; es más humano.
––No, vivo, vivo.
Pero el caballo de D'Artagnan dio otro paso en falso, y perdió terreno, y Fouquet se adelantó.
Al galope desencadenado había seguido el trote largo, y a éste el simple trote; la carrera parecía tan frenética como al principio a aquellos fatigados atletas.
––¡A vuestro caballo, no a vos! ––gritó D'Artagnan fuera de sí, empuñando la segunda pistola y disparando sobre el caballo blanco. El animal, herido en la grupa, dio un brinco terrible y se encabritó; pero el de D'Artagnan caía muerto.
––Estoy deshonrado, ––dijo entre sí el mosquetero, ––soy un miserable. Y levantando la voz, añadió: ––Señor Fouquet, por favor, echadme una de vuestras pistolas para levantarme la tapa de los sesos.
Fouquet siguió su marcha.
––¡Por favor, por favor! ––exclamó D'Artagnan, ––lo que no queréis en este instante, le haré dentro de una hora. Hacedme este favor, señor Fouquet: dejadme que me mate aquí, en este camino, y así moriré como un valiente estimado.
Fouquet continuó trotando y callado.
D'Artagnan echó a correr tras su enemigo, y sucesivamente fue arrojando al suelo su sombrero y su casaca, que le incomodaban, la vaina de su espada, que se le metía entre las piernas, y por último no pudiendo sostenerla en la mano, su espada.
El caballo blanco agonizaba, y D'Artagnan iba acercándose. Agotadas ya las fuerzas, el animal pasó del trote al paso corto, y poseído del vértigo y echando sangre y espuma por la boca, mo vía violentamente la cabeza. D'Artagnan hizo un esfuerzo desesperado; de un brinco se echó sobre Fouquet, y asiéndole de una pierna, dijo con voz entrecortada y jadeante:
––Os arresto en nombre dei rey. Ahora sacadme los sesos de un pistoletazo, los dos habremos cumplido con nuestro deber. Fouquet arrojó lejos de sí, al río, las dos pistolas de que pudiera haberse apoderado el gascón, y se apeó, diciendo:
––Me entrego. Ahora apoyaos en mi brazo, pues vais a desmayaros.
––Gracias, ––murmuró D'Artagnan que efectivamente, sintió que le faltaba la tierra y el cielo se le venía encima, y cayó sin fuerzas y sin aliento.
Fouquet bajó al río, recogió agua en su sombrero, y volviendo adonde el mosquetero, le refrescó las sienes y le vertió algunas gotas en los labios.
D'Artagnan se incorporó, mirando alrededor y al ver al ministro con su humedecido sombrero en la mano y sonriendo con inefable dulzura, exclamó:
––¡Cómo! ¿no habéis huido? ¡Ah, monseñor!, en punto a lealtad, corazón y alma, el verdadero rey no es el Luis del Louvre, ni el Felipe de Santa Margarita, sino vos, el proscrito, el condenado.
––Pero, ¿cómo vamos a arreglarnos para regresar a Nantes? Estamos muy lejos.
––Es verdad, ––contestó el mosquetero.
––Quizás el caballo pueda regresar. ¡era tan buen corcel! subíos sobre él, señor de D'Artagnan; yo iré a pie hasta que hayáis descansado.
––¡Pobre bestia! ¡Herida! ––dijo el gascón.
––Todavía podrá caminar, la conozco: pero montemos sobre ella los dos.
––Probemos ––repuso el capitán.
Cuando el caballo sintió el doble peso, vaciló: mas se repuso y anduvo por algunos minutos, luego cayó junto al caballo negro.
––El destino quiere que vayamos a pie; magnífico pase, ––dijo Fouquet apoyándose en el brazo de D'Artagnan.
––Mal día para mí, ¡Voto a mil bombas! ––exclamó el mosquetero con la mirada fija, frunciendo el ceño y el corazón triste.
Lentamente hicieron Fouquet y D'Artagnan las cuatro leguas que les separaba del bosque, tras el cual les esperaba la carroza con una escolta. Al ver Fouquet la siniestra máquina, se volvió hacia D'Artagnan, que avergonzado por Luis XIV bajó los ojos, y dijo:
––Poco generoso es el hombre que ha concebido la idea, señor de D'Artagnan, y ese hombre no sois vos. ¿Para qué ese enrejado?
––Para impediros que arrojéis por la ventanilla algún escrito.
––Es ingenioso.
––Pero, si no escribir, podéis hablar.
––¿Con vos?
––Si os place.
Fouquet se quedó pensativo, y después dijo, mirando cara a cara al capitán.
––Una sola palabra; ¿la retendréis?
––Sí, monseñor.
––¿La trasmitiréis a quien yo quiero?
––La trasmitiré.
––”San Mandé”, ––dijo en voz baja fouquet.
––Está bien. ¿Y a quién tengo que transmitirla?
––A la señora de Belliere o a Pelissón.
––Lo haré.
La carroza atravesó Nantes y tomó el camino de Angers.

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El Hombre de la Máscara de Hierro 37

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El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

37

CÓMO EL REY LUIS XIV HIZO SU PEQUEÑO PAPEL

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Al apearse Fouquet para entrar en el palacio de Nantes, un hombre del pueblo se le acercó con el mayor respeto y le entregó una carta.
D'Artagnan impidió que aquel hombre hablase con el ministro, y le alejó, pero la carta estaba ya en manos del superintendente, que la abrió y la leyó, dando muestras de un vago terror que no pasó inadvertido al mosquetero. Fouquet metió la carta en la cartera y siguió hacia las habitaciones de Luis XIV.
Al través de las ventanillas abiertas en cada piso del torreón, y subiendo tras Fouquet, D'Artagnan vio en la plaza cómo el hombre de la carta miraba en torno de sí y hacía señales a otros que desaparecían por las calles inmediatas después de haber repetido las señales hechas por el personaje que hemos indicado.
A Fouquet le hicieron esperar un rato en la azotea que hemos citado, que daba a un pasillo junto al cual habían dispuesto el despacho del rey.
D'Artagnan se adelantó entonces al superintendente, a quien había acompañado respetuosamente, y entró en el gabinete de su Majestad.
––¿Y bien? ––le preguntó Luis XIV, que al verle entrar cubrió con un gran paño verde el bufete atestado de papeles.
––Está cumplida la orden, Sire.
––¿Y Fouquet?
––El señor superintendente está ahí, ––replicó D'Artagnan.
––Que le introduzcan aquí dentro de diez minutos, ––dijo el rey despidiendo con un ademán al gascón.
Este salió, pero apenas hubo llegado al pasillo, al extremo del que Fouquet estaba aguardando, cuando volvió a llamarle la campanilla del monarca.
––¿No ha manifestado extrañeza alguna? ––preguntó Luis XIV.
––¿Quién, Sire?
––”Fouquet”, ––repitió el rey sin decir señor, particularidad que confirmó en sus sospechas al capitán de mosqueteros.
––No, Sire.
––Está bien, podéis marcharos.
Fouquet no se había movido de la azotea donde le dejó su guía, y estaba leyendo nuevamente la carta, concebida en estos términos:
“Se trama algo contra vos, y si no se atreven en palacio, será cuando regreséis a vuestra casa, ya cercada por los mosqueteros. No entréis en ella, sino dirigios detrás de la explanada, donde os espera un caballo blanco”.
Fouquet había reconocido la letra y el celo de Gourville, y no queriendo que, de sobrevenirle una desgracia, aquel papel pudiese comprometer a su fiel amigo, hizo mil pedazos la carta y la arrojó al viento por el pretil de la azotea.
D'Artagnan sorprendió al superintendente mientras éste estaba mirando revolotear por el espacio los últimos pedazos de la carta. ––El rey os aguarda, monseñor, ––dijo el mosquetero. Fouquet avanzó con ademán resuelto por el pasillo, en el que trabajaban Brienne y Rose, mientras Saint-Aignán, sentado en una sillita no lejos de ellos y con la espada entre las piernas, parecía estar esperando órdenes y bostezaba.
A Fouquet le pareció extraño que Brienne, Rose y Saint-Aignán, siempre tan corteses y obsequiosos, apenas se hubiesen movido al pasar él, el superintendente. Pero ¿qué podía esperar de los cortesanos aquel a quien el rey ya solamente llamaba Fouquet?
El ministro irguió la cabeza, y, resuelto a arrostrarlo todo de frente, entró en el gabinete de Luis XIV tan pronto una campanilla que ya nos es conocida le hubo anunciado a Su majestad.
Luis le saludó con la cabeza, sin levantarse, y le preguntó con interés por su salud.
––Estoy con un acceso de fiebre, Sire, ––respondió el superintendente; ––pero a la orden de Vuestra Majestad.
––Bien: mañana se reúnen los estados; ¿tenéis preparado algún discurso?
––No, Sire; pero improvisaré uno. Conozco bastante los asuntos que van a tratarse para no quedarme cortado. Sólo querría hacer una pregunta: ¿me da Vuestra Majestad licencia para que se la dirija?
––Hacedla.
––¿Por qué, siendo vuestro primer ministro, Sire, no os dignasteis advertirme en París?
––Porque estabais enfermo y no quería causaros fatiga alguna.
––Nunca me fatigan el trabajo y las explicaciones, Sire, y pues ha llegado para mí el momento de pedir una explicación a mi soberano...
––¿Sobre qué?
––Sobre las intenciones de Vuestra Majestad respecto de mí. Luis XIV se sonrojó.
––Sire, ––prosiguió Fouquet con viveza, ––he sido calumniado y debo provocar una información.
––Habláis inútilmente, ––replicó el monarca: ––yo sé lo que sé.
––Vuestra majestad no puede saber más que lo que le han dicho, y yo no os he dicho nada, Sire. mientras los demás han hablado qué sé yo cuántas veces.
––¿Qué queréis decir? ––prorrumpió Luis XIV anheloso de dar fin a aquella embarazosa conversación.
––Voy al hecho, sire, y acuso a un hombre de perjudicarme ante vos.
––Nadie os perjudica, señor Fouquet.
––Esta respuesta, Sire, me prueba que yo tenía razón.
––Señor Fouquet, no me gusta que acusen.
––¡Cuando uno es acusado!
––Basta, ya hemos hablado demasiado sobre esto.
––¿Luego Vuestra Majestad no quiere que me justifique?
––Os repito que no os acuso.
Es evidente que ha tomado una resolución, pensó Fouquet retrocediendo un paso y haciendo una ligera inclinación con la cabeza. Sólo tiene esa obstinación el que no puede volverse atrás. Sería menester estar ciego para no ver ahora el peligro, vacilar sería una nedesad. Y en voz alta preguntó:
––¿Me ha enviado a buscar Vuestra Majestad para algún trabajo?
––No, sino para daros un consejo.
––Lo espero con el mayor respeto, Sire.
––Descansad; no prodiguéis más vuestras fuerzas. La sesión de los estados será corta, y cuando mis secretarios la hayan cerrado, no quiero que en Francia se hable de hacienda en quince días.
––¿Nada tiene que decirme Vuestra Majestad sobre la reunión de los estados?
––No.
––¿A mí, superintendente de hacienda?
––Os ruego que descanséis; nada más tengo que deciros.
Fouquet se mordió los labios y bajó la cabeza con señales evidentes de meditar algo grave.
––¿Acaso os fastidia veros obligado a descansar? ––dijo el rey, contaminado por la inquietud que se veía en el rostro del ministro.
––Sí, Sire, no estoy acostumbrado al reposo.
––Estáis enfermo y es menester que os cuidéis.
––¿No me ha hablado Vuestra Majestad de un discurso que debe pronunciarse mañana?
Esta pregunta le turbó, el rey no respondió.
Fouquet sintió el peso de aquella vacilación, y creyó ver en los ojos del príncipe el peligro que él precipitaría con sus recelos. Si hago ver que tengo miedo, ––dijo entre sí el ministro––, estoy perdido.
Al monarca, le tenía desasosegado la desconfianza de Fouquet.
Como la primera palabra que me dirija sea dura, ––continuó el ministro pensando––, si se irrita o finge irritarse para tomar un pretexto, ¿cómo salgo del apuro? Suavicemos la pendiente. Gourville tenía razón. Y alzando la voz, dijo de pronto:
––Sire, pues veláis por mi salud hasta el punto de dispensarme de todo trabajo, ¿os dignaríais excusarme de asistir al consejo de mañana? Así podría pasar en cama el día, y probaría un remedio contra estas malditas fiebres si tuvieseis a bien cederme vuestro médico.
––Concedido. Os enviaré mi licencia para mañana, os enviaré mi médico, y recobraréis la salud.
––Gracias, Sire, ––dijo fouquet inclinándose. Y tomando una resolución prosiguió:
––¿Tendré la honra de conducir a Vuestra Majestad a BelleIsle, a mi casa?
––El ministro miró cara a cara al rey para juzgar del efecto de su proposición.
––¿Sabéis lo que decís? ––replicó el monarca sonrojándose otra vez y esforzándose en sonreírse. ––¿Belle-Isle vuestra casa?
––Es cierto, Sire.
––¿Habéis olvidado, ––;prosiguió Luis XIV con el mismo tono jovial, ––que me donasteis Belle-Isle?
––No lo he olvidado, Sire, pero como todavía no habéis tomado posesión de ella, ahora podríais hacerlo.
––Con mucho gusto.
––Por otra parte ésta era la intención de Vuestra majestad, que era la mía, y no sabría deciros cuán satisfecho y orgulloso me he sentido al ver venir de París toda la casa militar del rey para esa toma de posesión.
––No he traído solamente para eso a mis mosqueteros, ––balbuceó el rey.
––Lo supongo, ––dijo con viveza el superintendente: ––Vuestra Majestad sabe muy bien que le basta ir solo a BelleAsle con un bastoncito para que a su presencia se derrumben todas las fortificaciones.
––No, ––exclamó el rey, ––no quiero que unas fortificaciones tan costosas se derrumben. Queden en pie contra los holandeses y los ingleses. Lo que yo deseo ver en Belle-Isle, no lo adivinaríais: son las hermosas campesinas, solteras y casadas, del interior o de la costa, que bailan tan bien y son tan seductoras con sus sayas rojas. Me han dicho grandes alabanzas de vuestras vasallas, señor superintendente; mostrádmelas.
––Cuando Vuestra Majestad quiera.
––¿Tenéis dispuesto algún buque?
––No, Sire, ––respondió el superintendente, que vio la poco hábil indirecta; ––como ignoraba que Vuestra Majestad tuviera tal deseo, y sobre todo que tuviese tanta prisa por ver a BelleIsle, no he hecho preparativos.
––Sin embargo, ¿no tenéis una embarcación?
––Cinco poseo, sire, pero unas están en Port y otras en Paimboeuf, y para legar adonde están y hacer que vengan, se necesitan a lo menos veinticuatro horas. ¿Quiere Vuestra Majestad que envíe un correo o que vaya yo por alguna de ellas?
––Dejad que pase vuestra calentura. Aguardad a mañana.
––Decís bien, Sire... ¿Quién sabe qué ideas tendremos mañana? ––replicó Fouquet, ya libre de toda duda e intensamente pálido.
El rey se estremeció y alargó la mano hacia su campanilla; pero el ministro se le anticipó, diciendo:
––Sire, me da la calentura y estoy tiritando. Si estoy aquí un segundo más, es fácil que me desmaye. Déme Vuestra majestad licencia para ir a acostarme.
––En efecto, tiritáis, y da compasión veros. Recogeos, señor Fouquet; ya enviaré a preguntar por vuestra salud.
––Vuestra Majestad me colma de atenciones. Dentro de una hora estaré mucho mejor.
––Quiero que alguien os acompañe, ––dijo el rey.
––Como os plazca, Sire; de buena gana me apoyaría en el brazo de alguno.
––¡Señor de D'Artagnan! ––gritó el rey tocando de la campanilla.
––¡Oh! Sire, ––repuso Fouquet riéndose de un modo que dio calambres al soberano, ––¿para que me acompañe a mi casa me dais al capitán de mosqueteros? Es un honor muy equívoco, Sire. Me basta un simple lacayo.
––¿Por qué, señor Fouquet? ¿No me acompaña a mí el señor de D'Artagnan?
––Sí, Sire; pero cuando os acompaña es para obedecer, en tanto que yo...
––¿Qué?
––En tanto que yo, Sire, si entro en mi casa con vuestro capitán de mosqueteros, la gente va a decir que habéis mandado arrestarme.
––¡Arrestaros! ––profirió Luis XIV, poniéndose todavía más pálido que fouquet.
––¿Por qué no, sire? ––prosiguió Fouquet sin cesar de reírse. ––Y apostaría que algunos se alegrarían de ello.
Esta salida desconcertó al monarca que, gracias a la habilidad de Fouquet, retrocedió ante la apariencia del golpe que estaba meditando, v al ver entrar a D'Artagnan, ordenó a éste que designara un mosquetero para que acompañase al superintendente.
––Es inútil, ––repuso Fouquet; ––espada por espada, prefiero a Gourville, que me está aguardando abajo; pero esto no impide que yo goce de la compañía dei señor D'Artagnan, que me gustaría que viese Belle-Isle, siendo tan perito en materia de fortificaciones. D'Artagnan se inclinó sin comprender nada.
Fouquet hizo una nueva reverencia, y se salió afectando la lentitud del hombre que se pasea; una vez fuera de palacio, dijo entre sí mientras desaparecía entre la muchedumbre:
––Estoy salvado. Si, verás a Belle-Isle, rey infame, pero cuando ya no estaré en ella.
––Capitán, ––dijo el rey al mosquetero, ––vais a seguir al señor Fouquet a cien pasos de distancia. Se encamina a su casa, y allá vais a ir vos también; le arrestáis en mi nombre y le encerráis en una carroza.
––¿En una carroza? Corriente.
––De manera que por el camino no pueda hablar con persona alguna, ni arrojar ningún escrito.
––Lo que Vuestra Majestad me ordena es muy dificil; yo no puedo hacer morir por asfixia al señor Fouquet, y si me pide que le deje respirar, no voy a impedírselo cerrando cristales y cortinillas. Ya veis, pues, que puede gritar y arrojar papeles por la ventanilla.
––Y está previsto el caso; los dos inconvenientes de que acabáis de hablar los obviará una carroza con un enrejado de hierro.
––¡Ah! ––exclamó D'Artagnan; ––pero como no hay quien labre en media hora un enrejado de hierro para una carroza, y Vuestra Majestad me ordena que vaya enseguida a casa del señor Fouquet...
––Ya está, ––replicó el rey.
––Esto es distinto, ––repuso el capitán.
––Todo está pronto, y el cochero y el lacayo aguardan en el patio de servicio.
––Sólo me falta preguntar adónde debo conducir al señor Fouquet, ––dijo D'Artagnan inclinándose.
––Por ahora al castillo de Angers. Luego, veremos. ¡Ah! ya habéis notado que para arrestar al señor Fouquet no me valgo de mis guardias, lo cual pondrá furioso al señor de Gesvres. Esto quiere decir que tengo confianza en vos.
Ya lo sé, Sire, y es inútil que lo ponderéis.
––Os lo he dicho con el objeto de manifestaros que si, por casualidad, por una casualidad cualquiera, el señor Fouquet se evadiera... Porque se han dado casos, señor capitán...
––Con frecuencia, Sire; pero eso va con los demás, no conmigo.
––¿Por qué no con vos?
––Porque por un instante he tenido la idea de salvar al señor Fouquet.
El rey se estremeció.
––Porque, ––prosiguió el capitán, ––habiendo adivinado yo vuestro plan sin que vos me hubieseis dicho sobre él una palabra, y siéndome simpático el señor Fouquet, al intentar salvarlo estaba en mi derecho.
––En verdad, no podéis tranquilizarme respecto de vuestros servicios, ––repuso el soberano.
––Si yo lo hubiese salvado entonces, mi inocencia no pudiera negarse; y me aventuro a decir que habría obrado bien, porque el señor fouquet no es un criminal. Pero en vez de escucharme, se ha entregado en brazos del destino, y ha dejado escapar la hora de la libertad. El sufrirá las consecuencias. Ahora he recibido órdenes para mí ineludibles; por lo tanto, dad por arrestado al señor superintendente, Sire, y por encerrado en el castillo de Angers.
––Todavía no le habéis echado la mano, capitán.
––Esto es cosa mía; cada uno a lo suyo, Sire. Lo único que os digo, es que lo reflexionéis con madurez. ¿Me dais formalmente la orden de arrestar al señor Fouquet, Sire?
––No una, sino mil veces os la doy si fuera menester.
––Pues venga por escrito.
––Aquí está.
D'Artagnan la leyó, saludó al monarca, salió, y al legar a la azotea vio pasar todo satisfecho a Gourville en dirección de la casa del superintendente.

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El Hombre de la Máscara de Hierro 36

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El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

36

CONSEJOS DE AMIGO

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D'Artagnan y Fouquet partieron y éste con tal rapidez que aumentaba el tierno interés de sus amigos. Los primeros momentos del viaje, o mejor, de esta fuga, fueron turbados por el continuo temor que inspiraban al fugitivo los caballos y coches que tras sí veía. No era natural, en efecto, que Luis XIV dejase escapar su presa. El joven león había husmeado la caza y tenía muy buenos perros para estar descuidado. Mas, insensiblemente, todos los temores fueron desapareciendo: el superintendente, a fuerza de correr tomó tal delantera a los perseguidores que, razonablemente, no podían alcanzarle. En cuanto al hecho, sus amigos encontraron una excelente disculpa. ¿No debía ir a Nantes a reunirse con el rey? Pues su precipitación era prueba de su celo.
Llegó cansado pero tranquilo a Orleans, en donde, gracias a los cuidados de su correo que le había precedido, encontró una hermosa embarcación en forma de góndola, pero más larga y pesada, de las que entonces hacían el servicio entre Nantes y Orleans por el Loira, travesía larga, aún hoy, que entonces parecía más agradable y cómoda que no el camino real con sus caballos de posta y sus malas y mal suspendidas carrozas.
Fouquet partió en seguida. Los remeros, sabiendo que tenían el honor de conducir al superintendente de “hacienda”, se prometían una buena gratificación si la merecían. La lancha voló sobre las aguas del Loira, serenas y tranquilas, sobre las que se reflejaban los purpúreos rayos de un sol espléndido. Los ocho remeros que llevaron a Fouquet como las alas llevan a los pájaros, eran tantos cuantos nunca se usaban en aquellas embarcaciones, como no fuese para servir al mismo rey.
Fouquet dijo a su amigo Gourville, estrechándole la mano:
––Amigo mío, todo está jugado: recuerda tú el proverbio “Los primeros van delante”, y Colbert no trata de adelantarme, Colbert es un hombre prudente.
Cuando llegó a Nantes, Fouquet subió a una carroza, que la ciudad le envió, no se sabe por qué, y se encaminó a la casa de Ayuntamiento, escoltado por una gran muchedumbre que desde hacía algunos días llenaba la ciudad en la expectativa de una convocatoria de estados. Apenas instalado el superintendente, Gourville salió para hacer preparar los caballos en un camino de Poitiers y de Vannes y una barca en Paimboeuf; y tal fue el misterio, la actividad y la generosidad que aquél desplegó, que nunca Fouquet, atacado entonces por la calentura, estuvo más cerca de su salvación, salvo la cooperación del azar.
Circuló aquella noche por la ciudad el rumor de que el rey venía apresuradamente en caballos de posta, y que se le esperaba entre diez y once.
El pueblo, esperando al rey, se regocijaba viendo a los mosqueteros, recién llegados con su capitán D'Artagnan, y alojados en el palacio, en el que daban guardias de honor en todas las puertas.
D'Artagnan, que era muy cortés, como a las diez de la mañana se presentó en la habitación del superintendente para ofrecerle sus respetos, y aunque éste sufría de calentura, y estaba hecho un mar de sudor, se empeñó en recibir a D'Artagnan, que quedó contento de tal distinción, como se verá por la conversación que ambos tuvieron.
Fouquet se acostó como quien ama la vida y economiza todo lo posible el delgadísimo hilo de la existencia.
D'Artagnan apareció en el umbral del dormitorio y fue saludado con afabilidad por el superintendente.
––Buenos días, monseñor, ––respondió el mosquetero ––¿qué tal os encontráis del viaje?
––Bastante bien, gracias.
––¿Y la calentura?
––Bastante mal. Como veis, estoy bebiendo. Apenas he sentado la planta en Nantes, le he impuesto una contribución de tisana.
––Lo que primero debéis procurar es dormir, monseñor.
––De muy buena gana lo haría, señor de D'Artagnan.
––¿Qué os lo impide, monseñor?
––En primer lugar, vos.
––¿Yo? ¡Ah! monseñor...
––Sin duda. ¿Por ventura aquí, como en París, no venís en nombre del rey?
––¡Por Dios! monseñor, ––replicó el capitán, ––dejad en reposo a Su Majestad. El día que venga de parte del rey para lo que vos queréis decir, os doy palabra de no haceros languidecer. Me ve
réis empuñar la espada, según la ordenanza, y me oiréis decir de golpe y con ceremonia: Monseñor, os arresto en nombre del rey. Fouquet se estremeció, tan natural y robusto había sido el acento del agudo gascón, tan parecida había sido la ficción a la realidad.
––¿Me prometéis tal franqueza? ––dijo Fouquet.
––Palabra. Pero no hemos llegado a tal extremo.
––¿Qué os lo hace creer, señor de D'Artagnan? Yo creo lo contrario.
––El que no he oído hablar de nada.
––¡Je! je!
––¡Diantre! veo que a pesar de la fiebre estáis de buen humor, ––replicó el mosquetero. ––El rey no puede ni debe impedir que uno os quiera de todo corazón.
––¿Y creéis que Colbert me quiere también tanto como decís? ––repuso el ministro haciendo una mueca.
––¿Quién os habla de Colbert? ––dijo D'Artagnan. ––Colbert es un hombre excepcional. Quizá no os quiera; pero la ardilla puede preservarse de la culebra por poco que se empeñe en ello.
––Veo que me estáis hablando como amigo, señor de D'Artagnan, en mi vida he encontrado hombre de más ingenio y de más corazón que vos.
––Es favor que me hacéis; pero os ponéis ronco, monseñor. Bebed.
D'Artagnan tomó una taza de tisana y se la ofreció con la más cordial amistad a Fouquet, que la tomó y dio las gracias con una sonrisa.
––Esas cosas no le suceden a nadie más que a mí, ––exclamó D'Artagnan. ––He pasado diez años ante vuestras barbas, cuando apaleabais el dinero, distribuíais en pensiones cuatro millo nes anuales, sin que repararais en mí, y advertís que estoy en el mundo, precisamente en el momento...
––En que voy a derrumbarme. Es verdad, mi querido señor de D'Artagnan. Pues bien, si caigo, tened por verdad lo que voy a deciros, no pasará día sin que me diga a mí mismo y golpeándome la frente: ¡Oh mortal insensato! ¡teníais a la mano al señor de D'Artagnan y no te serviste de él, y no le enriqueciste!
––Me enorgullecéis, monseñor, ––repuso el capitán, ––y estoy encantado de vos.
––¿No es verdad que estoy bien señalado, capitán? ¿No es verdad que el rey me ha traído aquí para aislarme de París, donde tengo tantos amigos, y para apoderarse de Belle-Isle?
––Donde está Herblay, ––repuso D'Artagnan.
Fouquet levantó la cabeza.
––En cuanto a mí, monseñor, ––prosiguió D'Artagnan, ––puedo afirmaros que el rey nada me ha dicho contra vos.
––¿De veras?
––Me ordenó que viniera, es cierto, y que nada dijese al señor de Gesvres.
––Amigo mío.
––Al señor de Gesvres, ––continuó el mosquetero. ––El rey me ordenó también que me trajese una brigada de mosqueteros, lo cual es superfluo en la apariencia, ya que aquí está todo tranquilo.
––¿Una brigada? ––dijo Fouquet incorporándose.
––Noventa y seis jinetes, monseñor, igual número que tomaron para arrestar a los señores de Chalais, de Cinc––Mars y Montmorency.
––¿Qué más? ––preguntó el superintendente aguzando los oídos al escuchar aquellas palabras vertidas sin intención aparente. ––Otras órdenes insignificantes, tales como guardar el palacio, vigilar todas las habitaciones y no dejar que esté de centinela ningún soldado del señor Gesvres, vuestro amigo.
Y respecto de mí, ¿qué órdenes os dio Su Majestad?
––Nada me dijo.
––Señor de D'Artagnan, va en ello mi honra, y quizá mi vida. ¿No me engañáis?
––¿Yo engañaros? ¿con qué objeto? ¿Acaso estáis amenazado? Ahora, tocante a las carrozas y a las barcas, sí, hay una orden...
––¿Una orden?
––Sí, monseñor, pero no os concierne. Es una simple disposición de policía.
––¿Cuál, capitán? ¿cuál?
––Que no puede salir caballo ni barca de Nantes sin salvoconducto firmado del rey.
––¡Dios me valga! pero...
––Bien, ––repuso D'Artagnan riéndose, ––pero esa orden no estará vigente hasta que haya llegado Su Majestad a Nantes. Ya veis pues, que la orden nada tiene que ver con vos.
Fouquet se quedó pensativo; pero el mosquetero hizo como que no advertía su preocupación.
––Para que yo os confie el tenor de las órdenes que me han dado, ––prosiguió D'Artagnan, ––es menester que os profese hondo afecto y que tenga empeño en que ninguna vaya dirigida contra vos.
––Sin duda, ––repuso con distracción el ministro.
––¿Sabéis, señor Fouquet, que si en lugar de habérmelas con un hombre como vos, que sois uno de los primeros del reino, me las hubiera con una conciencia turbada e inquieta, me comprometía para siempre? ¡Qué buena ocasión la presente para quien quisiere poner tierra por medio! Ni policía, ni guardias, ni órdenes; libre el agua, espedito el camino, el señor de D'Artagnan obligado a prestar sus caballos si se los pidieran... Eso debe tranquilizaros, monseñor; porque es obvio que, de sustentar malos designios, el rey no me habría dejado tan independiente. En verdad, señor fouquet, pedidme cuanto os agrade; estoy a vuestra disposición. Lo único que reclamo de vos, si consentís, es que de mi parte saludéis a Aramis y a Porthos, digo si os embarcáis para Belle-Isle, como tenéis derecho a hacerlo, en el acto, de bata, como estáis.
Con esto y una profunda reverencia, el mosquetero, cuyas miradas no habían perdido nada de su inteligente benevolencia, salió del dormitorio y desapareció; pero aun no había legado a las gradas del vestíbulo, cuando Fouquet, fuera de sí, tiró del cordón de la campanilla y gritó:
––¡Mis caballos! ¡mi esquife!
El superintendente, al ver que nadie le respondía, se vistió con lo que encontró a mano.
––¡Gourville!... ¡Gourville!... ––gritó el ministro.
Gourville entró pálido y jadeante.
––¡Partamos! ¡partamos! ––exclamó el superintendente al ver a su amigo.
––Es demasiado tarde, ––contestó Gourville.
––¡Demasiado tarde! ¿por qué?
––¡Escuchad!
Ante el palacio se oía el rumor de trompetas y tambores.
––¿Qué es eso, Gourville?
––Llega el rey, monseñor.
––¡El rey!
––El rey, que ha venido a marchas forzadas y reventando caballos y se ha anticipado ocho horas a todos los cálculos.
––¡Estamos perdidos! ––murmuró Fouquet, ––¡Ah! buen D'Artagnan, has hablado demasiado tarde.
En efecto, en aquel instante el rey llegaba a Nantes, y a poco tronaron los cañones de las murallas y los de un buque de guerra anclado en el río.
Fouquet frunció el ceño, llamó a sus ayudas de cámara e hizo que le pusieran el traje de ceremonia.
Desde su ventana y al través de las cortinas, el ministro vio la impaciencia del pueblo y gran número de soldados que habían seguido al príncipe sin que pudiese adivinarse cómo.
El rey fue conducido a palacio con gran pompa, y Fouquet le vio apearse al pie del rastrillo y hablar al oído de D'Artagnan que le tenía el estribo.
Apenas el rey hubo pasado la bóveda de entrada, el capitán se encaminó a casa de Fouquet, pero con lentitud y parándose tantas veces para hablar a sus mosqueteros, formados en línea, que no parecía sino que contaba los segundos a los pasos antes de cumplir la comisión que le dio el rey.
Al verle en el patio, el superintendente abrió la ventana para hablar con él.
––¡Cómo! ¿”aún” estabais aquí, monseñor? ––preguntó D'Artagnan.
––Sí, señor, ––respondió Fouquet exhalando un suspiro; ––la llegada del rey me ha sorprendido en lo mejor de mis proyectos.
––¡Ah! ¿sabéis que el rey acaba de llegar?
––Le he visto. ¿Y ahora venís de su parte?
––A informarme de vuestra salud, monseñor, y si no es demasiado delicada, rogaros que os presentéis en palacio.
––Sin perder minuto, señor de D'Artagnan.
––¡Malhaya! ––repuso el capitán; ––desde que el rey está aquí, ya nadie es dueño de pasearse a su albedrío; ahora estamos bajo el imperio de la consigna, tanto vos como yo.
Fouquet exhaló otro suspiro, subió a una carroza, tanta era su debilidad, y se encaminó a palacio, escoltado por D'Artagnan, cuya cortesía era ahora tan espantosa como consoladora y alegre había sido poco antes.

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