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El Hombre de la Máscara de Hierro 55

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:28:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas
55

EPÍLOGO

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Cuatro años después de la escena que acabamos de describir, y al amanecer de hermoso día, dos jinetes bien montados llegaron a la ciudad de Blois a fin de disponerlo todo para una caza de volatería que el rey quería efectuar en la variada planicie partida en dos por el Loira, y que confina con Meung por un lado, y por el otro con Amboise.
Aquellos dos jinetes, que no eran otros que el perrero y el halconero de Su majestad; personajes respetabilísimos en tiempo de Luis XIII, pero algo desatendidos por su sucesor; después de haber explorado el terreno, se volvían, cuando divisaron acá y allá algunos pelotones de mosquetèros del rey, a los cuales sus respectivos sargentos colocaban de trecho en trecho en los extremos de los cercados.
Detrás de los mosqueteros, subido en brioso corcel y fácil de conocer en sus bordados de oro, venía el capitán, hombre de cabello casi enteramente cano y barba entrecana, algo cargado de espaldas, pero que manejaba con soltura el caballo y no perdía de vista ninguna de las evoluciones de sus soldados.
––A fe mía, ––dijo el perrero al halconero; ––el señor de D'Artagnan no envejece; con diez años más que nosotros, parece un cadete a caballo.
––Es verdad ––repuso el halconero; ––en veinte años que le conozco no ha variado.
El halconero se engañaba; durante los últimos cuatro años el mosquetero había envejecido por doce. En las comisuras de los ojos el tiempo le había impreso sus implacables garras; tenía despoblada la frente, y sus manos, antes morenas y nervudas, blanqueaban como si en ellas empezara a enfriarse la sangre.
D'Artagnan se acercó con el ademán de afabilidad, propio de los hombres de valer, al halconero y al perrero, que le saludaron con el mayor respeto.
––¡Qué feliz casualidad el veros por aquí, señor de D'Artagnan! ––exclamó el halconero.
––Yo soy quien debería decir tal, señores ––replicó D'Artagnan, ––pues en nuestros días el rey se sirve con más frecuencia de sus mosqueteros que de sus halcones.
––¡Quién volviera a aquellos tiempos! ––exclamó el halconero exhalando un suspiro.
––¿Os acordáis, señor de D'Artagnan, de cuando el difunto rey cazaba con urraca por las viñas del otro lado de Beaugenci? Entonces no erais capitán de mosqueteros.
––Y vos, sólo erais cabo de terzuelos, ––repuso D'Artagnan con jovialidad. ––No importa; ello es que aquel era un buen tiempo, como lo es siempre el de la juventud... Buenos días, señor capitán perrera.
––Me hacéis mucho favor, señor conde, ––repuso el saludo.
D'Artagnan, no obstante ser conde hacía cuatro años, no oyó con gusto el calificativo que acababa de darle el perrero y se calló.
––¿No os ha fatigado el camino, señor de D'Artagnan ––preguntó el halconero, ––si no me engaño, de Pignerol aquí hay doscientas leguas.
Doscientas setenta a la ida y otras tantas a la vuelta, ––repuso con la mayor naturalidad el gascón.
––¿Y “él” sigue bien? ––preguntó en voz baja el halconero.
––¿Quién?
––El señor Fouquet ––continuó el halconero en la misma voz mientras el perrero se hacía a un lado por prudencia.
––No, ––respondió D'Artagnan, ––el desventurado está sumamente abatido; no puede de ningún modo creer que la prisión sea un favor; dice que el parlamento le absolvió al desterrarle, y que el destierro es la libertad. El pobre no se figura que había el deliberado propósito de matarlo, y que al salvar de las garras del parlamento la vida es ya deberle mucho a Dios.
––Es verdad, ––dijo el halconero, ––el infortunado estuvo a dos dedos del patíbulo; dicen que el señor Colbert había transmitido ya las órdenes para el caso al gobernador de la Bastilla y que la ejecución estaba decidida.
––¡En fin! ––exclamó D'Artagnan como para cortar la conversación.
––¡En fin! ––repitió el perrero acercándose, ––si el señor Fouquet está en Pigneroi, merecido se lo tiene; bastante había robado al rey. Además, ¿no es nada el haber tenido la dicha de ser conducido allá por vos?
––Caballero, ––replicó D'Artagnan lanzando una mirada de enojo al perrero, ––si me dijesen que habéis comido la pitanza de vuestros galgos, no sólo no lo creería, sino también os compadecería si por eso os condenaran a encierro, y no. consentiría que hablasen mal de vos. Con todo eso y por muy probo que seáis, sé deciros que no lo sois más que lo era el infeliz señor Fouquet.
Este discurso hizo agachar las orejas al perrero, que dejó que el halconero y D'Artagnan se le adelantaran dos pasos.
A lo lejos asomaban ya los cazadores por las salidas del bosque, y veíanse pasar por los claros y cual estrellas errantes, los penachos de las amazonas, y los blancos caballos atravesar como luminosas apariciones la sombría floresta.
––¿Va a ser larga la cacería? ––preguntó D'Artagnan. ––Os ruego que soltéis pronto el ave, puesto estoy que me caigo de fatiga. ¿Cazáis garzas o cisnes?
––Cisnes y garzas, señor de D'Artagnan, ––respondió el halconero; ––pero nada temáis, el rey no es práctico, y si caza es sólo para divertir a las damas.
––¡Ah! ––exclamó con acento de sorpresa D'Artagnan, mirando al halconero que había vertido las tres últimas palabras con marcada intención.
El perrero se sonrió como queriendo hacer las paces con el gascón.
––Reíos, reíos, ––exclamó D'Artagnan; ––llegué ayer tras un mes de ausencia, y por consiguiente, estoy muy atrasado de noticias. Cuando partí, la corte estaba aún muy triste con la muerte de la reina madre, y el rey había dado fin a las diversiones después de haber recogido el postrer suspiro de Ana de Austria; pero en este mundo todo tiene fin.
––Y también todo principio, ––dijo el perrero lanzando una carcajada.
––¡Ah! ––repitió D'Artagnan que ardía en deseos de saber, pero que por su categoría no podía ser interrogado por sus inferiores; ––¿conque hay algo que empieza?
El perrero guiñó el ojo de una manera significativa; pero como D'Artagnan nada quería saber por boca de aquél, preguntó al halconero:
––¿Vendrá pronto el rey?
Tengo orden de soltar las aves a las siete.
––¿Quién viene con el rey? ¿Qué tal la princesa? ¿Cómo está la reina?
––Mejor, señor de D'Artagnan.
––¿Ha estado enferma?
––Desde el último disgusto que ha pasado está enfermiza.
––¿Qué disgusto? Como llego de viaje, nada sé.
––Según parece, la reina un poco desdeñada desde la muerte de su suegra, se quejó al rey, que, según dicen la contestó que pues dormía con ella todas las noches, que más quería.
––¡Pobre mujer! ––dijo D'Artagnan. ––¡Que odio debe profesar a La Valiére!
––¿A la señorita de La Valiére? ––repuso el halconero. ––¡Bah! no, señor.
––¿A quién pues?
El cuerno, llamando a los perros y a las aves, cortó la conversación.
Perrero y halconero picaron a sus caballos y dejaron a D'Artagnan en lo mejor, mientras a lo lejos aparecía el soberano rodeado de damas y jinetes, que formaban un conjunto animado, bullicioso y deslumbrador, como hoy no podemos formarnos idea, a no ser en la mentida opulencia y en la falsa majestad del teatro.
D'Artagnan, que ya tenía la vista débil, divisó tras el grupo tres carrozas, la primera, destinada a la reina, estaba vacía; luego y al no ver junto al rey a La Valiére, la buscó y la vio en compañía de dos mujeres que al parecer se aburrían mucho como ella. A la izquierda del rey y montada en fogoso corcel hábilmente manejado, brillaba una mujer de portentosa hermosura, que sostenía con Su Majestad una correspondencia de sonrisas y despertaba con su hablar las carcajadas de todos.
Yo conozco a aquella mujer, ––dijo mentalmente D'Artagnan. Y volviéndose hacia su amigo el halconero le preguntó: ––¿Quién es la dama aquella?
––La señorita de Tonnay––Charente, marquesa de Montespan, ––respondió el halconero.
Cuando Luis XIV vio a D'Artagnan exclamó:
––¡Ah! ¿estáis de vuelta, conde? ¿Por qué no habéis venido a verme?
––Porque cuando he llegado, Vuestra majestad estaba todavía
durmiendo, y cuando he tomado mi servicio esta mañana, todavía no estabais despierto.
––Siempre el mismo, ––dijo en alta voz el rey y con acento de satisfacción. ––Descansad, conde, os lo ordeno. Hoy cenaréis conmigo.
Un murmullo de admiración envolvió como una inmensa caricia al mosquetero.

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