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El Hombre de la Máscara de Hierro 14

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:52:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

14

NÉCTAR Y AMBROSÍA


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Fouquet tuvo el estribo al rey, que, apeándose, se enderezó graciosamente, y, más graciosamente aún, tendió la mano al superintendente, que la acercó respetuosamente a sus labios a pesar de un ligero esfuerzo del monarca.
El rey aguardó en el primer recinto la llegada de las carrozas, que no se hicieron esperar. Las damas, que llegaron a las ocho de la noche, fueron recibidas por la señora superintendenta a la claridad de una luz viva como la del sol, que surgió de los árboles, jarrones y estatuas, y duró hasta que sus majestades hubieron desaparecido en el interior del palacio.
Todas aquellas maravillas, amontonadas, todos aquellos esplendores de la noche vencida, la naturaleza enmendada, de todos los placeres, de todas las magnificencias combinadas para la satisfacción de los sentidos y del espíritu, Fouquet los ofreció realmente a su soberano en aquel encantado retiro, del que soberano alguno de Europa podía vanagloriarse entonces de poseer otro equivalente.
No hablaremos del gran festín que reunió a sus majestades, ni de los conciertos, ni de las mágicas metamorfosis, nos limitaremos a pintar el rostro del rey, que, de alegre, expansivo y satisfecho como era al principio, luego se volvió sombrío, reservado, irritado. Recordó su palacio y el mísero lujo de éste, que no era sino el utensillo de la realeza y no propiedad del hombre––rey. ¿Los grandes jarrones de Louvre, los antiguos muebles y la vajilla de Enrique II, de Francisco 1, y de Luis XI, no pasaban de monumentos históricos, de objetos de valor intrínseco, desechos del oficio del rey? En el palacio de Fouquet, el arte competía con la materia. Fouquet comía en una vajilla de oro que habían fundido y cincelado para él, artistas a su sueldo, y bebía vinos de los que el rey de Francia ni aun conocía el nombre, y les bebía en vasos cada uno de los cuales valía más que toda la bodega real.
¿Y qué diremos de los salones, de las colgaduras, de los cuadros y de los criados y lacayos de toda especie? ¿Qué del servicio, allí donde el orden sustituía a las etiquetas, el bienestar a las consignas, y el placer y la satisfacción del huésped eran la ley suprema para cuentos al anfitrión obedecían?
Aquel enjambre de criados que iban y venían silenciosamente, aquella muchedumbre de convidados menos numerosa que los servidores, el incalculable número de manjares y de vasos de oro y plata; los raudales de luz, las flores desconocidas de que se habían despojado los invernaderos como de una sobrecarga, puesto que aun estaban lozanas; aquel conjunto aromático, que no era más que preludio de la fiesta prometida, llenó de regocijo a todos los asistentes, que una y otra vez manifestaron su admiración, no con la voz y el ademán, lenguajes del cortesano que olvida el respeto debido al su señor, sino con el silencio y la intención.
El rey, con los ojos, hinchados, no se atrevió a mirar a la reina; y Ana de Austria, siempre superior al todos en orgullo, abrumó a su huésped despreciando abiertamente cuando la servían.
María Teresa, buena y curiosa de la vida, alabó a Fouquet, comió con grande apetito, y preguntó el nombre de muchas frutas que había sobre la mesa. Fouquet respondió que ignoraba sus nombres. Aquellas frutas procedían de los reservados del superintendente, reservados que él mismo, peritísimo en agronomía exótica, cultivara con frecuencia. El rey, que al oír la respuesta de Fouquet, se sintió tanto más humillado cuanto conoció la delicadeza que la dictaba, halló algo vulgar a su mujer, y sobrado orgullosa a Ana de Austria, y por su parte hizo el propósito de mantenerse impasible en los límites del extremo desdén o de la simple admiración.
Pero Fouquet, que era hombre sagaz y todo lo había previsto, no obstante haber manifestado terminantemente el rey que mientras estuviese en Vaux no quería someter sus comidas a la etiqueta, y, por consiguiente, comería con todo el mundo, hizo que sirvieran aparte a Su Majestad, si así podemos expresarnos, en medio de la mesa general.
Aquella cena, maravillosa por su composición, comprendía todos los manjares gratos al rey, todo cuanto éste solía escoger. Luis XIV, el hombre más comilón de Francia, no podía, pues, alegar excusa alguna para no comer.
Fouquet hizo más aún: acatando la orden del rey se sentó a la mesa; pero una vez servidas las menestras, se levantó para servir personalmente al rey, mientras la señora superintendenta permanecía en pie detrás del sillón de la reina madre. El desdén de Juno y el enojo de Júpiter no resistieron a tales muestras de delicadeza; así es que Ana de Austria comió un bizcocho mojado en vino de San Lúcar, y el rey comió de todo.
––No puede darse una comida mejor, señor superintendente ––dijo Luis XIV.
Los demás, al oír las palabras del rey, empezaron a mover con entusiasmo las mandíbulas.
Esto no impidió que después de haberse hartado, el rey volviese a ponerse triste; en proporción del buen humor que él creyó debía manifestar, y sobre todo en comparación de la buena cara que sus cortesanos habían puesto a Fouquet.
D'Artagnan que comía mucho y bebía más, como quien no hace nada no perdió un bocado, pero hizo un gran número de observaciones provechosas.
Acabada la cena, el rey no quiso perder el paseo. El parque estaba iluminado; la luna, como si se hubiese puesto al discreción del señor de Vaux, pateó los árboles y los lagos con sus diamantes y su brillo. El ambiente era suave; las sombrías alamedas estaban tan mullidamente enarenadas, que daba gusto sentar los pies en ella. La fiesta fue completa, pues el rey encontró a La Valiére en una de las revueltas de un bosque, y pudo estrechar su mano y decirla que la amaba, sin que le oyese persona alguna, más que D'Artagnan, que seguía, y Fouquet que precedía.
En hora ya avanzada de aquella noche de encantos, el rey manifestó deseos de acostarse. Al punto se pusieron todos en movimiento. Las reinas se encaminaron al sus habitaciones al son de tiorbas y de flautas, y el rey, al subir, encontró a sus mosqueteros a quienes Fouquet hizo venir de Melún y convidó a cenar.
D'Artagnan desechó toda desconfianza, y como estaba cansado, y había cenado bien, se propuso gozar, una vez en su vida, de una fiesta en casa de un verdadero rey.
––¡Es todo un hombre! dijo entre sí el gascón refiriéndose al superintendente.
Con gran ceremonia condujeron a Luis XIV al templo de Morfeo, del que vamos a dar una sucinta reseña. Era la pieza más hermosa y capaz del palacio, y en su cúpula, pintada al fresco por Le Brun, figuraban los sueños felices y los tristes que Morfeo así envía los poderosos como a los humildes. Todo lo gracioso a que da vida el sueño, miel y aromas, flores y néctar, voluptuosidad o reposo de los sentidos, Le Brun lo había derramado en su obra, suave y haciendo contrastes con ella, veíanse las copas que destilan los venenos, el puñal que brilla sobre la cabeza del durmiente, y hechiceros y quimeras de monstruosas cabezas, y crepúsculos más espantables que las llamas o las tinieblas más profundas.
El rey, al entrar en aquella suntuosa estancia, sintió como una sacudida eléctrica; y al preguntarle Fouquet la causa de ella, con la palidez en el rostro contestó que era el sueño.
––¿Quiere Vuestra Majestad que entre inmediatamente su servidumbre?
––No ––respondió Luis XIV; ––tengo que hablar con algunas personas. Que avisen al señor Colbert.
Fouquet hizo una reverencia y salió.

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