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El Hombre de la Máscara de Hierro 46

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:22:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

46

UN CANTO DE HOMERO

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Ya es tiempo de pasar al otro campo y describir a los combatientes y el teatro de la batalla. La gruta, que tenía unas cien toesas de longitud y llegaba hasta un declive que iba a parar en una caleta, en tiempo en que Belle-Isle se llamaba todavía Colonesa, fue templo de divinidades paganas, y sus misteriosas concavidades presenciaron más de un sacrificio humano. La entrada de aquella caverna la formaban una pendiente suave cubierta por una baja bóveda de amontonadas peñas; el interior, de suelo desigual y peligroso por las fragosidades de las peñas de la bóveda, se subdividía en varios compartimientos gradualmente más elevados y a los cuales se llegaba por escalones ásperos, resquebrajados y unidos a derecha y a izquierda a enormes pilares naturales. En el tercer compartimiento la bóveda era tan baja y tan estrecha la galería, que la barca apenas pudiera haber pasado rozando las paredes; con todo, en un momento de desesperación, la madera cede y la piedra se ablanda al soplo de la voluntad humana.
Tal era el pensamiento de Aramis cuando, tras el combate, se decidió a la fuga, fuga peligrosa, pues no habían perecido todos los asaltantes, y admitiendo la posibilidad de botar la barca al mar, habrían huido en plena luz, ante los vencidos, que al ver cuán pocos eran hubieran tenido interés en hacer perseguir a los vencedores.
Cuando las dos descargas hubieron matado diez hombres, Aramis, acostumbrado a los rodeos del subterráneo, se acercó a los cadáveres para inspeccionarlos uno a uno sin peligro, pues el humo impedía que lo viesen desde fuera, y ordenó el arrastre de la barca hasta la gran piedra que cerraba la libertadora salida. Porthos reunió todas sus fuerzas, y tomando con ambas manos la barca, la levantó mientras los bretones colocaban rápidamente los rodillos bajo ella. De esta suerte, llegaron hasta el tercer compartimiento, es decir, a la piedra que obstruía la salida. Porthos tomó por la base la gigantesca piedra, apoyó en ésta su robusto hombro y le imprimió una sacudida que hizo crujir las paredes.
A la tercera sacudida cedió la piedra, que osciló por espacio de un minuto; luego Porthos se apoyó en las rocas contiguas, y haciendo palanca con uno de sus pies, arrancó y separó la piedra de las aglomeraciones calcáreas que le servían de goznes. Caída la piedra, penetró en el subterráneo la radiante luz del día, y el azulado mar apareció a los maravillados ojos de los bretones.
En seguida procediose a subir la barca sobre aquella barricada; y sólo faltaban veinte toesas para hacerla deslizar al mar, cuando llegó la compañía y el capitán la alineó para el asalto. Aramis, que todo lo vigilaba para favorecer el trabajo de sus amigos, vio el refuerzo, contó los soldados y se convenció del insuperable peligro en que iba a ponerles un nuevo combate. Huir por mar en el momento en que el subterráneo iba a ser invadido, era imposible, pues la luz que acababa de iluminar los dos últimos compartimientos hubiera mostrado a los soldados la barca deslizándose hacia el mar, y a los dos rebeldes a tiro de mosquete, sin contar que una descarga acribillaría la embarcación si no quitaba la vida a los cinco navegantes. Aramis se mesaba con rabia los cabellos, y ora invocaba el auxilio de Dios, ora del diablo.
Amigo mío ––dijo Herblay en voz baja a Porthos, que trabajaba él solo más que los rodillos y los bretones, ––acaban de llegar refuerzos a nuestros adversarios.
––¡Qué hacemos, pues? ––repuso sosegadamente Porthos.
––Reanudar el combate es aventurado ––contestó Aramis.
––Es verdad, porque es difícil que no nos maten a uno de los dos, y muerto el uno, el otro se haría matar ––dijo el gigante con la heroica sencillez que en él era realzada con todas las fuerzas de la materia.
––Ni a vos ni a mí nos matarán si hacéis lo que yo os diga –– repuso Aramis. a quien las palabras de su amigo le habían penetrado en el corazón como un puñal.
––Decid, pues.
––Los soldados van a internarse en la gruta, y a lo sumo mataremos catorce o quince.
––¿Cuántos son? ––preguntó Porthos.
––Les ha llegado un refuerzo de setenta y cinco hombres.
––Que con los cinco hacen ochenta ––dijo Porthos.
––Si nos envían una descarga cerrada nos acribillan a balazos.
––Tomemos pronto una resolución. Nuestros bretones van a continuar en su tarea, y nosotros nos traemos aquí pólvora, balas y mosquetes.
––Reflexionad que los dos no conseguiremos disparar tres mosquetes a un tiempo ––dijo candorosamente Porthos. ––No me parecen bien los mosquetes.
––¿Qué haríais vos?
––Voy a emboscarme tras el pilar con esta barra de hierro, y así, invisible e inatacable, cuando hayan entrado a oleadas, descargo mi barra sobre los cráneos treinta veces por minuto. ¿Qué os parece el proyecto? ¿Os place?
––Mucho; pero la mitad se quedarán fuera para rendirnos por hambre. Lo que necesitamos es destruirlos a todos, pues un solo hombre que sobreviva nos pierde.
––Es verdad; pero ¿cómo atraerlos?
––No moviéndonos.
––Pues no nos movamos; pero ¿y cuando estén todos reunidos?
––Dejadlo en mi mano; se me ha ocurrido una ideal
––Si es así, con tal que la idea que se os ha ocurrido sea buena... y debe serlo... estoy tranquilo.
––Al acecho, Porthos, y contad los que entren.
––¿Y vos?
––No os preocupéis por mí; no estaré ocioso.
––Creo que oigo voces.
––Son ellos. A vuestro sitio, y haced que podamos oírnos y tocarnos.
Porthos se refugió en el segundo compartimiento, completamente obscuro, empuñando una barra de hierro de cincuenta libras de peso que había servido para hacer rodar la barca y que manejaba con facilidad maravillosa. Aramis entró en el tercer compartimiento, se agachó y empezó la maniobra misteriosa.
Mientras tanto los bretones empujaban la barca hasta la playa.
Se oyó una voz de mando; era la última orden del capitán. Veinticinco hombres saltaron de las rocas superiores al primer compartimiento de la gruta, y rompieron el fuego.
Retumbaron los ecos, los silbidos de las balas surcaron la bóveda, y el espacio se llenó de densa humareda.
––¡Por la izquierda! ¡Por la izquierda! ––gritó Biscarrat, que en su primer reconocimiento había visto el paso del segundo compartimiento, y que, animado por el olor de la pólvora, quería guiar hacia aquel lado a sus soldados.
Estos avanzaron, efectivamente, por la izquierda y se metieron en el estrecho corredor guiados por Biscarrat que, con las manos hacia adelante, iba buscando su muerte.
––¡Venid! ¡Por aquí! ––gritó Biscarrat. ––Veo una luz.
––¡Golpe en ellos! ––dijo Aramis con voz sepulcral.
Porthos exhaló un suspiro, pero obedeció. La barra de hierro descargó en mitad de la cabeza de Biscarrat, que cayó muerto con la palabra en los labios. Luego la formidable barra volvió a levantarse para descargar diez veces en diez segundos y dejar tendidos diez hombres. Los soldados nada veían: sólo oían ayes y suspiros y hollaban cuerpos; todavía no sabían lo que pasaba, y avanzaron tropezando unos con otros, mientras la implacable barra subía y bajaba incesantemente hasta acabar con el primer pelotón., sin que un solo ruido hubiese puesto sobre aviso al pelotón segundo, que avanzaba tranquilamente, aunque alumbrado por una antorcha formada de las entretejidas ramas de un pequeño pino que el capitán arrancó fuera de la gruta. Al llegar al compartimiento en que Porthos, semejante al ángel exterminador, destruyó cuantos tocó, la primera fila retrocedió aterrorizada. Ninguna descarga había contestado a las descargas de los guardias, y sin embargo, ante sí tenían un montón de cadáveres y sus pies nadaban literalmente en sangre. Porthos continuaba detrás de su pilar. El capitán, al alumbrar con la trémula luz del inflamado pino aquella horrible carnicería de la que en vano buscaba la causa, retrocedió hasta el pilar tras el cual estaba Porthos; entonces salió de la obscuridad una mano descomunal, agarró el pescuezo del capitán, que lanzó un estertoroso ronquido, azotó el aire con las manos, soltando la antorcha, que se apagó en la sangre, y un segundo después cayó junto a la antorcha. Todo se hizo misteriosamente y como por arte de magia. Entonces, el teniente, obedeciendo a un impulso irreflexivo, instintivo, maquinal, dio la voz de ¡fuego! Una descarga retumbó, aulló en aquellas concavidades y arrancó enormes piedras de las bóvedas; la caverna, por un instante quedó iluminada por la luz de los fogonazos, pero luego más oscura a causa del humo. Tras la descarga reinó el más profundo silencio, sólo turbado por los pasos de la tercera brigada que entraba en el subterráneo.

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