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El Hombre de la Máscara de Hierro 49

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:24:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

49

EL REY LUIS XIV

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D'Artagnan, que no estaba acostumbrado a resistencias como la que acababan de oponerle, regresó sumamente irritado a Nantes, y ya sabemos que en él, hombre de fibra, la irritación se manifestaba por una impetuosa embestida a la que hasta entonces pocos resistieron, aunque fuesen reyes.
D'Artagnan, todo exaltado fue derecho a palacio para hablar al rey. Este madrugaba desde que estaba en Nantes; serían las siete de la mañana cuando llegó D'Artagnan.
––Voy a anunciaros ––dijo M. de Gesvres, con un aire que nada bueno presagiaba.
Gesvres volvió después de cinco minutos; cedió el paso a D'Artagnan, le condujo directamente al gabinete de Su Majestad, y se colocó a espaldas de su compañero en la antesala, desde la cual se oía hablar claramente al rey con su ministro Colbert, en el mismo gabinete en que Colbert, algunos días antes, oyó hablar en alta voz al rey con D'Artagnan.
Los guardias estaban formados a caballo ante la puerta principal y poco a poco cundió por la ciudad el rumor de que el capitán de mosqueteros acababa de ser arrestado por orden del rey. Entonces y como en los buenos tiempos de Luis XIV y de Treville, los mosqueteros se agitaron, ora formando grupos, ora llenando las escaleras, ya congregándose en los patios, de los que partían vagos rumores que subían hasta los pisos altos cual los roncos lamentos de las olas durante el flujo.
Gesvres estaba inquieto y miraba a sus guardias, que interrogados por los mosqueteros empezaban a apartarse de ellos manifestando también alguna inquietud.
D'Artagnan, mucho más sereno que el capitán de guardias, al entrar se sentó en el alféizar de una ventana, y con su mirada de águila y sin pestañear, presenciaba lo que ocurría sin que le pasara inadvertido ninguno de los progresos de la fermentación que se iniciara al rumor de su arresto, y previendo el instante de la explosión.
––¡Bueno estaría que esta noche mis pretorianos me proclamaran rey de Francia! ––dijo entre sí D'Artagnan ––¡Y que no me reiría poco!
Pero a lo mejor todo se calmó. Guardias, mosqueteros, oficiales, soldados, murmullos y zozobras, se dispersaron, desaparecieron, se evaporaron; Una sola frase apaciguó aquel revuelto mar.
––Señores, silencio ––dijo Brienne por encargo de Su Majestad, ––estáis molestando al rey.
––Vaya, se acabó ––murmuró D'Artagnan suspirando, ––los mosqueteros de hoy no son los de Luis XIII.
––¡Que entre el señor D'Artagnan! ––gritó el ujier.
El rey estaba sentado en su gabinete, de espaldas a la puerta y de cara a un espejo al cual y mientras removía sus papeles le bastaba lanzar una mirada para ver a los que entraban.
Al entrar D'Artagnan, Luis XIV, sin volverse, echó sobre sus cartas y sus planos el gran paño de seda verde que le servía para esconder sus secretos a los ojos de los importunos.
D'Artagnan comprendió la intención del rey y se quedó atrás; de manera que pasado un momento, el monarca, que nada oía y sólo veía con el rabillo del ojo, se vio obligado a preguntar en alta voz:
––¿No está ahí el señor de D'Artagnan?
––Presente ––respondió el mosquetero adelantándose.
––¿Qué tenéis que decirme, caballero? ––dijo Luis fijando su límpida mirada en D'Artagnan.
––¿Yo, Sire? ––repuso el gascón, que espiaba la primera esto cada del adversario para dar un buen quite. ––sólo tengo que deciros que me habéis hecho arrestar y que estoy aquí.
El rey iba a replicar que no había mandado arrestar a D'Artagnan; pero como esto hubiera sido una excusa, se calló, en lo cual le imitó obstinadamente el gascón.
––¿Para qué os envié a Belle-Isle? ––prosiguió Luis XIV mirando de hito en hito a su capitán.
––Paréceme ––respondió D'Artagnan al ver que el rey se colocaba en un terreno para él tan favorable ––que Vuestra majestad se digna preguntarme qué fui a hacer en Belle-Isle. Pues bien, no lo sé; no es a mí a quien debéis dirigir semejante pregunta, Sire, sino al infinito número de oficiales de toda especie a quienes se dio un número infinito de órdenes de toda clase, mientras que a mí, generalísimo de la expedición, no se me precisó absolutamente nada.
––Caballero ––repuso el rey, herido en su orgullo, ––sólo se dieron .órdenes a los jefes y oficiales que inspiraban confianza
––Por eso no me admiro, Sire ––replicó D'Artagnan, ––que un capitán como yo, que tiene la categoría de mariscal de Francia, se halla a las órdenes de cinco o seis tenientes mayores, buenos para espías, no lo niego, pero no para dirigir operación alguna de guerra. Sobre el particular he venido a pedir explicaciones a Vuestra Majestad.
––Señor de D'Artagnan, continuáis, como siempre, creyendo que vivís en un siglo en que los reyes estaban como vos quejáis que habéis estado, esto es, bajo las órdenes y a la discreción de sus inferiores; olvidáis que un rey sólo debe rendir cuanta de sus acciones a Dios
––Nada olvido, Sire ––dijo el mosquetero, mortificado a su vez por la lección. ––Por otra parte, no veo en qué puede ofender a su rey un hombre cabal al preguntarle en qué le ha servido mal.
––Me habéis servido malamente al hacer contra mí causa común con mis enemigos.
––¿Cuáles son vuestros enemigos, Sire?
––Aquellos contra los cuales os envié.
––¡Dos hombres! ¡dos hombres enemigos del ejército de Vuestra Majestad! Es increíble. Sire.
––No sois vos el llamado a juzgar mi voluntad.
––Tan claramente lo he comprendido así, que he ofrecido respetuosamente mi dimisión a vuestra Majestad.
––Y yo la he aceptado ––repuso el rey. ––Antes de separarme de vos he querido probaros que sabía cumplir mi palabra.
––Vuestra Majestad ha hecho más que cumplir su palabra, pues Vuestra Majestad me ha hecho arrestar y no me lo había prometido ––dijo D'Artagnan con acento fríamente zumbón.
––A esto me ha obligado vuestra desobediencia ––repuso Luis XIV haciendo caso omiso de la zumba y sosteniéndose serio.
––¡Mi desobediencia! ––exclamó D'Artagnan encendido por la cólera.
––Es la palabra más suave que he hallado ––prosiguió Luis. –– Mi plan era tomar y castigar a los rebeldes, y si los rebeldes eran amigos vuestros, ¿no me había de inquietar?
––También yo debí hacer lo mismo ––arguyó el mosquetero, –– porque fue una crueldad, Sire, enviarme a tomar a mis amigos para conducirlos a vuestras horcas.
––Quise hacer una prueba con los servidores que comen mi pan y están obligados a defender mi persona; y ya veis, la prueba ha salido mal.
––Por un mal servidor que pierde Vuestra majestad ––dijo D'Artagnan con amargura, ––hay diez que aquel día hicieron sus pruebas. Escuchadme, Sire: no estoy acostumbrado a un servicio como ese. Para el mal, mi espada es rebelde, y para mí era un mal el perseguir de muerte a dos hombres cuya vida os pidió vuestro salvador, el señor Fouquet; además, aquellos dos hombres eran amigos míos, que no atacaban a Vuestra Majestad sino que sucumbían bajo el peso de una cólera ciega. Por otra parte, ¿por qué no les dejaban huir? ¿Qué crimen cometieron? Admito que me neguéis el derecho de juzgar su conducta; pero ¿por qué sospechar de mí antes de obrar? ¿por qué rodearme de espías? ¿por qué reducirme, a mí, a quien teníais la más absoluta confianza; a mí, que hace treinta años estoy apegado a vuestra persona y os he dado mil pruebas de abnegación, porque es menester que os lo diga hoy que me acusan; por qué reducirme, repito, a mirar ordenados en batalla a tres mil hombres del rey contra dos?
––Cualquiera diría que olvidáis lo que ellos hicieron ––dijo con voz sorda el monarca ––y que no dependió de ellos el que yo no quedara para siempre perdido.
––Cualquiera diría también, Sire, que vos olvidáis que yo existía. ––Basta, señor de D'Artagnan, basta de esos intereses avasalladores que perturban los míos. Fundo un Estado en el cual no habrá más que un señor, como ya en otra ocasión os dije, y ha llegado la hora de hacer buena mi palabra. Si obedeciendo a vuestros gustos o a vuestras amistades os empeñáis en contrarrestar mis planes y en salvar a mis enemigos, tengo que anularlos o separarme de vos. Buscad un amo que os valga más. Ya sé que otro rey no se portaría como yo, y que se dejaría dominar por vos, a riesgo de que os enviara a hacer compañía al señor Fouquet y a los demás; pero yo tengo buena memoria, y para mí los servicios son títulos sagrados a la gratitud y la impunidad. No llevaréis más castigo por vuestra indisciplina que esta lección, pues quiero imitar a mis predecesores en su cólera, ya que no les he imitado en facilitar los favores. Además, otras razones me mueven a trataros con blandura, sois hombre de buen sentido y de gran corazón, y seréis un buen servidor de quien os tome; vais a cesar de tener motivos de insubordinación. Yo he destruido o arruinado a vuestros amigos; he hecho desaparecer los dos puntos de apoyo en los cuales descansaba instintivamente vuestro caprichoso carácter. A estas horas mis soldados han matado o hecho prisioneros a los rebeldes.
––¿Los han hecho prisioneros o los han matado? ––exclamó D'Artagnan palideciendo. ––¡Ah! Sire, si supierais lo que me decís, si estuvierais seguro de que me decís la verdad, olvidaría cuanto hay de justo y magnánimo en vuestras palabras para llamaros rey bárbaro y hombre desnaturalizado. Pero os perdono esas palabras ––añadió D'Artagnan sonriéndose con orgullo; ––se las perdono al joven príncipe que no sabe ni puede comprender lo que son hombres de talla de Herblay, Vallón y yo. ¿Prisioneros o muertos? ¡Ah! Sire decidme si la nueva es cierta, cuántos hombres y cuánto dinero os ha costado, y luego veremos si la ganancia corresponde al juego.
––Señor de D'Artagnan ––repuso el rey acercándose al mosquetero y con acento colérico, ––esa es la respuesta de un rebelde. ¿Me hacéis el favor de decirme quién es el rey de Francia? ¿Sabéis que haya otro?
––Sire ––respondió con frialdad el capitán de mosqueteros, –– recuerdo que una mañana, en Vaux, hicisteis la misma pregunta a varias personas, sin que ninguna de ellas, excepto yo, os respondiese. Si aquel día, cuando no era fácil, os conocí, es ocioso que me lo preguntéis ahora que estáis a solas conmigo.
Al oír esto, Luis XIV bajó los ojos; le pareció que entre él y D'Artagnan acababa de pasar el espectro del infortunado Felipe para evocar el recuerdo de aquel terrible suceso.
En aquel instante entró un oficial que entregó un pliego al rey, que cambió de color al leerlo, quedándose inmóvil y silencioso al leerlo otra vez.
––Señor de D'Artagnan ––dijo el rey tomando una resolución repentina.––, ––como lo que me comunican lo sabríais luego, vale más que lo sepáis por boca del rey. En Belle-Isle se ha librado un combate.
––¡Ah! ––exclamó con la mayor tranquilidad el mosquetero, mientras el corazón le latía con violencia. ––¿Y bien, Sire?
––He perdido ciento seis hombres.
––¿Y los rebeldes? ––preguntó el gascón por cuyos ojos cruzó un rayo de orgullo y de alegría.
––Se han fugado ––respondió Luis XIV. D'Artagnan lanzó una exclamación de triunfo.
––Mientras mi escuadra bloquee estrechamente la isla ––prosiguió el soberano, ––tengo la certeza de que no se escapará una barca.
––De modo que ––repuso D'Artagnan poniéndose grave otra vez, ––si toman a los dos...
––Los ahorcarán ––contestó tranquilamente el rey.
––¿Y ellos lo saben? ––replicó el mosquetero refrenando un escalofrío.
––Sí, pues debisteis decírselo y todos allí lo saben.
––Entonces no los toman vivos, yo os respondo de ello.
––¡Ah! ––dijo con disciplina el rey, y tomando otra vez la carta. ––Bueno, los tomarán muertos, y resultará lo mismo, pues el tomarlos no era más que para colgarlos.
D'Artagnan se enjugó el sudor que le humedecía la frente.
––Ya os he dicho ––continuó Luis XIV, ––que con el tiempo seré para vos un amo afectuoso, magnánimo y constante. Sois el único hombre del pasado, digno de mi cólera o de mi amistad; según sea vuestra conducta, no os escatimaré ni la una ni la otra. ¿Serviréis vos a un rey que tuviese que competir con otros cien reyes sus iguales en el reino? ¿con tal debilidad, haría las grandes cosas que medito? ¡Lejos de nosotros la levadura de los abusos feudales! La Fronda, que debía perder la monarquía, la ha emancipado. Soy señor en mi Estado, y tendré servidores que tal vez no os iguales en ingenio, pero que llevarán su devoción y su obediencia hasta el heroísmo. ¿Qué importa que Dios no haya dado inteligencia a los brazos y a las piernas, cuando se la da a la cabeza que hace obedecer al cuerpo? La cabeza soy yo.
El mosquetero se estremeció, pero el rey, aunque advirtiendo aquel estremecimiento, continuó como si tal cosa.
––Bueno, ahora hagamos los dos el pacto que os prometí un día que, en Blois, os parecí muy pequeño, y agradecedme que no haga pagar a nadie las lágrimas que entonces derramé. Mirad a vuestro derredor: las cabezas más altas están encorvadas. Encorvaos vos como ellas, o elegid el destierro que más os convenga. Puede que reflexionándolo halléis que soy generoso al contar lo bastante con vuestra lealtad para separarme de vos sabiendo que estáis descontento, cuando poseéis el secreto del Estado; pero sé que sois caballero completo. ¿Por qué me habéis juzgado antes de tiempo? Juzgadme en adelante y con toda la severidad que os plazca.
D'Artagnan quedó aturdido, mudo, indeciso; por la primera vez en su vida acababa de encontrar un adversario digno de él.
––¿Qué os detiene? ––preguntó con suavidad el rey. ––¿Queréis que no os admita la dimisión? Ya yo sé que será duro para un veterano capitán el quedarse con su mal humor.
––No es eso lo que me da cuidado, Sire ––repuso con melancolía el gascón. ––Si titubeo en retirar mi dimisión, es porque ante vos soy viejo, y tengo hábitos difíciles de perder. Lo que necesitáis son cortesanos que sepan divertiros, locos que se hagan matar por lo que llamáis vuestras grandes obras: que grandes serán, lo presiento; pero... ¿y si a mí no me parecen tales? Sire, he visto la guerra y la paz; he servido a Richelieu y a Mazarino; me curtí al fuego de La Rochela con vuestro padre, tengo el cuerpo hecho una criba, y, como las serpientes, he mudado nueve o diez veces de pellejo. Después de afrentas e injusticias, poseo un mando que en otro tiempo era algo, porque daba derecho a hablar con toda franqueza al rey. En adelante vuestro capitán de mosqueteros será un oficial de escaleras abajo. En verdad, Sire, si tal debe ser en lo sucesivo el empleo, aprovechaos de que estamos completamente solos para quitármelo; no os guardaré rencor; como decís, me habéis domado, por más que al hacerlo me habéis empequeñecido, y al encorvarme, me habéis hecho ver mi debilidad. ¡Si supierais cuánto le llena a uno llevar la cabeza erguida, y qué cara voy a poner oliendo el polvo de vuestras alfombras! ¡Ah! Sire, lamento de todo corazón, y vos como yo, el tiempo en que el rey de Francia veía en sus vestíbulos aquellos hidalgos insolentes, flacos, maldicientes, intolerables, pero que en el día de la batalla mordían mortalmente. Hombres tales son los mejores cortesanos para la mano que los alimenta, pues la lamen; pero para la mano que los castiga reservan las dentelladas. Pero ¿a qué hablar de eso? El rey es mi señor, y quiere que componga versos, que con zapatos de raso pula los mosaicos de sus antesalas; difícil es, pero cosas más difíciles he hecho todavía. Lo haré, Sire, y no por la paga, pues tengo dinero; ni porque sea ambicioso, pues mi carrera es limitada, ni porque ame la corte. No, Sire, me quedo, porque hace treinta años tengo la costumbre de presentarme al rey para tomar la consigna, y de oír que el rey me da las buenas noches con una sonrisa que no mendigo, pero que la mendigaré en adelante. ¿Estáis contento, Sire?
Y D'Artagnan dobló su plateada cabeza, en la que el rey, sonriéndose, pasó con orgullo su blanca mano.
––Gracias, mi viejo servidor, mi fiel amigo ––dijo Luis. Y pues ya no tengo enemigos en Francia, me resta enviarte a tierra extraña para que recojas tu bastón de mariscal. Yo hallaré la ocasión, fia en mí, y entretanto come mi mejor pan y duerme tranquilo.
––Enhorabuena ––repuso D'Artagnan conmovido. ––Pero ¿y esos pobres de Belle-Isle? ¡sobre todo uno de ellos, tan bueno, tan bravo!
––¿Me pedís su perdón?
––De rodillas, Sire.
––Pues bien, si todavía es tiempo, llevádselo. Pero ¿me respondéis de ellos?
––Con mi cabeza.
––Id, pues. Mañana salgo para París, y deseo que para entonces hayáis regresado, pues no quiero que volváis a separaros de mí.
––Estad tranquilo, sire ––exclamó D'Artagnan besando la mano al rey.
Y con el corazón henchido de gozo, salió de palacio y tomó el camino de Belle-Isle.

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