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El Hombre de la Máscara de Hierro 29

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 04:13:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

29

PREPARATIVOS DE MARCHA


Athos, hombre fuerte por excelencia, no perdió más tiempo en combatir la inmutable resolución de su hijo; al contrario, empleó los dos días que el duque concedió en hacer preparar cuidadosamente el equipaje de Raúl por el buen Grimaud, que se aplicó a la tarea con el cariño y la inteligencia que todos sabemos.
El conde mandó a su fiel criado que una vez preparados los equipajes, saliese para País, y para no exponerse a hacer esperar al duque, o, a lo menos, a que Raúl fuese tachado de reacio si el duque advertía su ausencia, al día siguiente de la visita de Beaufort emprendió con su hijo el camino de París.
Athos se dirigió a casa de Planchet para saber de D'Artagnan; al llegar a la calle de los Lombardos, se encontró con que en la tienda del droguero había gran movimiento, pero no originado por la venta o la llegada de mercancías. Planchet no oficiaba, como de costumbre, entre sacos y barriles. No. Un sirviente, con la pluma en la oreja, y otro con una libreta en la mano, trazaban cifras y sumas, mientras un tercero contaba y pesaba.
Tratábase de un inventario.
Athos, que no era comerciante, y veía que despedían a muchos parroquianos, se preguntó si él, que nada tenía que comprar, sería allí importuno. Así pues, se acercó a uno de los sir vientes y le dijo con toda finura si podía hablar con el señor Planchet.
––Está dando la última mano a sus maletas, ––respondió el interpelado.
––¡Como! ¿Se va el señor Planchet?
––Sí, señor, dentro de poco.
––Pues hacedme la merced de decirle que el señor conde de La Fere desea hablar con él.
Uno de los empleados, sin duda acostumbrado a oír pronunciar con el mayor respeto el nombre del conde de La Fere, fue a avisar inmediatamente a Planchet.
Planchet, dejó su ocupación y acudió apresuradamente, diciendo con verdadera alegría:
––¡Ah¡ señor conde, ¿qué buena estrella os trae?
––Mi querido Planchet, ––repuso Athos, ––me trae el deseo de saber de vos... ¡Pero en qué tráfago os encuentro! Estáis blanco como un molinero ¿Dónde os habéis metido?
––¡Ah! ¡diantre! cuidado, señor conde, cuidado, no os acerquéis a mí hasta que me haya sacudido bien.
––¿Por qué? Harina o polvo no hacen más que blanquear.
––No, no, eso que veis en mis brazos es arcénico.
––¿Arsénico?
––Sí, señor estoy haciendo mis provisiones para los ratones.
––Es verdad, en una tienda como esta los ratones abundan.
––No me ocupé de esta tienda, señor; conde: los ratones se han comido en ella más que me comerán.
––¿Qué queréis decir?
––Podéis haberlo visto, señor conde: hacen mi inventario.
––¿Os retiráis?
––Sí, señor conde, traspaso mi tienda a uno de mis empleados,
––¿Conque ya estáis bastante rico?
––Le he tomado aversión a la ciudad, no sé si porque envejezco, y porque, al envejecer, como me dijo una vez el señor de D'Artagnan, uno piensa con más frecuencia en la juventud; pero hace algún tiempo que el campo y la huerta me atraen. Y acompañando de una sonrisa un tanto presuntuosa, añadió: ––En mis mocedades fui campesino.
––¿Vais a comprar algunas tierras? ––preguntó Athos.
––Una casita en Fontainebleau y unas veinte fanegas en los alrededores de ella.
––Os doy mi enhorabuena. Planchet.
––Pero estamos muy mal aquí, señor conde; ese maldito polvo os hace toser, y no quiero envenenar al más cumplido caballero del reino.
––Sí, hablemos aparte, ––dijo Athos: ––en vuestra habitación, por ejemplo, porque tendréis un cuarto particular...
––Es verdad, señor conde.
––¿Arriba tal vez? ––repuso Athos fingiendo subir al ver turbado a Planchet.
––Es que... ––objetó el droguero vacilando.
Athos interpretó mal la vacilación de Planchet, y atribuyéndola al temor de éste de ofrecer una hospitalidad poco digna al huésped, prosiguió adelante, diciendo:
––No importa, ya sabemos que la habitación de un tendero, en este barrio, no puede ser un palacio. Vaya, subamos.
Raúl precedió a su padre y entró, pero al mismo punto resonaron dos exclamaciones, y aun podemos decir tres, y una de ellas más aguda que las demás, como lanzada por una mujer. La otra exclamación, de sorpresa, salió de boca de Raúl, que, no bien la hubo proferido, cerró la puerta. La tercera fue de espanto, y la exhaló Planchet, pues dio un paso para descender de nuevo.
––¿La señora?... ––repuso Athos. ––Perdonad, mi amigo, ignoraba que aquí arriba tuvieseis...
––Es Truchen ––añadió Planchet un poco sonrojado.
––Quienquiera que sea, mi buen Planchet, perdonad nuestra indiscreción.
––No, no, ahora ya podéis subir, señores.
––¿Para qué? ––repuso Athos.
––La señora ya está avisada, y habrá tenido tiempo...
––No Planchet. Adiós.
––No me deis el disgusto de quedaron en la escalera, señores, ni de salir de mi casa sin haberos sentado.
––De haber sabido nosotros que ahí arriba había una dama, –– dijo Athos con su habitual serenidad ––os habríamos pedido permiso para saludarla.
Planchet quedó tan cortado por aquella exquisita impertinencia, que forzó el paso y abrió por sí mismo la puerta para hacer entrar al conde y a su hijo. Truchen, ya completamente vestida con traje de tendera rica y coqueta, y mirando con sus ojos alemanes con mezcla de francés a los recién llegados, hizo a cada uno de éstos una reverencia y se bajó a la tienda, aunque no sin antes haber pegado el oído a la puerta para saber qué dirían de ella a Planchet los hidalgos visitadores; pero como Athos se lo figuró, no dijo una palabra respecto del particular. En cambio no tuvo otro remedio que escuchar a Planchet, que le contó sus idilios de felicidad, traducidos en un lenguaje más casto que el de Lòngo, y acabó diciendo que Truchen había hecho el encanto de su edad madura, y traído la bendición a sus negocios, como Ruth a Booz.
––Sólo os faltan herederos de vuestra prosperidad, ––repuso Athos.
––Si tuviese uno, no le tocarían menos de trescientas mil libras, ––replicó Planchet.
––Pues es menester que lo tengáis, ––dijo sosegadamente Athos, ––para que no se pierda vuestra fortunita.
La palabra “fortunita” puso a Planchet en su fila, como en otro tiempo la voz del sargento cuando aquél era piquero del regimiento del Piamonte, donde lo colocó Rochefort.
Athos comprendió que el droguero se casaría con Truchen, y que formaría un árbol genealógico. Y esto le pareció tanto más evidente, cuando supo que el sirviente a quien Planchet vendía su tienda era primo de Truchen, encarnado como un alelí, de encrespados cabellos y cargado de hombros.
El conde de La Fere sabía cuánto puede y debe saberse sobre la suerte de un droguero. Porque la verdad es que Athos comprendió, y dijo sin transición:
––¿Dónde está el señor de D'Artagnan, que no le han encontrado en el Louvre?
––Ha desaparecido, señor conde.
––¡Desaparecido! ––exclamó Athos con sorpresa.
––Ya sabemos lo que esto significa, señor conde.
––No yo.
––Cuando el señor de D'Artagnan desaparece, es siempre por alguna comisión o algún negocio.
––¿Os ha dicho algo?
––Nunca me dice nada.
––Sin embargo, tiempo atrás supisteis su viaje a Inglaterra.
––A causa de la especulación, ––replicó atolondradamente Planchet.
––¿Qué especulación?
––Quiero decir... ––protestó Planchet.
––Bien, bien, vuestros asuntos, así como los de vuestro amigo, nada tienen que ver; sólo me ha llevado a interrogaros el interés que el señor de D'Artagnan nos inspira. Ahora bien, como el capitán de mosqueteros no está aquí, y no podéis decirnos dónde está, nos vamos. Hasta la vista Planchet:
––Señor conde. ––dijo el droguero, ––querría poder deciros...
––De ningún modo, no soy yo quien recrimine la discreción a un servidor.
Esta palabra “servidor hirió al semi––millonario Planchet; pero el respeto y su natural bondad se sobrepusieron al orgullo.
––No es indiscreto deciros que el señor de D'Artagnan estuvo aquí el otro día, ––repuso el droguero, ––y que pasó largas horas consultando un mapa.
––Tenéis razón, amigo mío; no digáis más.
––Y como prueba aquí está el mapa, ––añadió Planchet.
Y presentó, en efecto, al conde de La Fere, un mapa de Francia, en el cual la mirada experta de aquél descubrió un itinerario punteado con pequeños alfileres.
Athos siguió con la mirada los alfileres y los agujeros, y vio que D'Artagnan debía haber tomado la dirección del Mediodía, hacia el Mediterráneo, del lado de Tolón, hasta las inmediaciones de Cannes.
El conde se devanaba los sesos para adivinar qué iba: a hacer D'Artagnan en Cannes, y qué motivos podía tener para ir a observar las márgenes del Var; pero nada sacó en claro.
––No importa, ––dijo Raúl, ––que tampoco atinó en el porqué del viaje del mosquetero, y dirigiéndose a su padre, que silenciosamente y con el dedo le hacía comprender la marcha de D'Artagnan; ––no importa, se puede confesar que hay una providencia siempre ocupada en acercar nuestro destino al del señor de D'Artagnan. El va hacia Cannes y vos, señor, me acompañáis, a lo menos, hasta Tolón. Estad seguro de que más fácilmente lo encontraremos en nuestro camino que en este mapa.
Despidiéndose de Planchet, que estaba reprendiendo a sus dependientes, y con ellos al primo de Truchen, su sucesor, los dos hidalgos salieron para encaminarse a casa del duque de Beaufort, y a la puerta de la droguería vieron un coche, depositario futuro de los encantos de Truchen y de las talegas del droguero.

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