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El Hombre de la Máscara de Hierro 43

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:20:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

43

EL HIJO DE BISCARRAT

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Los bretones de la isla estaban orgullosos de aquella victoria; pero Aramis; no les alentaba y decía a Porthos:
––Lo que va a suceder es que, despertada la cólera del rey por la resistencia, una vez la isla en su poder, lo que de seguro diezmada o abrasada.
––Esto quiere decir que no hemos hecho nada útil, ––replicó Porthos.
––Por lo de pronto sí, ––repuso el obispo, ––pues tenemos un prisionero, por boca de quien sabremos qué preparan nuestros enemigos
––Interroguémosle, ––dijo Porthos, ––y el modo de hacerle hablar es sencillísimo: le convidamos a cenar, y bebiendo se le desatará la lengua.
Dicho y hecho. El oficial, un poco inquieto al principio, se tranquilizó viendo con quién tenía que habérselas y, sin temor de comprometerse, dio todos los pormenores imaginables sobre la dimisión y la partida de D'Artagnan y sobre las órdenes que dio el nuevo jefe para apoderarse de Belle-Isle por sorpresa.
Aramis y Porthos cruzaron una mirada de desesperación, ya no podían contar con las ideas de D'Artagnan, y por consiguiente con ningún recurso en caso de derrota.
Continuó su interrogatorio; Herblay preguntó al prisionero cómo pensaban tratar las tropas reales a los jefes de Belle-Isle, y al responderle aquél que había orden de matarlos durante el combate y de ahorcar a los supervivientes, cruzó otra mirada con Porthos.
––Soy muy ligero para la horca ––repuso Herblay; ––a los hombres como yo no se les cuelga.
––Y yo soy demasiado pesado, ––dijo Porthos; ––los hombres como yo rompen la soga.
––Estoy seguro de que hubiéramos dejado a vuestra elección el género de muerte, ––dijo con finura el prisionero.
––Mil gracias, ––contestó con formalidad el obispo.
––Vaya pues a vuestra salud este vaso de vino, ––dijo Porthos bebiendo.
Charlando se prolongó la cena, y el oficial, que era hidalgo de buen entendimiento, se aficionó al ingenio de Aramis y a la cordial llaneza de Porthos.
––Una pregunta, con perdón ––dijo el prisionero, ––y excusad mi franqueza el que nos hallemos ya en la sexta botella.
––Hablad, ––dijo Aramis.
––¿No servíais los dos en el cuerpo de mosqueteros del difunto rey?
––Sí, y que éramos de los mejores, ––respondió Porthos.
––Es verdad, ––exclamó el oficial ––y aun añadiría que no había soldados como vosotros, si no temiese ofender la memoria de mi padre.
––¿De vuestro padre? ––repuso Aramis.
––Sí, ¿sabéis cómo me llamo? Me llamo Jorge de Biscarrat. ––¡Biscarrat?... ––repuso Aramis recorriendo su memoria. –– Creo...
––Buscad bien ––dijo el oficial.
––¡Voto al diablo! ––exclamó Porthos, ––no hay para qué pensar mucho, Biscarrat, alias Cardenal... fue uno de los cuatro que vinieron a interrumpirnos el día que espada en mano nos hicimos amigos de D'Artagnan.
––Esto es, señores.
––El único a quien no herimos, ––añadió Aramis.
––Es decir que era un espadachín, ––repuso el prisionero.
––Es cierto, muy cierto, ––dijeron a una los dos amigos. –– Plácenos conocer a un hombre tan bravo.
Biscarrat estrechó las manos que le tendieron los dos antiguos mosqueteros.
Aramis miró a su amigo como diciéndole: “Este va a ayudarnos”, y luego dijo:
––¿Verdad que el haber sido hombre digno le enorgullece a uno?
––Eso mismo se lo oí siempre a mi padre.
––¿Verdad también, ––prosiguió Herblay, ––que para uno es triste encontrarse con hombres a quienes van a arcabucear o a colgar, tanto más cuanto esos hombres resultan ser antiguos conocidos, relaciones hereditarias?
––¡Bah! no os aguarda un fin tan desastroso, señores míos, –– repuso con viveza el oficial.
––Vos lo habéis dicho.
––Cuando aun no os conocía; pero ahora os digo que podéis evitar tan funesto destino.
––¡Que podemos! ––exclamó Herblay, chispeándole de inteligencia los ojos y mirando alternativamente al prisionero y a Porthos.
––Con tal que no nos exijan una bajeza, ––repuso con noble intrepidez Porthos mirando a su vez a Biscarrat y al prelado.
––No os exigirán nada, señores, ––dijo el oficial. ––¿Qué queréis que os exijan, cuando si os prenden os matan? Evitad que os encuentren.
––Para encontrarnos, fuerza es que vengan a buscarnos aquí, ––repuso Porthos con dignidad.
––Habéis dicho bien, mi buen amigo, ––dijo Aramis sin dejar de interrogar con la mirada la fisonomía de Biscarrat, silencioso y cohibido. Y dirigiendo la palabra a este último, le dijo: ––O mucho me engaño, o queréis hacernos una confidencia y no os atrevéis.
––¡Ah! señores, es que, de hablar, hago traición a la consigna; pero escuchad, habla una voz que me releva de mi compromiso.
––¡El cañón! ––exclamó Porthos.
––¡El cañón y la mosqueteróa! ––prorrumpió el obispo.
Entre las rocas y a lo lejos oíase el fragor siniestro de un combate breve.
––¿Qué significa eso? ––dijo Porthos.
––Lo que yo sospeché, ––respondió Aramis.
––¿Y qué habéis sospechado? ––preguntó el prisionero.
––Que vuestra embestida no era más que un ataque simulado, y que mientras vuestras compañías se dejaban rechazar, teníais la certeza de efectuar un desembarco en la parte opuesta de la isla.
––No uno, sino muchos, ––contestó Biscarrat.
––Entonces estamos perdidos, ––repuso con toda calma el prelado.
––No digo que no estemos perdidos, ––arguyó el señor de Pierrafonds; ––pero todavía no nos han hecho prisioneros, ni mucho menos estamos ahorcados.
Dicho esto, Porthos se.íevantó de la. mesa,; se acercó. a la pared del aposento, y descolgo con la mayor impasibilidad su espada y sus pistolas que inspeccionó con el minucioso cuidado del veterano que se dispone a luchar y que conoce que su vida depende. en gran parte de las excelencias y .del buen estado de sus armas.
Al estampido de los cañonazos, a la; nueva de. la sorpresa que podía poner la isla. en manos de las tropas reales, la muchedumbre entró aterrada y atropelladamente al fuerte para pedir auxilio y consejo a sus jefes. Aramis, pálido y vencido, se asomó, entre dos hachones, a la ventana que daba al patio principal, en aquel instante lleno de soldados que esperaban órdenes y. dijo con voz grave y sonora:
––Amigos míos, el señor Fouquet, vuestro protector, vuestro arraigo, vuestro padre, ha sido arrestado por orden del rey y sepultado en la Bastilla.
––¡Venguemos al señor Fouquet! ¡Mueran los realistas! ––gritaron los más exaltados.
––No, amigos míos ––contestó solemnemente el prelado, ––no opongáis resistencia. El rey es señor en su reino. Humillaos ante Dios y amad a Dios, y al rey, que han castigado al señor Fouquet. Pero no venguéis a vuestro señor, ni lo intentéis, pues os sacrificaríais en vano, y sacrificaríais esposas, hijos, bienes y libertad. Pues el rey os lo ordena, abajo las armas, amigos míos, y retiraos sosegadamente a vuestras casas. Os lo pido, os lo ruego, y si fuera menester os lo ordeno en nombre del señor Fouquet.
La muchedumbre reunida al pie de la ventana acogió las palabras de Aramis con un murmullo de cólera y de terror.
––Los soldados del rey Luis XIV han entrado en la isla, –– prosiguió Herblay, ––y ya no sería un combate lo que hubiese entre ellos y vosotros, sino una carnicería. Idos, pues, y olvidad; y ahora os lo ordeno en nombre de Dios.
Aunque con lentitud, los amotinados se retiraron sumisos y silenciosos.
––¿Qué demonios acabáis de decir, amigo mío? ––dijo Porthos.
––Habéis salvado a esos habitantes, caballero, ––repuso Biscarrat, ––pero no a vos ni a vuestro amigo.
––Señor de biscarrat, ––dijo con acento noble y cortés el obispo de Vannes, ––hacedme la merced de marcharos.
––Con mil amores, caballero; pero...
––Nos haréis un favor con ello, señor de biscarrat, porque al anunciar vos al teniente del rey la sumisión de los moradores de la isla y decirle cómo se ha verificado la sumisión, tal vez consigáis para nosotros alguna gracia.
––¡Gracia! ¿Qué palabra es esa? ––exclamó Porthos despidiendo rayos por los ojos.
Aramis dio un fuerte codazo a su amigo, como hacía en sus buenos años, cuando quería advertirle que iba a cometer o había cometido alguna torpeza.
––Iré, señores, ––dijo Biscarrat, ––sorprendido también de haber oído la palabra “gracia” en boca del altivo mosquetero de quien poco hacía contó y ensalzó con entusiasmo las heroicas proezas.
––Id, pues, señor de Biscarrat, ––dijo Aramis, ––y contad anticipadamente con nuestra gratitud.
––Pero entretanto ¿qué va a ser de vosotros, señores, de vosotros a quienes me honro en llamar amigos míos, ya que os habéis dignado aceptar este título? ––repuso el oficial, conmovido, al despedirse de los dos antiguos adversarios de su padre.
––Nos quedamos aquí.
––Ved que la orden es formal, señores.
––Soy obispo de Vannes, señor de Biscarrat, y así como no arcabucean a un obispo, tampoco ahorcan a un noble.
––Tenéis razón, monseñor, ––dijo Biscarrat; ––todavía podéis contar con esta posibilidad. Parto, pues, en busca del jefe de la expedición, del teniente del rey. Guárdeos Dios, señores; o mejor dicho, hasta la vista.
El oficial montó sobre un caballo que Aramis le hizo preparar, y partió hacia donde se oían los mosquetazos cuando la irrupción de la muchedumbre en el fuerte interrumpió la conversación de los dos amigos con su prisionero.
––¿Comprendéis? ––preguntó Aramis a Porthos una vez a solas con su amigo y después de haber mirado cómo partía Biscarrat.
––Nada, ––respondió el gigante.
––¿Por ventura no os molestaba la presencia de Biscarrat?
––No, es un buen muchacho.
––Sí, pero ¿es prudente que todo el mundo conozca la gruta de Locmaria?
––¡Ah, diantre! ¡Es verdad! ¡Es verdad! Comprendo, comprendo. Nos escapamos por el subterráneo.
––Si gustáis, ––repuso jovialmente Herblay. ––Andando, amigo Porthos, nuestra barca nos espera, y el rey todavía no nos ha echado la mano.
Un silencio espantoso reinaba en la isla.

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