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El Hombre de la Máscara de Hierro 42

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/02/2009 02:19:00 p. m. No comments

El Hombre de la Máscara de Hierro
Alejandro Dumas

42

LA DESPEDIDA DE PORTHOS

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Cuando los dejó D'Artagnan, Aramis y Porthos entraron en el fuerte principal para hablar con más libertad.
Porthos, siempre receloso, molestaba a Herblay, que en su vida había tenido más libre el espíritu que en aquellos momentos.
––Mi querido Porthos, ––dijo de pronto el obispo, ––dejad que os explique la idea de D'Artagnan. Una idea a la cual vamos a deber la libertad antes de doce horas.
––¿De veras? ––exclamó Porthos con admiración. Vamos a ver.
––Por lo que ha pasado entre nuestro amigo y el oficial, ya habéis visto que le sujetaban ciertas órdenes referentes a nosotros dos.
––Sí; lo he visto.
––Pues bien, D'Artagnan va a presentar su dimisión al rey, y durante la confusión que de su ausencia va a originarse, nosotros nos fugaremos; es decir, os fugaréis vos, si únicamente uno de los dos podemos fugarnos.
––O nos fugamos juntos o los dos nos quedamos aquí, ––replicó Porthos meneando la cabeza.
––Generoso tenéis el corazón, amigo mío, ––dijo Aramis: –– pero, francamente, vuestra inquietud me aflije.
––¿Yo inquieto? no lo creáis.
––Entonces estáis resentido conmigo.
––Tampoco.
––Pues ¿a qué esa cara lúgubre?
––Es que estoy haciendo mi testamento, ––dijo el buen Porthos mirando con tristeza a Herblay.
––¡Vuestro testamento! ––exclamó el obispo. ––¡Qué! ¿os tenéis por perdido?
––No, pero me siento fatigado. Esta es la primera vez que me sucede, y como en mi familia hay cierta herencia...
––¿Cuál?
––Mi abuelo era hombre dos veces más robusto que yo.
––¡Diantre! ¿Acaso era Sansón vuestro abuelo?
––No, se llamaba Antonio. Pues sí, mi abuelo tenía mi edad cuando, al partir un día para la caza, le flaquearon las piernas, lo cual nunca le había pasado.
––¿Qué significaba tal fatiga?
––Nada bueno, como vais a verlo; porque a pesar de quejarse de la debilidad de piernas partió para la caza, y un jabalí le hizo frente y él le tiró un arcabuzazo que falló y la bestia le abrió a él un canal.
––Esta no es razón para que os alarméis.
––Mi padre era más robusto que yo; pero no se llamaba Antonio, como mi abuelo, sino Gaspar, como Coligny. Fue mi padre valerosísimo soldado de Enrique 111 y de Enrique IV, siempre a caballo. Pues bien, mi padre, que nunca había sabido qué era el cansancio, le flaquearon las piernas una noche al levantarse de la mesa.
––Puede que hubiese cenado bien, y por eso se tambaleaba, –– dijo Aramis.
––¡Bah! ¿Un amigo de Bassompierre tambalearse? ¡No! Como decía, mi padre le dijo a mi madre, que hacía burla de él: “¿A ver si a mí me sale un jabalí como a mi padre?”
––¿Y qué pasó?
––Que arrostrando aquella debilidad, mi padre se empeñó en bajar al jardín en vez de meterse en. la cama, y al sentar la planta en la escalera, le faltó el pie y fue a dar de cabeza contra la esquina de una piedra en la que había un gozne de hierro que le partió la sieny quedó muerto.
––Realmente son' extraordinarias las circunstancias que acabáis de contar, ––dijo Aramis fijando los ojos en su amigo; ––pero no infiramos de ellas que puede presentarse una tercera. A un hombre de vuestra robustez no le pega ser supersticioso; por otra parte, ¿en qué se ve que os flaquean las piernas? En mi vida os he visto tan campante: cargaríais en hombros una casa.
––Bueno, sí, por ahora estoy bien, pero hace poco sentía mis piernas débiles, y este fenómeno, como vos decís, se ha repetido cuatro veces en poco tiempo. No os digo que esto me ha asustado, pero sí que me ha contrariado, porque la vida es agradable. Tengo dinero, hermosos feudos, preciados caballos, y amigos queridos como D'Artagnan, Athos, Raúl y vos.
El admirable Porthos ni siquiera se tomó el trabajo de disimular a Herblay la categoría que le daba en sus amistades.
––Viviréis aún largos años para conservar al mundo ejemplares de hombres extraordinarios, ––repuso el obispo estrechándole la mano. ––Descansad en mí, amigo mío; no nos ha llegado contestación alguna de D'Artagnan, y esta es buena señal; debe de haber hecho concentrar la escuadra y despejar el mar. Yo, por mi parte, hace poco he ordenado que lleven, sobre rodillos, una barca hasta la salida del gran subterráneo de Locmaría, donde tantas veces hemos cazado zorras al acecho.
––Ya, os referís a la gruta que desemboca en el ancón por el pasadizo que descubrimos el día en que se escapó por allí aquel soberbio zorro.
––Precisamente. Si esto va mal, esconderán para nosotros una barca en aquel subterráneo, si es que no lo han hecho ya, y en el instante favorable, durante la noche, nos escapamos.
––Comprendo.
––¿Qué tal las piernas?
––En este instante, muy bien.
––¡Lo veis! Todo conspira a darnos tranquilidad y esperanza. ¡Vive Dios! Porthos, todavía nos queda medio siglo de prósperas aventuras, y si yo llego a tierra de España, vuestro ducado no es tan ilusorio.
––Esperemos, ––dijo el gigante un poco contento por el nuevo calor de su compañero.
De pronto se oyeron gritos de: “¡A las armas!” cuyas voces penetraron en el aposento en que estaban los dos amigos y llenaron de sorpresa al uno y de inquietud al otro. Aramis abrió la ventana y vio correr a muchos hombres con hachas de viento encendidas, seguidos de sus mujeres, mientras los defensores acudían a sus puestos.
––¡La escuadra! ¡La escuadra! ––gritó un soldado que conoció a Aramis.
––¿La escuadra? ––repitió el obispo.
––Sí, monseñor, está a medio tiro de cañón, ––continuó el soldado.
––¡A las armas! ––vociferó Aramis.
––¡A las armas! ––repitió con voz tonante Porthos, lanzándose en pos de su amigo y en dirección al muelle para ponerse al abrigo de las baterías.
Vieron acercarse las chalupas cargados de soldados, formando tres divisiones divergentes para desembarcar en tres puntos a la vez.
––¿Qué debemos hacer? ––preguntó un oficial de guardia.
––Detenerlas, y si no ceden, ¡fuego! ––respondió Aramis.
Cinco minutos después empezó el cañoneo, cuyos ecos fueron los que llegaron a oídos de D'Artagnan al desembarcar en Francia. Pero las chalupas estaban ya demasiado cerca del muelle para que los cañones hiciesen blanco; atracaron, y el combate empezó casi cuerpo a cuerpo.
––¿Qué tenéis, Porthos? ––preguntó Aramis a su amigo.
––Nada... las piernas... Es verdaderamente incomprensible... pero al cargar se repondrán.
En efecto, Porthos y Aramis cargaron con tal vigor y animaron tanto a los suyos, que los realistas se reembarcaron atropelladamente sin haber sacado más ventaja que algunos heridos que consigo se llevaron.
––¡Porthos, necesitamos un prisionero! ––gritó Aramis. ––¡Pronto, pronto!
Porthos se agachó en la escalera del muelle, agarró por la nuca a uno de los oficiales del ejército real que para embarcarse esperaba que todos lo hubiesen hecho, y levantándolo, se sirvió de él como de una rodela sin que le pegasen un tiro.
––Ahí va un prisionero, ––dijo Porthos a su amigo.
––Calumniad ahora a vuestras piernas, ––repuso Herblay echándose a reír.
––Es que no lo he tomado con las piernas, sino con los brazos, ––replicó Porthos con tristeza.

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