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El amor en los tiempos del cólera - 10

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 10:29:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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En agosto de ese año, una nueva guerra civil de las tantas que asolaban el país
desde hacía más de medio siglo amenazó con generalizarse, y el gobierno impuso la ley
marcial y el toque de queda a las seis de la tarde en los estados del litoral caribe. Aunque
ya habían ocurrido algunos disturbios y la tropa cometía toda clase de abusos de
escarmiento, Florentino Ariza seguía tan perplejo que no se enteraba del estado del
mundo, y una patrulla militar lo sorprendió una madrugada perturbando la castidad de
los muertos con sus provocaciones de amor. Escapó por milagro de una ejecución
sumaria acusado de ser un espía que mandaba mensajes en clave de sol a los buques
liberales que merodeaban por las aguas vecinas.
-¡Qué espía ni qué carajo -dijo Florentino Ariza-, yo no soy más que un pobre
enamorado.
Durmió tres noches encadenado por los tobillos en los calabozos de la guarnición
local. Pero cuando lo soltaron se sintió defraudado por la brevedad del cautiverio, y aun
en los tiempos de su vejez, cuando otras tantas guerras se le confundían en la memoria,
seguía pensando que era el único hombre de la ciudad, y tal vez del país, que había
arrastrado grillos de cinco libras por una causa de amor.
Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una
carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio. En
los seis meses anteriores le había enviado varias veces una camelia blanca, pero
Florentino Ariza no estaba preparado para esa respuesta, pero su madre lo estaba.
Desde que él le habló por primera vez de la intención de casarse, seis meses antes,
Tránsito Ariza había iniciado las gestiones para tomar en alquiler toda la casa que hasta
entonces compartía con dos familias más. Era una construcción civil del siglo xvu, de dos
plantas, donde estuvo el Estanco del Tabaco bajo el dominio español, y cuyos
propietarios arruinados habían tenido que alquilarla a pedazos por falta de recursos para
mantenerla. Tenía una sección que daba a la calle, donde había estado el expendio, otra
en el fondo de un patio adoquinado donde había estado la fábrica, y una caballeriza muy
grande que los inquilinos actuales usaban en común para lavar la ropa y tenderla a
secar. Tránsito Ariza ocupaba la primera parte, que era la más útil y mejor conservada,
aunque también la más pequeña. En la antigua sala de expendio estaba la mercería, con
un portón hacia la calle, y al lado el antiguo depósito sin más ventilación que una
claraboya, donde dormía Tránsito Ariza. La trastienda era la mitad de la sala, dividida con un cancel de madera. Allí había una mesa con cuatro sillas que servía al mismo tiempo
para comer y escribir, y era allí donde Florentino Ariza colgaba la hamaca cuando el
amanecer no lo sorprendía escribiendo. Era un espacio bueno para los dos, pero
insuficiente para una persona más, y menos para una señorita del Colegio de la
Presentación de la Santísima Virgen, cuyo padre había restaurado hasta dejarla como
nueva una casa en escombros, mientras las familias de siete títulos se acostaban con el
terror de que los techos de las mansiones se les desfondaran encima durante el sueño.
De modo que Tránsito Ariza había conseguido que el propietario le permitiera ocupar
también la galería del patio, a cambio de que mantuviera la casa en buen estado por
cinco años.
Tenía recursos para eso. Aparte de los ingresos reales de la mercería y de las
hilachas hemostáticas, que le hubieran alcanzado para su vida modesta, había
multiplicado los ahorros prestándolos a una clientela de nuevos pobres vergonzantes que
aceptaban sus réditos excesivos en gracia de su discreción. Señoras con aires de reinas
bajaban de las carrozas en el portón de la mercería, sin nodrizas ni criados incómodos, y
fingiendo comprar encajes de Holanda y ribetes de pasamanería empeñaban entre dos
sollozos los últimos oropeles de su paraíso perdido. Tránsito Ariza las sacaba de apuros
con tanta consideración por su alcurnia, que muchas se iban más agradecidas por el
honor que por el favor. En menos de diez años conocía como suyas las joyas tantas
veces rescatadas y vueltas a empeñar con lágrimas, y las ganancias convertidas en oro
de ley estaban enterradas en una múcura debajo de la cama cuando el hijo tomó la
decisión de casarse. Entonces hizo las cuentas, y descubrió que no sólo podía hacer el
negocio de mantener en pie la casa ajena durante cinco años, sino que con la misma
astucia y un poco más de suerte podía quizás comprarla antes de morir para los doce
nietos que deseaba tener. Florentino Ariza, por su parte, había sido nombrado ayudante
primero del telégrafo, con carácter interino, y Lotario Thugut quería dejarlo como jefe de
la oficina cuando él se fuera a dirigir la Escuela de Telegrafía y Magnetismo, prevista para
el año siguiente.
Así que el lado práctico del matrimonio estaba resuelto. Sin embargo, Tránsito
Ariza creyó prudentes dos condiciones finales. La primera, averiguar quién era en
realidad Lorenzo Daza, cuyo acento no dejaba ninguna duda sobre su origen, pero de
cuya identidad y de cuyos medios de vida no tenía nadie una noticia cierta. La segunda,
que el noviazgo fuera largo para que los novios se conocieran a fondo por el trato
personal, y que se mantuviera la reserva más estricta hasta que ambos se sintieran muy
seguros de sus afectos. Sugirió que esperaran hasta el final de la guerra. Florentino
Ariza estuvo de acuerdo con el secreto absoluto, tanto por las razones de su
madre como por el her~ metismo propio de su carácter. Estuvo también de acuerdo con
la demora del noviazgo, pero el término le pareció irreal, pues en más de medio siglo de
vida independiente no había tenido el país ni un día de paz civil.
-Nos volveremos viejos esperando -dijo.
Su padrino el homeópata, que participaba por casualidad en la conversación, no
creyó que las guerras fueran un inconveniente. Pensaba que no eran más que pleitos de
pobres arreados como bueyes por los señores de la tierra, contra soldados descalzos
arreados por el gobierno.
-La guerra está en el monte---dijo---. Desde que yo soy yo, en las ciudades no
nos matan con tiros sino con decretos.
En todo caso, los pormenores del noviazgo fueron resueltos en las cartas de la
semana siguiente. Fermina Daza, aconsejada por la tía Escolástica, aceptó el plazo de
dos años y su reserva absoluta, y sugirió que Florentino Ariza pidiera su mano cuando
ella terminara la escuela secundaria en las vacaciones de Navidad. En su momento se
pondrían de acuerdo sobre el modo de formalizar el compromiso según el grado de
aceptación que ella hubiera logrado de su padre. Mientras tanto, siguieron escribiéndose
con el mismo ardor y la misma frecuencia, pero sin los sobresaltos de antes, y las cartas fueron derivando hacia un tono familiar que ya parecía de esposos. Nada perturbaba sus
ensueños.
La vida de Florentino Ariza había cambiado. El amor correspondido le había dado
una seguridad y una fuerza que no había conocido nunca, y fue tan eficaz en el trabajo
que Lotario Thugut consiguió sin esfuerzos que lo nombraran segundo suyo en
propiedad. Para entonces, el proyecto de la Escuela de Telegrafía y Magnetismo había
fracasado, y el alemán consagró su tiempo libre a lo único que en realidad le gustaba,
que era irse al puerto a tocar el acordeón y a tomar cerveza con los marineros, y todo
terminaba en el hotel de paso. Transcurrió mucho tiempo antes de que Florentino Ariza
se diera cuenta de que la influencia de Lotario Thugut en aquel sitio de placer se debía a
quehabía terminado por ser el dueño del establecimiento, y además empresario de las
pájaras del puerto. Lo había comprado poco a poco, con sus ahorros de muchos años,
pero el que daba la cara por él era un hombrecillo flaco y tuerto, con una cabeza de
cepillo, y un corazón tan manso que nadie entendía cómo podía ser tan buen gerente.
Pero lo era. Al menos así le parecía a Florentino Ariza, cuando el gerente le dijo, sin que
él se lo pidiera, que disponía de un cuarto permanente en el hotel, no sólo para resolver
los problemas del bajo vientre, cuando se decidiera a tenerlos, sino para que dispusiera
de un lugar más tranquilo para sus lecturas y sus cartas de amor. Así que mientras
transcurrían los largos meses que faltaban para la formalización del compromiso estuvo
más tiempo allí que en la oficina y en su casa, y hubo épocas en que Tránsito Ariza no lo
vio sino cuando iba a cambiarse de ropa.
La lectura se le convirtió en un vicio insaciable. Desde que lo enseñó a leer, su
madre le compraba los libros ilustrados de los autores nórdicos, que se vendían como
cuentos para niños, pero que en realidad eran los más crueles y perversos que podían
leerse a cualquier edad. Florentino Ariza los recitaba de memoria a los cinco años, tanto
en las clases como en las veladas de la escuela, pero la familiaridad con ellos no le alivió
el terror. Al contrario, lo agudizaba. De allí que el paso a la poesía fue como un remanso.
Ya en la pubertad había consumido por orden de aparición todos los volúmenes de la
Biblioteca Popular que Tránsito Ariza les compraba a los libreros de lance del Portal de los
Escribanos, y en los que había de todo, desde Homero hasta el menos meritorio de los
poetas locales. Pero él no hacía distinción: leía el volumen que llegara, como una orden
de la fatalidad, y no le alcanzaron todos sus años de lecturas para saber qué era bueno y
qué no lo era en lo mucho que había leído. Lo único que tenía claro era que entre la
prosa y los versos prefería los versos, y entre éstos prefería los de amor, que aprendía
de memoria aun sin proponérselo desde la segunda lectura, con tanta más facilidad
cuanto mejor rimados y medidos, y cuanto más desgarradores.
Esta fue la fuente original de las primeras cartas a Fermina Daza, en las cuales
aparecían parrafadas enteras sin cocinar de los románticos españoles, y lo fueron hasta
que la vida real lo obligó a ocuparse de asuntos más terrestres que los dolores del
corazón. Ya para entonces había dado un paso más hacia los folletines de lágrimas y
otras prosas aún más profanas de su tiempo. Había aprendido a llorar con su madre
leyendo a los poetas locales que se vendían en plazas y portales en folletos de a dos
centavos. Pero al mismo tiempo era capaz de recitar de memoria la poesía castellana
más selecta del Siglo de Oro. En general leía todo lo que le cayera en las manos, y en el
orden en que le caía, hasta el extremo de que mucho después de aquellos duros años de
su primer amor, cuando ya no era joven, había de leer desde la primera página hasta la
última los veinte tomos del Tesoro de la Juventud, el catálogo completo de los clásicos
Carnier Hnos., traducidos, y las obras más fáciles que publicaba don Vicente Blasco
Ibáñez en la colección Prometeo.
En todo caso, sus mocedades en el hotel de paso no se redujeron a la lectura y la
redacción de cartas febriles, sino que lo iniciaron en los secretos del amor sin amor. La
vida de la casa empezaba después del mediodía, cuando sus amigas las pájaras se
levantaban como sus madres las parieron, de modo que cuando Florentino Ariza llegaba
del empleo se encontraba con un palacio poblado de ninfas en cueros, que comentaban a
gritos los secretos de la ciudad, conocidos por las infidencias de los propios protagonistas. Muchas exhibían en sus desnudeces las huellas del pasado: cicatrices de
puñaladas en el vientre, estrellas de balazos, surcos de cuchilladas de amor, costuras de
cesáreas de carniceros. Algunas se hacían llevar durante el día a sus hijos menores,
frutos infortunados de despechos o descuidos juveniles, y les quitaban las ropas tan
pronto como entraban para que no se sintieran distintos en el paraíso de la desnudez.
Cada una cocinaba lo suyo, y nadie comía mejor que Florentino Ariza cuando lo
invitaban, porque escogía lo mejor de cada una. Era una fiesta diaria que duraba hasta el
atardecer, cuando las desnudas desfilaban cantando hacia los baños, se pedían prestado
el jabón, el cepillo de dientes, las tijeras, se cortaban el pelo unas a otras, se vestían con
las ropas cambiadas, se pintorreteaban como payasas lúgubres, y salían a cazar sus
primeras presas de la noche. A partir de entonces, la vida de la casa se volvía
impersonal, deshumanizada, y era imposible compartirla sin pagar.
No había un lugar donde Florentino Ariza estuviera mejor desde que conoció a
Fermina Daza, porque era el único donde no se sentía solo. Más aún: terminó por ser el
único donde se sentía con ella. Tal vez era por los mismos motivos que vivía allí una
mujer mayor, elegante, de una hermosa cabeza plateada, que no participaba de la vida
natural de las desnudas, y a quien éstas profesaban un respeto sacramental. Un novio
prematuro la había llevado allí cuando era joven, y después de disfrutarla por un tiempo
la abandonó a su suerte. Sin embargo, a pesar de su estigma, logró casarse bien. Ya
muy mayor, cuando se quedó sola, dos hijos y tres hijas se disputaron el gusto de
llevarla a vivir con ellos, pero a ella no se le ocurrió un lugar más digno para vivir que
aquel hotel de perdularias tiernas. Su cuarto permanente era su única casa, y esto la
identificó de inmediato con Florentino Ariza, del cual decía que llegaría a ser un sabio
conocido en el mundo entero, porque era capaz de enriquecer su alma con la lectura en
el paraíso de la salacidad. Florentino Ariza, por su parte, llegó a tenerle tanto afecto que
la ayudaba en las compras del mercado, y solía pasar algunas tardes conversando con
ella. Pensaba que era una mujer sabia en el amor, pues le dio muchas luces sobre el
suyo, sin que él tuviera que revelarle su secreto.
Si antes de conocer el amor de Fermina Daza no había caído en tantas tentaciones
al alcance de la mano, mucho menos iba a hacerlo cuando ya era su prometida oficial.
Así que Florentino Ariza convivía con las muchachas, compartía sus gozos y sus miserias,
pero ni a él ni a ellas se les ocurría ir más lejos. Un hecho imprevisto demostró la
severidad de su determinación. Cualquier día a las seis de la tarde, cuando las
muchachas se vestían para recibir a los clientes de la noche, entró en su cuarto la
encargada de la limpieza en el piso: una mujer joven pero envejecida y macilenta, como
una penitente vestida en la gloria de las desnudas. Él la veía a diario sin sentirse visto:
andaba por los cuartos con las escobas, con un cubo para la basura y un trapo especial
para recoger del suelo los preservativos usados. Entró en el cubículo donde Florentino
Ariza leía, como siempre, y como siempre barrió con un cuidado extremo para no
perturbarlo. De pronto pasó cerca de la cama, y él sintió la mano tibia y tierna en la cruz
de su vientre, la sintió buscándolo, la sintió encontrarlo, la sintió soltándole los botones
mientras la respiración de ella iba colmando el cuarto. Él fingió leer hasta que no pudo
más, y tuvo que esquivar el cuerpo.
Ella se asustó, pues la primera advertencia que le hicieron para darle el empleo de
barrendera fue que no intentara acostarse con los clientes. No tenían que decírselo,
porque era de las que pensaban que la prostitución no era acostarse por dinero, sino
acostarse con desconocidos. Tenía dos hijos, cada uno de un marido diferente, y no
porque fueran aventuras casuales, sino porque no había conseguido amar a uno que
volviera después de la tercera vez. Había sido hasta entonces una mujer sin urgencias,
preparada por su naturaleza para esperar sin desesperar, pero la vida de aquella casa
era más fuerte que sus virtudes. Entraba a trabajar a las seis de la tarde, y pasaba la
noche entera de cuarto en cuarto, barriéndolos con cuatro escobazos, recogiendo los
preservativos, cambiando las sábanas. No era fácil imaginar la cantidad de cosas que
dejaban los hombres después del amor. Dejaban vómitos y lágrimas, lo cual le parecía
comprensible, pero dejaban también muchos enigmas de la intimidad: charcos de
sangre, parches de excrementos, ojos de vidrio, relojes de oro, dentaduras postizas, relicarios con rizos dorados, cartas de amor, de negocios, de pésame: cartas de todo.
Algunos volvían por sus cosas perdidas, pero la mayoría se quedaban allí, y Lotario
Thugut las guardaba bajo llave, pensando que tarde o temprano aquel palacio caído en
desgracia, con los miles de objetos personales olvidados, sería un museo del amor.
El trabajo era duro y mal pagado, pero ella lo hacía bien. Lo que no podía soportar
eran los sollozos, los lamentos, los crujidos de los resortes de las camas que se le iban
sedimentando en la sangre con tanto ardor y tanto dolor, que al amanecer no podía
soportar la ansiedad de acostarse con el primer mendigo que encontrara en la calle, o
con un borracho desperdigado que le hiciera el favor sin más pretensiones ni preguntas.
La aparición de un hombre sin mujer como Florentino Ariza, joven y limpio, fue para ella
un regalo del cielo, porque desde el primer momento se dio cuenta de que era igual que
ella: un menesteroso de amor. Pero él fue insensible a sus apremios. Se había mantenido
virgen para Fermina Daza, y no había fuerza ni razón en este mundo que pudiera torcerle
el propósito.
Esa era su vida, cuatro meses antes de la fecha prevista para formalizar el
compromiso, cuando Lorenzo Daza apareció a las siete de la mañana en la oficina del
telégrafo, y preguntó por él. Como aún no había llegado, lo esperó sentado en la banca
hasta las ocho y diez, quitándose de un dedo y poniéndose en otro el pesado anillo de
oro coronado por un ópalo noble, y cuando lo vio entrar lo reconoció de inmediato como
el empleado del telégrafo, y lo tomó del brazo.
-Venga conmigo, jovencito -le dijo-. Usted y yo tenemos que hablar cinco minutos,
de hombre a hombre.
Florentino Ariza, verde como un muerto, se dejó llevar. No estaba preparado para
ese encuentro, porque Fermina Daza no había encontrado la ocasión ni el modo de
prevenirlo. El caso era que el sábado anterior, la hermana Franca de la Luz, superiora del
Colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, había entrado en la clase de Nociones
de Cosmogonía con el sigilo de una serpiente, y espiando a las alumnas por encima del
hombro descubrió que Fermina Daza fingía tomar notas en el cuaderno cuando en
realidad estaba escribiendo una carta de amor. La falta, de acuerdo con los reglamentos
del colegio, era motivo de expulsión. Citado de urgencia a la rectoría, Lorenzo Daza
descubrió la gotera por donde estaba escurriéndose su régimen de hierro. Fermína Daza,
con su entereza congénita, admitió la culpa de la carta, pero se negó a revelar la
identidad del novio secreto, y volvió a negarse ante el Tribunal de Orden, que por este
motivo confirmó el veredicto de expulsión. Sin embargo, el padre hizo una requisa del
dormitorio que hasta entonces había sido un santuario inviolable, y en un doble fondo del
baúl encontró los paquetes de tres años de cartas, escondidas con tanto amor como
habían sido escritas. La firma era inequívoca, pero Lorenzo Daza no pudo creer ni
entonces ni nunca que la hija no supiera de su novio escondido nada más que el oficio de
telegrafista y su afición por el violín.
Convencido de que una relación tan difícil sólo era comprensible por la complicidad
de la hermana, no le concedió a ésta ni la gracia de una disculpa, sino que la embarcó sin
apelación en la goleta de San Juan de la Ciénaga. Fermina Daza no se alivió nunca de su
último recuerdo, la tarde en que la despidió en el portal ardiendo de fiebre dentro de su
hábito pardo, ósea y cenicienta, y la vio desaparecer en la llovizna del parquecito con lo
único que le quedaba en la vida: el petate de soltera, y el dinero para sobrevivir un mes,
envuelto en un pañuelo dentro del puño. Tan pronto como se liberó de la autoridad de su
padre la hizo buscar por las provincias del Caribe, averiguando por ella con todo el que
pudiera conocerla, y no encontró noticia alguna de su rastro hasta casi treinta años
después, cuando recibió una carta que había pasado por muchas manos durante mucho
tiempo, y en la cual le informaron que había muerto casi centenaria en el lazareto de
Agua de Dios. Lorenzo Daza no previó la ferocidad con que la hija había de reaccionar
por el castigo injusto de que fue víctima la tía Escolástica, a quien había identificado
siempre con la madre que apenas recordaba. Se encerró con tranca en el dormitorio, sin
comer ni beber, y cuando él logró por fin que le abriera, primero con amenazas y luego con súplicas mal disimuladas, se encontró con una pantera herida que nunca más
volvería a tener quince años.


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