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El amor en los tiempos del cólera - 37

Posted by Digital Solutions Perú EIRL On 1/05/2009 09:42:00 a. m. No comments

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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Se despidió pasadas las seis, cuando empezaron a encender las luces de la casa.
Se sentía más seguro, pero sin demasiadas ilusiones, porque no olvidaba el carácter
voluble y las reacciones imprevistas de Fermina Daza a los veinte años, y no tenía
razones para pensar que hubiera cambiado. Por eso se atrevió a preguntarle con una
humildad sincera si podía volver otro día, y la respuesta volvió a sorprenderlo.
-Vuelva cuando quiera -dijo ella---. Casi siempre estoy sola.
Cuatro días después, el martes, volvió sin anunciarse, y ella no esperó a que
sirvieran el té para hablarle de cuánto le habían servido sus cartas. Él dijo que no eran
cartas en un sentido estricto, sino hojas sueltas de un libro que le hubiera gustado
escribir. También ella lo había entendido así. Tanto, que pensaba devolvérselas, si él no
lo tomaba como un desaire' para que les diera un mejor destino. Siguió hablando del
bien que le habían hecho en el duro trance que estaba viviendo, y lo hacía con tanto
entusiasmo, con tanta gratitud, tal vez con tanto afecto, que Florentino Ariza se atrevió a
dar algo más que un paso en firme: un salto mortal.
-Antes nos tuteábamos -dijo.
Era una palabra prohibida: antes. Ella sintió pasar el ángel quimérico del pasado, y
trató de eludirlo. Pero él fue más a fondo: “Quiero decir, en nuestras cartas de antes”.
Ella se disgustó, y tuvo que hacer un esfuerzo serio para que no se le notara. Pero él se
dio cuenta, y comprendió que debía avanzar con más tacto, aunque el tropiezo le enseñó
que ella seguía siendo tan arisca como cuando era joven, pero había aprendido a serlo
con dulzura.
-Quiero decir---dijoél- que estas cartas son otra cosa muy distinta.
-Todo ha cambiado en el mundo -dijo ella.
-Yo no -dijo él-. ¿Y usted?
Ella se quedó con la segunda taza de té a mitad de camino y lo increpó con unos
ojos que habían sobrevivido a la inclemencia.
-Ya da lo mismo -dijo-. Acabo de cumplir setenta y dos años.
Florentino Ariza recibió el golpe en el centro del corazón. Hubiera querido
encontrar una réplica con la rapidez y el instinto de una saeta, pero lo venció el peso de
la edad: nunca se había sentido tan agotado con una conversación tan breve, le dolía el
corazón, y cada golpe repercutía con una resonancia metálica en sus arterias. Se sintió
viejo, triste, inútil, y con unos deseos de llorar tan urgentes que no pudo hablar más.
Terminaron la segunda taza en un silencio surcado de presagios, y cuando ella volvió a
hablar fue para pedirle a una criada que le llevara la carpeta de las cartas. Él estuvo a
punto de pedirle que las guardara para ella, pues había dejado copias de papel carbón,
pero pensó que esta precaución iba a parecer innoble. No había nada más que hablar.
Antes de despedirse, él sugirió volver el otro martes a la misma hora. Ella se preguntó si
debía ser tan condescendiente.
-No veo qué sentido tendrían tantas visitas -dijo.
-Yo no había pensado que tuvieran ninguno -dijo él.
De modo que volvió el martes a las cinco, y luego todos los martes siguientes, sin
la convención del anuncio, porque las visitas semanales se habían incorporado a la rutina
de ambos al final del segundo mes. Florentino Ariza llevaba galletitas inglesas para el té,
castañas confitadas, aceitunas griegas, pequeñas delicias de salón que encontraba en los
transatlánticos. Un martes le llevó la copia del retrato de ella e Hildebranda, tomado por
el fotógrafo belga hacía más de medio siglo, que él había comprado por quince céntimos
en un remate de tarjetas postales del Portal de los Escribanos. Fermina Daza no pudo
entender cómo había llegado hasta allí, ni él pudo entenderlo sino como un milagro del
amor. Una mañana, mientras cortaba rosas de su jardín, Florentino Ariza no pudo resistir
la tentación de llevarle una en la próxima visita. Fue un problema difícil en el lenguaje de
las flores por tratarse de una viuda reciente. Una rosa roja, símbolo de una pasión en llamas, podía ser ofensiva para su luto. Las rosas amarillas, que en otro lenguaje eran las
flores de la buena suerte, eran una expresión de celos en el vocabulario común. Alguna
vez le habían hablado de las rosas negras de Turquía, que tal vez fueran las mas
indicadas, pero no había Podido conseguirlas para aclimatarlas en su patio. Después de
mucho pensarlo se arriesgó con una rosa blanca, que le gustaban menos que las otras,
por insípidas y mudas: no decían nada. A última hora, por si Fermina Daza tenía la
malicia de darles algún sentido, le quitó las espinas.
Fue bien recibida, como un regalo sin intenciones ocultas, y así se enriqueció el
ritual de los martes. Tanto, que cuando él llegaba con la rosa blanca ya estaba preparado
el florero con agua en el centro de la mesita del té. Un martes cualquiera, al poner la
rosa, él dijo de un modo que pareciera casual:
-En nuestros tiempos no se llevaban rosas sino camelias.
-Es cierto -dijo ella-, pero la intención era otra, y usted lo sabe.
Así fue siempre: él intentaba avanzar y ella le cerraba el paso. Pero en esta
ocasión, a pesar de la respuesta puntual, Florentino Ariza se dio cuenta de que había
dado en el blanco, porque ella tuvo que volver la cara para que no se le notara el rubor.
Un rubor ardiente, juvenil, con vida propia, cuya impertinencia le revolvió el disgusto
contra sí misma. Florentino Ariza tuvo buen cuidado de derivar hacia otros temas menos
ásperos, pero su gentileza fue tan evidente que ella se supo descubierta, y eso aumentó
su rabia. Fue un mal martes. Ella estuvo a punto de pedirle que no volviera más, pero la
idea de una pelea de novios le pareció tan ridícula a la edad y en la situación de ambos,
que le causó una crisis de risa. El martes siguiente, cuando Florentino Ariza ponía la rosa
en el florero, ella se escudriñó la conciencia y comprobó con alegría que no le quedaba de
la semana anterior ni el menor vestigio de resentimiento.
Las visitas empezaron a adquirir muy pronto una incómoda amplitud familiar, pues
el doctor Urbino Daza y su esposa aparecían a veces como por casualidad, y se quedaban
jugando barajas. Florentino Ariza no sabía jugar, pero Fermina le enseñó en una sola
visita, y ambos les mandaron a los esposos Urbino Daza un desafío escrito para el martes
siguiente. Eran encuentros tan agradables para todos, que se oficializaron con tanta
rapidez como las visitas, y se establecieron normas para los aportes de cada uno. El
doctor Urbino Daza y su esposa, que era una repostera excelente, contribuían con tartas
originales, cada vez distintas. Florentino Ariza siguió llevando las curiosidades que
encontraba en los barcos de Europa, y Fermina Daza se las ingeniaba para procurarse
cada semana una sorpresa nueva. Los torneos se jugaban el tercer martes de cada mes,
y no se hacían apuestas en dinero, pero al perdedor se le imponía una contribución
especial para la partida siguiente.
El doctor Urbino Daza correspondía a su imagen pública: era de recursos escasos,
de maneras torpes, y sufría de unos sobresaltos súbitos, ya fueran de alegría o de
disgusto, y de unos rubores inoportunos que hacían temer por su fortaleza mental. Pero
era sin lugar a dudas, y se le notaba demasiado a primera vista, lo que Florentino Ariza
temía más que se dijera de él: un hombre bueno. Su mujer, en cambio, era vivaz y con
una chispa plebeya, oportuna y certera, que le daba un toque más humano a su
elegancia. No podía desearse una pareja mejor para jugar a las cartas, y la insaciable
necesidad de amor de Florentino Ariza quedó colmada con la ilusión de sentirse en
familia.
Una noche, cuando salían juntos de la casa, el doctor Urbino Daza le pidió que
almorzara con él: “Mañana, a las doce y media en punto, en el Club Social”. Era un
manjar exquisito con un vino envenenado: el Club Social se reservaba el derecho de
admisión por motivos diversos, y uno de los más importantes era la condición de hijo
natural. El tío León XII había tenido experiencias irritantes en ese sentido, y el mismo
Florentino Ariza había sufrido la vergüenza de que lo hicieran salir cuando ya estaba
sentado a la mesa, por invitación de un socio fundador. Éste, a quien Florentino Ariza le
hacía favores difíciles en el comercio fluvial, no tuvo más recurso que llevarlo a comer a
otra parte.

-Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos -le dijo.
No obstante, Florentino Ariza corrió el riesgo con el doctor Urbino Daza, y fue
recibido con un tratamiento especial, aunque no le pidieron firmar el libro de oro de los
invitados notables. El almuerzo fue breve, de los dos solos, y transcurrió en tono menor.
Los temores que inquietaban a Florentino Ariza desde la tarde anterior en relación con
aquel encuentro, se disiparon con la copa de oporto del aperitivo. El doctor Urbino Daza
quería hablarle de su madre. Por lo mucho que le dijo, Florentino Ariza se dio cuenta de
que ella le había hablado de él. Y algo todavía más sorprendente: le había mentido en
favor suyo. Le contó que eran amigos desde niños, que jugaban juntos desde que ella
llegó de San Juan de la Ciénaga, que era él quien le había iniciado en sus primeras
lecturas, por lo cual le guardaba una vieja gratitud. Le había dicho además que a
menudo, cuando ella salía de la escuela, pasaba muchas horas con Tránsito Ariza
haciendo prodigios de bordado en la mercería, pues era una maestra notable, y que si no
había seguido viendo a Florentino Ariza con la misma frecuencia no había sido por su
gusto sino por la divergencia de sus vidas.
Antes de llegar al fondo de sus propósitos, el doctor Urbino Daza hizo algunas
divagaciones sobre la vejez. Pensaba que el mundo iría más rápido sin el estorbo de los
ancianos. Dijo: “La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del
más lento”. Preveía un futuro más humanitario, y por lo mismo más civilizado, en que los
seres humanos fueran aislados en ciudades marginales desde las que no pudieran valerse
de sí mismos, para evitarles la vergüenza, los sufrimientos, la soledad espantosa de la
vejez. Desde el punto de vista médico, según él, el límite podían ser los sesenta años.
Pero mientras se llegaba a ese grado de caridad, la única solución eran los asilos, donde
los ancianos se consolaban los unos a los otros, se identificaban en sus gustos y sus
aversiones, en sus resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias naturales con las
generaciones siguientes. Dijo: “Los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Pues bien: el
doctor Urbino Daza quería agradecerle a Florentino Ariza la buena compañía que le daba
a su madre en la soledad de la viudez, le suplicaba que siguiera haciéndolo para bien de
ambos y comodidad de todos, y que tuviera paciencia con sus humores seniles.
Florentino Ariza se sintió aliviado con la solución de la entrevista. “Esté tranquilo -le
dijo-. Soy cuatro años mayor que ella, y no sólo ahora, sino desde antes, mucho antes
que usted naciera.” Luego cedió a la tentación de desahogarse con una puntada de
ironía.
-En la sociedad del futuro -concluyó-, usted tendría que ir ahora al camposanto, a
llevarnos a ella y a mí un ramo de anturios para el almuerzo.
El doctor Urbino Daza no había reparado hasta entonces en la inconveniencia de
su profecía, y se metió por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo.
Pero Florentino Ariza lo ayudó a salir. Estaba radiante, pues sabía que tarde o temprano
iba a tener un encuentro como aquel con el doctor Urbino Daza, para cumplir con un
requisito social ineludible: la petición formal de la mano de su madre. El almuerzo fue
muy alentador, no sólo por el motivo mismo, sino porque le demostró qué fácil y bien
recibida iba a ser aquella petición inexorable. Si hubiera contado con el consentimiento
de Fermina Daza, ninguna ocasión hubiera sido más propicia. Más aún: después de lo
que habían hablado en aquel almuerzo histórico, el formalismo de la solicitud salía
sobrando.
Florentino Ariza subía y bajaba las escaleras con un cuidado especial, aun siendo
joven, porque siempre había pensado que la vejez empezaba con una primera caída sin
importancia, y la muerte seguía con la segunda. Más peligrosa que todas las escaleras le
parecía la de sus oficinas, por empinada y de espacios estrechos, y desde mucho antes
que tuviera que forzarse para no arrastrar los pies la subía mirando bien los peldaños y
agarrado del barandal con ambas manos. Muchas veces le sugirieron cambiarla por otra
escalera menos arriesgada, pero la decisión quedaba siempre para el mes entrante,
porque a él le parecía una concesión a la vejez. A medida que pasaban los años
demoraba más para subir, no porque le costara más trabajo, como él se apresuraba a
explicar, sino porque cada vez subía con más cuidado. Sin embargo, la tarde en que regresó del almuerzo con el doctor Urbino Daza, después de la copa de oporto del
aperitivo y medio vaso de vino tinto con la comida, y sobre todo después de la
conversación triunfal, trató de alcanzar el tercer peldaño con un paso de baile tan juvenil
que se dobló el tobillo izquierdo, cayó de espaldas, y no se mató de milagro. En el
momento en que caía tuvo bastante lucidez para pensar que no iba a morir de aquel
tropiezo, porque no era posible en la lógica de la vida que dos hombres que habían
amado tanto durante tantos años a la misma mujer, pudieran morir del mismo modo con
sólo un año de diferencia. Tuvo razón. Le pusieron una coraza de yeso desde el pie hasta
la pantorrilla, y lo obligaron a permanecer inmóvil en la cama, pero siguió más vivo que
antes de la caída. Cuando el médico le ordenó los sesenta días de invalidez, no pudo
creer en tanta desdicha.
-No me haga esto, doctor -le imploró---. Dos meses de los míos son como diez
años de los suyos.
Varias veces trató de levantarse cargando la pierna de estatua con las dos manos,
y siempre lo venció la realidad. Pero cuando por fin volvió a caminar con el tobillo todavía
dolorido y la espalda en carne viva, tuvo motivos de sobra para creer que el destino
había premiado su perseverancia con una caída providencial.
Su día peor fue el primer lunes. El dolor había cedido, y el pronóstico médico era
muy alentador, pero él se negaba a aceptar el fatalismo de no ver a Fermina Daza la
tarde siguiente, por primera vez en cuatro meses. No obstante, después de una siesta de
resignación se sometió a la realidad y le escribió una esquela de excusa. La escribió a
mano, en papel perfumado y con tinta luminosa para leer en la oscuridad, y dramatizó
sin pudores la gravedad del percance tratando de suscitar su compasión. Ella le contestó
dos días más tarde, muy conmovida, muy amable, pero sin una palabra de más ni de
menos, como en los grandes días del amor. Él atrapó al vuelo la ocasión y le volvió a
escribir. Cuando ella le contestó por segunda vez, él decidió ir mucho más lejos que en
las conversaciones cifradas de los martes, y se hizo instalar un teléfono junto a la cama
con el pretexto de vigilar el curso diario de la empresa. Pidió a la operadora central que
lo comunicara con el número de tres cifras que sabía de memoria desde que llamó por
primera vez. La voz de timbres apagados, tensa por el misterio de la distancia, la voz
amada contestó, reconoció la otra voz, y se despidió después de tres frases convencionales
de saludo. Florentino Ariza quedó desconsolado por su indiferencia: estaban otra
vez en el principio.
Dos días después, sin embargo, recibió una carta de Fermina Daza en la cual le
suplicaba no llamarla más. Sus razones eran válidas. Había tan pocos teléfonos en la
ciudad, que la comunicación se hacía a través de una operadora que conocía a todos los
abonados, su vida y sus milagros, y no importaba si no estaban en casa: los encontraba
donde estuvieran. A cambio de tanta eficacia, se mantenía enterada de las
conversaciones, descubría los secretos de la vida privada, los dramas mejor guardados, y
no era raro que intercediera en un diálogo para introducir su punto de vista o apaciguar
los ánimos. Por otra parte, en el curso de aquel año se había fundado La justicia, un
diario vespertino cuya finalidad única era fustigar a las familias de apellidos largos, con
nombres propios y sin consideraciones de ninguna índole, como represalia del propietario
porque sus hijos no habían sido admitidos en el Club Social. A pesar de la limpieza de su
vida, Fermina Daza se cuidaba entonces más que nunca de cuanto hablaba o hacía, aun
con sus amistades íntimas. De modo que siguió ligada a Florentino Ariza por el hilo
anacrónico de las cartas. La correspondencia de ida y vuelta llegó a ser tan frecuente e
intensa, que él se olvidó de su pierna, del castigo de la cama, se olvidó de todo, y se
consagró por completo a escribir en una mesita portátil de las que usaban en los
hospitales para la comida de los enfermos.
Volvieron a tutearse, volvieron a intercambiar comentarios sobre sus vidas como
en las cartas de antes, pero Florentino Ariza trató de ir otra vez con demasiada prisa:
escribió el nombre de ella con puntadas de alfiler en los pétalos de una camelia, y se la
mandó en una carta. Dos días después la recibió de vuelta sin ningún comentario.
Fermina Daza no podía evitarlo: todo aquello le parecían cosas de niños. Más aún cuando Florentino Ariza insistió en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de
Los Evangelios, los escondites de las cartas en el camino de la escuela, las clases de
bordado bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una
pregunta que parecía casual en medio de otros comentarios triviales: “¿Por qué te
empeñas en hablar de lo que no existe?”. Más tarde le reprochó la terquedad estéril de
no dejarse envejecer con naturalidad. Esa era, según ella, la causa de su precipitación y
sus descalabros constantes en la evocación del pasado. No entendía cómo un hombre
capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le habían dado para sobrellevar la viudez,
se enredaba de aquel modo infantil cuando trataba de aplicarlas a su propia vida.
Los papeles se invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos
para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja
que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pues nunca fue tan buen alumno como ella.
La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo, los
deseos locos de verla, todo le demostraba que sus temores de la caída habían sido más
certeros y trágicos de lo que había previsto. Por primera vez empezó a pensar de un
modo racional en la realidad de la muerte.
Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le
aplicaba las lavativas, le ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las
úlceras de la espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad
le causara otros males peores. Los sábados y domingos la relevaba América Vicuña, que
en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había prometido
mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía fluvial, en parte
para amordazar la conciencia, y sobre todo para no enfrentarse a los reproches que ella
no encontraba cómo hacer, ni a las explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se
imaginó cuánto sufría ella en sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él,
en su vida sin él, porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial
del colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y
estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber de
acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por un
sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con ella, por un
temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso. Así que dejó las cosas
como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de
que los resolviera la muerte.
No sólo las dos mujeres que se ocupaban de él, sino el mismo Florentino Ariza, se
sorprendían de cuánto había cambiado. Apenas diez años antes había asaltado a una de
sus criadas detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos
tiempo que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa
amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical
que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros
de zafra, los obligaron a casarse. No parecía posible que fuera el mismo hombre, aquel
que manoseaban al derecho y al revés dos mujeres que hacía apenas unos meses lo
hacían temblar de amor, que lo jabonaban por arriba y por debajo, lo secaban con toallas
de algodón egipcio y le daban masajes de cuerpo entero, sin que soltara un suspiro de
turbación. Cada quien tenía una explicación distinta para su inapetencia. Leona Cassiani
pensaba que eran los preludios de la muerte. América Vicuña le atribuía un origen oculto
cuya traza no acertaba a desentrañar. Sólo él sabía la verdad, y tenía nombre propio. De
todos modos era injusto: más padecían ellas sirviéndole que él siendo tan bien servido.

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